Así

Foto por Roberto Nickson en Unsplash

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Aunque Marian, mi hermana, tiene dieciocho años y es cinco mayor que yo, estábamos más unidas y nos divertíamos más juntas que la mayoría de las hermanas. Y, más o menos, lo mismo sucedía con Dan, nuestro hermano. En verano íbamos los tres juntos a nadar. De noche, en invierno, era frecuente que jugáramos al bridge de tres o al Michigan, con cinco o diez centavos de apuesta. Los tres nos divertíamos solos más que ninguna de las familias que conozco. Así era siempre hasta que ha pasado esto.

Y tampoco era que Marian se mostrase condescendiente conmigo. Es una chica muy lista y ha leído más libros que nadie entre la gente que yo conozco, profesores incluidos. Pero en el instituto nunca le daba por coquetear, ni por ir en coche con otras chicas y recoger a muchachos ni por aparcar en la heladería y todo ese tipo de cosas. Cuando no estaba leyendo, le gustaba jugar conmigo y con Dan. No era tan mayor como para despreocuparse de las tabletas de chocolate en el frigorífico ni para dormir tranquilamente la noche de Navidad, digamos, como hacen los adultos. En algunas cosas era como si yo misma tuviera más años que ella. Incluso cuando Tuck empezó a venir por casa el verano pasado, fui yo quien le decía a veces que no llevara medias cortas porque quizá fueran al centro o quien le insistía para que se depilara el entrecejo como las otras chicas.

Dentro de un año, en junio, Tuck se graduará en la universidad. Es un chico larguirucho, de mirada ávida, y tan inteligente que se paga los estudios gracias a una beca. Empezó a salir con Marian el verano pasado, con el coche familiar cuando se lo dejaban, y se ponía trajes blancos de lino muy bien planchados. Vino mucho en esa época, pero este verano lo ha hecho todavía con más frecuencia: antes de marcharse aparecía todas las noches a ver a mi hermana. No tengo nada contra él.

Las cosas empezaron a cambiar entre nosotras dos hace algún tiempo, aunque no me di cuenta por entonces. Solo este verano, después de cierta noche, se me ocurrió por primera vez que quizá podríamos llegar adonde estamos ahora.

Aquella noche era ya tarde cuando me desperté. Al abrir los ojos pensé por un momento que faltaba poco para el amanecer y me asusté al ver que Marian no estaba en su lado de la cama. Pero se trataba solo de la luz de la luna, que brillaba fría y blanca al otro lado de la ventana y hacía que las hojas de roble que bajaban hacia el jardín por delante de la casa parecieran tan negras como la pez y bien separadas unas de otras. Todavía estábamos a primeros de septiembre, pero no sentí ningún calor mirando la luz de la luna. Me tapé con la sábana y recorrí con los ojos las formas oscuras de los muebles en nuestro dormitorio.

Ese verano me había despertado muchas veces de noche. El caso es que Marian y yo siempre hemos compartido la habitación y cuando ella llegaba y encendía la luz para coger el camisón o lo que fuera, me despertaba. A mí me gustaba. Durante las vacaciones de verano no tenía que levantarme temprano para ir a la escuela. A veces hablábamos durante mucho tiempo tumbadas en la cama. Me gustaba que me describiera los sitios donde Tuck y ella habían estado o reírme con ella de diferentes cosas. Muchas veces antes de aquella noche Marian me había hablado de Tuck como si yo fuese de su edad, preguntándome si me parecía que debía de haber dicho esto o aquello cuando él venía a casa y a veces me daba un abrazo después. Marian estaba de verdad loca por Tuck. Una vez me dijo: «Es tan encantador… Nunca pensé que pudiera conocer a nadie como él…»

También hablábamos de nuestro hermano. Dan tiene diecisiete años y su idea era empezar el preparatorio para la Politécnica en otoño. Dan se había hecho mayor ese verano. Una noche no apareció hasta las cuatro de la madrugada y con unas copas de más. Papá estuvo furioso con él la semana siguiente. De manera que se fue de excursión y estuvo acampando con otros chicos unos cuantos días. Solía hablar con Marian y conmigo de motores diesel y de irse a América del Sur y cosas por el estilo, pero ese verano estaba ya muy callado y apenas nos decía nada a ninguno de la familia. Dan es muy alto y tan flaco como un palillo. Ahora tiene bultos en la cara y es torpe y no muy guapo. Sé que a veces pasea solo de noche y que quizá llega hasta los pinares más allá de los límites de nuestro pueblo.

Estaba en la cama pensando en cosas así y preguntándome qué hora era y cuándo aparecería Marian. Aquella noche, después de que mis hermanos se marcharan, me había reunido en la esquina con algunos chicos del barrio para tirar piedras a los faroles y tratar de matar algún murciélago. Al principio me daban escalofríos porque me imaginaba que eran vampiros pequeños como los de Drácula. Pero cuando vi que no eran mucho más grandes que una mariposa nocturna me dio igual que los mataran o no. Estaba sentada en la acera, dibujando con un palo en la calle polvorienta, cuando Manan y Tuck pasaron muy despacio en coche. Mi hermana estaba pegada a él. No hablaban ni sonreían: solo iban muy despacio calle adelante, muy juntos, la mirada al frente. Cuando pasaron y vi quiénes eran, grité:

—¡Marian!

El automóvil siguió adelante muy despacio y nadie me respondió. Así que me quedé en mitad de la calle sintiéndome un poco estúpida, con todos los otros chicos a mi alrededor.

Bubber, un niño odioso que vive en otra manzana de nuestra misma calle, se me acercó.

—¿Era tu hermana? —quiso saber.

Le dije que sí.

—Iba muy pegada a ese chico —comentó.

Me enfadé muchísimo, como me sucede a veces. Me dejé llevar por la indignación y le tiré todas las piedras que tenía en la mano derecha. Bubber es tres años menor que yo y no estuvo bien, pero en primer lugar nunca lo he soportado y además a él le pareció que estaba diciendo una cosa muy divertida sobre Marian. Empezó a agarrarse el cuello y a berrear, y yo los dejé plantados, me volví a casa y me preparé para acostarme.

Cuando me desperté, empecé también a pensar en aquello al cabo de un rato y tenía aún presente al pobre Bubber Davis cuando oí el ruido de un auto que se acercaba a la manzana donde vivimos. Nuestra habitación da a la calle y el jardín que hay en medio es muy estrecho. Se ve y se oye todo lo que pasa en la acera y en la calle. El automóvil pasó con mucha lentitud por delante de la puerta principal y la luz de los faros se deslizó muy blanca y como a cámara lenta por las paredes de nuestro cuarto. Se detuvo en el escritorio de Marian, mostró con toda claridad los libros que estaban allí y medio paquete de chicles. Luego todo quedó de nuevo a oscuras y fuera solo brillaba la luna.

No se abrió la portezuela del coche pero yo los oía hablar. Lo oía a él, quiero decir. Pero como lo hacía en voz muy baja, no captaba el significado, tan solo que parecía explicarle algo a mi hermana una y otra vez. A Marian no la oí pronunciar ni una palabra.

Aún estaba despierta cuando oí que alguien se apeaba del carro. Marian dijo: «No te bajes.» Y luego un portazo y el ruido de los tacones de mi hermana por el caminito hasta la puerta, rápido y ligero, como si corriera.

Mamá la estaba esperando en el pasillo delante de nuestra habitación. Había oído cerrarse la puerta de la calle. Siempre está atenta a cuando llegan Marian y Dan y nunca se duerme hasta que vuelven. A veces me pregunto cómo puede estar tumbada a oscuras durante horas sin dormirse.

—Es la una y media, Marian —dijo—. Tendrías que haber vuelto antes.

Mi hermana no dijo nada.

—¿Lo has pasado bien?

Mamá es así. Me la imagino en el pasillo con el camisón hinchándosele alrededor y dejando ver sus piernas con un blancor de muerto y venas azules marcadas, bastante desarreglada. Mamá queda mejor cuando se viste para salir.

—Sí, lo hemos pasado estupendamente —dijo Marian. Su voz sonaba curiosa, como el piano en el gimnasio de la escuela, demasiado alto y agudo. Curiosa, ya digo.

Mamá le estaba haciendo más preguntas. ¿Adónde habían ido? ¿Se habían encontrado con algún conocido? Todas esas cosas. Mamá es así.

—Buenas noches —dijo Marian con aquella voz desafinada.

Abrió muy deprisa la puerta de nuestro cuarto y entró. Me dispuse a hacerle saber que no dormía, pero me callé. Su respiración era agitada y fuerte en la oscuridad y estuvo un buen rato sin moverse. Al cabo de unos minutos buscó a tientas su camisón en el armario y se metió en la cama. Entonces la oí llorar.

—¿Te has peleado con Tuck? —le pregunté.

—No —me respondió. Luego cambió de idea—. Sí, nos hemos peleado.

Si hay una cosa que siempre me da escalofríos es oír llorar a alguien.

—Yo que tú no me preocuparía. Seguro que hacen las paces mañana.

La luz de la luna entraba por la ventana y vi que Marian movía la mandíbula de un lado a otro y miraba al techo. La estuve mirando durante mucho tiempo. La luz de la luna lo enfriaba todo y había una brisa también fresca que entraba por la ventana. Me acerqué como hago a veces para abrazarla, pensando que quizá dejara de mover la mandíbula de aquella manera y también de llorar.

Marian temblaba de pies a cabeza. Cuando la toqué saltó como si la hubiera pellizcado, me apartó muy deprisa y me dio patadas en las piernas.

—No —dijo—. Hazme el favor.

Quizás había enloquecido de repente, se me ocurrió. Lloraba más despacio pero con más sentimiento. Me asusté un poco, me levanté y fui un minuto al cuarto de baño. Mientras estaba allí miré por la ventana hacia la esquina de la calle donde está el farol. Entonces vi algo que tuve la seguridad de que a Marian le interesaría.

—¿Sabes? —le dije cuando volví a la cama.

Estaba lo más cerca del borde que podía ponerse, completamente rígida. No me contestó.

—El carro de Tuck está aparcado junto al farol de la esquina. Pegado a la acera. Lo sé por el maletero y los dos neumáticos de atrás. Lo he visto por la ventana del cuarto de baño.

Ni siquiera se movió.

—Debe de estar allí sentado. ¿Qué es lo que os pasa?

No dijo nada.

—No lo he visto, pero probablemente está sentado dentro del coche bajo el farol. Sin hacer nada.

Era como si no le importase o lo hubiera sabido todo el tiempo. Estaba lo más al borde de la cama que podía, las piernas extendidas y rígidas, las manos bien agarradas al borde del colchón y la cabeza sobre un brazo.

Siempre solía dormir despatarrada en mi lado de la cama, de manera que tenía que empujarla cuando hacía calor y a veces encender la luz y trazar una línea en el centro y hacerle ver que de verdad invadía mi lado. Aquella noche no iba a necesitar ninguna raya, pensé. Me sentía mal. Estuve contemplando mucho tiempo la luz de la luna antes de dormirme.

Al día siguiente era domingo y mamá y papá fueron a la iglesia por la mañana porque se cumplían años de la muerte de mi tía. Marian dijo que no se encontraba bien y no se levantó. Dan había salido y me quedé sola, de manera que, como es lógico, fui a nuestra habitación, con Marian. Estaba tan blanca como la almohada y tenía unas ojeras muy grandes. En un lado de la cara le saltaba un músculo como si estuviera masticando. No se había peinado y el pelo le caía sobre la almohada, rojo brillante y desordenado, pero bonito. El libro que leía se lo acercaba mucho a la cara. No movió los ojos cuando entré. Me pareció que tampoco los movía por la página.

El calor era espantoso aquella mañana. El sol hacía que todo centellease, de manera que mirar afuera hacía que te dolieran los ojos. En nuestro cuarto el calor era tan intenso que casi se podía tocar el aire con los dedos. Pero Marian se tapaba incluso los hombros con la sábana.

—¿Va a venir Tuck hoy? —le pregunté. Trataba de decir algo que la alegrara un poco.

—¡Dios santo! ¿Es que no se puede tener un poco de paz en esta casa?

Nunca solía decir cosas hirientes como aquella sin provocación previa. Cosas hirientes, quizá, pero no malhumoradas.

—Claro —respondí—. No te preocupes, nadie se va a fijar en ti.

Me senté y fingí leer. Cuando se oían pasos por la calle, Marian apretaba el libro con más fuerza y me di cuenta de que escuchaba con toda su alma. Yo distingo con facilidad unos pasos de otros. Sé incluso sin mirar si la persona que pasa es de color o no. En su mayor parte la gente de color hace ruido como de arrastrar los pies. Cuando los pasos se alejaban ya, Marian aflojaba el libro y se mordía los labios. Lo mismo con los carros.

Me daba pena. Decidí allí y entonces que nunca permitiría que una pelea con un chico hiciera que me sintiera tan mal ni que tuviera un aspecto tan horrible como el de ella. Pero quería que mi hermana y yo volviéramos a ser las de antes. Los domingos por la mañana son ya bastante malos de por sí sin necesidad de añadirles otros problemas.

—Tú y yo nos peleamos mucho menos que la mayoría de las hermanas —dije—. Y cuando lo hacemos, se nos pasa en seguida, ¿no es cierto?

Murmuró algo y siguió con la mirada fija en el mismo lugar del libro.

—Eso está bien —dije.

Marian movía ligeramente la cabeza de lado a lado, una y otra vez, pero su expresión no cambiaba.

—Nunca estamos peleadas mucho tiempo como les pasa a las dos hermanas de Bubber Davis…

—No —respondió como si estuviera pensando en lo que le acababa de decir.

—Nunca nos hemos peleado tanto, que yo recuerde.

Al cabo de un minuto alzó la vista del libro por primera vez.

—Yo sí recuerdo una pelea así —dijo de repente.

—¿Cuándo?

Sus ojos parecían verdes sobre la negrura de las ojeras y como si se estuvieran clavando en lo que veían.

—Tuviste que quedarte en casa todas las tardes durante una semana. Fue hace mucho tiempo.

De pronto me acordé. No había pensado en ello durante mucho tiempo. Me negaba a recordarlo. Cuando Marian lo dijo se me vino todo a la memoria.

Hacía de verdad muchísimo tiempo: Marian tenía unos trece años. Si recuerdo bien, yo era mala e incluso más dura que ahora. A la tía a la que quería más que a todas las demás juntas le nació un hijo muerto y ella se murió. Después del funeral mamá nos explicó a Marian y a mí lo que había pasado. Las cosas nuevas que no me gustan me enfurecen siempre cuando me entero; me enfurecen muchísimo y me asustan.

No era eso de lo que hablaba Marian, sin embargo. Unos cuantos días después de aquello, mi hermana empezó con lo que a las chicas mayores les pasa todos los meses y por supuesto me enteré y me llevé un susto de muerte. Mamá me lo explicó, así como lo que Marian tenía que llevar. Sentí lo que había sentido por la muerte de mi tía, solo que diez veces peor. También vi a Marian de otra manera, y estaba tan enfadada que quería arremeter contra la gente y golpearla.

No lo olvidaré nunca. Marian estaba en nuestro cuarto, delante del espejo del tocador. Cuando me acordé de su cara de entonces me di cuenta de que estaba tan blanca como ahora sobre la almohada, con las mismas ojeras y con el pelo, lustroso, cayéndole por los hombros, aunque más joven.

Yo estaba en la cama, mordiéndome una rodilla con fuerza.

—Se te nota —dije—. ¡Ya lo creo que sí!

Llevaba un suéter y una falda azul plisada y estaba tan flaca toda ella que se le notaba un poco.

—Cualquiera se dará cuenta. Sin hacer ningún esfuerzo. Basta con mirarte y cualquiera se dará cuenta.

En el espejo estaba muy pálida y no se movió.

—Resulta horrible. Yo no seré nunca así. Se nota mucho y todo eso.

Marian se echó a llorar y se lo dijo a nuestra madre y añadió que no iba a ir a la escuela ni nada parecido. Estuvo llorando mucho tiempo. Así de mala y de dura era yo entonces y aún lo soy a veces. Por eso tuve que quedarme en casa todas las tardes durante una semana hace mucho tiempo…

Tuck se presentó con su coche aquel domingo antes de la hora del almuerzo. Marian se levantó, se vistió a toda velocidad, y ni siquiera se pintó los labios. Dijo que comía fuera de casa. Casi todos los domingos pasábamos el día en familia, de manera que aquello era un poco extraño. No regresaron a casa hasta muy avanzada la tarde. Cuando el coche reapareció los demás estábamos en el balcón delantero tomando té helado a causa del calor. Después de que se apearan, papá, que había estado de muy buen humor durante todo el día, insistió en que Tuck se quedara a tomar un vaso de té helado.

Tuck se sentó en el columpio de jardín con Marian, pero no se recostó ni apoyó los talones en el suelo, como si estuviera dispuesto a volver a levantarse en cualquier momento. Se cambiaba el vaso de mano una y otra vez y no paró de iniciar nuevas conversaciones. Marian y él no se miraron excepto de reojo y cuando lo hicieron no era como si estuvieran locos el uno por el otro. Era una mirada extraña. Casi como si tuvieran miedo de algo. Tuck se marchó en seguida.

—Ven a sentarte junto a tu papá, Gatita —dijo nuestro padre. Gatita es como llama cariñosamente a Marian cuando está de muy buen humor. Todavía le gusta mimarnos.

Marian fue a sentarse en el brazo de su sillón. Tan rígida como se había sentado Tuck, apartándose un poco, de manera que el brazo de papá no conseguía rodearle la cintura. Nuestro padre fumaba uno de sus puros y miraba hacia el jardín y los árboles, que empezaban a fundirse en la oscuridad del crepúsculo.

—¿Qué tal le van las cosas a mi chica grande en estos días?

A papá todavía le gusta abrazarnos cuando está contento y tratarnos, incluida Marian, como a niñas pequeñas.

—Bien —respondió ella. Se retorció un poco, como si quisiera levantarse y no supiera cómo hacerlo sin herir sus sentimientos.

—Tuck y tú la han pasado muy bien este verano, ¿no es cierto, Gatita?

—Sí —dijo ella. Había empezado a mover la mandíbula de un lado para otro. Yo quería decir algo pero no se me ocurría nada.

Papá dijo:

—Tendrá que volver a la Politécnica más o menos por estas fechas, ¿no es así? ¿Cuánto tiempo le queda?

—Menos de una semana —respondió Marian. Se levantó tan deprisa que le tiró a papá el cigarro que sostenía entre los dedos. Ni siquiera se detuvo a recogerlo, sino que entró muy decidida en casa por la puerta principal. La oí llegar casi corriendo hasta nuestra habitación y el ruido que hizo al encerrarse dentro. Sabía que iba a echarse a llorar.

Hacía más calor que nunca. El jardín empezaba a quedarse a oscuras y el zumbido de las cigarras era tan agudo y continuo que no te dabas cuenta de que lo oías como no pensaras en ello. El cielo tenía un color gris azulado y los árboles en el solar al otro lado de la calle eran sombras oscuras. Me quedé en el balcón con papá y mamá y oí cómo hablaban en voz baja aunque sin escuchar lo que decían. Quería ir a nuestro cuarto y hacerle compañía a Marian, pero no me atrevía. Quería preguntarle cuál era el problema en realidad. ¿Lo terrible de la pelea con Tuck o que estaba tan loca por él que le entristecía su marcha? Durante un minuto pensé que no era ninguna de las dos cosas. Quería saberlo pero me daba miedo preguntar. De manera que seguí en el balcón con las personas mayores. Nunca me he sentido tan sola como aquella noche. Si alguna vez pienso en estar triste, solo tengo que recordar cómo me sentí entonces: allí sentada, mirando las largas sombras azuladas del jardín y sintiendo que era la única hija que le quedaba a la familia y que Marian y Dan estaban muertos o se habían ido para siempre.

Ahora ya es octubre, el sol brilla mucho pero el día es fresco y el cielo tiene el color de mi sortija de turquesas. Dan se ha ido a estudiar a la Politécnica. Tuck también. Pero no es en absoluto como el otoño último. Vuelvo de la escuela y Marian quizá está sentada junto a la ventana y lee o escribe a Tuck o mira a la calle sin hacer nada. Está más delgada y a veces su cara me parece la de una persona mayor. O como si algo, de repente, le hubiera sentado mal. Ya no hacemos las cosas que solíamos. El tiempo es estupendo para preparar dulce de leche y tantas otras cosas. Pero Marian se limita a no hacer nada o a dar largos paseos a última hora de la tarde cuando refresca, ella sola. En ocasiones sonríe de una manera que desanima a cualquiera: como si yo fuera una niña ignorante y todo eso. Y más de una vez tengo ganas de llorar o de darle un puñetazo.

Pero soy tan dura como la que más. Me las puedo arreglar sin nadie si es eso lo que quiere Marian o cualquier otra persona. Me alegro de tener trece años, de llevar calcetines y de hacer lo que me apetece. No quiero crecer más si es para convertirme en otra Marian. Pero no sucederá. Nunca me va a gustar nadie tanto como a Marian le gusta Tuck. Nunca permitiré que ningún chico ni ninguna cosa me hagan comportarme como se comporta ella. Y no voy a perder el tiempo tratando de conseguir que mi hermana vuelva a ser como antes. Me siento sola —es cierto—, pero no me importa. Sé que no hay manera de quedarme en los trece años toda la vida, pero sé que nunca dejaré que nada me cambie en absoluto, sea lo que sea.

Patino y monto en bicicleta y los viernes voy a los partidos de fútbol de la escuela. Pero cuando una tarde todo el mundo se sentó en el gimnasio del sótano y empezaron a hablar de ciertas cosas —casarse y todo eso— me levanté en seguida para no oírlo y subí y me puse a jugar al baloncesto. Y cuando algunas de las chicas empezaron a decir que se iban a pintar los labios y a ponerse medias dije que yo no lo haría ni por cien dólares.

Ya ven que no seré nunca como Marian ahora. Por supuesto que no. Cualquiera que me conozca se dará cuenta. Sencillamente no, eso es todo. No quiero crecer si es para acabar así.

FIN

Carson McCullers. (Georgia, 19 de febrero de 1917 - Nyack, 29 de septiembre de 1967), fue una novelista, cuentista, poeta, dramaturga y ensayista estadounidense. Obtuvo una rápida fama siendo muy joven: a los 23 años publicó El corazón es un cazador solitario (The Heart is a Lonely Hunter), una novela en la que aparecen los temas recurrentes en sus libros: los marginados, los inadaptados, los solitarios, el deseo de conectarse con los demás.