Las torres del olvido

Resumen del libro: "Las torres del olvido" de

En su obra cumbre, «Las Torres del Olvido», George Turner nos transporta a un futuro incierto, donde las torres fantasmales de Melbourne emergen, medio en ruinas, testigos mudos de una civilización desvanecida por el Efecto Invernadero en el siglo XXI. Turner, conocido por su maestría en la ciencia ficción, crea una narrativa que va más allá de las ruinas físicas; es un viaje introspectivo a través de la historia y la psique humana.

La trama sigue a una joven historiadora, inmersa en la tarea titánica de reconstruir la vida en una época de caos social, superpoblación y perturbaciones climáticas. Decidida a plasmar sus hallazgos en una novela, Turner nos presenta a personajes que habitaron esas torres, revelando un espejo inquietante de nuestro propio mundo. En estas figuras imaginarias, el autor encuentra un eco familiar, un recordatorio de cómo contribuimos, con codicia e indiferencia, a la degradación de nuestro entorno.

Con una prosa evocadora, Turner fusiona la ciencia ficción con una reflexión filosófica sobre la responsabilidad colectiva. Las torres sumergidas en la bahía de Melbourne no son simplemente estructuras desmoronadas; son metáforas de nuestro presente y una advertencia sutil sobre el futuro que forjamos. La narrativa fluye entre las capas del tiempo, tejiendo una red de conexiones que obliga al lector a confrontar las consecuencias de sus acciones en el mundo tangible y en el inmaterial.

«Las Torres del Olvido» no es solo una novela de ciencia ficción; es un eco de advertencia, una llamada a la reflexión sobre nuestro impacto en el planeta. Turner, con su característica capacidad descriptiva, pinta un lienzo distópico que resuena en el lector mucho después de cerrar el libro. Esta obra maestra confirma a George Turner como un visionario de la literatura, cuya exploración de los límites de la realidad y la responsabilidad social lo sitúa entre las luminarias de la ciencia ficción australiana.

Libro Impreso EPUB

A John Foyster, por sus atinados consejos.

Debemos planificar a cinco años vista,
a veinte años y a cien años.

Sir Macfarlane Burnett

LA GENTE DEL OTOÑO

Primera parte

I

El sol, alto aún en la tarde temprana, relumbraba sobre las aguas tranquilas. No soplaba brisa alguna; sólo la estela de la embarcación turbaba la placidez de la bahía. La carta de navegación del piloto mostraba en líneas de puntos, directamente debajo de donde estaba la quilla, el antiguo lecho de un río, pero ninguna corriente fluía por la superficie: el Yarra desembocaba ahora a cierta distancia hacia el norte, al pie de los Dandenongs, donde la Ciudad Nueva se resguardaba entre lomas y árboles.

El joven piloto había perdido su inicial temor reverente a la Ciudad Vieja y a la vasta extensión de ruinas sumergidas que había por debajo; este viaje ya era para él mera rutina. En el transcurso del año transportaba a centenares de historiadores, arqueólogos, submarinistas y simples turistas. Sus actuales sensaciones eran simplemente de placer porque el sol tuviera vigor suficiente como para que mereciese la pena quitarse la ropa y gozar de su caricia sobre la piel.

No eran frecuentes los días así, ni siquiera en pleno verano, y por otra parte el viento del sur provocaría escalofríos antes del anochecer. Goza mientras puedas, pensó; aférrate al instante. Si la idea se acercaba al hedonismo más de lo que era propio en un cristiano practicante, amén. Él creía más en el perdón de los pecados que en la posibilidad de su propia perfección.

Cuando aquella ciudad sumergida había alcanzado su índice máximo de población y desesperación, mil años antes, el sol brillaba a lo largo de las cuatro estaciones, pero aquellos tiempos pasaron y nunca volverían. El Largo Verano había terminado y el Largo Invierno (acaso cien mil años de invierno) lo sustituyó. El frío viento del sur al anochecer, cada anochecer, reafirmaba su presencia, y el piloto se alegraba de vivir precisamente entonces, no antes ni después.

No todos los muros ni todas las torres de la Ciudad Vieja yacían en el fondo de la bahía. La fusión del casquete glacial de la Antártida se había frenado ya cuando la atmósfera contaminada reequilibró sus elementos y se disipó el manto global de calor; la cota total de elevación del nivel del océano había sido previamente calculada, pero no se hizo con antelación suficiente para preservar del desastre a las ciudades costeras del planeta. Al norte y al nordeste de la posición de la lancha se encontraban las islas que antaño fueron los puntos más elevados de los barrios periféricos de Melbourne, ahora cubiertas de bosques y herbazales, reservas inagotables de historia.

Las otras ruinas, las otras reservas históricas, sumergidas en parte, eran agrupaciones de las gigantescas torres edificadas (con la ciega persistencia de quienes no podían creer en la inmediatez del desastre) en las zonas más bajas de la desparramada ciudad. Había diez Enclaves, cada uno de ellos formado por un grupo de torres casi idénticas cuyo diseño había variado muy poco en cuanto a la imprudente ligereza de su construcción. El Enclave al cual se aproximaba en aquellos momentos la lancha motora era uno de los mayores, un bosque de veinticuatro gigantes regularmente espaciados en un área de unos cuatro kilómetros cuadrados situada frente a lo que en aquellos lejanos tiempos fuera la desembocadura del Yarra. Estaba señalado en la carta del piloto con el nombre de Newport Towers y con la indicación de Corrientes Erráticas, indicación común a todos los Enclaves. Aquellos vetustos muros, con sus flancos de más de cien metros, generaban flujos, reflujos y remolinos cada vez que cambiaba la marea.

Marin sabía que lo que se veía era sólo el armazón inferior de unos edificios que se habían alzado hasta el cielo. Su codiciosa altura no había soportado la erosión marina ni los ciclones desencadenados por la desestabilización de las condiciones climáticas. Ninguno se había conservado entero; la mayoría eran meros muñones de su antigua grandeza, astilladas raíces de dientes rotos. Resultaba difícil imaginarlos en su repelente apogeo: veinticuatro conejeras humanas, de cincuenta a setenta pisos de altura cada una, donde rebullía como caterva de gusanos la humanidad de la Cultura de Invernadero.

Él vivía en un mundo donde la arquitectura se sometía a la preocupación por el entorno, donde las escaleras eran consideradas inconvenientes y las viviendas de dos plantas constituían una rareza. Si razones funcionales exigían ocasionalmente una altura excesiva en determinados edificios industriales, éstos se hallaban limitados por restricciones de diseño y ubicación. (Se estimaba que en la Antigua América algunas estructuras se aproximaron al kilómetro de altura, y no cesaban todavía los debates a propósito de las presiones que produjo semejante extravagancia).

A Marin, los Enclaves, como tales, le aburrían; parecía haber en su silencio de catacumba poco más que descubrir, pese a que se diría que los pasajeros de hoy los consideraban merecedores de una vida entera de estudio. Y si no todos los pasajeros, sí una en particular.

Por encima del hombro preguntó:

—¿Torre Veintitrés, doctora? ¿Cómo siempre?

—Como siempre —asintió ella.

La motora era grande, y los dos pasajeros situados a popa estaban lo bastante apartados como para dialogar normalmente sin que él los oyera, pero Marin poseía la habitual sensibilidad de los humanos para percibir que se hablaba de ellos y notar la leve alteración del timbre en los susurros de la conversación.

El hombre preguntó:

—¿Siempre usa las mismas formalidades? Será ya la décima vez.

—Siempre. —La historiadora sonreía divertida—. Los cristianos son gente puntillosa, siempre educados pero conscientes de su santidad; no declaradamente separados, pero tampoco integrados del todo en el rebaño común.

—¡Insultante!

—No, sólo defensivo. Se consideran a sí mismos una minoría en rápida regresión, mientras que las filosofías contemplativas orientales ganan terreno. Y no faltan ciertamente los imbéciles que se mofen de ellos.

—¿Y te extraña? Quienquiera que crea que puede trazar una línea divisoria entre el bien y el mal, en el mejor de los casos se equivoca, y en el peor está loco. Los cristianos, según yo los veo, quieren salvar a la humanidad del pecado sin antes haber comprendido ni qué es el pecado ni qué es la humanidad.

Ella le dedicó su peculiar sonrisa.

—¿Eso es algo que crees, o se trata del borrador de un epigrama para la obra que escribes?

Debido a que ella había acertado a tocar uno de sus puntos débiles, el actor-comediógrafo se contentó con un enigmático encogimiento de hombros. La mujer tenía una puntería certera cuando se trataba de pequeñas vanidades, y en las veinticuatro horas que hacía que se conocían se lo había hecho notar sobradamente. Por ejemplo, la cuestión de su pretendida ascendencia vikinga, fundada únicamente en su nombre, Andra Andrasson, a pesar de que una vigorosa vena aborigen le marcaba con un inconfundible color de piel. La oscuridad de su piel le obligaba a usar un copioso maquillaje de hombre blanco en la mayoría de papeles que representaba, y en consecuencia era frecuente que el público no le reconociera por la calle. «¿A quién le gusta que le asedien los admiradores?». Había preguntado; y casi pudo oír la respuesta que ella no llegó a articular: A ti te encantaría. Porque le habría encantado, en efecto.

«Las Torres del Olvido» de George Turner

George Reginald Turner. Nacido el 15 de octubre de 1916 en Melbourne, Australia, fue un escritor y crítico literario que dejó una marca indeleble en la ciencia ficción. Su incursión en este género llegó a los 60 años, desafiando convenciones y cosechando reconocimientos, incluido el prestigioso premio Arthur C. Clarke.

Melbourne fue testigo de su infancia y juventud, pero fue en las Fuerzas Imperiales australianas durante la Segunda Guerra Mundial donde Turner forjó su carácter. Después, desempeñó diversos roles, desde funcionario hasta técnico en la industria textil, antes de convertirse en un crítico literario de ciencia ficción en The Age.

Antes de aventurarse en la ciencia ficción, Turner dejó su impronta en la ficción convencional, con novelas como "The Cupboard under the Stairs" y "The Lame Dog Man", que recibieron reconocimientos literarios en Australia.

Su incursión formal en la ciencia ficción comenzó en los años 70, donde se labró una reputación en la revista SF Commentary. En 1978, publicó "Beloved Son", el primer capítulo de su Saga de La Cultura Étic, explorando temas post-apocalípticos y pandemias.

Pero fue con "The Sea and Summer" (1987), también conocida como "Drowning Towers", que Turner alcanzó la cima. Nominada al Premio Nébula y galardonada con el Arthur C. Clarke, la novela presenta un Melbourne sumergido por el cambio climático, ofreciendo una perspicaz reflexión sobre las consecuencias sociales.

Sus últimas obras, "Brainchild" y "The Destiny Makers", exploran thrillers políticos ambientados en futuros cercanos, adentrándose en la complejidad de la inteligencia genéticamente mejorada. Su legado culminó con "Down There in Darkness" (1999).

Aunque la Convención Mundial de Ciencia Ficción en Melbourne en 1999 lo honró como Invitado de Honor, Turner partió dos años antes. Su obra maestra, "The Sea and the Summer", se convirtió en la primera novela australiana en ser incluida en la lista de Obras Maestras de la Ciencia Ficción de Victor Gollancz Ltd., asegurando su lugar eterno en el panteón literario.