La crucifixión rosada

Sexus

Resumen del libro: "Sexus" de

La vida del protagonista de Sexus da un vuelco a raíz del casual encuentro con una joven bailarina, con la que durante siete años mantendrá una tórrida y devastadora relación. Sólo Henry Miller podría convertir una anécdota como ésta en el arranque de una novela inmortal. La combinación de una prosa de inusitada fuerza poética, una sinceridad perturbadora y desprejuiciada, una lúcida y provocativa reflexión sobre el funcionamiento de la sociedad y un efervescente sentido del humor convirtieron Sexus en un libro de culto y a su autor en un renovador del arte narrativo a la altura de Proust, Joyce, Woolf o Faulkner, si bien sólo él tuvo que enfrentarse a una férrea censura debido a la crudeza y detalle con que describe las escenas sexuales. Una novela de alto voltaje que convirtió a Miller en maestro de la literatura del yo.

Libro Impreso

Capítulo primero

Debió de ser un martes por la noche cuando la conocí: en el baile. Fui a trabajar por la mañana, tras haber dormido una o dos horas, como un sonámbulo. El día pasó como un sueño. Después de cenar, quedé dormido en el sofá sin haberme quitado la ropa y me desperté hacia las seis de la mañana siguiente. Me sentía como nuevo, puro de corazón y obsesionado con una idea: conseguirla a toda costa. Mientras atravesaba el parque, iba preguntándome qué clase de flores le enviaría con el libro que le había prometido (Winesburg, Ohio). Pronto iba a cumplir treinta y tres años, la edad de Cristo crucificado. Tenía por delante toda una vida nueva, si era capaz de arriesgarlo todo. En realidad, no había nada que arriesgar: estaba en el último peldaño de la escala, era un fracasado en todos los sentidos de la palabra.

Así pues, era sábado por la mañana, y para mí el sábado ha sido siempre el mejor día de la semana. Vuelvo a sentirme vivo, cuando otros están muriéndose de cansancio; para mí la semana comienza con el día de descanso de los judíos. Desde luego, no tenía la menor idea de que aquélla iba a ser la gran semana de mi vida. Lo único que sabía era que el día era propicio y memorable. Dar el paso fatal, arrojar todo a los perros, es en sí una emancipación: en ningún momento se me ocurrió pensar en las consecuencias. Rendirse absoluta, incondicionalmente, a la mujer que se ama es romper todas las ataduras, salvo el deseo de no perderla, que es la más terrible de todas.

Pasé la mañana pidiendo prestado a diestro y siniestro, envié el libro y las flores, y después me senté a escribir una larga carta que entregaría un repartidor especial. Le decía que le telefonearía luego, por la tarde. A mediodía salí de la oficina y me fui a casa. Estaba terriblemente inquieto, casi febril de impaciencia. Esperar hasta las cinco era una tortura. Volví al parque, sin pensar en nada mientras caminaba a ciegas por los prados y hasta el lago, donde los niños hacían navegar los barcos. A lo lejos se oía una orquesta; me traía recuerdos de mi infancia, de sueños apagados, añoranzas y penas. Una rebelión abrasadora y apasionada me henchía las venas. Pensé en grandes figuras del pasado, en todo lo que habían realizado a mi edad. Las ambiciones que hubiera podido tener habían desaparecido; lo único que quería hacer era ponerme enteramente en sus manos. Por encima de todo quería oír su voz, saber que seguía viva, que todavía no me había olvidado. Poder meter una moneda en la ranura cada día de mi vida a partir de entonces, poder oírle decir: «Hola», eso y nada más era lo máximo a que me atrevía a esperar. Si me prometiera eso, y cumpliese su promesa, no importaría lo que ocurriera.

A las cinco en punto me apresuré a telefonear. Una voz con acento extranjero y extraordinariamente triste me informó de que no estaba en casa. Intenté averiguar cuándo estaría, pero colgaron. La idea de que estaba fuera de mi alcance me volvía loco. Telefoneé a mi mujer para decirle que no iría a cenar. Recibió la noticia con su desagrado habitual, como si no esperara de mí otra cosa que decepciones y aplazamientos. «¡Ojalá se te atragante, so puta!», pensé para mis adentros y colgué. «Por lo menos sé que no te deseo a ti, ni nada de ti, muerta o viva». Se acercaba un tranvía descubierto; sin pensar hacia dónde iba, monté y me dirigí al último asiento. Seguí montado dos horas y sumido en un profundo trance; cuando volví en mí, reconocí la heladería árabe cercana al puerto, bajé, caminé hasta el muelle y me senté en un larguero a mirar la gran greca del Puente de Brooklyn. Todavía quedaban varias horas por matar antes de atreverme a ir al baile. Mientras contemplaba con la mirada perdida la orilla opuesta, mis pensamientos derivaban sin cesar, como un barco sin timón.

Cuando por fin me recobré y me alejé tambaleándome, era como un hombre bajo los efectos de un anestésico que hubiera conseguido escapar de la mesa de operaciones. Todo parecía familiar y, sin embargo, carecía de sentido; tardé una eternidad en coordinar unas pocas impresiones simples que por cálculo reflejo ordinario significarían mesa, silla, edificio, persona. Los edificios sin sus autómatas son aún más sombríos que las tumbas; cuando se dejan las máquinas inactivas, crean un vacío más profundo que la propia muerte. Yo era un fantasma que se movía en un vacío. Sentarse, pararse a encender un cigarrillo, no sentarse, no fumar, pensar o no pensar, respirar o dejar de respirar, eran una y la misma cosa. Cáete muerto y el hombre que va detrás de ti pasa por encima de tu cadáver; dispara un revólver y otro hombre te dispara a ti; grita y despiertas a los muertos, que, cosa curiosa, también tienen pulmones potentes. Ahora el tráfico va de este a oeste; dentro de un minuto irá de norte a sur. Todo sigue su curso ciegamente, de acuerdo con las normas, y nadie llega a ningún sitio. Entra y sal, sube y baja tambaleándote y bamboleándote; unos salen como moscas, otros entran como enjambres de mosquitos. Come de pie, con ranuras, palancas, monedas grasientas, eructa, límpiate los dientes con un palillo, ladéate el sombrero, anda vacilante, resbala, tambaléate, silba, levántate la tapa de los sesos. En la próxima vida seré un buitre que se alimente de carroña suculenta: me posaré en lo alto de los edificios elevados y me lanzaré en picado y como una exhalación en cuanto olfatee la muerte. Ahora estoy silbando una tonada alegre: las regiones epigástricas están en paz. Hola, Mara, ¿cómo estás? Y ella me dedicará la enigmática sonrisa, y me estrechará en un cariñoso abrazo. Eso ocurrirá en un vacío bajo potentes reflectores con tres centímetros de intimidad que dibujen un círculo místico a nuestro alrededor.

Subo la escalera y entro en el ruedo, el gran salón de baile de los adeptos al sexo ambiguo ahora inundado por un cálido brillo de tocador. Los fantasmas están valsando en una dulce bruma de chicle, con las rodillas ligeramente dobladas, las caderas tiesas, los tobillos nadando en zafiro de polvo. Entre los toques del tambor oigo el estrépito de la ambulancia ahí abajo, después las bombas contra incendios, luego las sirenas de la policía. El vals se ve perforado por la angustia y se van abriendo agujeritos de bala sobre los dientes de la pianola, que suena ahogada porque está a varias manzanas de distancia en un edificio en llamas y sin escaleras de emergencia. Ella no está en la pista. Puede estar acostada leyendo un libro, puede estar haciendo el amor con un boxeador, o puede estar corriendo como una loca por un campo de rastrojos, con un solo zapato, perseguida ferozmente por un hombre llamado Mazorca de Maíz. Esté donde esté ella, yo estoy en completa oscuridad; su ausencia me aniquila.

Pregunto a una de las chicas si sabe cuándo llegará Mara. ¿Mara? No la conoce. ¿Cómo va a saber nada de nadie, si sólo hace una hora más o menos que ha cogido el empleo y está sudando como una yegua envuelta en seis camisetas de lana? ¿Por qué no la saco a bailar?… ya preguntará a una de las otras chicas por Mara. Bailamos algunas vueltas de sudor y agua de rosas, mientras hablamos de callos y juanetes y varices varicosas, y los músicos atisban a través de la bruma de tocador con ojos gelatinosos y la cara estirada por una gélida sonrisa. Esa chica de ahí, Florrie, podría decirme algo sobre mi amiga. Florrie tiene una boca ancha y ojos de lapislázuli; está fresca como un geranio, pues acaba de llegar de una sesión de tracatrá que ha durado toda la tarde. ¿Sabe Florrie si llegará pronto Mara? No lo cree… no cree que venga esta noche. Será mejor que preguntes al griego: él lo sabe todo.

El griego dice que sí, que la señorita Mara vendrá… sí, espera un poco. Espero y espero. Las chicas exhalan vapor, como caballos sudorosos parados en un campo nevado. Medianoche. Mara no aparece. Me dirijo despacio, de mala gana, hacia la puerta. Un chaval portorriqueño está abrochándose la bragueta en el último peldaño.

En el metro pongo a prueba la vista leyendo los anuncios del otro extremo del vagón. Me examino el cuerpo para cerciorarme de que estoy exento de cualquiera de las enfermedades que son patrimonio del hombre civilizado. ¿Tengo mal aliento? ¿Se me para el corazón? ¿Tengo pies planos? ¿Tengo las articulaciones hinchadas por el reumatismo? ¿Sinusitis? ¿Piorrea? ¿Y estreñimiento? ¿O esa sensación de cansancio después de comer? ¿Jaqueca, acidosis, catarro intestinal, lumbago, vesícula flotante, callos o juanetes, venas varicosas? Que yo sepa, estoy sano como un capullo y, sin embargo… Bueno, la verdad es que me falta algo, algo vital…

Estoy enfermo de amor. Mortalmente enfermo. Un ligero ataque de caspa y sucumbiría como una rata envenenada.

El cuerpo me pesa como el plomo, cuando me echo en la cama. Me sumerjo inmediatamente en el sueño más profundo. Este cuerpo, que se ha convertido en un sarcófago con asas de piedra, yace totalmente inmóvil; el durmiente se alza de él, como un vapor, para circunnavegar el mundo. El durmiente intenta en vano encontrar una forma y figura que se ajuste a su esencia etérea. Como un sastre celestial, se prueba un cuerpo tras otro, pero ninguno sienta bien. Por último, se ve obligado a regresar a su propio cuerpo, a adoptar de nuevo el molde de plomo, a volverse un prisionero de la carne, a continuar presa de la apatía, el dolor y el hastío.

Domingo por la mañana. Me despierto fresco como una margarita. El mundo se extiende ante mí, sin conquistar, sin mácula, virgen como las zonas árticas. Trago un poco de bismuto y cloruro de cal para eliminar las últimas emanaciones plúmbeas de la inercia. Voy a ir directamente a su casa, llamar al timbre, y entrar. Aquí estoy, tómame… mátame de una puñalada. Apuñala el corazón, apuñala el cerebro, apuñala los pulmones, los riñones, las vísceras, los ojos, los oídos. Con sólo que quede un órgano vivo, estás condenada… condenada a ser mía para siempre, en este mundo y en el próximo y en todos los mundos por venir. Soy un criminal del amor, un cazador de cabelleras, un asesino. Soy insaciable. Como cabellos, cera sucia, coágulos de sangre seca, cualquier cosa y todo lo que llames tuyo. Muéstrame a tu padre, con sus cometas, sus caballos de carreras, sus entradas gratuitas para la ópera: me los comeré, me los tragaré vivos. ¿Dónde está la silla en que te sientas, tu peinado favorito, tu cepillo de dientes, tu lima de las uñas? Sácalos para que los devore de un bocado. Dices que tienes una hermana más guapa que tú. Muéstramela: quiero lamerle la carne de los huesos.

Cabalgo hacia el océano, hacia la tierra pantanosa donde construyeron una casita para incubar un huevecito que, después de haber adquirido la forma adecuada, fue bautizado Mara. ¡Que una gotita que salió del pene de un hombre produjera resultados tan asombrosos! Creo en Dios Padre, en Jesucristo, su único Hijo, en la Santísima Virgen María, en el Espíritu Santo, en Adán Cadmio, en el cromo níquel, los óxidos y mercurocromos, en las aves acuáticas y los berros, en accesos epileptoides, en la peste bubónica, en Devachán, en las conjunciones planetarias, en las huellas de los pollos y en el lanzamiento de bastones, en las revoluciones, en las bancarrotas, en las guerras, terremotos, ciclones, en Kali Yuga y en el hula-hula. Creo, creo. Creo porque no creer es volverse como el plomo, yacer postrado y rígido, por siempre inerte, consumirse…

Contemplo el paisaje contemporáneo. ¿Dónde están los animales del campo, las cosechas, el estiércol, las rosas que florecen en medio de la corrupción? Veo raíles de ferrocarril, estaciones de servicio, bloques de cemento, vigas de hierro, altas chimeneas, cementerios de automóviles, factorías, depósitos, fábricas de negreros, terrenos baldíos. Ni siquiera una cabra a la vista. Lo veo todo clara y nítidamente: significa desolación, muerte, muerte eterna. Ya hace treinta años que llevo puesta la cruz de hierro de la servidumbre ignominiosa, sirviendo sin creer, trabajando sin cobrar salario, descansando sin conocer la paz. ¿Por qué habría de creer que todo va a cambiar de pronto, simplemente por tenerla a ella, simplemente por amarla y ser amado?

Nada va a cambiar, excepto yo mismo.

Sexus – Henry Miller

Henry Miller. Controvertido escritor norteamericano, nació en Nueva York el 26 de Diciembre de 1891. Miller nunca terminó una formación educativa reglada, pese a ser considerado un escritor brillante. Tras un primer viaje a París, Miller decide establecerse en la capital francesa en 1930. Allí trata de dedicarse profesionalmente a la escritura y pasa unos primeros años viviendo de forma bohemia y algo miserable. Es entonces cuando conoce a la escritora Anaïs Nin, de quien sería amante y que pagaría la primera edición de su novela más famosa: Trópico de Cáncer (1934)

Su obra literaria en Francia está cargada de sexo explícito y la publicación de Trópico de Capricornio (1939) se convirtió en todo un fenómeno underground. En esa época conoce a Lawrence Durrell, con quien entablaría una profunda amistad e influencia.

En 1940 Miller vuelve a los Estados Unidos mientras que sus obras francesas siguen prohibidas por obscenas. Pese a todo, se importan de manera clandestina y se le considera una figura influyente para la llamada "Generación Beat"; sus libros Sexus, Nexus y Plexus fueron también objeto de duras críticas y polémicas debido su fuerte contenido sexual y discurso alejado de la moralidad más extendida.

En 1964, tras tres años de litigios, se levantó la prohibición sobre Trópico de Cáncer y la obra de Miller pudo ser publicada y distribuida de manera normal en los Estados Unidos.

Henry Miller murió el 7 de Junio de 1980.