Siempre han hablado por nosotras

Resumen del libro: "Siempre han hablado por nosotras" de

Pocas voces tienen tanta autoridad para hablar de feminismo e identidad como Najat El Hachmi. Más allá de su condición de hija de familia musulmana marroquí, su mundo narrativo es un mundo de mujeres. Con este conocimiento, se ha formado una opinión sobre lo que supone ser feminista hoy.

Por eso ha escrito este ensayo, para hacer hincapié en la crucial importancia de alcanzar la igualdad entre sexos en todas las culturas y etnias, y nos alerta del peligro de supeditar el feminismo a otras causas.

Un manifiesto valiente y necesario. Una denuncia a las múltiples trampas y formas de discriminación que sufren las mujeres.

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Feminismo e identidad. Un manifiesto valiente y necesario

Si digo feminismo

Si digo feminismo digo libertad. No la libertad de elegir, no la libertad de consumir, no la que consiste en ponerse delante de una estantería llena de opciones y decantarse por una cualquiera, la que sea, implique lo que implique. No, cuando digo feminismo, cuando digo libertad, me refiero a vivir sin que me releguen a un segundo plano, sin que mi existencia, mi opinión, mi placer y mi dolor valgan menos que la existencia, la opinión, el placer y el dolor de mis hermanos hombres. Cuando digo libertad digo dignidad, me refiero a dejar de sentirme encerrada en la cocina, en casa, en la familia, en la religión o en la tribu. Sacudirme de encima las incontables mordazas, leyes del silencio y normas ancestrales que me limitan, que hacen que mi existencia sea infinitamente más limitada de lo que podría ser, que me relegan, una y otra vez, a ocupar un lugar sin valor, sin importancia.

Por eso feminismo, libertad, nunca será elegir la sumisión, la discriminación, un orden natural según el cual he de resignarme a ser un sucedáneo. Feminismo no es amoldarse a una libertad vigilada por las estructuras de la sociedad, cultura o religión de pertenencia ni rendirse a los pretextos que se alegan cuando levanto la voz para denunciar, o tan solo mencionar, la discriminación. Hoy por hoy, necesito reiterar la reivindicación de siempre, y no porque esta haya cambiado, sino porque lo han hecho las estrategias de quienes, pretendiendo silenciarnos, han dotado al machismo de nuevas formas, nuevas teorías, retóricas y discursos cautivadores. Sin embargo, y a pesar de su falsa apariencia, todas van a parar al mismo lugar de siempre: la perpetuación del antiguo orden, que antes se consideraba natural, según el cual no solo aceptamos la sumisión, sino que la defendemos como rasgo identitario, cultural y religioso.

En las páginas siguientes explicaré el machismo concreto del que provengo y de qué manera se ha ido transformando en teorías aparentemente feministas. Es decir, explicaré lo que es y siempre ha sido obvio para volver a desmontar, todas las veces que haga falta, este nuevo envoltorio con el que pretenden vendernos las normas rancias del patriarcado. Volveré a decir feminismo para seguir defendiendo una libertad completa, sin restricciones ni sometida a vigilancia.

Alzar la voz, el paso más difícil

Todavía hoy, cuando escribo para opinar sobre temas relacionados con mi origen, con mi condición de hija de una familia musulmana marroquí, me tiemblan las manos, tecleo con miedo de ser castigada, una vez más, por romper el silencio que me han impuesto desde pequeña. Sé que puede parecer extraño porque llevo años abordando estos temas tanto en el ambiente protegido de la ficción como en charlas, entrevistas, artículos de opinión y conversaciones privadas; de hecho, suelen decirme que soy valiente al hacerlo, pero eso no significa que no tuviera miedo la primera vez que escribí sobre lo que no se podía decir y que no lo tenga cada vez que vuelvo a tocar el tema de la violencia, la opresión y la injusticia en la que crecí y en la que crecieron las mujeres a las que más he querido. No hablo de estos temas con la intención de hacerme la valiente, lo hago para sobrevivir.

Durante muchos años, la escritura fue el único instrumento que tuve a mi alcance para no sucumbir del todo, para no rendirme a los embates del machismo. Todavía no he podido quitarme de encima la sensación de que estoy quebrantando alguna norma cuando rompo el silencio que me impuso la ley del padre. No hables de eso, no lo cuentes, no comentes según qué cosas y qué maneras de concebir la condición de la mujer. Este mutismo es uno de los pilares fundamentales de la educación que hemos recibido de manera constante a lo largo de toda la vida. Aunque parezca mentira porque vivimos en una sociedad moderna, occidental y democrática en la que la igualdad de derechos es una realidad legal y existe una conciencia feminista creciente, a las mujeres como nosotras (hijas de la inmigración musulmana) todavía nos cuesta Dios y ayuda levantar la voz en la esfera pública para denunciar el machismo en el que hemos crecido. Nuestro miedo no es infundado: el temor a ser rechazadas, expulsadas de nuestro grupo de origen, está más que justificado. Si alguna de nosotras se atreve a levantar la voz para denunciar el sistema ferozmente discriminatorio en el que hemos vivido y hacer un memorial de agravios tanto de nuestras vidas como de las vidas de las mujeres con las que hemos convivido, sabe con certeza que la reacción más probable será la expulsión sumaria, con mayor motivo si se tocan temas tan delicados como la sexualidad o la religión. Si el mero hecho de pedir la palabra para expresar —o hacer constar, tan solo— todas las injusticias que las mujeres hemos sufrido se considera un acto subversivo de por sí, para los nuestros ese atrevimiento está visto como una traición a la familia, a la tribu, a la patria y, sobre todo, al islam. Armarse de valor para denunciar públicamente cuáles son los mecanismos que nos han relegado a la condición de ciudadanas de segunda, después de haber tomado distancia para identificarlos, es una rebelión intolerable que merece todos los castigos terrenales y divinos.

Estaba acostumbrada a sentir esa presión por parte de los que todavía creen que la lealtad al propio origen está por encima de cualquier otra consideración, que el islam es la religión verdadera y que por eso debe defenderse de un ambiente hostil. Ya me había habituado a las críticas de los que querían que el orden establecido permaneciera inalterado. No me sorprendían sus críticas ni los sermones histéricos de los barbudos que clamaban contra la liberación de las mujeres. Pero no estaba preparada para el escenario actual en que las chicas más jóvenes, en vez de unirse a la lucha contra el machismo imperante, se suman al adoctrinamiento religioso, se apuntan a las versiones reaccionarias que quieren frenar el progreso de las mujeres y alzan la voz para defender, en nombre de la pertenencia identitaria y del esencialismo religioso, esos elementos objetivamente nefastos para nuestra dignidad. Y por si fuera poco, los imanes desde las mezquitas y las hijas alienadas en las redes sociales no son los únicos que nos instan para que asumamos la condición de subalternas, sino también la izquierda, que de un tiempo a esta parte ha caído en la trampa del relativismo cultural y ha empezado a reivindicar acríticamente todo aquello de lo que hemos huido y por lo que hemos pagado un precio altísimo.

Leí libros feministas durante años y nunca se me ocurrió pensar que las ideas que contenían no eran para mí. Devoré a autoras a las que ahora tachan de occidentales, de blancas, y a otras de mi misma procedencia —otra vinculación que también está llena de trampas, puesto que si lo que se impone a la hora de defender una posición determinada es lo que somos y no lo que decimos, yo me vería obligada a descartar la obra de una burguesa como Fatima Mernissi, que guarda poca relación con el mundo rural y empobrecido del que provengo— para intentar comprender cómo resolvían el malestar que, como mujer, yo misma había experimentado. Nunca pensé que aquellas ideas eran exclusivas de algunas mujeres y que no se podían aplicar a las que procedemos de otras culturas o religiones.

Sin embargo, resulta que ahora en las entrevistas me preguntan si de verdad soy feminista viniendo de un país no occidental y habiendo nacido dentro del islam, como si de repente se hubiera impuesto una separación entre las mujeres a la hora de hablar de feminismo. «¿Es usted realmente feminista?», me preguntan, «¿se siente representada por el feminismo actual?» Miro a mis interlocutores y tengo la impresión de que estoy fallando en algo, de que debería añadir un adjetivo a mi posición para matizar y explicar cuál es mi feminismo. Hasta ahora no se me había ocurrido. Siempre que decía feminismo, siempre que decía machismo, creía que me estaba refiriendo a todas las mujeres, tenía plena conciencia de que la vulneración de nuestros derechos es un fenómeno universal contra el que hay que luchar desde cada una de las esferas en que nos movemos.

Como escritora debo luchar contra las interpretaciones machistas de las obras escritas por mujeres, denunciar nuestra invisibilidad y señalar la escasa presencia de las mujeres en los medios de comunicación, órganos de poder del mundo de la cultura, debo denunciar sin tregua todo lo que me condiciona y no condiciona a mis compañeros varones, no debo olvidar que si el machismo se perpetúa y el feminismo tiene que ser explicado una y otra vez, como si cada generación empezara de nuevo, se debe, en parte, a que en las plataformas más influyentes de difusión del pensamiento todavía impera, de forma más o menos explícita, el antiguo orden discriminatorio.

Como trabajadora en una fábrica, mis preocupaciones no tenían nada que ver con las que tengo como escritora, pero la raíz profunda de ambas es la misma. Como trabajadora tuve que defenderme del acoso sexual en el ámbito laboral, descubrí que las limpiadoras cobrábamos menos que nuestros compañeros por el mismo trabajo, vi con mis propios ojos que existía un sistema expresamente establecido para impedir el ascenso de las mujeres, y cómo los hombres entraban directamente de encargados mientras que nosotras seguíamos siendo trabajadoras de base sin ninguna oportunidad de ascenso. A pesar de que en nuestros carnets de identidad constaban nacionalidades diferentes, las mujeres descubrimos, en la fábrica, que nunca habíamos sido tan iguales.

En pareja tuve que sortear los intentos de controlar mi libertad en nombre del amor, tuve que velar por mi propia sexualidad, tuve que reivindicar el valor de mi trabajo y la distribución de las tareas domésticas.

Hasta hace poco había creído que la lucha se concreta de manera diferente en cada ámbito, pero el objetivo final siempre es el mismo. ¿En qué momento el debate feminista pasó de centrarse en los mecanismos de discriminación, de señalarlos y denunciarlos, a ser una disputa por la representatividad? ¿Debo alzar la voz en la esfera pública para acusar a las feministas blancas occidentales de no hablar de mí en vez de aprovechar ese espacio para abordar en primera persona el machismo, para enviar un mensaje claro a nuestros hombres, que todavía no se sienten interpelados por el feminismo porque nadie les ha hablado directamente del tema?

Pero hay algo todavía peor que esta extraña disputa que me excluye del feminismo universal y me exige que organice uno particular, y es el cambio que se ha producido en los debates públicos en relación a lo que se conoce como «mujer musulmana». Leo en titulares de la prensa, artículos de opinión, libros y afirmaciones expresadas en toda clase de medios de comunicación que el sujeto conocido como mujer musulmana debería reivindicarse como feminista islámica, que dado que el feminismo blanco es opresor y colonizador, a nosotras nos corresponde abrazar un pensamiento descolonial que, en este caso, es de raíz islámica. Las defensoras de esta postura no solo no levantan la voz contra el patriarcado religioso y político del que venimos, un patriarcado que ha condicionado profundamente nuestras vidas y que se afana por imponerse también en Europa, sino que reivindican que debemos abrazar el islam como hecho fundamental de nuestra identidad de mujeres. Los principios universales de la Ilustración se consideran ahora etnocéntricos, colonizadores y un mecanismo de dominación, así que tenemos que inventarnos otros propios de nuestra cultura y nuestra religión.

Es difícil no tropezar con titulares como «el feminismo islámico no es un oxímoron, es una redundancia», «las mujeres musulmanas no estamos oprimidas en absoluto», «el feminismo es islamófobo» o «el pañuelo me hace libre».

Hace tiempo que asumí mi propio legado patriarcal, que lo superé como pude, pagando un precio personal muy elevado. Así que creía que podía dedicarme a escribir tranquilamente mis novelas, limitarme a dar mi opinión sobre estos temas en los periódicos, y, en todo caso, que podía mantenerme alejada de la religión y del machismo porque ya los había dejado atrás. Creí que solo era cuestión de tiempo y de educación que la siguiente generación de mujeres alzara la voz contra la injusticia de la que provienen. Sin embargo, son cada vez más frecuentes las jóvenes confundidas que no saben a qué aferrarse para defender sus derechos y las que, absolutamente empapadas de retórica islamista, introducen la religión en el debate público y la utilizan como un instrumento para hacer política. En algunos casos, el nivel de resentimiento es tan elevado que llegan a defender con virulencia un mundo que apenas conocen y al que no volverían ni muertas, por no mencionar a las mujeres que se han convertido al islam, que se dedican a reivindicar las maravillas de un sistema religioso que nunca han vivido o que han vivido de lejos.

En cambio, silenciadas, en un rincón escondido de la sala, hay chicas que son plenamente conscientes de la opresión que sufren y que malviven sobreponiéndose a las diferencias entre ellas y sus hermanos, a la presión feroz que se ejerce sobre su sexualidad y sus cuerpos y a la limitación de sus libertades. No se atreven a decir nada delante de unas hermanas orgullosas y seguras de sí mismas, que defienden la religión, niegan o edulcoran la realidad y reclaman que se respeten los rasgos culturales de un supuesto colectivo —o, peor aún, comunidad— en cuyo nombre se erigen como portavoces. Cuando observo a esas chicas, temerosas de manifestar una opinión contraria a la de la mayoría, me quedo de piedra, porque no cabe duda de que hemos retrocedido y de que las viejas leyes del padre vuelven a dirigir nuestro comportamiento. En pleno auge del feminismo mundial, en pleno estallido de las reivindicaciones de las mujeres, a algunas de ellas se las insta a respetar los límites de la propia tribu. Por lo que parece, a ellas no les ha servido de nada emigrar, vivir en una sociedad democrática e igualitaria, porque entre imanes, mujeres resentidas e izquierda relativista les han importado la tribu entera, una tribu en la que imperan las normas del patriarcado más primitivo.

Najat El Hachmi. Nacida el 2 de julio de 1979 en Nador, Marruecos, es una destacada escritora española de origen marroquí. Su historia es una poderosa amalgama de identidades, que se refleja de manera profunda en su obra literaria. Licenciada en filología árabe por la Universidad de Barcelona, ha dejado una marca indeleble en la escena literaria contemporánea.

El viaje literario de Najat el Hachmi comenzó con su ensayo "Jo també sóc catalana" en 2004, donde exploró la integración de los inmigrantes en la cultura catalana. Esta obra, escrita en catalán y posteriormente traducida al castellano, estableció las bases de su enfoque en cuestiones de identidad y pertenencia. La obra es un testimonio personal y profundo de su experiencia como inmigrante, abordando temas como la lengua, la religión, la identidad y la relación entre Marruecos y Cataluña.

El reconocimiento literario llegó en 2008 con su novela "El último patriarca", que le valió el prestigioso Premio Ramon Llull. En esta obra, el Hachmi arroja luz sobre las estructuras patriarcales y la violencia arraigada en la tradición, a través de la historia de una joven que busca la libertad y se aleja de un legado que no eligió. La novela fue ampliamente traducida y celebrada a nivel internacional.

En su obra "La cazadora de cuerpos" (2011), la escritora exploró nuevos territorios literarios al adentrarse en el género erótico, narrando la historia de una mujer que busca liberarse cazando una variedad de cuerpos. Con una narrativa audaz, el Hachmi continuó desafiando las expectativas literarias.

En 2015, publicó "La hija extranjera", que le otorgó el codiciado Premio Sant Joan de novela, explorando el conflicto de identidades entre madre e hija. Su versatilidad y profundidad temática enriquecieron aún más su trayectoria literaria.

El éxito de Najat el Hachmi perdura, como lo demuestra su victoria en el Premio Nadal en 2021 con la novela "El lunes nos querrán". Su escritura reflexiva y valiente sigue resonando con lectores en todo el mundo, y su contribución a la literatura contemporánea trasciende las fronteras culturales y lingüísticas.

En resumen, Najat el Hachmi es una autora que abraza la diversidad de identidades y se sumerge audazmente en las profundidades de la condición humana. Su obra es un testimonio literario de la riqueza que surge de la intersección de culturas y una invitación constante a la reflexión sobre la identidad y la sociedad. Su impacto en la literatura contemporánea es innegable, y su voz continúa resonando en la escena literaria actual.

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