Narrativa

Llora

Junto a la pared. Foto por Nijwam Swargiary en Unsplash
Junto a la pared. Foto por Nijwam Swargiary en Unsplash

A Marta Valdés

El hombre ascendió por la escalera con su paso de jubilado mientras contenía una sonrisa que aún no era evidente, despertada por los recuerdos. Desde uno de los apartamentos, no sabía cuál, el aroma de ajo sofriéndose en aceite amenazaba con provocarle un desborde de saliva y le desataba la nostalgia. A su edad, la expectativa de sabores era uno de los pocos placeres posibles, aunque insatisfechos hacía mucho tiempo. Y en sus condiciones de viudo solitario y mal cocinero, nunca era una fiesta sentarse a comer –más bien un ejercicio de supervivencia casi siempre frustrante.

Recordó una vez más, como un sueño recurrente, los años de vida matrimonial, cuando Ángela le preparaba dos veces al día un banquete mínimo con sus manos de maga. Y no es que fueran grandes platos, mas sí plenos de sabores que nunca volvió a probar, de especias misteriosas creciendo en macetas del estrecho balcón, cuidadas con amor por ella, regadas diariamente o cada dos días, en dependencia de la planta, usadas frescas o  secas —las secas colgando en la cocina o guardadas en frascos, reservadas como joyas para luego ser molidas o estrujadas entre las manos. Con la ausencia de Ángela (él nunca habló de muerte), las plantas decayeron hasta la desaparición y el balconcito adquirió un aspecto desértico, con las macetas inhabitadas, todas llenas de tierra reseca y alguna con un gajo estéril, pobre remedo de bonsái inútil.   

Ahora, al aroma anterior se agregó el de la cebolla, con toda seguridad picada finamente, unida al ajo con un sonido crepitante y agregando una nueva fragancia. Recordó que Ángela después añadiría a la sartén el pimiento verde cortado en trocitos, una pizca de sal y, por último, un polvoreo de varias especias. Casi podía olerlas una a una mientras caían en cascada sobre la sartén. 

Si recordaba todos los pasos no era porque pudiera hacerlos por su cuenta, no porque tuviera el conocimiento íntimo de cómo preparar la mezcla mágica y, en el momento preciso, agregarla a la cazuela –a la carne, los frijoles o lo que fuera–, y entonces esperar el tiempo adecuado para fundir los sabores y crear lo innombrable. Lo recordaba porque uno de sus placeres cotidianos era estar en la cocina como el público en un concierto, ver a Ángela mover sus manos dirigiendo una orquesta de aromas, esculpiendo sabores en el aire, tomar una pizca de algo, un grano de otra cosa, unas hojas de misterio, y machacar, cortar, mezclar todo en un ritual que él era capaz de repetir, pero nada más de palabra, una oración aprendida durante años y dedicada a un dios distante y casi inexistente. 

Al llegar al descanso del segundo piso oyó en la lejanía un tarareo. Lo estremeció un sobresalto al reconocer la voz de Ángela cantando en la casa, como era su costumbre, dejándole entrever sus sentimientos más con música que con palabras. No era la voz cascada y ácida de los últimos años, sino el sonido dulce, transparente y preciso de cuándo joven, hermosa y envuelta en aromas de salvia, albahaca o hierbabuena, que lo hacían subir apresurado la escalera de regreso del trabajo para sumergirse en ella y hacer el amor, a pesar de las protestas nada convincentes y entrecortadas de que la comida… 

El canto lo transportó años atrás, a la noche en que al llegar a la casa de sus padres, en el momento de abrir la puerta, lo asaltó desde dentro la misma melodía sin acompañamiento. 

Llora por lo que nunca hiciste,
por lo que nunca fuiste
y quieres ser ahora.

Una canción extraña de tonos cambiantes lo sacudió, aún antes de ver a quien cantaba, y le hizo desear de inmediato traducirla en los pocos acordes sabidos. No pudo, porque aquella armonía de aumentados y disminuidos, de súbitas modulaciones y giros inesperados se le escabullía, y aunque intentó idear las posiciones en el brazo mental de la guitarra, escasamente logró un balbuceo de los dedos, como alguien que intenta expresarse en un idioma poco conocido.

Llora, llora
por el amor que vuelve
y por el amor
que jamás hallarás.

Desde la puerta de la calle la vio sentada de espaldas en la sala, desgranando magia con su voz, susurrando a cappella intervalos prodigiosos para cantar una poesía también inhabitual que escuchaba el grupo de amigos de su hermana. 

Llora por los amores viejos
que se quedaron lejos
y que tal vez añoras.

De pronto intuyó la armonía fluyendo por otros cauces —una sorpresa a la inversa— para introducir la continuación de la línea melódica por caminos más conocidos, 

Llora por este amor que crece
y, aunque después te pese,

trayendo una sensación de reposo efímero, sabiamente desembocado en un intervalo que hizo desaparecer toda impresión de tranquilidad.

confiesa que me adoras.
Llora, llora, llora.

La insólita nota final, hiriente, ajena a toda quietud, quedó sonando para mantener la palabra como una acusación, como una queja. Él permaneció inmóvil, esperando y bebiéndose el último eco. Luego, después de los elogios de los amigos, de la insistencia a otra más, de la negativa de ella con la explicación sin acompañamiento no se oye de verdad, su hermana lo vio, lo fue a buscar y lo llevó ante ella y le dijo, mira, esta es mi amiga Ángela, y Ángela, este es mi hermano. Y una cosa siguió a la otra. Hablaron mucho y aparte —de todo, menos de la canción que él le había escuchado, aunque estaba allí como un presentimiento—, tanto que no les alcanzó la noche y quedaron en verse al día siguiente.

La fue a buscar a la Facultad de Letras y esperó a que terminara el último turno de clase. Caminaron por El Vedado, y al fin él le preguntó por “Llora”, para sacársela de adentro, y ella le habló del misterio de las canciones de Marta, que hablaban de poetas enloquecidos, de gordas adorables y de piñas de piedra, pero en realidad eran todas del amor, canciones hechas de música profunda y versos dolidos. Y él recordó aquel final y supo que era verdad.  

Llegaron sin darse cuenta, o quizás por alguna oculta razón, hasta el club nocturno donde actuaba César Portillo de la Luz. Y entraron a la oscuridad cómplice de los boleros de César, tocados y cantados por él con su voz autoritaria, como si les ordenara amarse. Lo escucharon tomados de la mano todo el tiempo, y solamente al salir se miraron a los ojos y se dieron el primer beso. Entonces él le pidió que cantara “Llora”. Sentados en el Malecón, de espaldas al mar cálido, ella pobló la madrugada habanera de añoranzas y viejos amores; y como en un cuento de hadas, se enamoraron para siempre con el sentido del presente eterno de los jóvenes. Esa noche hicieron el amor como si los dos cantaran; ella de voz complicada pero nítida, él con sus sonidos recios de acordes simples. Después, cuando ya estuvieron unidos de por vida, él comprendió que a pesar de sus esfuerzos estaba destinado a no poder reproducir en la guitarra aquella música; pero siguió descifrando y aprendiendo con el oído las sonoridades silenciosas que acompañaban las canciones cantadas por Ángela; esas, las de Marta, inasibles para sus dedos, pero no para su corazón. 

Se amaron mucho tiempo con toda intensidad y urgencia, como si supieran lo que les esperaba. Pero a diferencia de los cuentos de hadas, la muerte desmintió el para siempre, y se le metió a Ángela en el pecho, la demolió a pedacitos, le dejó la voz en un suspiro, rancia y rasposa. Él la arropaba después de bañarla con ternura en la misma cama donde habían hecho el amor, en la que ya ni siquiera podían dormir juntos, porque los dolores le impedían el abrazo. Después le tarareaba con torpeza las canciones de Marta que había ido aprendiendo con los años. Canturreaba con la misma intención de Ángela, pero sin su voz tierna y precisa; y ella escuchaba con mirada agradecida, como si de él brotara música pura, como si él reprodujera los exactos intervalos, las sorprendentes y al mismo tiempo lógicas modulaciones.

Cuanto ella se fue, quedó más solo que antes de conocerla, porque supo que todas las hambres saciadas por Ángela estarían acompañándolo como recordatorio eterno de la ausencia. En un intento por mantenerla a su lado, más que de satisfacer necesidades del cuerpo y del espíritu, trató de reproducir por sí mismo recetas y canciones, pero siempre fracasó. Faltaba ella, sabedora de la manera exacta de inventar fragancias, sonidos y sabores, música que se confundía con los placeres de todos los sentidos. 

A veces encendía la radio en una búsqueda inútil, tratando de encontrar alguna de aquellas melodías evidentes y armonías silenciosas que la harían regresar unos minutos. Pero todas se habían esfumado, como si Marta nunca hubiera existido y Marta y sus canciones fueran una invención de la existencia de Ángela. Otras veces en la calle lo asaltaba un aroma parecido a los creados por ella, un pronóstico de platos evocados, pero al buscar en el recuerdo y compararlo comprendía que era apenas una similitud, el fantasma de sabores ya muertos.

Paso a paso renunció, y al final le quedó la rutina diaria —primero del trabajo, luego de la jubilación—, interrumpida solamente por el rato dedicado a recordarla, sentado frente al balcón de las macetas baldías. Y a pesar de que el tiempo palió en algo la pérdida, quedó la cicatriz del recuerdo impenitente  y las ansias siempre insatisfechas de Ángela, sus sabores y su música. 

Toda una vida después, al cabo de tantos años de felicidad y del vacío tiempo posterior, al cabo de los miles y miles de pasos desesperanzados escalera arriba, volvió a oír la melodía envuelta en olores mientras regresaba a casa. No podía ser cierto, a pesar de que con cada escalón la voz y los aromas lo atraían desde algún lugar oculto tras la puerta de su apartamento. 

Subió con premura los diez o quince peldaños restantes, y mientras la respiración le apretaba el pecho tuvo la certeza. Allá dentro estaba Ángela, esperando en una nube de amor y de promesas de placeres antiguos. Con mano temblorosa dio vuelta a la llave y abrió, mientras la canción, acompañada de la madeja de sabores ocultos, subía y subía, ya sin el valladar de paredes. La vio en la entrada de la cocina, difuminada a contraluz, pero con su sonrisa diáfana y limpia de siempre. Ella interrumpió la canción para decir al fin llegaste.

Siguió cantando. “Llora” los envolvió a los dos y él avanzó hacia Ángela para cercarla en un abrazo. Ella se quejó en murmullos de la cerradura defectuosa y fue a cerrar la puerta. Cuando atravesó la sala, por un instante imperceptible los dos ocuparon el mismo espacio. Como otras veces, Ángela creyó sentir un roce o un susurro. Él se deshizo en vapores temblorosos.

Ella regresó a la cocina, ajustó la llama a fuego lento bajo la cazuela y fue a sentarse en el sillón frente al balconcito de las especias. Faltaba nada más esperar a que se juntaran aromas y sabores, como le gustaba a él, en aquellos tiempos en que eran felices. Ahora, a Ángela no le quedaban más que los recuerdos. Y aquella melodía. Volvió a cantar “Llora”. Alguien subía con pasos lentos por la escalera.

Germán Piniella. La Habana, 1935.

Narrador, periodista, traductor literario y crítico musical. Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana, Máster en Marketing y Gestión Empresarial por la Escuela Superior de Estudios de Marketing de Madrid y Máster en Marketing y Comunicación por la Universidad de La Habana. Ha publicado la novela policiaca Un toque de melancolía (Ediciones Unión, 2013), el libro de cuentos Otra vez al camino (Finalista del Premio David 1969; Editorial Pluma en Ristre, 1971), Punto de partida (Antología de jóvenes narradores y poetas, conjuntamente con Raúl Rivero; Pluma en Ristre, 1970) y el libro de cultura culinaria Comiendo con Doña Lita (En colaboración con su esposa Amelia Rodríguez; Arte y Literatura, 2010 y 2015). Varios de sus cuentos han sido antologados en Cuba y en el exterior. Tiene en desarrollo la  novela policiaca Blues para Quijano. Por su labor en el campo de la publicidad y el marketing, la Asociación Cubana de Comunicadores Sociales le otorgó el premio Espacio por la obra de toda la vida.