Retorno a Roissy

Resumen del libro: "Retorno a Roissy" de

«Las páginas que siguen», escribe la propia Pauline Réage en la nota que antecede a este Retorno a Roissy, «son una continuación de la Historia de O. En ellas se propone deliberadamente la degradación, y por tanto, nunca podrían haberse integrado en la novela». Con estas palabras, la autora contesta por adelantado a quienes quieren ver en este libro ese capítulo final que, según constaba en su última página, fue suprimido en la Historia de O. Se decía que «O volvía a Roissy, donde Sir Stephen la abandonaba». Eso es, en rigor, lo que ocurre en este Retorno. Pero, para nuestra sorpresa, la atmósfera del relato cambia ahora radicalmente, desvelándose con violencia la mórbida realidad que permanecía oculta bajo esa ascesis fanática del erotismo que era -que es- Historia de O. El claustro consagrado a la transfiguración del amor se nos descubre aquí como un trivial burdel de lujo. Sus pupilas no son más que vulgares prostitutas. El propio Sir Stphen, «el fascinante príncipe de ojos grises», un delincuente, un estafador. Como André Pieyre de Mandiargues escribe en el suculento postfacio que cierra este volumen, «Retorno a Roissy es un ala agregada al castillo casi mítico de O para descubrir que una mina colocada en sus cimientos está a punto de estallar y destruirlo».

Libro Impreso

UNA MUCHACHA ENAMORADA

Cierto día, una muchacha enamorada dijo al hombre que amaba: yo también podría escribir una de esas historias que te gustan… ¿Tú crees?, respondió él. Se encontraban dos o tres veces a la semana, pero nunca en las vacaciones, nunca en los fines de semana. Cada uno robaba a la familia o al trabajo el tiempo que pasaban juntos. En las tardes de enero y de febrero, cuando los días se alargan y el sol envía desde el oeste reflejos rojos sobre el Sena, se paseaban sobre las orillas, por el Quai de Grands-Augustins, por el de la Toumelle, se abrazaban bajo la sombra de los puentes. Un vagabundo les gritó una vez: ¿Quieren que les pague una habitación? Sus refugios cambiaban a menudo. El viejo coche, que la chica conducía, los llevaba al Zoo para ver las jirafas, o a Bagatelle, en primavera, para ver los lirios y las clemátides, o en otoño, los ásteres. Ella anotaba los nombres de los ásteres: azul niebla, violeta, rosa pálido, sin saber por qué, pues jamás ha podido plantarlos (y, sin embargo, volveremos a encontrarnos con los ásteres). Pero Vicennes, o el Bosque, eso está lejos. En el Bosque te encuentras con personas que te reconocen. Quedaban las habitaciones, en efecto. La misma muchas veces seguidas. U otras, según el azar. Hay extrañas dulzuras en la luz mortecina de los cuartos de alquiler en los hoteles de las estaciones; el lujo modesto de la gran cama que, al partir, abandonamos con las sábanas deshechas, tiene sus encantos. Llega un momento en que no se puede separar el ruido de las palabras y de los suspiros del ronroneo continuo de los motores y del chirrido de los neumáticos que sube desde la calle. Durante muchos años, estos momentos furtivos y tiernos, durante la tregua que sigue al amor —piernas mezcladas y abrazos deshechos—, habían sido arrullados por esas charlas, en las que los libros ocupan el primer lugar. Los libros representaban su única libertad total, su patria común, sus verdaderos viajes; ellos habitaban los libros como otros el hogar familiar; tenían en los libros sus compatriotas y sus hermanos; los poetas habían escrito para ellos, las cartas de antiguos amantes les llegaban a través de la oscuridad de lenguajes arcaicos, de costumbres y de modas desaparecidas —y todo se leía en voz baja, dentro de la habitación ignorada, sórdido y milagroso torreón donde, a ciertas horas, las olas de fuera venían en vano a golpear. No disponían de una noche entera—. Era preciso, de pronto, a tal o cual hora —el reloj siempre en la muñeca— volver a salir. Era preciso volver cada uno a su calle, a su casa, a su cuarto, a su lecho de todos los días, volver junto a aquellos a quienes nos liga otra forma de inexpiable amor, a los que por el azar, la juventud o por nosotros mismos nos hemos entregado de una vez por todas, y a los que no se puede abandonar ni herir cuando se está en el corazón de sus vidas. Él, en su cuarto, no estaba solo. Ella estaba sola en el suyo. Una tarde, después de aquel «¿Tú crees?» de la primera página, y sin tener la menor idea de que encontraría un día en un catastro el apellido Réage y que se permitiría tomar prestado el nombre de pila de dos célebres desvergonzadas, Pauline Borghése y Pauline Roland, una tarde, aquella para quien hablo ahora, y con todo derecho, ya que si yo no tengo nada de ella, ella lo tiene todo de mí, y antes que nada la voz, una tarde, digo, esta joven, en lugar de coger un libro antes de dormirse, acostada con las piernas encogidas, como un perrillo, y sobre el lado izquierdo, con un lápiz negro en la mano derecha, comenzó a escribir la historia que había prometido.

Dominique Aury. Tímida intelectual y escritora francesa cuyo nombre real era Anne Desclos, autora de Histoire d’O (Historia de O) bajo el seudónimo de Pauline Réage, la novela erótica prohibida durante años que marcó la década de los 60. Falleció a los 90 años el 30 de abril de 1998. Eminente figura de la literatura francesa, fue traductora, crítica de cine y editora, siendo la única mujer que se sentó en el comité de evaluación de la editora Gallimard, además de miembro de la Légion d’Honneur. El Gobierno de Francia anunció recientemente que será incluida en una lista de orgullos nacionales.

Dominique Aury, acostada en su cama con un lápiz y su cuaderno de colegio, no pensaba en publicar sus escritos. Escribió como un desafío, una empresa que emprendía para conquistar más a su amante, Jean Paulhan, al que conoció durante la ocupación alemana, cuando ella distribuía una revista llamada Lettres Françaises. Pese a ello, su obra marcó el nacimiento de una nueva subcultura: la del BDSM. Durante largas épocas de su vida, fue una activa militante a favor de la bisexualidad femenina.