Libro 2 - Trilogía de Merlín

Las colinas huecas

Resumen del libro: "Las colinas huecas" de

«Las Colinas Huecas» de Mary Stewart es la cautivadora continuación de la «Trilogía de Merlín», que se inicia con «La Cueva de Cristal». La autora, conocida por su maestría en la creación de mundos mágicos y personajes envolventes, nos sumerge en una narrativa épica que destaca por su rica ambientación y su intrincada trama.

Mary Stewart presenta una perspectiva única sobre la leyenda artúrica, centrándose en la infancia y mocedad de Arturo, el legendario rey de Bretaña. La trama se inicia con la dramática noche en que Arturo es concebido, marcando así el comienzo de una epopeya donde el héroe se ve desafiado a distinguir a sus enemigos y a forjar su propio destino. Stewart teje una red de intriga que se desarrolla entre las intrigas y traiciones de reyes y cortesanos, otorgando una profundidad única a los personajes y sus relaciones.

El personaje central, Merlín, emerge como una figura enigmática que, a pesar de su sabiduría, enfrenta las angustias de una nación en guerra. La relación entre Merlín y Arturo se convierte en un elemento central de la trama, revelando capas adicionales de complejidad y conexión emocional. La autora logra transmitir la dualidad de Merlín, atrapado entre su conocimiento de los acontecimientos futuros y la impotencia para cambiar el curso del destino.

La prosa de Stewart es elegante y envolvente, transportando al lector a través de colinas místicas y paisajes encantados. La narrativa fluye con gracia, combinando acción, intriga y elementos mágicos de manera equilibrada. Las descripciones detalladas y la atención a los detalles enriquecen la experiencia de lectura, creando un mundo vibrante que cobra vida ante los ojos del lector.

En conclusión, «Las Colinas Huecas» es una obra maestra literaria que cautiva a los amantes de la fantasía y la mitología. Mary Stewart demuestra una vez más su habilidad para reinterpretar las leyendas clásicas de manera fresca y emocionante. Esta novela es un tributo a la riqueza y la complejidad de la narrativa artúrica, ofreciendo una perspectiva única que dejará a los lectores anhelando más.

Libro Impreso

A la memoria de mi padre

Una vez nació un niño,
un rey, en invierno.
Antes del mes negro
nació y huyó en el mes oscuro
para hallar refugio
entre los pobres.

Vendrá de nuevo
con la primavera
en el mes verde,
y el mes dorado
y luminoso
verá el incendio
de su estrella.

Mary Stewart

LIBRO PRIMERO

LA ESPERA

Capítulo I

En las alturas se oía el canto de una alondra. La luz se posó, deslumbrante, sobre mis párpados cerrados, y con ella la melodía, que parecía una distante danza de agua. Abrí los ojos. Sobre mí el cielo se arqueaba y su invisible cantor se perdía en el luminoso y flotante azul de un día de primavera. Por todas partes se esparcía un dulce olor a nueces que me hizo pensar en el oro, en las llamas de las velas, en jóvenes amantes. Algo que no olía tan bien se movía a mi lado. Una ruda voz joven dijo:

—¿Señor?

Volví la cabeza. Estaba tendido en el césped, en una hondonada, rodeado de tojos llenos de flores doradas, de olor dulzón que, como llamas, brillaban a la luz del sol primaveral. Junto a mí había un muchacho arrodillado. Tenía unos doce años, iba sucio, con el pelo enmarañado, vestido con telas bastas, de un indefinido color marrón; su capa, hecha de harapos que apenas se mantenían juntos, mostraba innumerables rotos. Llevaba un cayado en la mano. Incluso sin haber notado su olor podría haber adivinado su oficio pues, a nuestro alrededor, su rebaño de cabras pacía entre los arbustos, comiendo las espinas tiernas.

Al moverme yo, el muchacho se puso rápidamente en pie y se echó hacia atrás. Me observaba, entre atemorizado y esperanzado, a través de su maraña de pelo. Todavía no me había robado. Miré el pesado bastón que tenía en la mano y, vagamente, a través de la bruma del dolor, me pregunté si podría defenderme contra aquel jovenzuelo. Pero al parecer, su esperanza se centraba únicamente en una recompensa. Señalaba hacia algo fuera del alcance de mi vista, al otro lado de los arbustos.

—He atrapado vuestro caballo. Lo tengo atado allí. Creía que habíais muerto.

Me incorporé y me apoyé sobre un codo. A mi alrededor, el día parecía oscilar y reverberar. Las flores de los arbustos, a contraluz, humeaban como incienso. El dolor se iba adormeciendo lentamente y la memoria, en cambio, volvía a fluir.

—¿Estáis herido?

—No tiene importancia… Es sólo la mano. Dentro de poco estaré perfectamente bien. ¿Has dicho que atrapaste mi caballo? ¿Me has visto caer?

—Sí. Estaba por allí. —De nuevo señaló hacia los arbustos; más allá de las flores amarillas, la tierra se elevaba suave y desnuda hasta un altozano de superficie redondeada, rota por una roca gris, llena de grietas y espinos; detrás de la colina, el cielo parecía ilimitado y mostraba una distancia vacía que hablaba del mar. Os he visto venir por el valle desde la costa, cabalgando despacio. Pensé que estabais enfermo, o que quizá dormíais sobre el caballo. Entonces el animal ha dado un paso en falso, por un agujero seguramente, y os habéis caído. Ha sido ahora mismo; acabo de llegar a vuestro lado.

Calló, pero mantuvo la boca abierta. Noté el asombro en su rostro. Mientras hablaba, yo me había ido incorporando hasta quedarme sentado. Me apoyé en el brazo izquierdo y con todo cuidado deposité la mano derecha herida en mi regazo. Estaba tumefacta, llena de sangre coagulada a través de cuya masa corría, roja, más sangre fresca. Supuse que había caído sobre ella al tropezar el caballo. El desmayo había sido como un bálsamo piadoso. Ahora el dolor crecía de nuevo, en oleadas palpitantes, con los impulsos de una marea; sin embargo, el desfallecimiento había desaparecido, y aunque todavía dolorida por el golpe, tenía la cabeza serena.

—¡Madre de Dios! —El muchacho parecía enfermo de la impresión—. ¿Os lo hicisteis al caer del caballo?

—No, ha sido en una pelea.

—Pero no tenéis espada.

—La he perdido. No tiene importancia; me queda mi daga y una mano para usarla. No, no te asustes, ya ha terminado todo. Nadie te hará nada. Ahora, si me ayudas montar, seguiré mi camino.

Me ofreció el brazo y me puse en pie. Estábamos al borde de una verdeante colina llena de tojos, con árboles solitarios que se elevaban aquí y allí y adoptaban extrañas formas a causa del fuerte y salado viento. Al otro lado de la espesura donde había caído, el suelo descendía en una abrupta pendiente mancillada por las huellas de ovejas y cabras. La pendiente terminaba en un valle estrecho y ventoso, a cuyo fondo corría un sonoro riachuelo sobre un lecho rocoso. No podía ver qué había al fondo del valle, pero a una milla de distancia, más allá del herbaje todavía invernal, se extendía el mar.

Desde la altura en que me hallaba se podían adivinar los enormes acantilados a lo largo de la costa, y al final del más lejano borde de tierra, empequeñecidas por la distancia, pude ver las torres.

El castillo de Tintagel, fortaleza de los duques de Cornualles. La inexpugnable fortaleza de roca que sólo podía ser tomada con engaño o por la traición de alguien del interior. La noche anterior yo había utilizado ambas estratagemas.

Un estremecimiento me recorrió el cuerpo. La noche pasada, en la salvaje oscuridad de la tormenta, el castillo había sido un lugar de dioses y de destino, de un poder dirigido hacia un lejano fin, de un poder del cual yo, de vez en cuando, poseía destellos. Y yo, Merlín, hijo de Ambrosio, a quien los hombres temían como profeta y visionario, había sido aquella noche tan sólo un instrumento del dios.

Por eso me había dado el don de la Visión, el poder que los hombres consideraban mágico. Desde esta remota y marina fortaleza vendría el único rey que podría limpiar de enemigos la Gran Bretaña y le daría tiempo para encontrarse a sí misma; el único que, siguiendo los pasos de Ambrosio, el último de los romanos, haría retroceder las frescas oleadas del Terror Sajón y, por último, mantendría íntegra la Gran Bretaña por largo tiempo. Eso era lo que yo había visto en las estrellas y oído en el viento: era yo, mis dioses me lo habían dicho, quien conseguiría que todo eso se produjera. Había nacido para ello. En aquel momento si todavía podía confiar en mis dioses, el niño prometido había sido concebido. Pero por su causa —por mi causa— habían muerto cuatro hombres.

En aquella noche flagelada por la tormenta y cobijada por la estrella del dragón, la muerte había sido cosa corriente; y los dioses esperaban, visibles, en cada esquina. Pero ahora, al amanecer, tras la tormenta, ¿qué quedaba de todo aquello? Un joven con una mano herida, un rey con su lujuria satisfecha y una mujer para la cual empezaba la penitencia. Y para todos nosotros, tiempo para recordar la muerte.

«Las colinas huecas» de Mary Stewart

Mary Stewart. Escritora inglesa, es una autora que ha trabajado el género histórico, el de suspense y el romántico, en ocasiones mezclando los tres y añadiendo grandes dosis de literatura fantástica. Su obra más conocida es la trilogía dedicada a Merlín, aunque algunos de sus libros como La mansión encantada han logrado gran éxito internacional.