Mi tío Oswald

Resumen del libro: "Mi tío Oswald" de

Roald Dahl, conocido por su ingenio y humor irreverente, nos presenta en «Mi tío Oswald» una historia que captura una época desenfrenada en la vida del legendario Oswald, un millonario, esteta y donjuán infatigable cuyas hazañas amatorias rivalizan con las de Casanova. El narrador, su sobrino y transcriptor de sus Diarios, nos sumerge en un relato fascinante sobre la creación de la fabulosa fortuna de Oswald.

Desde una edad temprana, Oswald se embarca en la amasada de su riqueza a través de ingeniosas ideas, siendo la más destacada la invención de unas píldoras afrodisíacas a base de polvo de escarabajo sudanés. Con esta fórmula, funda un «banco de esperma» que desencadena una serie de peripecias trepidantes en compañía de la irresistible Yasmin. Juntos, emprenden un safari para adquirir el semen de celebridades congelado, vendiéndolo a acaudaladas clientas ansiosas por tener descendencia de alta alcurnia.

En este peculiar viaje, las aventuras picarescas se suceden a un ritmo vertiginoso. Yasmin, armada con las infalibles píldoras, seduce a figuras icónicas como Stravinski, Renoir, Picasso, Nijinski, Joyce, Freud, Einstein, Conan Doyle, Proust y una selección de testas coronadas. Las situaciones, a veces escabrosas y otras delirantes, se desarrollan con la maestría narrativa característica de Dahl, llevando al lector por un mundo de excentricidades y humor inigualable.

«Mi tío Oswald» es un testimonio de la capacidad de Dahl para entrelazar la sátira social con la comedia, ofreciendo una visión irreverente pero cautivadora de una época extravagante. Con su estilo único y su agudo ingenio, Dahl logra que la historia de Oswald sea una experiencia literaria divertida y memorable.

Libro Impreso EPUB

Me encanta retozar
Diario de Oswald, Vol, XIV

1

Empiezo a sentir, una vez más, el impulso de saludar a mi tío Oswald. Me refiero, naturalmente, al difunto Oswald Hendryks Cornelius, connaisseur, bon vivant, coleccionista de arañas, escorpiones y bastones, amante de la ópera, experto en porcelana china, seductor de mujeres, y casi sin duda el mayor fornicador de todos los tiempos. Todos los demás famosos aspirantes a este título quedan reducidos al ridículo cuando se contrasta su historial con el de mi tío Oswald. Especialmente el pobre Casanova, que sale de la comparación reducido a poco más que un hombre con un órgano sexual gravemente atrofiado.

Han pasado quince años desde que, en 1964, hice público un primer y breve extracto de los diarios de Oswald. En aquella ocasión me tomé la molestia de seleccionar un fragmento que no ofendiera a nadie, y ese episodio concreto era –seguramente usted lector lo recuerda– una inofensiva y bastante frívola descripción de un coito entre mi tío y cierta leprosa en el desierto del Sinaí.

Hasta aquí no pasó nada. Pero esperé otros diez años (1974) antes de arriesgarme a facilitar un segundo extracto. Y también entonces tuve buen cuidado de elegir algo que fuera, al menos desde el punto de vista de los niveles de Oswald, lo más adecuado posible para ser leído por cualquier vicario en la escuela dominical de una parroquia de aldea. Este otro relataba el descubrimiento de un perfume tan potente, que cualquier hombre que lo oliese en una mujer era incapaz de refrenar el deseo de violarla allí mismo.

La publicación de esta pequeña trivialidad no provocó ningún tipo de litigio digno de consideración. Pero hubo muchas repercusiones de otras clases. Encontré de repente mi buzón atestado de cartas de cientos de lectoras que clamaban por una gota del perfume mágico de mi tío. También me escribieron haciéndome la misma petición innumerables hombres, entre los que se encontraban un desagradable dictador africano, un ministro de un gobierno británico de izquierdas y un cardenal de la Santa Sede. Un príncipe de Arabia Saudí me ofreció una enorme suma en moneda suiza, y un hombre de traje oscuro que pertenecía a la Central Inteligence Agency norteamericana me visitó una tarde con una valija diplomática repleta de billetes de cien dólares. El perfume de Oswald, me dijo, podía ser utilizado para comprometer prácticamente a todos los estadistas y diplomáticos rusos de primera línea, y los suyos querían comprarme la fórmula.

Por desgracia, no tenía una sola gota de tan mágico líquido que vender, de modo que el asunto terminó ahí.

Hoy, cinco años después de la publicación de esa historia del perfume, he decidido autorizar la publicación de otro breve episodio de la vida de mi tío. La parte que he seleccionado procede del Volumen XX, escrito en 1938, cuando Oswald tenía cuarenta y tres años de edad y se encontraba en la plenitud de la vida. En éste se mencionan muchos nombres famosos, y existe evidentemente un grave riesgo de que sus familiares y amigos se sientan ofendidos ante algunas de las cosas que dice Oswald. Desearía suplicar a quienes se encuentren en esa situación que sean indulgentes conmigo y que comprendan que no me impulsan más que los motivos más puros. Porque se trata de un documento de considerable importancia científica e histórica. Sería una tragedia que no llegase nunca a ver la luz.

Aquí sigue, pues, un extracto del Volumen XX del Diario de Oswald Hendryks Cornelius, tal como lo escribió él, palabra por palabra:

Londres, julio de 1938

Acabo de regresar de una satisfactoria visita a la fábrica Lagonda, en Staines. W. O. Bentley me ha ofrecido un almuerzo (salmón del Usk y una botella de Montrachet) y hemos hablado de los accesorios extras para mi nuevo V 12. Me ha prometido un bloque de bocinas que tocarán Son gia mille e tre de Mozart, a la escala exacta. Alguno podrá pensar que esto no es más que simple ostentación infantil, pero me servirá para recordar, cada vez que pulse el botón, que para entonces el bueno de Don Giovanni ya había desflorado 1003 rollizas damiselas españolas. Le he dicho a Bentley que tapice los asientos con piel de caimán de grano fino, y que el salpicadero esté chapado con madera de tejo. ¿Por qué de tejo? Simplemente porque prefiero el color y los nudos del tejo inglés a los de cualquier otra madera.

Pero, qué tipo tan notable es este W. O. Bentley. Y qué logro tan magnífico por parte de Lagonda conseguir sus servicios. En cierto modo resulta triste que este hombre, tras diseñar y dar su nombre a uno de los mejores coches del mundo, se vea forzado a abandonar su empresa para caer en brazos de la competencia. Este hecho ha supuesto, sin embargo, que los nuevos Lagonda sean ahora incomparables, y yo al menos no querría ningún otro coche. Pero éste no me va a salir barato. Me está costando más miles de libras de los que jamás pensé que fuera posible pagar por un automóvil.

Pero, ¿a quién le preocupa el dinero? A mí no, porque siempre me ha sobrado. Gané mis primeras cien mil libras cuando tenía diecisiete años y posteriormente ganaría muchas más. Ahora que digo esto, se me ocurre que a todo lo largo de este diario nunca he contado cómo llegué a convertirme en un hombre rico.

Quizás ha llegado el momento de que lo haga. Creo que sí, pues aunque este diario ha sido concebido como una historia del arte de la seducción y los placeres del sexo, no estaría completo si no mencionara también alguna referencia al arte de ganar dinero y los placeres reservados para quien lo ha ganado.

Muy bien, pues. Al final me he convencido a mí mismo. Pasaré inmediatamente a contar algunos detalles de cómo me dispuse a ganar dinero. Pero por si acaso hubiera alguien que sintiera la tentación de saltarse esta parte para pasar a cuestiones más jugosas, permítaseme asegurar que estas páginas rezumarán también mucho jugo. No podía ser de otro modo.

La riqueza abundante, si no es heredada, se adquiere generalmente por uno de estos cuatro métodos: mediante embustes, talento, inspiración en el juicio o suerte. En mi caso fue una combinación de los cuatro. Escuchen con atención y entenderán lo que quiero decir.

En 1912, cuando apenas acababa de cumplir los diecisiete años, me concedieron una beca para estudiar ciencias naturales en el Trinity College de la Universidad de Cambridge. Era un jovencito precoz y había aprobado mi examen un año antes de lo acostumbrado. Esto significaba que debería esperar doce meses porque en Cambridge no me admitirían hasta que cumpliese dieciocho años. En consecuencia mi padre decidió que ocupara este intervalo en Francia para aprender el idioma. Yo por mi parte confiaba aprender mucho más que el idioma en ese país tan espléndido. Por aquel entonces yo ya le había cogido el gusto a las calaveradas y al puterío entre las debutantes londinenses. Aunque empezaba a aburrirme un poco entre estas jóvenes inglesas. Decidí que eran un hatajo de sosas, y estaba impaciente por sembrar unos cuantos celemines de avena silvestre en tierras extranjeras. Especialmente en Francia. Había recibido informaciones dignas de crédito según las cuales las hembras de París conocían un par de cosas sobre el acto de acostarse que sus primas de Londres ni siquiera soñaban. En Inglaterra, según se rumoreaba, la copulación se encontraba todavía en pañales.

La tarde anterior al día de mi partida hacia Francia, di una pequeña recepción en nuestra residencia familiar de Cheyne Walk. Mi padre y mi madre habían salido a las siete en punto para cenar fuera y dejarme así la casa para mí solo. Había invitado a una docena aproximadamente de amigos de uno y otro sexo, todos más o menos de mi edad, y a eso de las nueve ya estábamos sentados sosteniendo una agradable conversación, bebiendo vino y consumiendo un excelente cordero hervido con dumplings,1 cuando sonó el timbre de la puerta. Fui a ver quién era, y me encontré con un hombre de mediana edad, de enorme bigote y tez de color magenta que llevaba una maleta de piel de cerdo. Se presentó diciendo que era el comandante Grout, y me preguntó por mi padre. Le dije que había salido a cenar fuera.

–Santo cielo –dijo el comandante Grout–. Me había invitado a pasar aquí una temporada. Soy un viejo amigo suyo.

–Mi padre debe de haberlo olvidado –contesté–. Lo siento muchísimo. Será mejor que pase.

Bien, no podía dejar al pobre comandante abandonado en el estudio y leyendo el Punch mientras nosotros celebrábamos una fiesta en la habitación de al lado, de modo que le pregunté si no le importaría unirse a nosotros. Dijo que no le importaba, que le encantaría unirse a nosotros. Así que entró, con su bigote y todo lo demás, y se convirtió en un radiante viejo mozo que supo adaptarse perfectamente a la reunión a pesar de que triplicaba en años al mayor de los demás. Se lanzó sobre el cordero y liquidó una botella de clarete en los primeros quince minutos.

–Excelentes vituallas –dijo–. ¿Hay más vino?

«Mi tío Oswald» una novela de Roald Dahl

Roald Dahl. Hijo de padres noruegos, se educó en diversas escuelas terminando sus estudios en la Repton de Derbyshire. Trabajó en una fábrica de chocolate (origen de su cuento Charlie y la fábrica de chocolate), y en 1934 comenzó a trabajar en la petrolera Shell, estando destinado en Tanzania. En 1939 se incorporó a la RAF, formándose como piloto e interviniendo en numerosas acciones durante la Segunda Guerra Mundial. Comenzó a escribir en 1942, publicando relatos cortos en revistas y periódicos. Fue afamado guionista de cine y televisión y varias de sus obras han sido llevadas al cine.

Es autor de géneros muy diversos y de temáticas muy variadas. Escribió cuentos y poesías para niños, relatos macabros para adultos, novelas de ciencia ficción y novelas de tipo autobiográfico.