Malena es un nombre de tango

Malena es un nombre de tango - Almudena Grandes

Resumen del libro: "Malena es un nombre de tango" de

Malena tiene doce años cuando recibe, sin razón, y sin derecho alguno, de manos de su abuelo el último tesoro que conserva la familia: una esmeralda antigua, sin tallar, de la que ella nunca podrá hablar porque algún día le salvará la vida. A partir de entonces, esa niña desorientada y perpleja, que reza en silencio para volverse niño porque presiente que jamás conseguirá parecerse a su hermana melliza, Reina, la mujer perfecta, empieza a sospechar que no es la primera Fernández de Alcántara incapaz de encontrar el lugar adecuado en el mundo que la rodea. Se propone entonces desenmarañar el laberinto de secretos que late bajo la apacible piel de su familia, una ejemplar familia burguesa madrileña. A la sombra de una vieja maldición, Malena aprende a mirarse, como en un espejo, en la memoria de quienes se creyeron malditos antes que ella y descubre, mientras va llegando a la madurez, un reflejo de sus miedos y de su amor en la sucesión de mujeres imperfectas que la precedieron. Y es que no hay otra maldición que la vida, ni otra culpa que atreverse a vivirla.

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Pacita tenía los ojos verdes, siempre abiertos, y labios de india, como los míos, que cerraba rozándolos apenas, entre las comisuras el hueco suficiente para franquear el paso a un delgado hilo de baba blanca que se escurría despacio, estancándose a veces al borde de la barbilla. Era una criatura abrumadoramente hermosa, la más guapa de las hijas de mi abuela, el cabello espeso, castaño y ondulado, una nariz difícil, perfecta en cada perfil, el cuello largo, lujoso, y una línea impecable, de arrogante belleza, uniendo la rígida elegancia de la mandíbula con la tensa blandura de un escote color caramelo, al que aquellos grotescos vestidos de mujer consciente de su cuerpo que ella nunca eligió otorgaban una fabulosa y cruel relevancia. Nunca la vi de pie, pero sus piernas ágiles, compactas, la robustez que matizaba el brillo de unas medias de nailon que jamás se vieron expuestas a sufrir herida alguna, no merecían el destino al que las abocó para siempre el implacable síndrome de nombre anglosajón que paralizó su desarrollo neuronal cuando aún no había aprendido a mantener la cabeza erguida. Desde entonces, nada había cambiado, y nada cambiaría jamás, para aquel eterno bebé de tres meses. Pacita ya había cumplido veinticuatro años, pero sólo su padre la llamaba Paz.

Yo estaba escondida detrás del castaño de Indias y recuerdo las pequeñas esferas erizadas de pinchos que asomaban entre las hojas, así que debíamos estar en primavera, quizás ya en la frontera del verano, y supongo que me faltaba poco para cumplir nueve años, tal vez diez, pero seguro que era domingo, porque todos los domingos, después de oír misa de doce, íbamos con mamá a tomar el aperitivo a casa de los abuelos, un sombrío palacete de tres pisos con jardín, Martínez Campos casi esquina con Zurbano, que ahora es la sede española de un banco belga. Cuando hacía buen tiempo, Pacita estaba siempre a la sombra de la higuera, atada a una silla de ruedas especial con tres correas, una sobre el pecho, otra en la cintura, y una tercera, la más gruesa, entre aquélla y el extremo del asiento, para evitar que se escurriera y se cayera al suelo, y apenas distinguía su silueta entre los barrotes de la verja, yo fijaba la vista precisamente allí, en la grava, el único lugar donde estaba segura de no poder verla, y trataba de disimular las huellas de un tormento semanal, colorado y caliente, la inexplicable vergüenza que arrasaba mi cuerpo en llamas feroces mientras escuchaba el impúdico concierto de palabritas que mi madre y mi hermana, como todas las demás mujeres de la familia, dedicaban a coro a mi pobre tía, aquella torpe bestia imbécil que no podía verlas mientras contemplaba el mundo con sus dos ojos verdes, siempre abiertos, siempre abrumadoramente hermosos y vacíos.

—¡Hola! — decía mi madre, como si estuviera encantada de tropezársela, poniendo morritos y chasqueando la lengua rítmicamente contra el paladar, como se hace para llamar la atención de los bebés auténticos, los niños que miran, y al mirar escuchan, y al escuchar aprenden—. ¡Hola, Pacita, cariño! ¿Cómo estás, cielo? ¡Qué buen día hace hoy!, ¿eh?, ¡menuda suerte, toda la mañana al sol!

—¡Pacita, Pacita! — la llamaba Reina, ladeando alternativamente la cabeza a un lado ya otro—. Cucú… ¡Tras! Cucú… ¡Tras, tras!

Y la cogían de la mano, y acariciaban sus rodillas, y la pellizcaban en la cara, y le arreglaban la falda, y daban palmitas, y hacían los cinco lobitos, y sonreían todo el tiempo, como si estuvieran muy contentas de sí mismas, muy satisfechas de estar haciendo lo que había que hacer, mientras yo las miraba desde lejos, haciéndome la loca a sus espaldas por si colaba, pero no colaba nunca.

—¡Malena! — antes o después, mi madre volvía la cabeza para encontrarme—. ¿No le dices nada a Pacita?

—Hola, Pacita —cantaba yo entonces, mi voz degradándose contra mi voluntad hasta quedar reducida aun ridículo susurro—. ¿Qué tal, Pacita, qué tal?

Y yo también la cogía de la mano, que siempre estaba fría, y siempre húmeda, y viscosa de babas y de una maloliente mezcla de restos de papilla y crema perfumada, y la miraba a los ojos y lo que veía en ellos me estremecía de miedo, y me sentía tan culpable del asco egoísta que Pacita me inspiraba, que entonces, cada mañana de domingo, con más intensidad, con más pasión que nunca, le rogaba a la Virgen que me concediera aquel pequeño milagro privado, y durante el resto de la mañana, mientras permanecía cautiva en aquella casa odiosa, rezaba sin parar, siempre en silencio, Virgen Santa, Madre Mía, hazme este favor y no te pediré nada más en toda mi vida, anda, si no es difícil, a ti no te cuesta trabajo… Mis primos varones no saludaban a Pacita, no tenían que besarla, ni acariciarla, no la tocaban nunca.

Pero aquella mañana, emboscada en la sombra del castaño de Indias, ya no rezaba, no hacía falta rezar. El estaba sentado en una silla, al lado de su hija, y su simple presencia, una fuerza más poderosa que el viento, más que la lluvia, o el frío que confinaba a mi tía durante todo el invierno entre los muros de su cuarto, había abortado ya, desde su inicio, la profana ceremonia de todos los domingos, para exponerme a un peligro mayor, de incalculables aristas, porque de todas las cosas que me daban miedo en el caserón de Martínez Campos, su sombra era sin duda la más aterradora. Mi abuelo Pedro había nacido sesenta años justos antes de que yo naciera, y era malo. Nadie me lo había advertido nunca, y nadie tampoco me había explicado nunca por qué, pero yo respiraba en el aire aquella verdad amarga desde que tenía memoria, los muebles lo susurraban, los olores lo confirmaban, los árboles lo propagaban, y hasta el suelo parecía crujir bajo sus suelas para avisarme a tiempo de la proximidad de ese hombre extraño, demasiado alto, demasiado tieso, demasiado duro, y encanecido, y brusco, y fuerte, y soberbio, para mirar con unos ojos tan cansados, bajo el pavoroso trazo de dos cejas tajantes, anchas e hirsutas, de un blanco purísimo.

Malena es un nombre de tango – Almudena Grandes

Almudena Grandes. Una de las escritoras más destacadas de la literatura española contemporánea, nació en Madrid en 1960. Tras obtener su licenciatura en Geografía e Historia en la Universidad Complutense, trabajó en el sector editorial como redactora y correctora. En 1989, su primera novela, "Las edades de Lulú", ganó el prestigioso premio La Sonrisa Vertical y alcanzó un éxito internacional, incluso siendo adaptada al cine por el reconocido director Bigas Luna. A partir de entonces, Almudena Grandes publicó numerosas obras que abarcaron una amplia gama de géneros literarios, desde la narrativa erótica hasta la novela histórica, pasando por el relato, la crónica y la literatura infantil.

Entre los títulos más conocidos de Almudena Grandes se encuentran "Malena es un nombre de tango" (1994), "El corazón helado" (2007), "Inés y la alegría" (2010) y "Los pacientes del doctor García" (2017). Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas y ha recibido numerosos premios y reconocimientos a lo largo de su carrera. Entre ellos se destacan el Premio Nacional de Narrativa en 2018, el Premio Jean Monnet en 2020 y la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 2021.

Además de su labor literaria, Almudena Grandes fue una activa columnista del diario El País, donde plasmó sus reflexiones sobre diversos temas de actualidad. También se destacó como una defensora comprometida de los valores democráticos, el feminismo y la memoria histórica en España. Su escritura y su activismo social estuvieron estrechamente ligados, y sus obras reflejan su profundo compromiso con la justicia y la igualdad.

Tristemente, Almudena Grandes falleció en Madrid el 27 de noviembre de 2021, a los 61 años, después de luchar contra el cáncer. Su partida dejó un vacío en la literatura española y en la defensa de los valores que ella representaba. Su legado literario y su contribución al panorama cultural del país perdurarán como un testimonio de su talento y su compromiso social.

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