La última niebla

Foto de Dimitar Donovski en Unsplash

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No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas, que toman proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos; ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas suspendidas sobre el agua.

Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y me penetran. Como con brazos de seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces. Me besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del agua.

A la madrugada, agitaciones en el piso bajo, paseos insólitos alrededor de mi lecho, provocan desgarrones en mi sueño. Me fatigo inútilmente, ayudando en el pensamiento a Daniel. Junto con él, abro cajones y busco mil objetos, sin poder nunca hallarlos. Un gran silencio me despierta, por fin.

Advierto un tremendo desorden en el cuarto y veo una cartuchera olvidada sobre el velador.

Recuerdo entonces que los hombres debían salir de caza, para no volver sino al anochecer.

Regina se levanta contrariada. Durante el almuerzo no cesa de protestar ásperamente contra los caprichos intempestivos de nuestros maridos. No le contesto, temiendo exasperar con lo que ella llama mi candor.

Más tarde me recuesto sobre los peldaños de la escalinata y aguzo el oído. Hora tras hora espero en vano la detonación lejana que llegue a quebrar este enervante silencio. Los cazadores parecen haber sido secuestrados por la bruma…

¡Con qué rapidez la estación va acortando los días! Ya empieza a incendiarse el poniente. Tras los vidrios de cada ventana parece brillar una hoguera. Todo lo abrasa una roja llamarada cuyo fulgor no consigue atenuar la niebla.

Cayó la noche. No croan las ranas y no percibo tan siquiera el gemido tranquilo de algún grillo, perdido en el césped. Detrás de mí, la casa permanece totalmente oscura.

Angustiada, entro al salón, prendo una lámpara. Ahogó una exclamación de sorpresa. Regina se ha quedado dormida sobre el diván. La miro. Sus rasgos parecen alisarse hacia las sienes; el contorno de sus pómulos se ha suavizado y su piel luce aún más tersa. Me acerco. Ignoraba que los seres embellecieron cuando reposan extendidos. Regina no parece ahora una mujer, sino una niña, una niña muy dulce y muy indolente.

Me la imagino dormida así, en tibios aposentos alfombrados donde toda una vida misteriosa se insinúa en un flotante perfume de cabelleras y cigarrillos femeninos.

De nuevo en mí este dolor punzante como un grito.

Vuelvo a salir para sentarme en la oscuridad, frente a la casa. Veo moverse luces entre los árboles. Bultos de hombres avanzan con infinitas precauciones, trayendo grandes ramas encendidas en las manos a modo de antorchas. Oigo el jadeo precipitado de los perros.

—¿Buena suerte? —interrogo con júbilo.

—¡Maldita niebla! —rezonga Daniel, por toda respuesta.

Hombres y animales vienen a desplomarse, exhaustos, a mis pies. Se alinea delante de mí una profusión de alas muertas, de pobres cuerpos mutilados, embarrados.

El amante de Regina deja caer sobre mis rodillas una torcaza aún caliente y que destila sangre.

Pegó un alarido y la rechazó, nerviosa. Mientras todos se alejan riendo, el cazador se obstina en mantener, contra mi voluntad, aquel vergonzoso trofeo en mi regazo. Me debato como puedo y llorando casi de indignación. Cuando él afloja su forzado abrazo, levantó la cara.

Me intimida su mirada escrutadora y bajo los ojos. Al levantarlos de nuevo, noto que me sigue mirando. Lleva la camisa entreabierta y de su pecho se desprende un olor a avellanas y a sudor de hombre limpio y fuerte. Le sonrío turbada. Entonces él levantándose de un salto, penetra en la casa sin volver la cabeza.

La niebla se estrecha, cada día más, contra la casa. Ya hizo desaparecer las araucarias cuyas ramas golpeaban la balaustrada de la terraza. Anoche soñé que, por entre las rendijas de las puertas y ventanas, se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de las paredes, los contornos de los muebles, y se entrelazaba a mis cabellos, y se me adhería al cuerpo y lo deshacía todo, todo… Sólo, en medio del desastre, quedaba intacto el rostro de Regina, con su mirada de fuego y sus labios llenos de secretos.

Hace varias horas que hemos llegado a la ciudad. Detrás de la espesa cortina de niebla, suspendida inmóvil alrededor de nosotros, la siento pesar en la atmósfera.

La madre de Daniel ha hecho abrir el gran comedor y encender todos los candelabros sobre la larga mesa de familia donde, en una punta, nos amontonamos, entumecidos. Pero el vino dorado, que nos sirven en copas de pesado cristal, nos entibia las venas; su calor nos va trepando por la garganta hasta las sienes.

Daniel, ligeramente achispado, promete restaurar en nuestra casa el oratorio abandonado. Al final de la comida hemos convenido que mi suegra vendrá con nosotros al campo.

Mi dolor de estos últimos días, ese dolor lancinante como una quemadura, se ha convertido en una dulce tristeza que me trae a los labios una sonrisa cansada. Cuando me levanto, debo apoyarme en mi marido. No sé por qué me siento tan débil y no sé por qué no puedo dejar de sonreír.

Por primera vez desde que estamos casados, Daniel me acomoda las almohadas. A medianoche me despierto, sofocada. Me agito largamente entre las sábanas, sin llegar a conciliar el sueño. Me ahogo. Respiro con la sensación de que me falta siempre un poco de aire para cada soplo. Salto del lecho, abro la ventana. Me inclino hacia fuera y es como si no cambiara de atmósfera. La neblina, esfumando los ángulos, tamizando los ruidos, ha comunicado a la ciudad tibia intimidad de un cuarto cerrado.

Una idea loca se apodera de mí. Sacudo a Daniel, que entreabre los ojos.

—Me ahogo. Necesito caminar. ¿Me dejas salir?

—Haz lo que quieras —murmura y de nuevo recuesta pesadamente la cabeza en la almohada.

Me visto. Tomo al pasar el sombrero de paja con que salí de la hacienda. El portón es menos pesado de lo que pensaba. Echo a andar calle arriba.

La tristeza afluye a la superficie de mi ser con toda la violencia que acumulara durante el sueño. Ando, cruzo avenidas y pienso:

—Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa al pueblo, con mi suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de los trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la pajarera, el huerto.

—Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa al pueblo, con mi suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de los trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la pajarera, el huerto. Antes de cenar, dormitaba junto a la chimenea o leeré los periódicos locales. Después de comer me divertiré en provocar pequeñas catástrofes dentro del fuego, removiendo desatinadamente las brasas. A mi alrededor, un silencio indicará muy pronto que se ha agotado todo tema de conversación y Daniel ajustará ruidosamente las barras contra las puertas. Luego nos iremos a dormir. Y pasado mañana será lo mismo, y dentro de un año, y dentro de diez; y será lo mismo hasta que la vejez me arrebate todo derecho a amar y a desear, y hasta que mi cuerpo se marchite y mi cara se aje y tenga vergüenza de mostrarme sin artificios a la luz del sol.

Vago al azar, cruzo avenidas y sigo andando.

No me siento capaz de huir. De huir, ¿cómo, adonde? La muerte me parece una aventura más accesible que la huida. De morir, sí, me siento capaz. Es muy posible desear morir porque se ama demasiado la vida.

Entre la oscuridad y la niebla vislumbro una pequeña plaza. Como en pleno campo, me apoyo extenuada contra un árbol. Mi mejilla busca la humedad de su corteza. Muy cerca, oigo una fuente desgranar una sarta de pesadas gotas.

La luz blanca de un farol, luz que la bruma transforma en vaho, baña y empalidece mis manos, alarga a mis pies una silueta confusa que es mi sombra. Y he aquí que, de pronto, veo otra sombra junto a la mía. Levanto la cabeza.

Un hombre está frente a mí, muy cerca de mí. Es joven; unos ojos muy claros en un rostro moreno y una de sus cejas, levemente arqueada, presta a su cara un aspecto casi sobrenatural. De él se desprende un vago, pero envolvente calor.

Y es rápido, violento, definitivo. Comprendo que lo esperaba y que le voy a seguir como sea, donde sea. Le echo los brazos al cuello y él entonces me besa, sin que por entre sus pestañas las pupilas luminosas cesen de mirarme.

Ando, pero ahora un desconocido me guía. Me guía hasta una calle estrecha y en pendiente. Me obliga a detenerme. Tras una verja, distingo un jardín abandonado. El desconocido desata con dificultad los nudos de una cadena enmohecida.

Dentro de la casa la oscuridad es completa, pero una mano tibia busca la mía y me incita a avanzar. No tropezamos contra ningún mueble; nuestros pasos resuenan en cuartos vacíos. Subo a tientas la larga escalera, sin que necesite apoyarme en la baranda, porque el desconocido guía aún cada uno de mis pasos. Lo sigo, me siento en su dominio, entregada a su voluntad. Al extremo de un corredor, empuja una puerta y suelta mi mano. Quedo parada en el umbral de una pieza que, de pronto, se ilumina.

Doy un paso dentro de una habitación cuyas cretonas descoloridas le comunican no sé qué encanto anticuado, no sé qué intimidad melancólica. Todo el calor de la casa parece haberse concentrado aquí. La noche y la neblina pueden aletear en vano contra los vidrios de la ventana; no conseguirán infiltrar en este cuarto un solo átomo de muerte.

Mi amigo corre las cortinas y ejerciendo con su pecho una suave presión, me hace retroceder, lentamente, hacia el lecho. Me siento desfallecer en dulce espera y, sin embargo, un singular pudor me impulsa a fingir miedo. Él entonces sonríe, pero su sonrisa, aunque tierna, es irónica. Sospecho que ningún sentimiento abriga secretos para él. Se aleja simulando a su vez querer tranquilizarme. Quedó sola.

Oigo pasos muy leves sobre la alfombra, pasos de pies descalzos. Él está nuevamente frente a mí, desnudo. Su piel es oscura, pero un vello castaño, al cual se prende la luz de la lámpara, lo envuelve de pies a cabeza en una áureo la de claridad. Tiene piernas muy largas, hombros rectos y caderas estrechas. Su frente está serena y sus brazos cuelgan inmóviles a lo largo del cuerpo. La grave sencillez de su actitud le confiere como una segunda desnudez.

Casi sin tocarme, me desata los cabellos y empieza a quitarme los vestidos. Me someto a su deseo callada y con el corazón palpitante. Una secreta aprensión me estremece cuando mis ropas refrenan la impaciencia de sus dedos. Ardo en deseos de que me descubra cuanto antes su mirada. La belleza de mi cuerpo ansía, por fin, su parte de homenaje.

Una vez desnuda, permanezco sentada al borde de la cama. Él se aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echó la cabeza hacia atrás y este ademán me llena de íntimo bienestar. Anudo mis brazos tras la nuca, trenzo y destrenzo las piernas y cada gesto me trae consigo un placer intenso y completo, como si, por fin, tuvieran una razón de ser mis brazos y mi cuello y mis piernas. ¡Aunque este goce fuera la única finalidad del amor, me sentiría ya bien recompensada!

Se acerca; mi cabeza queda a la altura de su pecho, me lo tiende sonriente, oprime a él mis labios y apoyo en seguida la frente, la cara. Su carne huele a fruta, a vegetal. En un nuevo arranque echo mis brazos alrededor de su torso y atraigo, otra vez, su pecho contra mi mejilla.

Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidos escucho. Escucho nacer, volar y recaer su soplo; escucho el estallido que el corazón repite incansable en el centro del pecho y hace repercutir en las entrañas y extiende en ondas por todo el cuerpo, transformando cada célula en un eco sonoro. Lo estrecho, lo estrecho siempre con más afán; siento correr la sangre dentro de sus venas y siento trepidar la fuerza que se agazapa inactiva dentro de sus músculos; siento agitarse la burbuja de un suspiro. Entre mis brazos, toda una vida física, con su fragilidad y su misterio, bulle y se precipita. Me pongo a temblar.

Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al hueco del lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta sube algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no sé por qué me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos.

Cuando despierto, mi amante duerme extendido a mi lado. Es plácida la expresión de su rostro; su aliento es tan leve que debo inclinarme sobre sus labios para sentirlo. Advierto que prendida a una finísima, casi invisible cadena, una medallita anida entre el vello castaño del pecho; una medallita trivial, de esas que los niños reciben el día de su primera comunión. Mi carne toda se enternece ante este pueril detalle. Aliso un mechón rebelde apegado a su sien, me incorporo sin despertarlo. Me visto con sigilo y me voy.

Salgo como he venido, a tientas.

Ya estoy fuera. Abro la verja. Los árboles están inmóviles y todavía no amanece. Subo corriendo la callejuela, atravieso la plaza, remontó avenidas. Un perfume muy suave me acompaña; el perfume de mi enigmático amigo. Toda yo he quedado impregnada de su aroma. Y es como si él anduviera aún a mi lado o me tuviera aún apretada en su abrazo o hubiera deshecho su vida en mi sangre, para siempre.

Y he aquí que estoy extendida al lado de otro hombre dormido.

—“Daniel, no te compadezco, no te odio, deseo solamente que no sepas nunca nada de cuanto me ha ocurrido esta noche…”

¿Por qué, en otoño, esa obstinación de hacer constantemente barrer las avenidas?

Yo dejaría las hojas amontonarse sobre el césped y los senderos, cubrirlo todo con su alfombra rojiza y crujiente que la humedad tornaría luego silenciosa. Trato de convencer a Daniel para que abandone un poco el jardín. Siento nostalgia de parques abandonados, donde la mala hierba borre todas las huellas y donde arbustos descuidados estrechen los caminos.

Pasan los años. Me miro al espejo y me veo, definitivamente marcadas bajo los ojos, esas pequeñas arrugas que sólo me afluían, antes, al reír. Mi seno está perdiendo su redondez y consistencia de fruto verde. La carne se me pega a los huesos y ya no parezco delgada, sino angulosa. Pero, ¡qué importa! ¡Qué importa que mi cuerpo se marchite, si conoció el amor¡ Y qué importa que los años pasen, todos iguales. Yo tuve una hermosa aventura, una vez… Tan sólo con un recuerdo se puede soportar una larga vida de tedio. Y hasta repetir, día a día, sin cansancio, los mezquinos gestos cotidianos.

Hay un ser que no puedo encontrar sin temblar. Lo puedo encontrar hoy, mañana o dentro de diez años. Lo puedo encontrar aquí, al final de una alameda o en la ciudad, al doblar una esquina. Tal vez nunca lo encuentre. No importa; el mundo me parece lleno de posibilidades, en cada minuto hay para mí una espera, cada minuto tiene para mí su emoción.

Noche a noche, Daniel se duerme a mi lado, indiferente como un hermano. Lo abrigo con indulgencia porque hace años, durante toda una larga noche, he vivido del calor de otro hombre. Me levanto, enciendo a hurtadillas una lámpara y escribo:

“He conocido el perfume de tu hombro y desde ese día soy tuya. Te deseo. Me pasaría la vida, tendida, esperando que vinieras a apretar contra mi cuerpo, tu cuerpo fuerte y conocedor del mío, como si fuera su dueño desde siempre. Me separo de tu abrazo y todo el día me persigue el recuerdo de cuando me suspendo a tu cuello y suspiro sobre tu boca”.

Escribo y rompo.

Hay mañanas en que me invade una absurda alegría. Tengo el presentimiento de que una felicidad muy grande va a caer sobre mí en veinticuatro horas. Me paso el día en una especie de exaltación. Espero. ¿Una carta, un acontecimiento imprevisto? No sé, a la verdad.

Ando, me interno monte adentro y, aunque es tarde, acortó el paso a mi vuelta. Concedo al tiempo un último plazo para el advenimiento del milagro. Entró al salón con el corazón palpitante.

Tumbado en un diván, Daniel bosteza, entre sus perros. Mi suegra está devanando una nueva madeja de lana gris. No ha venido nadie, no ha pasado nada. La amargura de la decepción no me dura sino el espacio de un segundo. Mi amor por “él” es tan grande que está por encima del dolor de la ausencia. Me basta saber que existe, que siente y recuerda en algún rincón del mundo…

La hora de la comida me parece interminable.

Mi único anhelo es estar sola para poder soñar, soñar a mis anchas. ¡Tengo siempre tanto en qué pensar! Ayer tarde, por ejemplo, dejé en suspenso una escena de celos entre mi amante y yo.

Detesto que después de cenar me soliciten para la tradicional partida de naipes. Me gusta sentarme junto al fuego y recogerme para buscar entre las brasas los ojos claros de mi amante. Bruscamente, despuntan como dos estrellas y yo permanezco entonces largo rato sumida en esa luz. Nunca como en esos momentos recuerdo con tanta nitidez la expresión de su mirada.

Hay días en que me acomete un gran cansancio y vanamente remuevo las cenizas de mi memoria para hacer saltar la chispa que crea la imagen. Pierdo a mi amante.

Un gran viento me lo devolvió la última vez. Un viento que derrumbó tres nogales e hizo persignarse a mi suegra lo indujo a llamar a la puerta de la casa. Traía los cabellos revueltos y el cuello del gabán muy subido. Pero yo lo reconocí y me desplomé a sus pies. Entonces él me cargó en sus brazos y me llevó así desvanecida, en la tarde de viento… Desde aquel día no me ha vuelto a dejar.

El pálido otoño parece haber robado al estío esta ardiente mañana de sol. Busco mi sombrero de paja y no lo hallo. Lo busco primero con calma, luego, con fiebre… porque tengo miedo de hallarlo. Una gran esperanza ha nacido en mí. Suspiro, aliviada, ante la inutilidad de mis esfuerzos. Ya no hay duda posible. Lo olvidé una noche en casa de un desconocido. Una felicidad tan intensa me invade, que debo apoyar, mis dos manos sobre el corazón para que no se me escape; liviano como un pájaro. Además de un abrazo, como a todos los amantes, algo nos une para siempre. Algo material, concreto, indestructible: mi sombrero de paja.

Estoy ojerosa y, a menudo, la casa, el parque, los bosques, empiezan a girar vertiginosamente dentro de mi cerebro y ante mis ojos.

Trato de imponer cierto reposo, pero es sólo caminando que puedo imprimir un ritmo a mis sueños, abrirlos, hacerlos describir una curva perfecta. Cuando estoy quieta, todos ellos se quiebran las alas sin poderlas abrir.

Llega el día de nuestro décimo aniversario matrimonial. La familia se reúne en nuestra hacienda, salvo Felipe y Regina, cuya actitud es agriamente censurada.

Como para compensar la indiferencia en medio de la cual se efectuó hace años nuestro enlace, hay ahora un exceso de abrazos, de regalos y una gran comida con numerosos brindis.

En la mesa, la mirada displicente de Daniel tropieza con la mía.

Hoy he visto a mi amante. No me canso de pensarlo, de repetirlo en voz alta. Necesito escribir: hoy lo he visto, hoy lo he visto.

Sucedió este atardecer, cuando yo me bañaba en el estanque.

De costumbre permanezco allí largas horas, el cuerpo y el pensamiento a la deriva. A menudo no queda de mí, en la superficie, más que un vago remolino; yo me he hundido en un mundo misterioso donde el tiempo parece detenerse bruscamente, donde la luz pesa como una sustancia fosforescente, donde cada uno de mis movimientos adquiere sabias y felinas lentitudes y yo exploró minuciosamente los repliegues de ese antro de silencio. Recojo extrañas caracolas, cristales que al traer a nuestro elemento se convierten en guijarros negruzcos e informes. Remuevo piedras bajo las cuales duermen o se revuelven miles de criaturas atolondradas y escurridizas.

Emergía de aquellas luminosas profundidades cuando divisé a lo lejos, entre la niebla, venir silencioso como una aparición, un carruaje todo cerrado. Tambaleando penosamente, los caballos se abrían paso entre los árboles y la hojarasca sin provocar el menor ruido.

Sobrecogida me agarré a las ramas de un sauce y no reparando en mi desnudez suspendí medio cuerpo fuera del agua.

El carruaje avanzó lentamente hasta arrimarse a la orilla opuesta del estanque. Una vez allí, los caballos agacharon el cuello y bebieron, sin abrir un solo círculo en la tersa superficie.

Algo muy grande para mí iba a suceder. Mi corazón y mis nervios lo presentían.

Tras la ventanilla estrecha del carruaje vi, entonces, asomarse e inclinarse, para mirarme, una cabeza de hombre.

Reconocí inmediatamente los ojos claros, el rostro moreno de mi amante.

Quise llamarlo, pero mi impulso se quebró en una especie de grito ronco, indescriptible. Él debió ver la angustia pintada en mi semblante, pues, como para tranquilizarme, esbozó a mi intención una sonrisa, un leve ademán de la mano. Luego, reclinándose hacia atrás, desapareció de mi vista.

El carruaje echó a andar nuevamente y sin darme tan siquiera tiempo para nadar hacia la orilla, se perdió de improviso en el bosque, como si se lo hubiera tragado la niebla.

Sentí un leve golpe azotarme la cadera. Volví mi cara estupefacta. La balsa ligera en que el hijo menor del jardinero se desliza sobre el agua, estaba inmovilizada detrás de mí.

Apretando los brazos contra mi pecho desnudo, le grité, frenética:

—¿Lo viste, Andrés, lo viste?

—Sí, señora, lo vi —asintió tranquilamente el muchacho.

—¿Me sonrió, no es verdad Andrés, me sonrió?

—Sí, señora. Qué pálida está usted. Salga pronto del agua, no se vaya a desmayar —dijo, e imprimió vuelo a su embarcación.

Provisto de una red, continuó barriendo las hojas secas que el otoño recostaba sobre el estanque…

FIN

María Luisa Bombal Anthes. Fue una escritora chilena que revolucionó la narrativa latinoamericana con sus obras de realismo mágico y su exploración de la psicología femenina. Nació en Viña del Mar el 8 de junio de 1910 y murió en Santiago el 6 de mayo de 1980. Recibió varios premios literarios y fue reconocida por la crítica nacional e internacional.

Su vida estuvo marcada por los viajes, el amor, la literatura y el drama. Desde niña se interesó por la lectura, especialmente por los cuentos de los Hermanos Grimm y Hans Christian Andersen. Su padre murió cuando ella tenía nueve años y su madre se trasladó con sus hijas a París, donde María Luisa estudió en la Universidad de la Sorbona y se licenció en literatura francesa.

En 1931 regresó a Chile y al poco tiempo fue invitada por Pablo Neruda a viajar a Argentina, donde conoció a importantes escritores como Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo y Manuel Mujica Láinez. Allí publicó sus primeras obras: La última niebla (1934) y La amortajada (1941), consideradas como las precursoras del realismo mágico en Hispanoamérica. En estas novelas cortas, María Luisa Bombal retrató la soledad y el deseo de las mujeres en un mundo dominado por los hombres, usando técnicas narrativas innovadoras que profundizaban en el mundo interior de sus protagonistas.

En 1940 volvió a Chile y vivió un episodio trágico: intentó matar a su exmarido Jorge Larco, con quien había tenido un matrimonio breve y tormentoso. Fue absuelta por razones de salud mental y se exilió en Estados Unidos, donde se casó con el francoamericano Rafael de Saint Phalle. Allí trabajó como guionista, traductora, dobladora y publicista. También escribió cuentos, crónicas poéticas y una novela: La historia de María Griselda (1946), que fue censurada por su contenido erótico.

En 1962 regresó definitivamente a Chile y se dedicó a la docencia, la crítica literaria y la edición. Publicó una nueva versión de La última niebla (1964) y una antología de sus cuentos: Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977). También colaboró con revistas como Ercilla, Zig-Zag y El Mercurio. Recibió el Premio Ricardo Latcham (1974), el Premio Academia Chilena de la Lengua (1976) y el Premio Joaquín Edwards Bello (1978). Su obra ha sido traducida a varios idiomas y adaptada al cine, al teatro y a la televisión.

María Luisa Bombal es una de las escritoras más importantes e influyentes de la literatura chilena y latinoamericana. Su obra se caracteriza por su originalidad, su sensibilidad, su lirismo y su capacidad para crear atmósferas mágicas y sugerentes. Su legado es un referente para las generaciones posteriores de escritores que han seguido explorando las dimensiones ocultas de la realidad y de la condición humana.