El alma de la máquina

Foto de Luca Maffeis en Unsplash

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La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas. 

Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por las lluvias en el invierno forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.

Y cuando, vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su severa mirada: 

-¡Más a prisa, holgazanes, más a prisa! 

Esta decepción que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino alargar y encoger el brazo. 

Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina, pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco, donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que en el cuadrante representan las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución. 

Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una revolución más, y una revolución más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina, arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene, mientras los émbolos, locos, rompen las bielas y hacen saltar las tapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia de la más pequeña distracción de su parte, de un segundo de olvido. 

Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su alrededor, sino la aguja que gira y el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. Y esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor empuja los émbolos y silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo del metal y la aguja del cuadrante gira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce, atrae hacia sí la manivela y la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca. 

Y cuando aún vibra en la placa metálica el tañido de la última señal, el martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan y la bobina voltea con vertiginosa rapidez. Y las horas suceden a las horas, el sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina, y el crepúsculo, surgiendo al ras del horizonte, alza y extiende cada vez más a prisa su penumbra inmensa. 

De pronto un silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las carretillas y se yerguen briosos. La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan y se estrujan, más no se levanta una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.

Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja y desvanece en la calzada sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.

Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco como una masa inerte. 

Un proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesión, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.

El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cénit.

FIN

Baldomero Lillo. Fue un escritor chileno que se destacó por sus cuentos de realismo social. Nació en Lota, una ciudad minera, el 6 de enero de 1867. Fue hijo de José Nazario Lillo Robles y Mercedes Figueroa, y sobrino del poeta Eusebio Lillo Robles, autor del himno nacional chileno. Su hermano Samuel Lillo también fue escritor y ganó el Premio Nacional de Literatura en 1947.

Desde joven, Baldomero Lillo se interesó por la literatura y la poesía. Sin embargo, tuvo que trabajar en una pulpería y no pudo terminar sus estudios secundarios. Su contacto con los mineros y sus historias le inspiró a escribir sobre la dura realidad de los trabajadores del carbón. También se influenció por el naturalismo de Émile Zola y los escritores rusos del siglo XIX, como Turgueniev, Tolstoi y Dostoievski.

En 1898 se trasladó a Santiago, donde consiguió un empleo administrativo en la Universidad de Chile gracias a su hermano. Allí comenzó a publicar sus cuentos en revistas como La Revista Católica, Zig-Zag y El Mercurio. En 1903 ganó un concurso con el relato Juan Fariña, que le dio reconocimiento como cuentista.

Su obra más famosa es Sub-terra (1904), una colección de ocho cuentos que retratan la vida de los mineros de Lota y la explotación del carbón. Entre ellos se encuentran El grisú, El chiflón del diablo y La compuerta número 12. En 1907 publicó Sub-sole, otro libro de trece cuentos que abordan temas de la vida campesina y del mar, como El alma de la máquina.

Baldomero Lillo también escribió una novela titulada La huelga, inspirada por la matanza de la Escuela Santa María de Iquique en 1907, pero nunca la terminó. Parte de su producción literaria se publicó póstumamente en libros como Relatos Populares (1942), El Hallazgo y otros cuentos del mar (1956) y Pesquisa Trágica (1963).

Baldomero Lillo es considerado el maestro del realismo social en Chile. Su estilo se caracteriza por un lenguaje directo, preciso y sorprendente, que sumerge al lector en el mundo sombrío y dramático de sus personajes. Sus finales son abruptos e impactantes, y denuncian las injusticias sociales de su época.

Baldomero Lillo murió el 10 de septiembre de 1923 en San Bernardo, a causa de la tuberculosis pulmonar. Sus restos fueron trasladados a su ciudad natal en 2001, donde se le rindió un homenaje por su obra.