La crucifixión rosada

Nexus

Resumen del libro: "Nexus" de

Nexus concluye la trilogía que forma con Sexus y Plexus, al tiempo que ofrece los antecedentes de los «Trópicos». Se centra sobre todo en la relación de su protagonista con Mona, su segunda esposa y en las circunstancias y reflexiones que le conducen a comprender que sus raíces culturales están en Europa y, por tanto, sólo allí le será posible convertirse en el escritor que pretende ser. El sexo, vivido casi como una experiencia mística, la búsqueda de los recursos mínimos para sobrevivir en una sociedad como la neoyorkina sin renunciar a la creación literaria, y sobre todo la literatura misma, son los ejes principales de la novela. Tanto por el descarnado retrato del ambiente moral que ofrece como por la exploración en los comportamientos propios y ajenos, a menudo se ha descatado Nexus como la mejor de las novelas de Miller.

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Capítulo primero

¡Guau! ¡Guau, guau! ¡Guau! ¡Guau!

Ladrando en la noche. Venga ladrar. Grito, pero nadie responde. Chillo, pero ni siquiera se oye un eco.

«¿Cuál quieres: el Oriente de Jerjes o el Oriente de Cristo?».

Solo… con eccema en el cerebro.

Solo por fin. ¡Qué maravilloso! Sólo que no es lo que esperaba. ¡Si al menos estuviera a solas con Dios!

¡Guau! ¡Guau, guau!

Con los ojos cerrados, evoco su imagen. Ahí está, flotando en la oscuridad, una máscara que surge de entre la espuma de las olas: la bouche de Tilla Durieux, como un arco; dientes blancos y regulares; ojos ennegrecidos con rímel, y los párpados de un azul viscoso y brillante; los cabellos ondeando desordenados, negros como el ébano. La actriz procedente de los Cárpatos y de los tejados de Viena. Surgida, como Venus, de las llanuras de Brooklyn.

¡Guau! ¡Guau, guau! ¡Guau! ¡Guau!

Grito, pero suena enteramente como un susurro.

Me llamo Isaac Polvo. Estoy en el quinto cielo de Dante. Como Strindberg en su delirio, repito: «¿Qué importa? Que seas el único o tengas un rival, ¿qué importa?».

¿Por qué se me ocurren de repente estos nombres extraños? Todos compañeros de clase de la vieja y querida Alma Mater: Morton Schnadig, William Marvin, Israel Siegel, Bernard Pistner, Louis Schneider, Clarence Donohue, William Overend, John Kurtz, Pat McCaffrey, William Korb, Arthur Convissar, Sally Liebowitz, Francés Glanty… Ninguno de ellos levantó cabeza nunca. Tachados de la lista. Suprimidos como víboras.

¿Estáis ahí, compañeros?

No hay respuesta.

¿Eres tú, querido August, quien alza la cabeza en las tinieblas? Sí, es Strindberg, el Strindberg con dos cuernos que le salen de la frente. Le cocu magnifique.

Es una época feliz —¿cuándo? ¿Cuánto hace? ¿En qué planeta?— yo pasaba de una pared a otra saludando a éste y a aquél, todos viejos amigos: León Bakst, Whistler, Lovis Corinth, Breughel el Viejo, Botticelli, Giotto, Cimabue, Peiro della Francesca, Grünewald, Holbein, Lucas Granach, Van Gogh, Utrillo, Gauguin, Piranesi, Utamaro, Hokusai, Hiroshige… y el Muro de las Lamentaciones. Goya también, y Turner. Cada uno de ellos tenía algo precioso que comunicar. Pero, en particular, Tilla Durieux, la de los labios elocuentes y sensuales, oscuros como pétalos de rosa.

Ahora las paredes están desnudas. Aun cuando estuvieran cubiertas con obras maestras, no reconocería nada. Se había hecho la oscuridad. Como Balzac, vivo con cuadros imaginarios. Hasta los marcos son imaginarios.

Isaac Polvo, nacido del polvo y que al polvo vuelve. Del polvo al polvo. Agréguese un codicilo en consideración a los viejos tiempos.

Anastasia, alias Hegoroboru, alias Bertha Filigree del Lago Tahoe-Titicaca y de la Corte imperial de los zares, está de momento en la Sala de Observación. Fue por su propia voluntad, para averiguar si estaba en sus cabales o no. Saúl grita en su delirio, se cree Isaac Polvo. Estamos bloqueados por la nieve en un alcoba pequeña con lavabo particular y camas separadas. Relumbran relámpagos a ráfagas. El conde Bruga, esa monada de muñeco, descansa sobre el escritorio rodeado de ídolos javaneses y tibetanos. Tiene la mirada de un loco bebiendo, ávido, sterno. Sobre la peluca, hecha de hilos de púrpura, lleva un sombrero en miniatura, à la Bohème, importado de la Galerie Dufayel. Apoya la espalda en unos volúmenes escogidos que nos dejó a guardar Stasia antes de salir para el asilo. De izquierda a derecha leemos:

La orgía imperial, La estafa del Vaticano, Una temporada en el Infierno, Muerte en Venecia, Anatema, Un héroe de nuestro tiempo, El sentimiento trágico de la vida, El diccionario del diablo, Las ramas de noviembre, Más allá del principio del placer, Lisístrata, Marius el epicúreo, El asno de oro, Jude el oscuro, El extranjero misterioso, Peter Whijjle, Las florecillas, Virginibus Puerisque, La reina Mab, El gran dios Pan, Los viajes de Marco Polo, Las canciones de Bilitis, La vida desconocida de Jesús, Tristram Shandy, El cántaro de oro, La brionia negra, La raíz y la flor.

Sólo hay una laguna: La metafísica del sexo de Rozanov.

En un pedazo de papel de estraza me encuentro la siguiente frase, cita evidente de uno de los volúmenes: «Ese pensador extraño, N. Federov, ruso donde los haya, descubrirá su forma original de anarquismo, hostil al Estado».

Si se lo enseñara a Kronski, correría al instante al manicomio y lo presentaría como prueba. ¿Prueba de qué? Prueba de que Stasia está en sus cabales.

¿Fue ayer? Sí, ayer, hacia las cuatro de la mañana, cuando me iba a buscar a Mona en la estación del metro, ¡pues no me vi a Mona y su amigo, el luchador Jim Driscoll, paseando sin prisa bajo la nieve arrastrada por el viento! Al verlos, era como para pensar que estaban buscando violetas en un prado dorado. Ni se acordaban de la nieve ni del hielo, no les importaban las ráfagas polares procedentes del río, no temían ni a Dios ni a los hombres. Simplemente iban paseando, riendo, hablando y canturreando. Libres como alondras de los prados.

¡Escucha, escucha el canto de la alondra a la puerta del cielo!

Los seguí a distancia, casi contagiado también yo por su absoluta despreocupación. De repente, giré a la izquierda y en diagonal hacia la casa de Osiecki. Sus «habitaciones», debería decir. Ya lo creo, las luces estaban encendidas y la pianola dejaba oír con poco volumen morceaux choisis de Dohnanyi.

«Salud, piojos encantadores», pensé y pasé de largo. Se estaba alzando una neblina hacia el canal Gowanus. Probablemente el deshielo de un glaciar.

Al llegar a casa, la encontré poniéndose crema en la cara.

«Pero ¿dónde te has metido?», pregunta, en tono casi acusatorio.

«¿Hace mucho que has vuelto?», contesto.

«Varias horas».

«¡Qué extraño! Podría haber jurado que me he marchado hace sólo veinte minutos. Tal vez haya caminado en sueños. Tiene gracia, pero me ha parecido verte a ti y a Jim Driscoll paseando cogidos del brazo…».

«Val, debes de estar enfermo».

«No, sólo embriagado. Quiero decir… alucinado».

Me pone una mano fría en la frente, me toma el pulso. Todo normal, en apariencia. La desconcierta. ¿Por qué invento esas historias? ¿Sólo para atormentarla? ¿Es que no hay bastantes cosas de qué preocuparse, con Stasia en el manicomio y el alquiler sin pagar? Debería tener más consideración.

Me acerco al despertador y señalo las manecillas. Las seis en punto.

«Ya lo sé», dice.

«Conque, ¿no ha sido a ti a quien he visto hace unos minutos?».

Me mira como si estuviera al borde de la demencia.

«No te preocupes, querida», le digo, alegre. «He pasado la noche bebiendo champán. Ahora estoy seguro de que no te he visto a ti: era tu cuerpo astral». Pausa. «De todos modos, Stasia está bien. Acabo de tener una larga conversación con uno de los internos…».

«¿Tú…?».

«Sí, como no tenía nada mejor que hacer, se me ha ocurrido acercarme a ver qué tal le iba. Le he llevado un poco de Charlotte Russe».

«Debes meterte en la cama, Val, estás agotado». Pausa. «Te voy a decir por qué he tardado tanto. Acabo de dejar a Stasia. Fui a verla hace tres horas». Se echó a reír entre dientes… ¿o tal vez a cacarear? «Te lo contaré todo mañana. Es una larga historia».

Para su asombro, respondí: «No te preocupes, hace un ratito me he enterado de todo».

Apagamos las luces y nos metimos en la cama. La oí reírse por lo bajo.

A manera de buenas noches, susurré: «Bertha Filigree del lago Titicaca».

Nexus – Henry Miller

Henry Miller. Controvertido escritor norteamericano, nació en Nueva York el 26 de Diciembre de 1891. Miller nunca terminó una formación educativa reglada, pese a ser considerado un escritor brillante. Tras un primer viaje a París, Miller decide establecerse en la capital francesa en 1930. Allí trata de dedicarse profesionalmente a la escritura y pasa unos primeros años viviendo de forma bohemia y algo miserable. Es entonces cuando conoce a la escritora Anaïs Nin, de quien sería amante y que pagaría la primera edición de su novela más famosa: Trópico de Cáncer (1934)

Su obra literaria en Francia está cargada de sexo explícito y la publicación de Trópico de Capricornio (1939) se convirtió en todo un fenómeno underground. En esa época conoce a Lawrence Durrell, con quien entablaría una profunda amistad e influencia.

En 1940 Miller vuelve a los Estados Unidos mientras que sus obras francesas siguen prohibidas por obscenas. Pese a todo, se importan de manera clandestina y se le considera una figura influyente para la llamada "Generación Beat"; sus libros Sexus, Nexus y Plexus fueron también objeto de duras críticas y polémicas debido su fuerte contenido sexual y discurso alejado de la moralidad más extendida.

En 1964, tras tres años de litigios, se levantó la prohibición sobre Trópico de Cáncer y la obra de Miller pudo ser publicada y distribuida de manera normal en los Estados Unidos.

Henry Miller murió el 7 de Junio de 1980.