Érase una vez un mayo…

Strandvägen. Foto por Fredrik Öhlander en Unsplash
Strandvägen. Foto por Fredrik Öhlander en Unsplash

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Pronto iba a ser la una y todos los que estaban esperando empezaban a sudar y a enrojecer. Los que estaban delante eran empujados hacia la calzada por los que estaban detrás y había unas aperturas insoportables, incluso para los que tenían los codos bien afilados. Desde las ventanas altas las masas de gente de las aceras parecían cercas negras y entre esas cercas los despistados corrían por la calle tratando de encontrar un sitio donde meterse. Y los autos pululaban entre las personas con los frenos echados como precavidos insectos gigantescos y de vez en cuando aparecía un tranvía chirriando y tocando a entierro.

El sol se abatía sobre la ciudad y raras veces llegaba una ráfaga de viento refrescante. Sven iba subiendo por la larga avenida desde el puente de Djurgården hacia la explanada de Karlaplan. No sabía cómo se llamaba la calle y aunque llevaba a su hermano pequeño de la mano se sentía solo y extraño. Las casas eran muy altas allí, todo era muy distinto. Dónde estamos, dijo el hermano, que era tan pequeño que no hacía más que molestar. Una señora con el abrigo de piel abrochado regaba un árbol con su perro, un ciclista con impermeable pasó navegando a su lado.

Estamos en el barrio de Östermalm, dijo Sven y masticó la palabra como un pedazo de carne dura, en Östermalm. ¿Llegará pronto la manifestación? Göran empezaba a impacientarse. Habían andado mucho desde el barrio del Sur y a Göran le habían prometido un helado solo porque era 1.º de mayo. ¿Cuándo me vas a dar el helado?, dijo Göran. Mira el perro, ¿por qué lleva abrigo de piel la mujer? Cállate, dijo Sven. Te lo dará papá. Tenemos que desfilar primero. Desfilar ¿por dónde?, dijo Göran. Bueno, dijo Sven, venga ya, hay más perros.

Llegaron a una calle que cruzaba, una calle larga que pasaba casi por toda la ciudad, hasta que de repente tropezaba con un parque lejos, muy lejos. Ostras, cuánta gente, dijo Göran, aunque no le dejaban decir palabrotas, pero a él le pareció que no podía usar otra palabra para lo que quería decir. No tenía más que seis años y pensaba que no había visto tanta gente como ahora en toda su vida. Aparecieron unos policías balanceándose en sus caballos con atavíos relucientes. Brillaba la plata de las bridas de los caballos y el oro de los emblemas policiales. Caballos, dijo Göran queriendo quedarse, pero Sven tiró de él y subieron deprisa la calle y se levantó una polvareda cuando los caballos les pasaron trotando por la senda con las colas recortadas y las herraduras brillantes.

Es la poli, dijo Sven apartándose, y se callaron los dos. Y Göran no dijo nada porque no se hablaba de la poli por la calle. Y Sven no dijo nada porque tenía miedo y porque no quería que su hermano pequeño se enterara, que se enterara de que su hermano mayor tenía miedo. Pero, en todo caso, lo tenía, y cuando vio balancearse la grupa del caballo de la policía y el brillo de la plata mate de los cascos traseros, se acordó exactamente de cómo había sido. De cómo los caballos de la policía habían doblado la esquina justo cuando la muchedumbre se había agrupado alrededor de la cabecera de la marcha nazi y al jefe se le había caído la bandera por la calle y se había creado un atasco en la columna que se extendió en semicírculo por la calzada y las aceras. Sven estaba en la acera más o menos a la altura de la cabecera y vio cómo dos corpulentos jóvenes con el uniforme nazi sacudían sus porras a la altura del codo y gritaban algo hacia atrás que él no pudo entender.

Después de que gritaran se hizo el silencio, un corto instante de silencio, porque luego resonaron los cascos de los caballos en la calle y la muchedumbre entre la que se encontraba Sven se puso en movimiento, lentamente primero y enseguida más deprisa, cada vez más deprisa. Corrían por la acera subiendo la cuesta, pero la cuesta era pronunciada y los más jadeantes se fueron quedando atrás de manera que al final los caballos les iban pisando los talones a los más rezagados y entonces uno tropezó en un adoquín y Sven y algunos más les siguieron también en la caída como un alud. Él quedó tirado con la cabeza debajo de un canalón y desde esa perspectiva vio bailar encima de él sobre las patas traseras al caballo policial y al policía con el sable extendido a lo largo del cuello del caballo. Y lo único que esperaba era que el caballo dejase caer su peso sobre ellos y cerró los ojos en la espera, pero luego no pasó nada y cuando volvió a mirar el caballo galopaba bajando hacia el final de la calle. Entonces se desprendió del montón arrastrándose y se deslizó pegado a la pared hasta un portal y allí se quedó largo rato con las piernas flojas y un grueso nudo de terror en el estómago que rodaba queriendo subir.

¿También van a ir los fachas a la manifestación?, dijo Göran. ¿Cantaremos “La Internacional”? ¿Oyes música? Qué, dijo Sven. Están tocando, dijo Göran, y entonces llegaron a la plaza de Karlaplan. La fuente funcionaba y blancos veleros corrían por el estanque. Ostras, cuántos barcos, dijo Göran, déjame ver. No, que ya vienen, dijo Sven apresurándose a cruzar la plaza. Había un hueco en las filas de espectadores junto a la esquina con Karlavägen y corrieron hacia allí. ¿Ves?, dijo Göran, pero aún no se veía nada y casi no se oía tampoco porque la gente que estaba detrás hablaba y se reía y empujaba. Un pequeño coche negro con la capota plegada pasó por delante, tan cerca que casi parecía como una invitación a montarse.

Bonito coche, dijo Göran, igual que el de Barcelona. Tú estás loco, dijo Sven, aquel era un camión y era de la CNT porque lo ponía en la caja. Aunque Erik es mayor que ese tipo, dijo Göran señalando al conductor que trataba de dar la vuelta con el coche en lugar de rodear la plaza. Debe de estar ya en el avión, dijo Sven, en la Brigada Internacional. Pronunció esa palabra, que le pareció que de alguna manera sonaba solemne, con digna seriedad, y aunque no tenía más que trece años sabía con la misma certeza de que en ese momento estaba en Karlaplan, que en España se estaba luchando y por qué se luchaba y que él participaba de alguna manera. Que las banderas hoy eran por España, y todas las canciones.

¿Ves el avión?, dijo Göran, y lo vieron los dos como un pequeño punto que desaparecía en el espacio y bajaba lentamente tras el verdor de los árboles en la avenida de Narvavägen. Pero luego volvió por fin la música, ya muy cerca, y las banderas rojas asomaron por encima de las cabezas de la multitud. Y ahora, ahora doblan y entran en la plaza, una ráfaga de viento las mantuvo ondeantes y tensas y aparecieron sudorosos los hombres de la cabecera. Luego llegó una serie de pancartas y la banda de música tocando. ¿Es “La Internacional”?, preguntó el hermano pequeño, pero era “Los hijos del Trabajo”, y el coro de la música era grande, más grande que el del cambio de guardia, y entre los músicos de viento Sven descubrió a un muchacho que había sido compañero de clase suyo. Luego llegaron más pancartas, Sven leía en voz alta y le traducía a Göran y al final llegó una comitiva de gente interminablemente larga sin pancartas y sin banderas aunque alguna vez se vislumbraba una bandera y eso daba enseguida variación. Más o menos como una fotografía en un periódico, pensó Sven, y luego preguntó Göran, que tenía sed y estaba cansado y esperaba su helado: ¿Cuándo vienen papá y mamá? Todavía no, dijo Sven, ellos no van en esta sección. Pero luego vienen. Me comprarán un helado, dijo Göran. Pero la marcha iba a durar mucho todavía y la multitud a lo largo de las aceras se apiñaba y los sudorosos encargados del orden pasaban por delante con sus brazaletes.

Pronto le pareció a Göran que era aburrido, miró a su alrededor y miró ansioso la fuente que disparaba a lo alto del cielo desde el otro lado de la calle en mitad de la plaza. Ostras, qué chorro tan largo y miró a lo más alto donde la espuma se arremolinaba y centelleaba con los colores del arco iris. Y Sven miró hacia allí pensando decir algo refrescante, pero se quedó cortado. Lo que quería decir se le atragantó. Tragó saliva. No hacía más que mirar. Mirar intensamente hacia un punto, justo encima del cenit de la fuente. ¿Qué pasa?, dijo Göran, pero entonces lo vio él mismo. Vio un balcón en la casa alta que estaba al otro lado del surtidor, un balcón grande, tal vez el más grande que había visto, con barandilla de hierro y una jardinera verde en el borde. En ese balcón había cinco personas. Primero una chica que estaba muy derecha y rígida y a su lado un joven, descubierto, y detrás de ellos tres hombres muy jóvenes, muy derechos, casi rígidos, descubiertos y muy serios. Y ese grupo, esos cinco que estaban allí al sol en el balcón con actitud rígida y los talones juntos, tenían todos la mano derecha alzada en un empinado ángulo, y no era gimnasia. Era el saludo fascista.

Fachas, susurró Göran, y susurró despacio y miró a su hermano y vio el nuevo gesto amargo de su cara y sintió que se endurecía la mano que lo agarraba. Luego se fue adelgazando la comitiva y se hizo una pausa en el desfile y la gente que había estado callada empezó a hablar y todo el tiempo permanecieron los cinco del balcón con vistas a la plaza inmóviles con los brazos en alto. De la masa de gente que rodeaba la fuente se separó un hombre con botas y una trinchera con cinturón militar y fue cruzando despacio la calle en dirección a Sven y a Göran con un fajo de periódicos descuidadamente cogidos bajo el brazo. Se paseó por delante de los espectadores y Göran lo reconoció, no a él, pero sí a su tipo, y supo que era uno de los que solían reunirse en el parque cercano a su casa los miércoles por la tarde y que luego, con tambores y paños con la cruz gamada a la cabeza y las porras metidas bajo los blusones del uniforme, bajaban desfilando por la zona de Slussen. Después llegó un policía a caballo y se paró y el hombre de las botas se acercó a él y empezó a hablar en voz baja y luego se separaron y empezó a oírse la música por Karlavägen y fue acallando el rumor de la fuente.

Luego llegaron las banderas volando y cuando pasaron los abanderados Göran los reconoció y se dio cuenta de que ese era su desfile. Le sacudió el brazo a Sven echando al mismo tiempo una mirada rápida por encima de la fuente y sintió enfado dentro de sí mismo cuando vio que los cinco de allá arriba levantaban el brazo también al paso de su desfile. Luego Sven lo arrastró porque papá y mamá iban allí en la fila y había un hueco para ellos. Y la orquesta tocaba “La Internacional” y Sven se volvió y alcanzó a ver a los cuatro jóvenes y a la muchacha en el balcón, antes de doblar bajando de la plaza. Y experimentó un sentimiento que no era exactamente rabia y no se parecía exactamente a nada que hubiera sentido antes, y recordó lo visto durante todo el día en la explanada de Gärdet, cuando los discursos del 1.º de mayo crepitaban contra el cielo y la multitud iba regresando en tropel a la ciudad.

Lo recordó no solamente ese día. Lo recordó cuando Madrid libraba la batalla por su vida, cuando los curas fascistas hacían nidos de fusiles en las torres de las iglesias y cuando Erik cayó en Guadalajara. Y lo recordó muy nítidamente cuando cayó Barcelona, cuando todo terminó en 1939, lo recordó cuando estalló la guerra y cuando los ejércitos alemanes escalaron las cimas de la gloria. Luego lo recordó el 9 de abril. Luego lo recordó cuando Stalingrado. Luego lo recordó cuando Hamburgo. Luego lo recordó cuando un par de compañeros de curso descarriados fueron detenidos por espionaje nazi. Y luego lo recordó un día de abril de 1944 cuando cruzó Karlaplan y vio el balcón de una casa en el quinto piso. Y pensó entonces y supo que era verdad: el balcón se ha desplomado. Fue trágico para los que estaban allá arriba y venturoso para todos aquellos que estaban ahí abajo, que desfilaban con banderas ondeantes aquella vez en 1937. Sí, fue muy trágico y muy venturoso. Y él sabía que abundaban los balcones desplomados en esta ciudad de balcones. Él sabía esto cuando pasó por la fuente de Karlaplan, muerta en invierno, una clara tarde de abril de 1944.

FIN

Stig Dagerman. (5 de octubre de 1923 - 4 de noviembre de 1954) fue un prolífico escritor y periodista anarquista sueco cuya breve pero intensa vida dejó una huella perdurable en la literatura y el pensamiento social de su época. Nacido en Älvkarleby, Suecia, en 1923, Dagerman provenía de una familia obrera: su padre trabajaba en una cantera y su madre era operadora telefónica. A la edad de 11 años, se estableció en Estocolmo, donde forjaría su camino como un ardiente defensor del anarquismo y un agudo observador de la sociedad.

Desde su temprana juventud, Dagerman se involucró con pasión en los círculos anarcosindicalistas suecos, y sus escritos comenzaron a plasmarse en la prensa afín a esta ideología. Con una participación activa en la sección juvenil de la Sveriges Arbetares Centralorganisation (SAC), en la que su padre también tenía una membresía desde 1920, Stig Dagerman se sumergió en el mundo del activismo y la escritura.

Entre los 21 y los 26 años, Dagerman produjo una sorprendente cantidad de obras literarias, que incluyen cuatro novelas, cuatro piezas de teatro y una colección de relatos cortos. Además, su pluma se extendió a innumerables artículos, crónicas y reportajes, demostrando su versatilidad y habilidad para abordar diversos temas.

En 1943, contrajo matrimonio con Anne Marie Götzes, una refugiada alemana y descendiente de voluntarios veteranos de la Guerra Civil española (1936-1939). Sus experiencias y perspectivas personales influyeron en gran medida en su obra, como se puede ver en su novela "La serpiente" (1945), que capturó los sentimientos de ansiedad y temor en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.

A lo largo de su carrera, Dagerman exploró diversas temáticas, desde su inmersión en la Alemania destruida como corresponsal del Expressen, que dio lugar a su reportaje "Otoño alemán", hasta su novela "Niño quemado" (1948), que sigue siendo ampliamente apreciada por su profundidad emocional y estilo narrativo evocador.

A pesar de su éxito literario, la vida personal de Dagerman fue igualmente intensa. En 1950, su matrimonio terminó y comenzó una relación con la actriz sueca Anita Björk, con quien tendría una hija en 1951 y se casaría en 1953. Sin embargo, dos años después, en 1952, Dagerman escribiría "Nuestra necesidad de consuelo es insaciable", un breve pero conmovedor testamento literario antes de su trágico suicidio en 1954 en Enebyberg, una área suburbana de Estocolmo.

El legado literario y el compromiso ideológico de Stig Dagerman trascienden su tiempo. En su honor, la Sociedad Stig Dagerman estableció un premio anual que reconoce a escritores cuyas obras promueven la libertad de expresión y la comprensión intercultural. Sus obras, traducidas a varios idiomas, como "La serpiente", "Otoño alemán" y "Niño quemado", siguen cautivando a lectores de todo el mundo, manteniendo viva la memoria de un autor que desafió convenciones y exploró las profundidades del alma humana.