Una partida de ajedrez

Resumen del libro: "Una partida de ajedrez" de

Una partida de ajedrez es una novela corta del escritor austriaco Stefan Zweig, publicada en 1941. La obra narra el enfrentamiento entre dos maestros del ajedrez: el campeón mundial Mirko Czentovic y el doctor B., un misterioso personaje que ha aprendido a jugar en las circunstancias más extremas. El duelo se desarrolla a bordo de un barco que viaja de Nueva York a Buenos Aires, y se convierte en una metáfora de la lucha entre la razón y la locura, el genio y la mediocridad, la libertad y la opresión.

La novela es una muestra del talento narrativo de Zweig, capaz de crear una atmósfera de suspense y tensión con pocos elementos. El autor explora los límites de la mente humana, tanto en su capacidad de crear como de destruir. La partida de ajedrez es también una reflexión sobre el poder del arte y la cultura frente a la barbarie y el totalitarismo, temas que preocupaban profundamente a Zweig en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.

La obra ha sido adaptada al cine, al teatro y al cómic, y ha inspirado a otros autores como Vladimir Nabokov o Arturo Pérez-Reverte. Se trata de una lectura apasionante y profunda, que invita a pensar sobre el sentido de la vida y el valor de la dignidad humana.

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Al habitual bullicio de último momento reinaba en el gran buque de vapor que dejaría Nueva York a la medianoche con destino a Buenos Aires. Los visitantes que habían llegado desde el campo para despedir a sus amigos empujaban y se abrían paso entre la gente; los niños carteros, con sus boinas inclinadas hacia un lado, recorrían las tabernas gritando el nombre de distintas personas; las valijas y las flores eran llevadas a bordo; por las escaleras, subían y bajaban curiosos niños; mientras tanto, en la cubierta, la banda tocaba sin cesar. Yo estaba en la cubierta de paseo un poco alejado de todo ese alboroto, conversando con un conocido, cuando de pronto notamos dos o tres destellos cerca de nosotros. Al parecer, algunos reporteros estaban sacando fotografías y entrevistando a alguien famoso justo antes de que el barco zarpara. Mi compañero miró en esa dirección y sonrió. “¡Oh! Llevan un tipo raro a bordo. Ese es Czentovic”, dijo. Y dado que, evidentemente, esa información no me sirvió de mucho, agregó: “Mirko Czentovic, el campeón mundial de ajedrez. Ha estado de gira por todo Estados Unidos; recorrió el país de este a oeste, participando en torneos, y ahora va hacia Argentina en busca de nuevos triunfos”.

A decir verdad, yo recordaba el nombre del joven campeón mundial e incluso algunos detalles de su carrera meteórica. Pero mi compañero, un lector de periódicos más asiduo que yo, estaba en condiciones de agregar varias anécdotas.

Hacía cerca de un año, Czentovic había llegado repentinamente a ocupar un lugar en el ranking junto a los maestros más experimentados en el arte del ajedrez, hombres como Alekhine, Capablanca, Tartakower, Lasker y Bogoljubov. Desde la aparición del prodigio Reshevsky, de siete años, en el torneo de ajedrez de Nueva York, de 1922, que la incorporación de un completo desconocido a la gloriosa casta no despertaba tanto interés. De ninguna manera fueron las cualidades intelectuales de Czentovic lo que contribuyó a tan deslumbrante carrera. En poco tiempo, se filtró el secreto de que, en su vida privada, el gran maestro de ajedrez era incapaz de escribir una oración en el idioma que fuese sin cometer errores de ortografía y que, tal como señalara uno de sus resentidos colegas con furia burlona, “su ignorancia era universal en todas las áreas”. Hijo de un humilde pescador de Eslavonia, cuya pequeña embarcación había sido destruida una noche por un buque a vapor que transportaba cereales, el niño, en ese entonces de doce años, había sido acogido en un acto de caridad por el sacerdote de su apartada aldea de origen después de la muerte de su padre. En su hogar, el buen sacerdote se esforzaba muchísimo por compensar lo que este niño taciturno, impasible y de frente ancha no lograba aprender en la escuela de la aldea.

Pero todos sus esfuerzos eran en vano. A pesar de que le enseñara las letras cien veces, Mirko seguía mirándolas fijo como algo desconocido, y su cerebro lerdo no podía comprender los temas de enseñanza más básicos. A los catorce años, todavía usaba los dedos para sumar, y leer un libro o un periódico significaba un esfuerzo sobrehumano para el adolescente. Sin embargo, no podía tildarse a Mirko de renuente o reacio. Con obediencia hacía lo que se le pedía: iba a buscar agua, cortaba leña, trabajaba en el campo, limpiaba la cocina; aunque con una lentitud desesperante, hacía cualquier labor que se le pidiera. Lo que más molestaba al sacerdote era la apatía total de este torpe muchacho. Mirko no hacía nada a menos que se le pidiera; nunca hacía preguntas; no jugaba con otros niños ni buscaba algo que hacer por sí solo sin que se lo indicaran expresamente. Apenas terminaba sus quehaceres domésticos, se sentaba impasible en la sala de estar con esa mirada vacía de las ovejas al pastar, sin prestar atención a lo que ocurriera a su alrededor. Todas las noches, mientras el sacerdote fumaba su larga pipa de campesino y jugaba las habituales tres partidas de ajedrez contra el policía de la aldea, el muchacho de cabellos claros se sentaba en silencio a su lado y, por la rendija de sus pesados párpados y con aparente indiferencia somnolienta, observaba el tablero a cuadros.

Una tarde de invierno, mientras los dos jugadores se encontraban sumergidos en su partida diaria, comenzó a escucharse en las calles de la aldea, cada vez más cerca, el sonido de los pequeños cascabeles de un trineo. Un campesino, con la boina cubierta de nieve, irrumpió a gran velocidad: su anciana madre estaba agonizando; ¿podría el sacerdote ir rápidamente a darle la extremaunción antes de que ella muriera? Sin dudarlo siquiera un instante, el sacerdote siguió al campesino. El policía, que aún no había terminado su vaso de cerveza, encendió otra pipa para dar por cerrada la noche. Estaba a punto de calzarse sus pesadas botas cuando notó que Mirko miraba de manera fija e inamovible el tablero de ajedrez y la partida inconclusa.

“¿Te gustaría terminarla?”, bromeó, convencido de que el muchacho adormilado no tendría la menor idea de cómo mover correctamente ninguna de las piezas en el tablero. Pero el muchacho levantó la vista con timidez, asintió y se sentó en la silla del sacerdote. Catorce movimientos después había vencido al policía, y lo que es más, este tuvo que admitir que su derrota no podía atribuirse a un descuido involuntario. La segunda partida tuvo el mismo resultado.

“¡Como el asno de Balaam!”, exclamó el sacerdote con gran sorpresa al regresar y explicó al policía, cuyo conocimiento de la Biblia era más acotado que el suyo, que un milagro similar había ocurrido hacía dos mil años, cuando una criatura muda de pronto habló con la voz de la sabiduría.

Stefan Zweig. (Viena, 1881 - Petrópolis, Brasil, 1942) fue un escritor enormemente popular, tanto en su faceta de ensayista y biógrafo como en la de novelista. Su capacidad narrativa, la pericia y la delicadeza en la descripción de los sentimientos y la elegancia de su estilo lo convierten en un narrador fascinante, capaz de seducirnos desde las primeras líneas.

Es sin duda, uno de los grandes escritores del siglo XX, y su obra ha sido traducida a más de cincuenta idiomas. Los centenares de miles de ejemplares de sus obras que se han vendido en todo el mundo atestiguan que Stefan Zweig es uno de los autores más leídos del siglo XX. Zweig se ha labrado una fama de escritor completo y se ha destacado en todos los géneros. Como novelista refleja la lucha de los hombres bajo el dominio de las pasiones con un estilo liberado de todo tinte folletinesco. Sus tensas narraciones reflejan la vida en los momentos de crisis, a cuyo resplandor se revelan los caracteres; sus biografías, basadas en la más rigurosa investigación de las fuentes históricas, ocultan hábilmente su fondo erudito tras una equilibrada composición y un admirable estilo, que confieren a estos libros categoría de obra de arte. En sus biografías es el atrevido pero devoto admirador del genio, cuyo misterio ha desvelado para comprenderlo y amarlo con un afecto íntimo y profundo. En sus ensayos analiza problemas culturales, políticos y sociológicos del pasado o del presente con hondura psicológica, filosófica y literaria.