Ondina

De John William Waterhouse - not stated, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1170907

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Capítulo primero

De cómo llegó el caballero a la cabaña del pescador

Es posible que hayan transcurrido ya muchos siglos desde que un anciano y bondadoso pescador se sentaba en una hermosa tarde ante la puerta de su casa y remendaba sus redes. Vivía en una comarca muy agradable. La tierra cubierta de hierba sobre la que estaba construida su cabaña se extendía a lo lejos, penetrando en un gran lago, y parecía como si esa lengua de tierra se hubiese adentrado por amor en las aguas de un azul cristalino, y como si esas mismas aguas hubiesen acogido con los brazos enamorados la bonita vega, sus altas hierbas abatidas por el viento y sus flores, así como las refrescantes sombras de los árboles. Tanto la tierra como el agua se visitaban como huéspedes y por eso producían un efecto tan encantador. No obstante, en ese lugar tan bello se podía encontrar a muy pocos seres humanos, por no decir a ninguno, con excepción del pescador y su familia. Pues detrás de la lengua de tierra comenzaba un espeso bosque que la mayoría de la gente rehuía, ya fuera por su oscuridad y sus caminos intransitables, por las extrañas criaturas que, según se decía, allí habitaban, o por las apariciones que se veían, y que no alentaban a nadie a aventurarse en su interior sin necesidad. El viejo y piadoso pescador, sin embargo, lo atravesaba muchas veces sin ser importunado para llevar el exquisito pescado que capturaba a una gran ciudad, que no estaba situada muy lejos, al otro lado del gran bosque. Le solía resultar tan fácil atravesar el bosque porque no albergaba otros pensamientos que no fueran piadosos y porque, cada vez que ponía el pie en aquellas sombras con tan mala fama, estaba acostumbrado a cantar a pleno pulmón una canción religiosa con toda la sinceridad de su corazón.

Pero como esa noche estaba sentado con sus redes sin recelo alguno, se llevó un gran susto cuando oyó un rumor procedente de la oscuridad del bosque, como de un hombre a caballo que se aproximaba a donde él estaba. Lo que en alguna noche tormentosa había soñado de los secretos del bosque, se le vino entonces súbitamente a la mente, ante todo la imagen de un hombre enorme y blanco como la nieve que no dejaba de asentir con la cabeza de una manera muy extraña. Más aún, cuando elevó la mirada hacia el bosque, realmente le pareció que de la tupida floresta salía ese mismo hombre asintiendo con la cabeza. Pero pronto descartó esa idea, pensando que a él en el bosque nunca le había ocurrido nada extraño y que donde él se encontraba, en pleno claro, el espíritu maléfico apenas tendría poder. Al mismo tiempo pronunció con fuerza una oración bíblica que le salió del corazón, gracias a lo cual volvió a recuperar el ánimo y comprobó sonriendo cómo se había equivocado. El hombre blanco y que inclinaba la cabeza se encontraba de repente en un arroyuelo que conocía muy bien y que salía espumeando del bosque para derramarse en el lago. Pero el que había causado el ruido era un caballero elegantemente ataviado, que venía atravesando las sombras de los árboles hacia la cabaña llevando a su caballo de las riendas. Una capa de color rojo colgaba de su jubón violeta bordado en oro; del sombrero dorado ondeaban plumas rojas y violetas y en el dorado cinto brillaba una espada excepcionalmente bella y ricamente guarnecida. El caballo blanco que llevaba poseía un tipo más esbelto del que se solía ver en corceles de batalla, y pisaba con tal ligereza la hierba que esa alfombra verde no parecía recibir de sus cascos ni la más mínima lesión. El anciano pescador aún no las tenía todas consigo, aunque creía que de un aspecto tan noble no podía proceder ningún mal, por lo que se quitó el sombrero con cortesía ante el caballero ya próximo y permaneció tranquilo junto a sus redes. El caballero entonces se detuvo y preguntó si podían encontrar alojamiento y alimento, él y su caballo, por esa noche en su casa.

—En cuanto a vuestro caballo, señor —le respondió el pescador—, no puedo ofrecerle un establo mejor que esta pradera umbrosa, y ninguna otra comida mejor que la hierba que en ella crece. A vos estaré encantado de serviros una cena y alojamiento nocturno en la medida de mis posibilidades.

El caballero se quedó muy satisfecho y se bajó del caballo al que descincharon entre los dos, y él lo llevó a la florida pradera, diciéndole a su hospedero:

—Aunque os hubierais mostrado menos hospitalario y amigable, mi estimado pescador, por hoy no os habríais podido librar de mí, pues, como veo, ante mí se extiende un gran lago y Dios me libre de regresar en el crepúsculo a ese misterioso bosque.

—No hablemos más del asunto —dijo el pescador, y condujo a su huésped a la cabaña.

En el interior se sentaba, en una gran butaca, la anciana esposa del pescador, junto al hogar, desde el cual unas pequeñas llamas iluminaban la estancia limpia y en penumbra; cuando entró el noble huésped se levantó saludando amigablemente, y se volvió a sentar en su puesto de honor, sin ofrecérselo al visitante, por lo cual el pescador dijo sonriendo:

—No se lo toméis a mal, joven señor, que no os ceda el asiento más cómodo de la casa; es costumbre entre gente pobre que pertenezca a los mayores.

—¡Eh, marido! —dijo la mujer con una sonrisa placentera—, pero ¿qué te crees? Nuestro huésped será un cristiano, y cómo se le puede ocurrir a la sangre joven privar a los ancianos de su asiento. Sentaos, mi joven señor —continuó, volviéndose hacia el caballero—, allí encontraréis una buena butaca, tan sólo que no debéis balancearos con mucha fuerza, pues una de sus patas no está muy firme.

El caballero cogió la butaca con cuidado, se sentó en ella y le pareció como si estuviera familiarizado con ese pequeño hogar y hubiese regresado a él después de un largo viaje.

Aquellas tres buenas personas comenzaron a conversar amistosa y confiadamente. Del bosque, sin embargo, por el que el caballero preguntó varias veces, el anciano no quiso saber nada; opinó que cuando anochecía era el momento menos adecuado para hablar de él; sin embargo, mucho más contó el matrimonio de sus actividades y de su vida allí y también escucharon encantados cuando el caballero les habló de sus viajes, que poseía un castillo a orillas del Danubio, y que se llamaba Huldbrand von Ringstetten. En medio de la conversación el visitante oyó varias veces un chapoteo tras la pequeña y baja ventana, como si alguien la salpicara con agua. El anciano frunció el entrecejo insatisfecho cada vez que se producía ese ruido, pero cuando finalmente un fuerte chorro dio en el cristal y, debido a su marco desencajado, penetró algo de agua en la habitación, se levantó de mala gana y gritó con un tono amenazador hacia la ventana:

—¡Ondina! ¿Quieres dejar de hacer niñerías? Hoy tenemos a un huésped en nuestra casa.

En el exterior reinaba el silencio, tan sólo se oyó una risita, y el pescador dijo, volviéndose hacia su invitado:

—Disculpad, mi venerable huésped, no os toméis a mal sus impertinencias, no tiene mala intención. No es más que nuestra hija adoptiva, Ondina, que no quiere crecer, aunque ya tiene sus dieciocho años. Pero, como os he dicho, es buena de corazón.

—¡Eso lo dirás tú! —le replicó la anciana sacudiendo la cabeza—. Cuando regresas a casa de la pesca es posible que sus travesuras te hagan gracia. Pero tenerla en casa durante todo el día, y no poder oír ni una palabra sensata, y en vez de encontrar ayuda en la casa a mi edad tan avanzada, tener que estar continuamente pendiente de que sus tonterías no acaben con nosotros, eso es otra cosa muy diferente y puede terminar con la paciencia más santa.

—Bueno, bueno —sonrió el señor de la casa—, tú te las tienes que ver con Ondina y yo con el lago. Él me destruye muchas veces mis diques y mis redes, pero pese a todo lo quiero, y tú también a la niña pese a los problemas que da. ¿A que digo la verdad?

—Uno no puede enfadarse en serio con ella —dijo la anciana, y sonrió con aprobación.

La puerta se abrió entonces de par en par y entró sonriendo una bellísima rubita, que dijo:

—Os habéis burlado de mí, padre, ¿dónde está vuestro huésped?

Pero en ese mismo instante se percató de la presencia del caballero y se quedó de pie asombrada ante el bello joven. Huldbrand se recreó en su figura y quiso retener sus encantadores rasgos, pues pensaba que sólo su sorpresa le iba a brindar esta oportunidad y que poco después ya evitaría con timidez su mirada. Pero ocurrió algo muy distinto. Pues después de haberle contemplado un rato, se aproximó a él con confianza, se arrodilló ante él y le dijo, jugando con una moneda de oro que llevaba él colgada de una lujosa cadena:

—Qué, bello y amigable huésped, ¿cómo es que has venido a dar con nuestra pobre cabaña? ¿Has tenido que vagar años por todo el mundo hasta encontrarnos? ¿Vienes del sombrío bosque, bello amigo?

La anciana la reprendió antes de que él pudiera contestar. Advirtió a la muchacha que se levantara con buenas maneras y que se dedicara a sus labores. Ondina, sin embargo, no respondió y acercó un pequeño escabel al sillón de Huldbrand, se sentó en él con su labor y dijo tranquilamente:

—Trabajaré aquí.

El anciano hizo lo que los padres suelen hacer con los críos maleducados. Hizo como si no hubiese notado nada del mal comportamiento de Ondina y quiso hablar de otra cosa. Pero la joven no le dejó. Dijo:

—He preguntado a nuestro huésped de dónde viene y todavía no me ha contestado.

—Vengo del bosque, preciosa niña —respondió Huldbrand. Y ella siguió diciendo:

—Entonces me tienes que contar cómo has llegado hasta el bosque, pues los hombres lo evitan, y qué extrañas aventuras has tenido en él, porque en esos sitios no pueden faltar.

Huldbrand sintió un ligero escalofrío al recordarlo y miró sin querer hacia la ventana, como si una de las extrañas figuras con las que se había encontrado en el bosque le estuviera mirando desde allí y sonriera sarcástica; pero no vio más que la oscura y profunda noche que ya se reflejaba en los cristales. Volvió entonces en sí y quiso comenzar la historia, cuando la anciana le interrumpió con estas palabras:

—No sigáis, señor caballero, para esas cosas no es el momento apropiado.

Ondina, enfadada, se levantó de un salto de su asiento, se llevó las manos a las caderas y gritó poniéndose frente al pescador:

—¿No lo va a seguir contando, padre?, ¿no va a seguir? ¡Pero yo sí que quiero que siga, quiero que siga!

Y al decir esto dio un fuerte pisotón en el suelo, pero con una actitud tan graciosa que Huldbrand, como antes, no pudo apartar la mirada de ella. Pero en el anciano estalló su indignación hasta ese momento contenida. Reprochó con fuerza la desobediencia de Ondina y su comportamiento maleducado frente al huésped, y la buena y anciana mujer le secundó. Ondina dijo entonces:

—¡Si queréis reñirme y no hacer lo que quiero, dormid entonces solos en vuestra vieja y humosa cabaña!

Y salió disparada por la puerta perdiéndose en la oscuridad de la noche.

Capítulo segundo

De cómo había llegado Ondina a la casa del pescador

Huldbrand y el pescador saltaron de sus asientos y quisieron seguir a la enfurecida joven. Pero antes de que pudieran llegar a la puerta trasera, Ondina ya hacía tiempo que había desaparecido en la nubosa oscuridad. Y ni siquiera el rumor de sus pies ligeros traicionaba en qué dirección la habían llevado sus pasos. Huldbrand miró con semblante interrogativo a su hospedero; casi creyó que esa encantadora aparición, que con tal rapidez se había vuelto a sumergir en la noche, era una continuación de las extrañas apariciones que antes, en el bosque, habían jugado con él, pero el anciano murmuró entre sus barbas:

—No es la primera vez que lo hace. Ahora el corazón se nos llena de angustia y no pegaremos ojo en toda la noche; quién sabe si no le puede pasar algo malo mientras está allí sola, en la noche, hasta que amanezca.

—¡Entonces, por Dios santo, padre, vayamos tras ella! —exclamó Huldbrand angustiado.

El anciano replicó:

—¿Para qué? Sería una faena hacer que siguierais a esa tonta muchacha solo y en la oscuridad, pues mis viejas piernas no podrían alcanzar a ese cervatillo, ni siquiera sabiendo hacia dónde ha corrido.

—Al menos tendríamos que llamarla y rogarle que regrese —dijo Huldbrand, y comenzó a gritar su nombre de la manera más patética—: ¡Ondina, ay, Ondina, regresa!

El anciano sacudió la cabeza diciendo que ese griterío no conseguiría nada, que el caballero no sabía lo terca que era esa joven. Pero él no podía dejar de llamarla en la tenebrosa noche:

—¡Ondina! ¡Ay, querida Ondina! ¡Te lo ruego, regresa tan sólo por esta vez!

Pero ocurrió como había pronosticado el pescador. Ondina ni se hizo oír ni se dejó ver, y como el anciano no quería que Huldbrand siguiera a la fugitiva, al final volvieron a entrar los dos en la cabaña. En el interior encontraron que el fuego casi se había apagado del todo y que la señora de la casa, que no se había tomado muy a pecho, ni mucho menos, como su marido, la huida de Ondina y el peligro que podía correr, ya se había ido a la cama. El anciano avivó los rescoldos, puso sobre ellos leña seca y, mientras las llamas volvían a arder, cogió una jarra de vino y la puso entre él y su huésped.

—También vos sentís miedo por esa tonta muchacha, señor caballero —dijo—, es mejor que pasemos parte de la noche bebiendo y charlando que dando vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, ¿verdad?

Huldbrand asintió satisfecho, y el pescador insistió en que se sentara en el asiento de honor vacante que había dejado su mujer tras irse a la cama. Los dos bebieron y conversaron como corresponde a dos hombres honrados y confiados. No obstante, cada vez que algo se movía lo más mínimo en la ventana, o a veces incluso cuando nada se había movido, uno de los dos levantaba la mirada y decía:

—Viene.

Pasaban entonces unos segundos en silencio y, como no ocurría nada, continuaban su conversación suspirando y sacudiendo la cabeza.

Pero como no podían pensar en otra cosa que no fuera en Ondina, al caballero se le ocurrió que lo mejor sería que el anciano le contara la historia de cómo ella había llegado hasta el pescador. Y éste comenzó así:

—Han transcurrido quince años desde que una vez atravesaba el bosque con mi mercancía para dirigirme a la ciudad. Mi mujer se había quedado en casa, como solía hacer; pero por entonces se debió a una causa muy agradable, pues Dios nos había regalado a una edad bastante avanzada una hermosa criatura. Era una niña y habíamos comenzado a hablar de si no sería mejor para la recién llegada que abandonásemos nuestra bella lengua de tierra para en el futuro poder criar a ese don del cielo en un lugar más habitable. Con la gente pobre no es como os podéis imaginar, señor caballero; pero, ¡por Dios santo!, se ha de hacer lo que se pueda. Pues bien, por el camino no dejaba de pensar en ese asunto. Le había tomado tal cariño a este sitio, y se me oprimía tanto el alma cuando caminaba entre el ruido y el tumulto de la ciudad, que no tuve más remedio que pensar: ¡y aquí es donde vas a residir, o en otra no menos ruidosa! Pero con ello no había protestado contra Dios, más bien le había agradecido en silencio la llegada de nuestra recién nacida. Tendría que mentir si dijera que en el camino de ida y en el de vuelta por el bosque me había ocurrido algo más extraño que lo de costumbre, además yo nunca había visto en él nada siniestro. El Señor siempre estaba conmigo en las sombras caprichosas.

Se quitó la gorra de la cabeza calva y se quedó un rato sumido en el silencio, como si rezara. Volvió a ponerse la gorra y siguió hablando:

—Hacia esta parte del bosque, ¡ay!, vino la miseria a mi encuentro. Mi esposa corría hacia mí con los ojos bañados en lágrimas, como si fueran dos arroyos; se había puesto un vestido de luto. «¡Oh, Dios mío!», gemí, «¿dónde está nuestra niña?, dímelo». «¡Con el que tú invocas, marido!», me respondió, y fuimos juntos en silencio hasta la cabaña. Estuve buscando el pequeño cadáver y fue entonces cuando mi mujer me contó lo ocurrido. Se había sentado junto al lago con la niña y, mientras jugaba despreocupada con ella, se inclinó la pequeña hacia el agua como si hubiera visto algo precioso; mi mujer vio cómo el angelito se reía y cómo quería coger algo con las manitas, pero en un instante se desprendió de sus brazos con un brusco movimiento y cayó en el húmedo espejo. Busqué mucho tiempo su cuerpo pero no lo encontré, ni siquiera pude encontrar una huella de ella.

»Esa misma noche nosotros, los padres, estábamos sentados entristecidos en la cabaña, ninguno de los dos tenía ganas de hablar, si hubiéramos podido con los ojos llenos de lágrimas, y mirábamos el fuego cuando de repente se oyó un ruido en la puerta; se abrió de par en par y apareció en el umbral una hermosa niña de unos tres o cuatro años de edad, muy aseada, que nos sonrió. Nos quedamos mudos de asombro y al principio no supe si era un ser humano de verdad o un espejismo. Vi entonces cómo le caía el agua del cabello dorado y de sus ricas ropas y me di cuenta de que la niña había estado en el agua y que necesitaba ayuda. «Mujer», dije, «nadie ha podido salvar a nuestra hija; pero hagamos al menos por otros lo que habrían hecho ellos por nosotros si hubiesen podido». Le quitamos la ropa, la llevamos a la cama y le dimos de beber algo caliente, durante lo cual ella no dijo nada, limitándose a mirarnos fijamente, sonriendo, con sus preciosos ojos azules.

»A la mañana siguiente comprobamos que no había sufrido ningún otro daño, así que le pregunté por sus padres y cómo había llegado hasta aquí. Pero entonces nos contó una historia confusa y extraña. Creo que debe proceder de algún lugar muy lejano, pues en estos quince años no he podido averiguar nada de su origen; nos contó y nos sigue contando de vez en cuando cosas tan peregrinas que no sabemos si a fin de cuentas no se podría haber caído de la luna. Nos suele hablar de palacios dorados, de tejados de cristal y de Dios sabe qué más cosas. Lo que cuenta con más claridad es que cuando fue a pasear al lago con su madre, se cayó de la barca al agua, recuperando el conocimiento aquí, entre los árboles, donde se sintió a gusto en la amena orilla.

»La preocupación y la duda se apoderaron de nuestros corazones. Decidimos enseguida que queríamos acoger y criar a la niña en el lugar de nuestra hija ahogada; pero quién podía saber si la niña estaba bautizada o no. Ella misma no sabía nada. Que era una criatura nacida para la alabanza y la alegría de Dios, eso lo sabía muy bien, nos respondió, y que estaba dispuesta a hacer todo lo posible en alabanza y para alegría de Dios. Mi esposa y yo pensamos que si no estaba bautizada, no había tiempo que perder; y que silo estaba, mediando buenas intenciones, era mejor pecar de más que de menos. En consecuencia pensamos en un nombre para la niña, a la que aún no sabíamos llamar con propiedad. Al final pensamos que Dorotea era el nombre más apropiado, pues había oído alguna vez que significaba regalo de Dios, y Dios había sido el que nos la había enviado como un don y como consuelo en nuestro dolor. Pero ella, en cambio, no quiso ni oír hablar de ese nombre. Ondina era como la habían llamado sus padres, y Ondina era como quería seguir llamándose. A mí, sin embargo, me sonaba como un nombre pagano, que no aparecía en ningún santoral, y pedí consejo a un sacerdote de la ciudad. Él tampoco quiso ni oír hablar del nombre de Ondina, y vino conmigo, cediendo a mis ruegos, a través del tenebroso bosque hasta mi cabaña para bautizarla. La pequeña estaba tan guapa y arreglada que el sacerdote le cogió cariño, y ella supo halagarle con tal habilidad y porfiar con tal picardía que al final el sacerdote no podía recordar ninguna de las objeciones que tenía contra el nombre de Ondina. Así pues, se la bautizó con el nombre de Ondina, y durante todo el sacramento se comportó excepcionalmente bien, por más que siempre estuviera inquieta y revoltosa. Pues en esto mi mujer tiene razón: las cosas que hemos tenido que aguantarle, si yo os contara…

El caballero interrumpió al pescador para llamarle la atención sobre un ruido como de agua corriendo, que él ya había oído antes, mientras el anciano contaba su historia, y que ahora aumentaba prodigiosamente ante la ventana de la cabaña. Ambos se levantaron de un salto y se dirigieron a la puerta. Vieron desde allí, a la luz de la luna, el arroyo que salía del bosque desbordado y arrastrando a su paso piedras y troncos de árbol. Estalló una tormenta, como si la hubiera despertado el ruido, desde las nubes nocturnas, que surcaban la faz de la luna como flechas; el lago aullaba golpeado por las alas del viento; los árboles de la lengua de tierra gemían desde las raíces hasta las copas y se inclinaban vertiginosos sobre las aguas embravecidas.

—¡Ondina, por el amor de Dios, Ondina! —gritaron los dos hombres angustiados.

No recibieron ninguna respuesta y, sin otra consideración, salieron corriendo de la cabaña buscando y gritando allá por donde iban.

Capítulo tercero

De cómo volvieron a encontrar a Ondina

Cuanto más buscaba entre las sombras nocturnas sin encontrarla, tanto más se angustiaba Huldbrand y se confundían sus sentidos. De él se apoderó el pensamiento de que Ondina no había sido más que una aparición del bosque, más aún, bajo el aullido de las olas, la tormenta, el crujido de los árboles, la manera en que se había desfigurado el ameno paisaje, habría tomado toda la lengua de tierra con sus habitantes por un espejismo burlón, pero en la lejanía seguía oyendo los gritos angustiados del pescador que no dejaba de llamar a Ondina, así como las oraciones y los cánticos de la anciana a través del estrépito de la tempestad. Llegó por fin a la orilla del arroyo desbordado y vio a la luz de la luna cómo este había lanzado su indomable curso ante el siniestro bosque y ahora amenazaba con convertir la lengua de tierra en una isla. ¡Oh, Dios mío!, pensó para sí mismo, si Ondina había osado introducirse algunos pasos en el espantoso bosque, tal vez por terquedad, al no querer contarle más… y ahora la corriente los habría separado, y ella estaría llorando sola allá entre los espectros…

Un grito de espanto le sobresaltó, subió por unas rocas y troncos caídos para entrar en el desbocado arroyo y, nadando o manteniéndose a flote como pudo, continuó allí la búsqueda. Se le vinieron a la mente todas las cosas terroríficas y extrañas que había visto durante el día entre las ahora aullantes y crujientes ramas. Le pareció como si un hombre alto y blanco, que le resultaba familiar, estuviera de pie riendo y asintiendo con la cabeza en la orilla opuesta; pero esas terribles imágenes sólo lograban que redoblara sus esfuerzos por avanzar, pues pensaba que Ondina se encontraba muerta de miedo entre ellas, y sola.

Consiguió mantenerse a duras penas en la turbulenta corriente, agarrándose a la fuerte rama de un pino, y descendió aún más con valor, pero entonces a su lado resonó una voz alegre que le dijo:

—¡No te confíes, no te confíes! ¡Es traicionero, el viejo torrente!

Conocía esa voz encantadora; permaneció como fascinado entre las sombras que acababan de cubrir la luna y sintió vértigo ante el tumulto de olas que golpeaban sus muslos a gran velocidad. Pese a ello no quería cejar.

—¡Si no eres real, si jugueteas a mi alrededor como la neblina, entonces tampoco quiero vivir, quiero convertirme en sombra, como tú, mi querida Ondina!

Esto lo gritó con todas sus fuerzas y penetró aún más en el arroyo.

—¡Mira a tu alrededor, ay, mira a tu alrededor, bello y turbado joven! —volvió a oír junto a él, y mirando hacia un lado vio, una vez más bajo el resplandor de la luna y bajo las ramas de los árboles, casi cubiertos por las aguas, en una pequeña isla formada por la inundación, a una Ondina sonriente y encantadora tumbada entre arbustos floridos.

¡Oh, con cuánta mayor alegría se aferró el joven a la rama! Con unos pocos pasos logró atravesar la corriente, que se precipitaba entre él y la joven, y se detuvo ante ella, en una pequeña superficie de hierba, acompañado por el rumor y protegido por los antiquísimos árboles. Ondina se había incorporado algo y rodeó su cuello con los brazos para bajarle y que se sentara en el mullido suelo a su lado.

—Aquí me lo puedes contar, joven amigo —le dijo con un susurro—, aquí no nos oyen esos huraños ancianos. Y este techo de hojas puede sernos de la misma utilidad que su pobre cabaña.

—¡Es el cielo! —dijo Huldbrand, y abrazó a tan lisonjera belleza, besándola con ardor.

Entretanto el anciano pescador había llegado a la orilla del torrente y gritó a los dos jóvenes desde la otra orilla:

—¡Eh, señor caballero, os he acogido como suele hacerlo un hombre hospitalario, y ahora os besáis con mi hija adoptiva en secreto y encima me dejáis que vague angustiado a través de la noche!

—La acabo de encontrar —le respondió el caballero.

—Tanto mejor —dijo el pescador—, pero ahora traédmela sin demora a tierra firme.

Pero Ondina no quería ni oír hablar de ello. Dijo que antes que volver a la cabaña, donde no podía hacer su voluntad y de donde el bello caballero partiría más tarde o más temprano, prefería internarse con el desconocido en el tenebroso bosque. Con indecible gracia cantó, sin dejar de abrazar a Huldbrand:

Del vaporoso valle la ola,
corre y busca su fortuna;
se detuvo al llegar al mar,
y ya no pudo regresar.

El viejo pescador lloró amargamente mientras ella cantaba, pero eso no pareció conmoverla mucho. Besó y acarició a su galán, que finalmente le dijo:

—Ondina, si la pena de ese anciano no conmueve tu corazón, a mí sí que me conmueve. Regresemos con él.

Asombrada le miró con sus ojos azules muy abiertos y le dijo lentamente y con voz dubitativa:

—Si así lo quieres, bueno; me parece bien todo lo que tú quieras. Pero el anciano ha de prometerme que te dejará contar sin réplica alguna lo que has visto en el bosque y… bueno, lo demás ya se verá.

—¡Ven entonces, ven! —le gritó el pescador, sin poder decir nada más. Al mismo tiempo extendió sus brazos sobre la corriente y asintió con la cabeza para prometerle el cumplimiento de su deseo, por lo cual su blanco cabello le cayó de forma extraña sobre el rostro, y Huldbrand no pudo sino pensar en el hombre blanco del bosque. Pero sin dejarse turbar por nada, el joven caballero cogió en brazos a la hermosa doncella y la llevó sobre el pequeño espacio por el que la corriente bramaba entre la pequeña isla y la orilla en tierra firme. El anciano rodeó con sus brazos el cuello de Ondina y la halagó de todo corazón. No le hizo ningún reproche, al contrario, sobre todo porque Ondina, olvidando su terquedad, casi abrumó a sus padres adoptivos con palabras amistosas y caricias.

Cuando por fin todos se tranquilizaron tras la alegría del reencuentro, la aurora ya brillaba sobre el lago, la tormenta se había calmado y los pajarillos cantaban alegremente en las mojadas ramas. Como Ondina insistiera entonces en que el caballero contara la historia prometida, los dos ancianos cedieron sonrientes y de buena gana a su deseo. Se sirvió un desayuno bajo los arboles que estaban tras la cabaña, frente al lago, y se sentaron alegres; Ondina, porque no lo quería de otra manera, en la hierba, a los pies del caballero. A continuación, Huldbrand comenzó a hablar.

Capítulo cuarto

De lo que vio el caballero en el bosque

—Hará unos ocho días que entré cabalgando en la libre ciudad imperial situada al otro lado del bosque. Poco después se celebró allí un bonito torneo y juegos de cañas, y yo no dejé reposar ni a mi caballo ni a mi lanza. Cuando me detuve una vez para descansar del alegre esfuerzo en la liza, y le entregué mi yelmo a uno de mis escuderos, me llamó la atención una hermosa mujer que estaba con el más espléndido atuendo en uno de los palcos. Pregunté a mi vecino y me enteré de que esa encantadora doncella se llamaba Bertalda y que era la hija adoptiva de uno de los poderosos duques que vivían en esa comarca. Noté que ella también me miraba, y como suele ocurrir con nosotros, los jóvenes caballeros, después de haber combatido con bravura, pasé a otra cosa muy distinta. Por la noche fui el compañero de Bertalda en el baile, y lo mismo ocurrió todos los días que duró la fiesta.

Un dolor considerable en su mano izquierda, que colgaba, interrumpió aquí el relato de Huldbrand, y atrajo su mirada hacia el lugar dolorido. Ondina le había mordido con fuerza el dedo con sus dientes de perla y miró al hacerlo sombría y enojada. Pero de repente le miró a los ojos con semblante melancólico y amistoso y le susurró en voz muy baja:

—Lo mismo habéis hecho conmigo.

Ocultó entonces su rostro, y el caballero, extrañamente turbado y pensativo, continuó su historia:

—Es una doncella arrogante y extraña, esta Bertalda. Al segundo día ya no me gustó tanto como el primero y al tercero aún menos. Pero permanecí a su lado, pues era más amistosa conmigo que con otros caballeros, y así ocurrió que una vez le pedí en broma uno de sus guantes. «Os lo daré si me traéis noticia, y vos solo», dijo ella, «de qué es lo que ocurre en ese mal afamado bosque». La verdad es que tampoco tenía tanto interés en su guante, pero lo prometido es deuda, y un caballero honorable no se deja decir dos veces las cosas.

—Pienso que le caíais bien —le interrumpió Ondina.

—Eso parece —contestó Huldbrand.

—Pero —exclamó la joven sonriendo— debe ser bastante tonta. ¿Apartar de sí a quien se tiene cariño? Y enviarle a un bosque de tan mala fama. El bosque y su secreto podían esperar.

—Así que ayer por la mañana me puse en camino —continuó el caballero, sonriendo amigablemente a Ondina—. Los troncos de los árboles brillaban tan rojos y delgados con la luz matinal que la claridad se extendía a las hierbas; las hojas susurraban tan alegres entre ellas que no pude sino reírme de la gente que suponía algo siniestro en ese lugar tan apacible. «¡Pronto habré atravesado el bosque, de ida y de vuelta!», me dije con satisfecha alegría; y antes de haberme dado cuenta, había penetrado tanto en la verde espesura que ya no percibía la llanura que se extendía a mis espaldas. Se me ocurrió entonces de repente que podría perderme fácilmente en un bosque tan grande, y que ese tal vez sería el único peligro que amenazaba allí al viajero. Me detuve, por tanto, y busqué la posición del sol, que entretanto se había elevado algo. Al levantar así mi mirada, vi una cosa negra en las ramas de un gran roble. Pensé que era un oso y me llevé la mano a la espada; pero entonces me dijo con voz humana, aunque con voz ronca y fea, desde arriba: «Si yo no estuviera aquí arriba royendo la rama, ¿en qué se te podría asar hoy a media noche, señor indiscreto?» Y sonrió con malicia, agitó las ramas hasta que mi caballo se asustó y salió corriendo, de modo que no tuve tiempo de ver qué bestia demoníaca era esa.

—No es necesario que lo nombréis —dijo el anciano pescador y se santiguó; su mujer hizo lo mismo en silencio; Ondina miraba a su galán con los ojos brillantes, y le dijo:

—Lo mejor de la historia es que realmente no te han asado. Sigue, bello joven.

El caballero siguió con su relato:

—Con mi caballo asustado estuve a punto de chocar con troncos y ramas; temblaba de miedo y de agitación y no quería dejarse dominar. Al final terminó dirigiéndose a un barranco pedregoso; entonces me pareció como si un hombre alto y blanco se pusiera ante el enloquecido rocín; este se detuvo presa de pánico; volví a ponerlo bajo mi control y comprobé entonces que mi salvador no era ningún hombre blanco, sino un arroyo plateado que se precipitaba a mi lado desde una colina, atravesándose con fuerza ante el paso de mi caballo e impidiéndole la marcha.

—¡Gracias, querido arroyo! —exclamó Ondina, dando una palmada.

El anciano, sin embargo, miró ante sí sacudiendo la cabeza y como ensimismado.

—Apenas acababa de sentarme bien sobre la silla, y de coger las riendas con firmeza —continuó Huldbrand—, cuando encontré a un extraño hombrecillo a mi lado, enano y feo sobremanera, de un color amarillo grisáceo, y con una nariz que no era mucho más pequeña que el hombrecillo entero. De su enorme hocico me soltó con una sonrisa sardónica una estúpida cortesía e hizo miles de pataletas y reverencias ante mí. Como esas bufonadas me disgustaban mucho, se lo agradecí brevemente y di la vuelta a mi caballo aún tembloroso, pensando en buscar otra aventura o, en el caso de no encontrarla, buscar el camino de regreso, pues el sol, durante mi enloquecida cabalgada, ya había sobrepasado su punto álgido y se disponía a declinar. Pero el enano dio un salto con la rapidez de un rayo y de nuevo se puso ante mi caballo. «¡Échate a un lado!», le dije con enojo, «el animal está asustado y te puede pisotear sin querer». «¡Eh!», gangueó el tipejo, y se rió de una manera espantosamente estúpida, «dame antes una propina, yo he logrado parar a vuestro caballo. Sin mí, vos y el caballo estaríais en el fondo del barranco, allí abajo, ¡ju!» «No vuelvas a hacer más muecas», le dije, «y toma tu dinero, aunque estás mintiendo; pues mira, el que me ha salvado es el arroyo de allí, y no tú, pobre diablo». Al mismo tiempo dejé caer una moneda de oro en su extraña gorra, que él había puesto ante mí para mendigar. Seguí cabalgando; pero él gritó tras de mí y de repente, con inexplicable velocidad, volvió a estar a mi lado. Puse a mi caballo al galope; él corrió a mi lado, tan enojado se había puesto, haciendo con su cuerpo torsiones entre extravagantes, ridículas, y espantosas, sin dejar de mantener la moneda de oro en alto, y con cada salto que daba, gritaba: «¡Dinero falso!, ¡moneda falsa!», y eso lo graznaba tan a todo pulmón que uno creía que con cada grito iba a caer muerto en el suelo. Su fea y roja lengua también le colgaba del gaznate. Me detuve confuso y le pregunté: «¿A qué viene todo este escándalo?, toma una moneda de oro, toma dos, pero déjame en paz». Entonces comenzó otra vez con sus espantosos y corteses saludos, y graznó: «¡Oro no, oro no puede ser, mi señoritol; ya estoy harto de bromas y os lo voy a mostrar».

»De repente tuve la sensación de que podía ver a través de la tierra, como si esta fuera de un cristal verdoso, y la superficie fuese redonda y en el interior hubiera una gran cantidad de enanos jugando con plata y con oro. Rodaban cabeza abajo y cabeza arriba y se tiraban en broma nobles metales y se soplaban polvo de oro en la cara por pura guasa. Mi feo compañero estaba a medias dentro a medias fuera, dejaba que los demás le dieran mucho oro y me lo mostraba sonriendo para volver a tirarlo una vez más al insondable abismo. Mostró luego la moneda de oro que les había dado a los gnomos de abajo y parecía que iban a morirse de risa; mientras, no dejaban de abuchearme. Por último extendieron hacia mí sus dedos delgados y sucios por el metal y la muchedumbre se tornó más y más salvaje, se apretó más y más y quería subir enloquecida hasta donde yo estaba; en ese momento se apoderó de mí un espanto igual al que se apoderó antes de mi caballo. Le di con las dos espuelas y no sé cuánto tiempo estuve cabalgando por el bosque.

»Cuando por fin me detuve ya había anochecido. A través de las ramas vi brillar un blanco sendero, del que creía que debía llevar desde el bosque a la ciudad. Quería abrirme paso hasta él, pero un semblante muy blanco y confuso, con rasgos en continuo cambio, me miró desde unos arbustos; intenté evitarle, pero allá donde fuera, allí se encontraba él también. Irritado, al final pensé en arrojarme contra él con mi caballo, pero entonces nos salpicó a mí y al caballo con una espuma blanca, de modo que los dos tuvimos que darnos la vuelta cegados. Así nos fue desviando poco a poco del sendero, dejándonos sólo una dirección franca. Mientras seguíamos esa dirección, venía muy cerca por detrás de nosotros, pero sin hacernos ningún daño. Las veces que me daba la vuelta para mirarle, noté que el semblante blanco y lleno de espuma se asentaba sobre un cuerpo enorme y de la misma blancura. A veces llegué a pensar también que era un surtidor andante, pero nunca pude llegar a tener certeza de ello. Fatigados, mi caballo y yo comenzamos a ceder ante el hombre blanco que nos apremiaba y que siempre nos asentía con la cabeza, como si dijera: «¡Muy bien, muy bien!» Y así llegamos al final del bosque, hasta aquí, donde encontré una pradera y el aire del lago y vuestra pequeña cabaña, y donde el hombre blanco y alto desapareció.

—Menos mal que se fue —dijo el anciano pescador, y entonces comenzó él a hablar de cómo el huésped podía regresar a la ciudad, con los suyos. Después Ondina comenzó a reírse entre dientes y para sí. Huldbrand lo notó y dijo:

—Pensé que te gustaba verme aquí; ¿de qué te alegras cuando se habla de mi regreso?

—Porque no te puedes ir —respondió Ondina—. Intenta pasar el arroyo desbordado, ya sea con una barca, a caballo o solo, como quieras. O mejor no lo intentes, pues las rocas te destrozarían al instante o los troncos que arrastra. Y en lo que concierne al lago, lo sé muy bien, el padre no puede llegar muy lejos con su barca.

Huldbrand se levantó sonriendo para mirar si era así como lo había dicho Ondina, el anciano le acompañó y la joven bromeaba junto a los dos hombres. Lo encontraron todo como ella lo había descrito, y el caballero tuvo que rendirse ante la evidencia. Se tenía que quedar allí hasta que se retiraran las aguas desbordadas. Cuando los tres caminaban de nuevo hacia la cabaña, el caballero dijo al oído de la joven:

—Y bien, Ondinita, ¿qué pasa? ¿Estás enojada porque he de quedarme?

—¡Ay! —respondió ella mohína—, dejadlo. Si no os hubiera mordido, quién sabe qué de cosas habrían salido en vuestra historia de esa Bertalda.

Capítulo quinto

De cómo el caballero vivió a orillas del lago

Mi querido lector, tal vez tú, tras muchas idas y venidas por el mundo, llegaste a un lugar en el que te sentiste a gusto; allí renació en tu interior el amor innato al propio hogar y la paz silenciosa; pensaste que la patria vuelve a florecer con todas las flores de la niñez y del amor más puro e íntimo de los queridos sepulcros, y que ahí se debía vivir bien y se podía construir una casa. Si te equivocaste y después tuviste que pagar caro ese error, no importa aquí, y tampoco querrás afligirte voluntariamente con el amargo sabor de boca que te ha quedado. Pero invoca de nuevo en tu interior aquel inexpresable y dulce presentimiento, aquel saludo angélico de la paz, y podrás saber cómo se sentía el caballero Huldbrand durante su estancia a la orilla del lago.

Vio a menudo con entrañable placer cómo el arroyo cada vez corría con más ímpetu y su lecho se iba ensanchando, prolongando la soledad de la isla durante más tiempo. Parte del día vagaba por los alrededores con una ballesta que había encontrado en un rincón de la cabaña y que él había mejorado, acechando a las aves que pasaban volando; a las que podía acertar, las entregaba en la cocina para asarlas. Cuando llevaba su botín, Ondina casi nunca perdía la oportunidad de reprenderle por robar la vida alegre de esos graciosos animalillos del cielo con tanta hostilidad, incluso lloraba a menudo amargamente al ver las aves muertas. Cuando otra vez llegaba a casa y no había logrado cazar nada, le criticaba con no menos seriedad y le decía que por su falta de habilidad y por su descuido tendrían que contentarse con cangrejos y pescado. Él siempre se alegraba de todo corazón con sus graciosos enojos, y tanto más porque ella después solía intentar subsanar su mal humor con las más afectuosas caricias. Los ancianos se habían acostumbrado a la confianza existente entre los dos jóvenes; les parecían como enamorados, o casi como un matrimonio que vivía con ellos en esa isla solitaria para acompañarlos en la vejez. Y fue esa misma soledad la que hizo que Huldbrand creyera firmemente que era el prometido de Ondina. Tenía la sensación de que el mundo había desaparecido más allá de las aguas que los rodeaban, o de que ya no se podría volver a la otra orilla para unirse con el resto de los mortales; y cuando a veces su caballo le relinchaba mientras pacía, como preguntando cuándo iban a comenzar las aventuras caballerescas, o cuando veía brillar su escudo de armas grabado en la silla de montar y tejido en la manta para caballerías, o cuando su bella espada se caía casualmente del clavo del que colgaba en la cabaña, saliéndose al caer de su vaina, tranquilizaba su ánimo dubitativo diciéndose que Ondina no era ninguna hija de pescador, que más bien, con toda probabilidad, procedía de una casa principesca y de lo más espléndida. Pero le desagradaba cuando la anciana regañaba a Ondina en su presencia. La joven caprichosa se reía las más de las veces, con toda franqueza, pero a él le parecía como si se mancillara su honor, aunque no por ello dejara de dar la razón a la anciana pescadora, pues Ondina se merecía siempre, como mínimo, el triple de reprimendas de las que recibía; de ahí que siguiera teniendo afecto al ama de la casa y que la vida siguiera su curso pacífico y agradable.

Pero al final se terminó produciendo un incidente. El pescador y el caballero se habían acostumbrado, durante la comida y también durante la cena, cuando el viento aullaba en el exterior, como solía ocurrir por las noches, a sentarse juntos para disfrutar de una jarra de vino. Llegó el momento, sin embargo, en que se agotaron las reservas que el pescador había traído poco a poco de la ciudad, y los dos hombres se pusieron de mal humor por ello. Ondina se burló todo el día, sin que ellos encontraran tan graciosas las bromas. Por la noche ella salió de la cabaña, dijo que para escapar de sus caras largas y aburridas. Pero como parecía que iba a haber tormenta, y el agua ya se encrespaba y mugía, tanto el caballero como el pescador se levantaron asustados y se dirigieron a la puerta para hacer que la joven regresara, recordando la angustia de aquella otra noche, la primera que había pasado Huldbrand en la cabaña. Ondina se volvió hacia ellos, dando unas palmadas y les dijo:

—¿Qué me dais si os consigo vino? O, si lo pienso mejor, no necesitáis darme nada —continuó—, pues me daré por satisfecha viéndoos más alegres y con palabras más animadas que las de este día tan aburrido. Venid conmigo, la corriente ha traído un barril a la orilla y apostaría mi sueño de una semana a que es un barril de vino.

Los hombres la siguieron y encontraron realmente, en una orilla despejada de vegetación del lago, un barril que les dio la esperanza de contener el noble caldo de que tanto gustaban. Lo llevaron rodando hasta la cabaña, pues en el cielo nocturno ya se presagiaba el temporal, y en la penumbra se podía advertir cómo las olas encrespadas levantaban sus blancas cabezas, al igual que si anhelaran la lluvia que las debía aplacar en breve. Ondina los ayudó en la medida de sus fuerzas y dijo, cuando las nubes negras se cernieron sobre ellos, imitando un tono amenazador y señalando al cielo:

—¡Tú, tú, ya puedes tener cuidado de no dejarnos empapados, aún no tenemos un techo sobre nuestras cabezas!

El anciano le dijo que eso era una temeridad pecaminosa, pero ella se rió entre dientes y tampoco les ocurrió nada malo por ello. Lo cierto es que llegaron los tres secos, en contra de lo esperado, al confortable hogar, y sólo cuando abrieron el barril y comprobaron que contenía un vino excelente, las negras nubes comenzaron a descargar sus entrañas y la tormenta a zumbar a través de las copas de los árboles y sobre las olas agitadas del lago.

Pronto rellenaron varias botellas del gran barril, que prometía una reserva para varios días, y se sentaron a beber y a bromear, protegidos del temporal, ante el fuego del hogar. El viejo pescador dijo, y de repente se puso muy serio:

—¡Ay, Dios, nos alegramos de este noble presente, y aquel al que antes perteneció, y al que se lo quitó la corriente, ha debido dejar su vida…!

—No creo —opinó Ondina y sirvió al caballero sonriendo. Pero este dijo:

—Por mi honor, señor, si pudiera encontrarle y salvarle, no dudaría en salir toda la noche y afrontar cualquier peligro. Al menos os puedo asegurar que si alguna vez regreso a un lugar habitado, le encontraré a él o a sus herederos y les daré el triple de lo que cuesta este vino.

Esto alegró al anciano; asintió hacia el caballero aprobando sus palabras y vació su vaso con la conciencia reconfortada. Pero Ondina le dijo a Huldbrand:

—Con eso de la indemnización y con tu dinero, haz lo que quieras; pero lo de salir por la noche y buscarle es una tontería. No podría dejar de llorar si te perdieras, ¿y no es verdad que preferirías quedarte conmigo y con el buen vino?

—Desde luego —respondió Huldbrand sonriendo.

—Entonces —dijo Ondinahas dicho una tontería. Pues cada uno es su propio prójimo y qué le importan a uno los demás.

La dueña de la casa se apartó de ella suspirando y sacudiendo la cabeza, el pescador olvidó su cariño por la grácil joven y la reprendió:

—Como si te hubieran criado paganos o turcos —concluyó su discurso—, que Dios me perdone, y que te perdone a ti, niña depravada.

—Pues así es como lo siento —replicó Ondina—, me haya criado quien me haya criado, de nada sirven todos vuestros consejos.

—¡Cállate! —se enojó el pescador, y ella, que pese a su osadía era muy asustadiza, se contrajo y se apretó temblando contra Huldbrand, preguntándole en voz muy baja:

—¿Te has enfadado tú también, bello amigo?

El caballero le apretó la suave mano y acarició sus rizos. No pudo decir nada, pues el enojo sobre la dureza del anciano le había sellado los labios, y así permanecieron sentadas las dos parejas, una frente a la otra, en un silencio desagradable y malhumoradas.

Capítulo sexto

De un compromiso

Unos ligeros golpes en la puerta resonaron en ese silencio y asustaron a todos los que se sentaban en la cabaña, como suele ocurrir cuando una pequeñez, completamente inesperada, puede agitar terriblemente los ánimos. Pero aquí se añadió que el mal afamado bosque estaba muy cerca y que la lengua de tierra por ahora era inaccesible a cualquier visita humana. Se miraron con aire dubitativo, pero la llamada se repitió, acompañada de un profundo gemido; el caballero fue a coger su espada. Pero el anciano dijo en voz baja:

—Si es lo que yo temo, no nos ayudará arma alguna.

Ondina, mientras tanto, se había acercado a la puerta y gritado con gran osadía y enojo:

—Si queréis hacer de las vuestras, gnomos, Kühleborn os dará vuestro merecido.

El espanto de los demás aumentó con estas extrañas palabras, miraron a la joven asustados, y Huldbrand se sobrepuso para hacer una pregunta, cuando alguien dijo de repente desde el exterior:

—No soy ningún gnomo, pero sí un espíritu que mora en un cuerpo terrenal. Si queréis ayudarme y tenéis temor de Dios, abridme.

Ondina ya había abierto la puerta mientras se decían esas palabras e iluminaba con una lámpara la tempestuosa noche, de modo que pudieron ver a un viejo sacerdote que retrocedió asustado al ver a la hermosa joven. Debió creer que era obra de magia que una criatura tan espléndida se presentara en la puerta de una cabaña tan pobre, por ello comenzó a rezar.

—¡Todos los buenos espíritus alaban al Señor, Dios!

—No soy ningún fantasma —dijo Ondina sonriendo—, ¿tengo un aspecto tan feo? Y podéis advertir también que ninguna oración piadosa me asusta. Yo también sé de Dios y cómo alabarle; cada uno a su manera, es cierto, y para eso nos ha creado. Entrad, venerable padre, somos buena gente.

El sacerdote entró inclinándose y mirando a su alrededor, su aspecto era simpático y respetable. Pero el agua caía de todos los pliegues de su ropa oscura, y de la larga y blanca barba y de los rizos blancos de su cabeza. El pescador y el caballero lo llevaron a una habitación y le dieron otra ropa, mientras las mujeres ponían a secar la ropa mojada. El anciano se lo agradeció con la mayor humildad y amabilidad, pero la brillante capa del caballero, que este le ofreció, no quiso aceptarla de ninguna manera; en vez de ella eligió un viejo sobretodo gris del pescador. Regresaron entonces a la otra estancia, la anciana le dejó al sacerdote su gran butaca y no cejó hasta verle sentado en ella.

—Pues —dijo— sois anciano y estáis agotado y, además, sois sacerdote.

Ondina puso debajo de sus pies el escabel en el que solía sentarse junto a Huldbrand y se mostró en el cuidado del bondadoso anciano de lo más amable y comedida. Huldbrand le susurró al oído una broma sobre ello, pero ella replicó muy seria:

—Él sirve al que nos ha creado a todos, eso no es cosa de broma.

El caballero y el pescador sirvieron comida y vino al sacerdote, y este comenzó a contar, después de haberse recuperado algo, cómo él, el día anterior, había salido de su monasterio, que quedaba al otro lado del lago, para dirigirse a la sede episcopal, con el fin de comunicar al obispo la necesidad en que se encontraban el monasterio y los pueblos aledaños con la extraña inundación que se había producido hacía poco. Tras largos rodeos, por causa de esa misma inundación, ese día, por la tarde, se había visto obligado a cruzar uno de los desbordados brazos del lago con ayuda de dos buenos barqueros.

—Pero en cuanto nuestra pequeña barca tocó las olas —continuó—, se desencadenó la terrible tormenta que aún brama sobre nuestras cabezas. Era como si las aguas nos hubieran estado esperando para comenzar con nosotros las danzas más alocadas y extravagantes. Los remos fueron arrebatados pronto de las manos del barquero y se alejaron hechos añicos. Nosotros mismos volamos desamparados y entregados al mudo poder de la naturaleza, sobre las crestas de las olas, hacia la lejana orilla que ya veíamos surgir entre la niebla y la espuma del agua. Pero entonces la barca comenzó a girar cada vez con más fuerza, de una manera vertiginosa, yo no sé si volcó ella o fui yo el que salí despedido. Con el presentimiento angustioso de una próxima y terrible muerte, intenté mantenerme a flote hasta que una ola me arrojó cerca de aquí, entre los árboles de vuestra isla.

—¡Sí, isla! —dijo el pescador—, hasta hace poco era una lengua de tierra; pero ahora que el arroyo y el lago se han vuelto locos, todo ha cobrado un aspecto muy diferente.

—Así me lo ha parecido —dijo el sacerdote—, pues al deslizarme en la oscuridad por el agua y al encontrarme alrededor con arbustos, al final vi un sendero que se perdía en el torrente. Entonces vislumbré la luz de vuestra cabaña y me aventuré hasta aquí, por lo que no podré agradecerle suficiente a mi Padre celestial que, tras la salvación de las aguas, me haya conducido a la casa de gente tan piadosa; y eso tanto más como que no puedo saber si además de a vosotros cuatro veré a alguien más en esta vida.

—¿Por qué decís eso? —preguntó el pescador.

—¿Sabéis acaso cuánto tiempo andarán desquiciados los elementos? —respondió el sacerdote—. Soy viejo, la corriente de mi vida se puede agotar antes que el desbordamiento del arroyo vuelva a sus cauces. Y además no se puede descartar que las aguas nos separen cada vez más del bosque hasta que quedemos tan aislados del resto de la tierra que vuestra barca de pescador ya no pueda llegar hasta allí, y los habitantes de la otra orilla se olviden de nosotros.

La anciana se sobresaltó, se persignó y dijo:

—¡Que Dios no lo quiera!

El pescador, sin embargo, la miró sonriente y dijo:

—¡Pero cómo somos los humanos! No sería diferente, al menos para ti, querida mujer, de como es ahora. ¿Acaso has llegado más lejos, desde hace muchos años, que de los límites del bosque? ¿Y has visto a otros seres humanos aparte de a Ondina y a mí? Desde hace poco han llegado hasta nosotros el caballero y el sacerdote. Se quedarían con nosotros si nos convirtiéramos en una isla olvidada, así que tú al menos habrías sacado una ganancia de ello.

—No sé —dijo la anciana—, una tiene una sensación desagradable cuando piensa que ha quedado irremediablemente separada del resto de la gente, por más que ni se la vea ni se la conozca.

—¡Te quedarías con nosotros, te quedarías con nosotros! —susurró Ondina en voz muy baja y como si cantara, y se apretó más contra Huldbrand. Pero este se había quedado profundamente ensimismado. La región más allá del arroyo se alejó, desde que el sacerdote había dicho las últimas palabras, más y más lejos, sumiéndose en la oscuridad; la isla florida en la que vivía, reía y reverdecía en su interior. La novia se encendía como la más bella rosa de esa pequeña comarca e incluso de todo el mundo, y el sacerdote estaba donde tenía que estar. A ello hay que añadir que una mirada iracunda de la anciana recayó sobre la bella joven, porque en presencia del sacerdote se apretaba tanto a su enamorado, y parecía como si fuera a pronunciar algunas palabras de reconvención. En ese momento el caballero interrumpió el silencio y, dirigiéndose al sacerdote, le dijo:

—Aquí ante vos veis a una pareja de novios, venerable señor, y si esta joven y los buenos pescadores no tienen ninguna objeción, esta misma noche nos tiene que casar.

El matrimonio se quedó asombrado ante estas palabras. Es cierto que habían pensado a menudo sobre ello, pero no habían dicho nada; cuando el caballero lo hizo ahora, les pareció algo muy novedoso e inaudito. Ondina se puso de repente muy seria y se quedó ensimismada, mientras el sacerdote se interesaba por los detalles y preguntaba a los ancianos si daban su consentimiento. Al final, tras mucho hablar entre ellos parecieron llegar a un acuerdo; la anciana se fue con el fin de preparar una cámara nupcial para la pareja y a buscar para la ceremonia dos velas consagradas que mantenía guardadas desde hacía tiempo. El caballero, mientras tanto, intentaba sacar de su cadena de oro dos anillos para poder intercambiarlos con la novia. Pero ella, al notarlo, salió de su ensimismamiento y dijo:

—¡Nada de eso! Mis padres no me han enviado al mundo tan pobre, más bien calcularon muy bien por anticipado que se llegaría a una noche como esta.

Dicho esto, salió corriendo por la puerta y vino poco después con dos lujosos anillos, de los cuales uno se lo dio a su prometido y el otro se lo quedó ella. El viejo pescador se quedó asombrado, y aún más su esposa, que acababa de regresar, pues nunca habían visto esas joyas en la niña.

—Mis padres —replicó Ondina— hicieron que me cosieran estas pequeñeces en el bonito vestido que llevaba cuando vine con vosotros. Me prohibieron que se lo dijera a nadie antes de mi boda. Así que los quité con cuidado y los escondí hasta hoy.

El sacerdote interrumpió las preguntas y los asombros al encender las velas, ponerlas en una mesa y llamar a la pareja. Los unió en matrimonio en una ceremonia breve y solemne, los ancianos le dieron su bendición, y la recién casada se apoyó en el caballero en silencio y temblorosa. El sacerdote dijo entonces:

—¡Qué gente más extraña sois! Y yo que creía que erais los únicos seres humanos en esta isla. Durante la ceremonia vi en la ventana a un hombre alto y de buena presencia, con una capa blanca. Aún debe estar ante la puerta, por si queréis que entre en la casa.

—¡Dios no lo quiera! —dijo la anciana sobresaltándose, el anciano pescador negó decididamente con la cabeza, y Huldbrand saltó hacia la ventana. Casi le pareció vislumbrar una estela blanca, pero desapareció enseguida en la oscuridad. Convenció al sacerdote de que debía haberse equivocado, y todos se sentaron confiados en torno al hogar.

Capítulo séptimo

De otras cosas que ocurrieron en la noche de la boda

Ondina se había comportado muy bien antes y durante la ceremonia, pero ahora fue como si se rebelaran en su interior todos los caprichos y salieran a la superficie de una manera más insolente y atrevida. Gastó bromas de lo más infantiles a su marido y a sus padres adoptivos, e incluso al ya no tan venerable sacerdote, y cuando la anciana quiso decir algo en contra, el caballero la hizo callar con un par de serias palabras, refiriéndose a Ondina como su esposa con gran importancia. Pero al caballero le gustó tanto menos el pueril comportamiento de su esposa; no le sirvió de nada hacerle gestos, ni carraspear ni expresarle su censura. En cuanto su esposa notaba insatisfacción en su marido —y eso ocurría de vez en cuando—, se quedaba, ciertamente, algo más tranquila, se sentaba junto a él, le acariciaba, le susurraba algo al oído sonriendo y así alisaba las arrugas que se habían formado en su frente. Pero poco después cualquier absurda ocurrencia la volvía a llevar a sus bufonadas y todo de una manera más enojosa que antes. El sacerdote le dijo entonces muy serio, pero también con mucha amabilidad:

—Mi encantadora jovencita, desde luego no se os puede mirar sin que la vista quede halagada, pero pensad en afinar vuestra alma de vez en cuando, de modo que armonice con el alma de vuestro marido.

—¡Alma! —se rió de él Ondina—, eso suena muy bonito, y también podrá ser para la mayoría de las personas una regla útil y edificante. Pero cuando uno no tiene alma, os ruego que me digáis qué puede entonces afinar. Y ése es mi caso.

El sacerdote se calló profundamente ofendido y con piadoso enojo y apartó su rostro entristecido de la joven. Pero ella se acercó a él con actitud halagadora y le dijo:

—No, escuchad mejor antes de enojaros, pues vuestro enojo me disgusta y vos no queréis disgustar a ninguna criatura que tampoco os ha hecho a vos ningún daño. Mostraros tan sólo paciente conmigo y yo os explicaré qué es lo que he querido decir.

Se vio que se disponía a contar algo detallado, pero de repente se detuvo, como acometida por un estremecimiento, y rompió en un torrente de lágrimas. Los demás no sabían que hacer y se quedaron mirándola en silencio y con gran preocupación. Por fin logró decir, secándose las lágrimas y mirando con seriedad al sacerdote:

—Debe ser algo espléndido, pero también terrible, eso de tener un alma. Por Dios, hombre piadoso, ¿no sería mejor no tenerla?

Volvió a sumirse en el silencio, como esperando una respuesta, y retenía las lágrimas. Todos en la cabaña se habían levantado de sus asientos y retrocedieron ante ella asustados. Pero Ondina sólo parecía tener ojos para el sacerdote, en sus rasgos se dibujó la expresión de una terrible curiosidad, que precisamente por esa razón a los demás les pareció espantosa.

—Muy pesada ha de ser el alma —continuó ella, pues nadie le respondía—, ¡muy pesada! Pues tan sólo su imagen próxima me estremece de miedo y tristeza. ¡Y, ay, yo era tan alegre y tan ligera!

Y volvió a derramar un torrente de lágrimas, tapándose el rostro con su vestido. El sacerdote, visto lo cual, se acercó entonces a ella y le habló, y le conjuró por todos los santos a que arrojara la clara envoltura en caso de que hubiera algo malo en ella. Pero Ondina cayó de rodillas ante él, repitiendo todas las cosas piadosas que él decía, alabando a Dios y asegurando que quería el bien de todos. El sacerdote le dijo al final al caballero:

—Señor, os dejo solo con aquella a la que os he dado en matrimonio. Por lo que puedo comprobar, no hay nada malo en ella, pero sí algo extraño. Os recomiendo precaución, amor y fidelidad.

Con esto, salió, seguido del matrimonio de pescadores persignándose.

Ondina había caído de rodillas, descubrió su rostro y dijo, mirando con timidez a Huldbrand:

—¡Ay, seguro que ahora no me querrás a tu lado! ¡Y no he hecho nada malo, pobre de mí!

Y mientras decía estas palabras le miraba con tal emoción y encanto que el marido olvidó todo lo espantoso y enigmático en ella, acercándose y levantándola con sus brazos. Ella sonrió entre sus lágrimas; fue como cuando la aurora juega con los arroyuelos.

—No me puedes dejar —susurró ella confiada y segura, y acarició con sus manos suaves las mejillas del caballero. Este pasó por alto los terribles pensamientos que aún acechaban en el fondo de su alma y que querían convencerle de que había contraído matrimonio con un hada o con un ser maléfico y burlón del mundo de los espíritus; tan sólo salió de sus labios, sin querer, la pregunta:

—Querida Ondina, dime únicamente qué era eso que dijiste de los gnomos y de Kühleborn cuando el sacerdote llamó a la puerta.

—¡Cuentos, cuentos de niños! —dijo Ondina sonriendo y ya con su alegría habitual recobrada—. Al principio os he asustado yo y al final vosotros a mí. Este es el final de la canción y de la noche de bodas.

—No, no lo es —dijo el caballero embriagado de amor, apagó las velas y llevó a su bella amada entre miles de besos al lecho, iluminados por la luna, cuyos rayos penetraban por la ventana.

Capítulo octavo

El día siguiente a la boda

La luz del amanecer despertó al joven matrimonio. Ondina se ocultaba con timidez bajo la manta, y Huldbrand yacía ensimismado. Siempre que se había quedado dormido por la noche, le habían turbado extraños y espantosos sueños, con fantasmas que intentaban disfrazarse, sonriendo con malicia, de mujeres bellas; o había soñado con mujeres bellas que de repente tenían cara de dragón. Y cuando se despertaba sobresaltado por sus feas facciones, veía la luz de la luna, pálida y fría, a través de la ventana; miraba entonces espantado a Ondina, en cuyo seno se había quedado dormido, y que descansaba con su belleza y encanto de siempre. Posaba un ligero beso en los labios rosados y se volvía a dormir para despertarse otra vez con un nuevo susto. Después de haber reflexionado sobre todo esto, descartó cualquier duda que pudiera inducirle a error acerca de su esposa. Él le pidió perdón con palabras claras por sus sospechas, pero ella se limitó a entregarle su tierna mano, suspiró desde lo más hondo de su corazón y permaneció en silencio. Una mirada infinitamente profunda de sus ojos, como nunca la había visto antes, no le dejó duda alguna de que Ondina no albergaba ningún enojo contra él. Así que se levantó alegre y fue con los demás a la habitación común. Los tres estaban sentados con gesto preocupado en torno al hogar, sin que ninguno se hubiera atrevido a decir nada. Parecía como si el sacerdote estuviese rezando para ahuyentar cualquier posible mal. Pero como vieron al joven caballero salir tan satisfecho, también se alisaron las arrugas en los otros semblantes; más aún, el anciano pescador comenzó a bromear con el caballero, de una manera muy conveniente y honorable, de modo que hasta la anciana sonrió amablemente. Poco después Ondina ya se había arreglado y apareció en la puerta; todos querían ir hacia ella, pero se quedaron en sus sitios llenos de asombro, tan extraña les parecía la joven, pese a conocerla tan bien. El sacerdote avanzó el primero con amor paternal en su mirada brillante y, cuando levantó la mano para bendecirla, ella se arrodilló, estremecida, llena de devoción. A continuación le pidió perdón con palabras humildes por las cosas tan necias que había dicho el día anterior y le pidió con un tono muy conmovedor que rezara para la salvación de su alma. Se levantó, besó a sus padres adoptivos y dijo, agradeciendo todo el bien que le habían hecho:

—¡Oh, ahora siento en lo más hondo de mi corazón cuánto habéis hecho por mí, mis queridos padres!

No podía dejar de hacerles cariños, pero en cuanto comprobó que la anciana miraba hacia el desayuno, se levantó y se acercó al hogar dispuesta a cocinar y a ordenar, sin permitir que su buena y anciana madre hiciera el mínimo esfuerzo.

Permaneció así todo el día; tranquila, amable y atenta, una joven ama de casa y al mismo tiempo un ser inocente y tímido. Los tres que ya la conocían bien pensaban que en cualquier momento se produciría un extraño cambio repentino en su carácter caprichoso. Pero esperaron en vano. Ondina permaneció dulce y serena. El sacerdote no podía apartar sus ojos de ella y dijo varias veces al marido:

—Señor, la bondad celestial os regaló ayer un tesoro confiado a mí, indigno de ello; conservadlo como se debe, os procurará una bienaventuranza eterna y temporal.

Por la tarde Ondina se cogió con humilde ternura del brazo del caballero y se lo llevó suavemente hasta la puerta, donde el sol se ponía sobre las frescas hierbas y brillaba sobre los altos y delgados troncos de los árboles. En los ojos de la joven nadaba como un rocío de tristeza y de amor, en sus labios oscilaba como un tierno e inquietante secreto, pero que sólo se manifestaba en suspiros apenas perceptibles. Condujo a su amado en silencio cada vez más lejos; a lo que él decía, ella respondía sólo con miradas en las que si bien no había ninguna información directa, sí que había todo un cielo de amor y de tímida entrega. Así llegaron hasta la orilla del torrente desbordado, y el caballero se asombró al verlo correr manso y dentro de sus cauces, sin huella alguna de su anterior violencia y caudal.

—Mañana se habrá secado por completo —dijo la bella joven con tristeza—, y podrás viajar sin nada que te lo impida a donde quieras ir.

—No sin ti, Ondinita —le respondió el caballero riendo—, piénsalo, aunque tuviera ganas de partir, intervendrían la Iglesia, el clero, el Emperador y el Imperio y te traerían al fugitivo.

—Todo depende de ti, todo depende de ti —susurró la pequeña, sin saber si reír o llorar—. Pero pienso que me conservarás, soy buena para ti. Llévame hacia la otra orilla, a la pequeña isla que está ante nosotros. Allí se decidirá. Yo podría deslizarme ligera por las olas, pero en tus brazos se reposa tan bien, y si me repudiaras, habría descansado en ellos alegre por última vez.

Huldbrand, invadido por una emoción y una zozobra extrañas, no supo qué responderle. La tomó en sus brazos y la llevó hasta la otra orilla, recordando en ese momento que esa había sido la isla de la que él se la había llevado al anciano pescador la primera noche. Al otro lado la dejó en la tierna hierba y quiso sentarse a su lado halagándola, pero ella le dijo:

—No, siéntate allí, frente a mí, quiero leer en tus ojos antes de que hablen tus labios; escucha ahora con atención lo que quiero contarte.

Y comenzó:

—Has de saber, mi dulce amado, que en los elementos hay seres que casi tienen mi mismo aspecto y que raras veces se dejan ver por vosotros. En las llamas resplandecen y juegan las extrañas salamandras; en las profundidades de la tierra moran los gnomos escuálidos y maliciosos; por los bosques vagan los hombres de la floresta, que pertenecen a las regiones aéreas, y en los lagos, ríos y arroyos vive la extensa estirpe de espíritus acuáticos. En bóvedas de cristal resonantes, a través de las cuales miran el cielo, el sol y las estrellas, se vive bien; altos árboles de coral con frutos azules y rojos resplandecen en los jardines; se camina sobre pura arena de mar y sobre bellas y multicolores conchas, y lo que el mundo antiguo también poseía de bello, y de lo que el mundo actual es indigno de disfrutar, lo cubrieron las aguas con sus sigilosos velos de plata y ahora resplandecen abajo los nobles monumentos, altivos y serios, cubiertos por esas amorosas aguas, que los ha revestido de flores musgosas y de cañaverales. Los que allí viven son muy apuestos y encantadores, la mayoría mucho más bellos que los hombres. Más de un pescador ha logrado atisbar a una de esas criaturas acuáticas cuando salía de las aguas y cantaba, luego habló de su belleza, y esas maravillosas mujeres son llamadas Ondinas por los hombres. Ahora tú estás viendo de verdad a una Ondina, mi querido amigo.

El caballero quiso convencerse de que su bella esposa se había despertado con un humor muy extraño, y que tenía ganas de burlarse de él con historias imaginadas. Pero por mucho que trataba de convencerse, no podía creer en ello; le recorrió un raro estremecimiento; incapaz de emitir una sola palabra, miraba fijamente a la bella narradora sin poder apartar sus ojos. Esta sacudió entristecida la cabeza, suspiró profundamente y siguió hablando:

—Nos iría mejor que a los seres humanos, pues nosotras también nos llamamos humanas, pues es lo que somos por nuestros cuerpos y nuestra constitución, pero tenemos un gran defecto. Nosotras, y las otras criaturas similares a nosotras en los otros elementos, nos consumimos con el espíritu y el cuerpo, no quedando ninguna otra huella de nuestra existencia, y si vosotros despertáis en un futuro en una vida más pura, nosotros nos quedamos donde se queda la arena, la chispa, el viento y la ola. Por eso no tenemos alma; el elemento nos mueve, a menudo nos obedece, mientras vivimos, pero nos pulveriza cuando morimos, y somos alegres, nunca nos afligimos, como no se afligen los ruiseñores y los peces de colores y otros bonitos hijos de la naturaleza. Pero todos quieren ser más de lo que son. Así, mi padre, que es un poderoso príncipe acuático en el mar Mediterráneo, quiso que su única hija obtuviera un alma, y por ello he de pasar muchos de los sufrimientos de la gente con alma. Ahora bien, los de nuestra estirpe sólo pueden obtener un alma mediante la unión más íntima del amor con uno de los vuestros. Ahora tengo un alma, a ti te la agradezco, ¡oh, amado mío!, y te lo agradeceré siempre, si no me haces una desgraciada durante toda mi vida. Pues qué será de mí si me rehúyes y me repudias. Pero con falsedades no quiero retenerte. Y si quieres repudiarme, hazlo, regresa solo a la otra orilla. Yo me sumergiré en este arroyo, que es mi tío y que lleva aquí en el bosque su extraña vida de eremita, apartado de sus amigos. Pero él es poderoso, digno de grandes ríos y querido por ellos, y al igual que me condujo aquí, hasta la casa del pescador, a mí, una niña traviesa y sonriente, me llevará también al hogar de mis padres, a mí, una mujer enamorada, con alma y doliente.

No quiso decir nada más, pero Huldbrand la abrazó con gran amor y ternura y la llevó de nuevo a la otra orilla. Allí le juró entre lágrimas y besos que no abandonaría nunca a su bella esposa, y se consideró más afortunado aún que el escultor griego Pigmalión, que se enamoró de la estatua de Venus. Con dulce confianza caminó Ondina de regreso a la cabaña cogida de su brazo, y se dio cuenta de todo corazón de lo poco que echaba de menos los palacios de cristal de su extravagante padre.

Capítulo noveno

De cómo el caballero se llevó consigo a su joven esposa

Cuando Huldbrand se despertó a la mañana siguiente, faltaba su bella compañera a su lado y él comenzó a sumirse de nuevo en sus inquietos pensamientos, que le querían presentar su matrimonio y a su encantadora Ondina como un fugitivo espejismo o una falsa apariencia. Pero entonces ella entró por la puerta, se sentó en la cama y dijo:

—He salido algo temprano para ver si mi tío mantiene su palabra. Ya han regresado todas las aguas a su cauce y el arroyo vuelve a correr tranquilo y solitario por el bosque. Sus amigos acuáticos y aéreos descansan; ahora todo recobrará su calma en esta comarca, y tú podrás regresar sin mojarte los pies, siempre que quieras.

A Huldbrand le pareció como si siguiera soñando, tan difícil le resultaba aceptar el extraño parentesco de su esposa. Pero no dejó que se notara y el infinito encanto de su bella esposa terminó por despejar cualquier negro presentimiento. Cuando tras un rato él estaba en la puerta, y contemplaba la verde lengua de tierra con sus nítidas orillas, se sintió tan bien en esa cuna de su amor, que dijo:

—¿Por qué hemos de partir hoy mismo? No encontraríamos un día más placentero en el mundo como el que podríamos encontrar aquí, en este secreto refugio. Veamos dos o tres veces más cómo se pone aquí el sol.

—Como lo quiera mi señor —respondió Ondina con alegre sumisión—. Pero ocurre que los ancianos se separarán de mí con dolor; sobre todo cuando perciban mi alma leal y, como ahora los puedo querer y honrar, los ojos se les llenarán de lágrimas. Siguen considerando mi tranquilidad y devoción por lo que significaba para mí: la serenidad del lago cuando el viento se ha detenido. Y ellos aprenderán tanto a hacerse amigos de un árbol o de una flor como de mí. Es mejor que no les abra mi nuevo corazón rebosante de amor precisamente cuando van a perderlo, ¿y cómo podría ocultarlo si permanecemos más tiempo aquí?

Huldbrand le dio la razón; fue a ver a los ancianos y les contó que se disponían a salir de viaje en ese mismo momento. El sacerdote se ofreció al joven matrimonio como acompañante, y él y el caballero, tras breve despedida, subieron a la joven en el caballo y avanzaron deprisa por el lecho seco del torrente hacia al bosque. Ondina lloraba en silencio, y sus padres adoptivos se lamentaban en voz alta, como si hubieran presentido lo que habían perdido con su hija adoptiva.

Los tres viajeros se internaron en silencio en la floresta. Ofrecían una bella imagen, la bella mujer sentada sobre el noble y bellamente guarnecido caballo, acompañada a un lado por el venerable sacerdote con su hábito blanco, y por la otra por el caballero con su ropa abigarrada y su espléndida espada envainada, atento a cada paso, y todo enmarcado por la bóveda verde. Huldbrand sólo tenía ojos para su bella esposa; Ondina, que ya había secado sus lágrimas, sólo tenía ojos para él, y pronto se sumieron en una conversación muda de miradas y gestos, de la que fueron despertados con posterioridad por unas palabras que intercambió el sacerdote con un cuarto viajero, que se había sumado a ellos sin que lo hubieran notado.

Llevaba un traje blanco, casi como el hábito del sacerdote, tan sólo que la capucha le ocultaba el rostro y el resto colgaba a su alrededor con tantos pliegues que en todo momento se lo estaba recogiendo con el brazo, sin que por ello le impidiera caminar. Cuando el joven matrimonio se percató de su presencia, dijo el hombre:

—Y así vivo desde hace muchos años aquí en el bosque, mi venerable señor, sin que se me pueda llamar por ello, en vuestro sentido, un eremita. Pues, como he dicho, de penitencia no sé nada y tampoco creo que la necesite en especial. Me gusta tanto el bosque porque es muy peculiar y porque me causa placer caminar por él con mis blancos ropajes ondeando a través de las tenebrosas sombras y de las hojas, y recibiendo de vez en cuando un inesperado rayo de sol.

—Sois un hombre muy extraño —le replicó el sacerdote— y me gustaría saber algo más de vos.

—¿Y quién sois vos, ya que estamos en ello? —preguntó el desconocido.

—Me llaman el padre Heilmann —respondió el sacerdote— y vengo del monasterio de Mariagruss, de más allá del lago.

—Ya veo —respondió el desconocido—. Yo me llamo Kühleborn, y en punto de cortesía se me puede titular Señor de Kühleborn, o Barón de Kühleborn, pues soy libre como el pájaro del bosque, e incluso algo más. Por ejemplo, ahora quisiera contarle algo a esa joven.

Y antes de que se hubiera percatado, ya estaba al otro lado del sacerdote, junto a Ondina, y se estiraba para susurrarle algo al oído. Pero ella se apartó asustada, diciendo:

—Ya no tengo nada que ver con vos.

—¡Jo, jo! —se rió el otro—, pero qué buen partido habéis conseguido como para que ya no reconozcáis a vuestros parientes. ¿Acaso ya no conocéis a Kühleborn, a vuestro tío, que os ha llevado a las espaldas por toda esta comarca?

—Os suplico —dijo Ondina— que ya no os presentéis más ante mí. Ahora os temo, ¿y no intentará rehuirme mi marido si me ve en una compañía tan extraña como la vuestra?

—Nada de eso —dijo Kühleborn—, no debéis olvidar que yo estoy aquí para acompañaros; los malditos gnomos podrían gastaros bromas pesadas. Dejadme que os acompañe con tranquilidad; por lo demás, el sacerdote parece haberme recordado mejor que vos, le resulto muy familiar y es que debí estar en la barca de la que se cayó al agua; Y, en efecto, allí estuve, pues yo fui la ola que le arrebató y fui también el que le llevó por las aguas para que pudiera uniros en matrimonio.

Ondina y el caballero miraron al padre Heilmann; pero este parecía seguir caminando entre sueños, y no oír nada de lo que se estaba diciendo. Ondina dijo entonces a Kühleborn:

—Veo el final del bosque, ya no necesitamos más vuestra ayuda, y no hay nada que nos cause más espanto que vos. Por eso os suplico de todo corazón que desaparezcáis y que nos dejéis continuar nuestro camino en paz.

Sobre esto Kühleborn pareció enojarse; su rostro mostró un feo gesto y sonrió con malicia hacia Ondina, que gritó y llamó a su esposo para que fuera en su ayuda. Como un rayo hizo girar este sobre sus patas al caballo y blandió su espada afilada hacia la cabeza de Kühleborn. Pero este último se lanzó en una cascada que espumeaba desde un peñasco cercano, y con un chapoteo, que casi resonó como una risa, le salpicó, cubriéndole de agua. El sacerdote dijo, como despertando de repente:

—Eso lo he pensado mucho tiempo, puesto que el arroyo corre muy cerca de nosotros en esta altura. Al principio casi me parecía que era un hombre y que podía hablar.

En los oídos de Huldbrand la cascada rumoreaba con palabras muy claras:

—¡Veloz caballero, fornido caballero, ni me enojo ni me peleo; protege siempre tan bien a tu encantadora esposa, caballero fornido, de sangre caliente!

Unos pasos más y se encontraron fuera del bosque. La ciudad imperial apareció esplendorosa ante ellos, y el sol vespertino, que doraba sus torres, secó amablemente la ropa del empapado viajero.

Capítulo décimo

De cómo vivieron en la ciudad

Que el joven caballero Huldbrand von Ringstetten hubiese desaparecido de una manera tan repentina, había causado una gran agitación en la ciudad, así como preocupación en aquella gente que le había cogido cariño tanto por su habilidad en los torneos en los bailes como por su temperamento amigable y comedido. Sus sirvientes no quisieron abandonar el lugar sin su señor, pero tampoco ninguno de ellos había tenido el valor de seguirle por el temido bosque. Así que permanecieron en sus alojamientos, inactivos y esperando, como suelen hacer los hombres, y manteniendo en vida el recuerdo del extraviado con sus lamentos. Como pronto se percibieron los efectos del gran temporal y de las inundaciones, apenas se dudó de que el bello extranjero hubiera sucumbido, de modo que también Bertalda lo lamentó y maldijo su idea de haberle conducido al bosque. Sus padres adoptivos, los duques, habían llegado para recogerla, pero Bertalda los convenció para que se quedaran con ella hasta que se tuviese una noticia cierta de la vida o de la muerte de Huldbrand. Intentó convencer a varios jóvenes caballeros que la pretendían de que buscaran al noble aventurero en el bosque. Pero no quería ofrecer su mano como premio de esa hazaña, pues aún tenía la esperanza de poder pertenecer al extraviado a su regreso, y por un guante, un lazo o ni siquiera un beso no quería nadie exponer su vida para regresar con un peligroso competidor.

Ahora, con el regreso inesperado y repentino de Huldbrand, se alegraron sus sirvientes y los ciudadanos, en realidad casi toda la gente, tan sólo Bertalda no, pues por más que los otros encontraran simpático que trajera a una mujer tan hermosa, y al padre Heilmann como testigo de su matrimonio, Bertalda no pudo sino entristecerse. En primer lugar, se había enamorado realmente, con toda su alma, del joven caballero, y debido a su tristeza sobre su ausencia, era algo que se había tornado más evidente para todos de lo que a ella le hubiera gustado. Por esta razón se mostró prudente, se adaptó a las nuevas circunstancias y vivió en los términos más amistosos con Ondina, a la que en toda la ciudad se la consideraba como una princesa a la que Huldbrand había liberado en el bosque de algún perverso hechizo. Cuando se le preguntaba a ella o a su marido, sabían callarse o desviar la conversación con habilidad, los labios del padre Heilmann estaban sellados para cualquier habladuría vanidosa, y además, poco después de la llegada de Huldbrand, había regresado a su monasterio, de modo que la gente tenía que satisfacerse con sus extrañas suposiciones, y tampoco Bertalda pudo averiguar más de la verdad que cualquier otro.

A Ondina, por lo demás, cada día le caía mejor esa joven encantadora. «Hemos debido conocernos antes», solía decir, «o debe haber una extraña relación entre nosotras, pues no sin una causa, entendedme bien, no sin una causa profunda y secreta, se coge tanto cariño a otra persona como el que yo os he cogido desde el primer momento». Y la misma Bertalda tampoco podía negar que ella sentía una fuerte inclinación y confianza hacia Ondina, por más que creyera tener motivos para quejarse amargamente por tan feliz competidora. Con esta mutua atracción la una supo postergar más y más su partida con sus padres adoptivos, la otra con su marido; es más, pronto se comenzó a decir que Bertalda iba a acompañar durante un tiempo a Ondina a su castillo de Ringstetten, a orillas del Danubio.

Hablaron una noche de ello, mientras paseaban a la luz de las estrellas por la plaza del mercado, rodeada de altos árboles. El joven matrimonio había recogido a Bertalda ya tarde para dar un paseo, y los tres caminaban confiados bajo el cielo azul oscuro, a veces interrumpiendo su conversación por la admiración con que contemplaban la fuente en el centro de la plaza y con que oían el maravilloso murmullo de sus surtidores. Se sentían tan bien. Entre las sombras de los árboles se percibía de vez en cuando el resplandor de las casas cercanas, un sigiloso rumor de niños jugando y de otros paseantes llegaba suavemente hasta ellos; se estaba tan solo y al mismo tiempo se poseía un sentimiento tan amistoso en medio de ese mundo vivo y animado; lo que durante el día había parecido una dificultad, se resolvía como por sí mismo, y los tres amigos no podían comprender por qué podría haber imperado la mínima duda sobre la compañía de Bertalda en su viaje. Cuando estaban concertando el día de la partida, llegó hasta ellos un hombre desde el centro de la plaza, se inclinó con gran respeto y dijo algo al oído de la joven Ondina. Se apartó esta unos pasos con el desconocido, enojada por la molestia y por su impertinencia y los dos comenzaron a susurrar, al parecer en un idioma extranjero. Huldbrand creyó conocer a ese hombre tan extraño y le miró con tal fijeza que fue incapaz de oír ni de responder a las asombradas preguntas de Bertalda. Ondina de repente dio una palmada con alegría y dejó al desconocido sonriendo, quien se alejó sacudiendo la cabeza y con pasos presurosos e insatisfechos, subiéndose a la fuente. Ahora creyó Huldbrand estar seguro, pero Bertalda preguntó:

—¿Qué quería de ti el que cuida de la fuente, querida Ondina?

La joven sonrió para sí y respondió:

—Pasado mañana, en el día de tu santo, lo sabrás, querida amiga.

Y ya no le pudo sacar más. Invitó a Bertalda y a sus padres adoptivos ese día a comer, y se separaron poco después.

—¿Era Kühleborn? —preguntó Huldbrand con un secreto estremecimiento a su bella esposa, después de que esta se hubiese despedido de Bertalda, y cuando se dirigían a casa por las oscurecidas calles.

—Sí, era él —respondió Ondina—, ¡y quería que me creyera una sarta de tonterías! Pero en medio de todo me ha dado una alegría muy bienvenida, pese a sus intenciones. Si quieres saber lo que me ha dicho, mi noble señor y esposo, no necesitas más que mandarlo y yo te lo confesaré todo. Pero si quieres darle una grandísima alegría a tu Ondina, déjalo hasta pasado mañana y así también tú participarás de la sorpresa.

El caballero le concedió encantado a su esposa lo que había pedido con tanto encanto, y ella susurró sonriendo para sí:

—¡Cómo se alegrará, y se asombrará, con el mensaje del hombre de la fuente, mi querida Bertalda!

Capítulo undécimo

El santo de Bertalda

El grupo se sentaba a la mesa, Bertalda, con joyas y flores, los regalos de sus padres adoptivos y de sus amigos, como una diosa de la primavera; a su lado, Ondina y Huldbrand. Cuando concluyó la copiosa comida, y se sirvió el postre, permanecieron las puertas abiertas; según una buena y antigua costumbre en tierras alemanas, para que también el pueblo pudiera mirar y alegrarse con la alegría de los señores. Los criados repartieron vino y pasteles entre los espectadores. Huldbrand y Bertalda esperaban con secreta impaciencia la prometida explicación y no apartaban la mirada de Ondina. Pero la joven continuaba en silencio y sonreía para sí con alegría. Quien supiera de su promesa, podría ver que quería revelar su agradable secreto en cualquier momento, pero que se contenía con placer, como los niños lo hacen a veces con sus golosinas preferidas. Bertalda y Huldbrand compartían la placentera sensación, esperando con zozobra la nueva dicha que debería surgir de los labios de su amiga. En ese momento algunos comensales pidieron a Ondina que cantara una canción. Pareció ser una petición muy oportuna, incluso dijo que le trajeran su laúd y cantó lo siguiente:

Una luminosa mañana,
lena de multicolores flores,
de aromáticas hierbas
en la orilla ondulante del lago.
¿Qué brilla tanto
entre las hierbas?
¿Es una flor, blanca y grande,
caída del cielo en el seno de la pradera?
¡Ay, es una niña pequeña!
Inconsciente juega con las flores,
intenta coger los rayos solares.
¡Oh!, ¿de dónde viene, de dónde?
Hasta aquí la trajo el lago,
desde lejanas orillas.
No, no toques nada, tierna criatura,
con tus suaves manitas;
nadie te dará la mano,
las flores son tan mudas y extrañas.
Saben adornarse muy bien,
saben oler como quieren,
pero ninguna podrá abrazarte,
lejano queda el familiar seno materno.
Tan pronto, en las puertas de la vida,
aún con la sonrisa celestial en los labios,
has perdido ya lo mejor,
¡oh, pobre niña!, y no lo sabes.
Viene un noble duque a caballo,
y detiene su trote ante ti;
en su castillo te educa
en las artes y en las buenas maneras.
Has ganado mucho,
floreces, eres la más bella del país.
¡Pero, ay, los mejores placeres
los dejaste en una orilla desconocida!

Ondina bajó su laúd con una sonrisa triste; los ojos de los padres de Bertalda estaban llenos de lágrimas.

—Así fue en la mañana en que te encontré, pobre y bella huérfana —dijo el duque profundamente emocionado—. La bella cantante tiene razón, lo mejor no hemos sabido dártelo.

—Pero hemos de oír aún cómo les ha ido a los padres —dijo Ondina, quien tocó las cuerdas y cantó:

La madre recorre sus estancias,
registra todos los cajones,
busca con pena, y no sabe qué,
no encuentra nada que no sea una casa vacía.
¡Una casa vacía! ¡Oh, qué aflicción!
Pues una vez una bella niña
jugó en ella por el día,
y era mecida por la noche.
Vuelven a reverdecer las hayas,
vuelve a brillar el sol,
pero madre, deja de buscar,
tu querida niña ya no volverá.
Y cuando sopla el aire nocturno
y el padre regresa al hogar,
en su rostro parece esbozarse una sonrisa,
que al instante queda devorada por las lágrimas.
El padre lo sabe: en su habitación
encuentra el sosiego mortal,
oye los gemidos de la pálida madre,
y ningún niño le sonríe.

—¡Oh, Ondina!, ¿dónde están mis padres? —gritó entre lágrimas Bertalda—. Lo sabes, estoy segura, lo has averiguado. Mujer extraña, si no fuera así, no me habrías desgarrado el corazón. ¿Están quizá aquí? ¿Serán…? —y su mirada recorrió a todos los comensales, y se detuvo ante una princesa soberana que se sentaba junto a su padre adoptivo. Ondina se inclinó hacia la puerta, con sus ojos llenos de lágrimas por la emoción.

—¿Dónde están mis pobres padres esperando? —preguntó ella,~y el anciano pescador y su esposa salieron vacilantes de entre los espectadores.

Sus miradas inquisitivas oscilaban entre Ondina y la bella joven que debía ser su hija.

—¡Allí están! —dijo balbuceando por la emoción, y los dos ancianos se abrazaron a su hija llorando y alabando a Dios.

Pero Bertalda se desprendió iracunda de sus abrazos. Era demasiado para su ánimo orgulloso ese reconocimiento, precisamente en el momento en que había creído que su posición se elevaría aún más y que la esperanza dejaría recaer sobre ella tronos y coronas. Le pareció como si su competidora lo hubiera ideado todo para humillarla frente a Huldbrand y frente a todo el mundo. Se apartó de Ondina y de los dos ancianos, y de sus labios se desprendieron las viles palabras:

—¡Estafadora, los has sobornado!

La anciana esposa del pescador dijo en voz muy baja:

—¡Ay, Dios, se ha convertido en una mujer mala! Y, no obstante, siento en el corazón que ha nacido de mí.

El anciano pescador, sin embargo, había juntado las manos y rezaba en silencio para que esa no fuera su hija. Ondina, con una palidez mortal, no dejaba de mirar de Bertalda a los padres, y de estos a Bertalda, precipitándose de repente de todos los cielos en que ella había soñado a un miedo y una angustia que ni siquiera había podido soñar.

—Pero ¿tienes un alma, tienes realmente un alma, Bertalda? —le gritó varias veces a su amiga airada, como si quisiera sacarla violentamente de un repentino delirio o de una enloquecedora pesadilla.

Pero como Bertalda se enfureciera aún más cuando los repudiados padres comenzaron a llorar, y los comensales comenzaran a dividirse en varios partidos, riñendo y discutiendo entre ellos, suplicó de repente con dignidad y seriedad la libertad de hablar con su marido en una habitación, de modo que todos a su alrededor, como conminados por ese gesto, se quedaron callados. Se acercó a continuación a la cabecera de la mesa, donde Bertalda había estado sentada, humilde y orgullosa a un mismo tiempo, y dijo, mientras todos los ojos se quedaban fijos en ella, las siguientes palabras:

—Os digo a vosotros, que tenéis un aspecto tan enojado y turbado, y que, ¡ay, Dios!, habéis arruinado esta fiesta, que no sabía nada de vuestras necias costumbres y de vuestros duros sentimientos, y que durante toda mi vida no podré acostumbrarme a ellos. Que haya salido todo mal no es culpa mía, creedme, sino vuestra, por equivocado que esto os parezca. Por esta razón tengo poco que deciros, pero hay una cosa que no puedo callar: no he mentido. Sin embargo, no os quiero dar ninguna prueba aparte de mi palabra, pero lo que sí quiero es testimoniarlo. Me lo dijo el mismo que atrajo a Bertalda y la separó de sus padres, y el que después la puso en el camino por donde pasaba el duque.

—¡Es una hechicera —gritó Bertalda— que tiene trato con los malos espíritus! Ella misma lo confiesa.

—Nada de eso —dijo Ondina, con todo un cielo de inocencia y confianza en sus ojos—. Y tampoco soy una bruja, miradme tan sólo.

—Así miente y se jacta —la interrumpió Bertalda—, y no puede afirmar que yo sea la hija de esta gente baja. Padres míos, sacadme de esta compañía y de esta ciudad, donde sólo se quiere avergonzarme.

El viejo y noble duque, sin embargo, no se movió, y su esposa dijo:

—Hemos de saber en qué acaba todo esto, y Dios sabe que no daré un paso fuera de esta sala hasta saberlo.

Se aproximó entonces la anciana pescadora, se inclinó con reverencia ante la duquesa, y dijo:

—Habláis por mí, noble mujer y temerosa de Dios, he de deciros que si esta mala mujer es mi hija, tiene un pequeño lunar entre los hombros y otro en el empeine del pie izquierdo. Si tan sólo quisiera salir conmigo de la sala…

—Yo no me desvisto delante de esa campesina —dijo Bertalda, dándole la espalda con orgullo.

—Pero sí delante de mí —replicó la duquesa con gran seriedad—. Me seguirás hasta esa habitación, jovencita, y la buena anciana vendrá también.

Las tres desaparecieron y todos los demás esperaron en silencio con gran expectación. Tras un rato salieron las mujeres. Bertalda con una palidez cadavérica, y la duquesa dijo:

—La verdad es la verdad, por ello declaro que nuestra anfitriona está en lo cierto, Bertalda es la hija del pescador, y eso es todo lo que se necesita saber aquí.

El matrimonio ducal se fue con su hija adoptiva; a una señal del duque, los siguieron el pescador y su esposa. Los otros huéspedes se alejaron en silencio o murmurando entre ellos, y Ondina cayó llorando en los brazos de Huldbrand.

Capítulo duodécimo

De cómo partieron de la ciudad imperial

El señor von Ringstetten hubiera preferido, ciertamente, que ese día todo hubiese ocurrido de otra manera; pero tampoco quedó del todo insatisfecho de cómo habían quedado las cosas, pues su encantadora mujer se había mostrado bondadosa y sincera. «Si le he dado un alma», tuvo que reconocer, «le he dado una mejor de la que yo tengo», y a partir de entonces sólo pensó en consolar su tristeza y en abandonar al día siguiente un lugar que por ese incidente le debía resultar desagradable. Y en parte se debió también a que se la juzgaba de distinta manera. Como ya se esperaba con anterioridad algo maravilloso de ella, el extraño descubrimiento del origen de Bertalda no llamó mucho la atención, y tan sólo aquellos que oyeron la historia y fueron testigos de su comportamiento tempestuoso la consideraban mal. Pero el caballero y su esposa aún no sabían nada de esto; además, tanto lo uno como lo otro hubiera sido para Ondina igual de doloroso, así que no había nada mejor que hacer que dejar atrás lo antes posible los muros de la ciudad.

Con los primeros rayos del sol se detuvo un carruaje para Ondina a la puerta de su alojamiento; Huldbrand y su escudero se situaron con sus caballos a su lado. El caballero condujo a su bella mujer desde la puerta, pero entonces se interpuso una joven que vendía pescado.

—No necesitamos tu mercancía —le dijo Huldbrand—, nos vamos.

La joven comenzó entonces a llorar amargamente y fue cuando el matrimonio vio que era Bertalda. Volvieron con ella a la casa y se enteraron de que el duque y la duquesa estaban furiosos sobre su dureza de corazón del día anterior, que le habían retirado por completo su favor, no sin antes dejarla con una sustanciosa dote. Al pescador también le habían donado dinero y el día anterior por la noche había emprendido el camino con su esposa hacia su lago.

—Yo quería irme con ellos —continuó—, pero el anciano pescador, que al parecer es mi padre…

—Lo es de verdad, Bertalda —la interrumpió Ondina~. Mira, aquel al que creíste el cuidador de la fuente me lo contó con todo detalle. Quería convencerme de que no te llevara al castillo de Ringstetten, y de ahí que saliera a la luz el secreto.

—Bueno, pues entonces —dijo Bertalda—, mi padre, si así ha de ser, mi padre dijo: «No te llevaré conmigo hasta que hayas cambiado. Cruza tú sola el temido bosque para llegar hasta nosotros, esa será la prueba de que nos respetas. Pero no me vengas como una señorita, ¡sino como una pescadora!». Pues bien, eso es lo que quiero hacer, pues todos me han abandonado y quiero vivir y morir como una pobre pescadora en la casa de unos padres pobres. El bosque, por supuesto, me espanta. Se dice que allí moran criaturas espantosas y yo soy tan temerosa. Pero ¿de qué me sirve? He venido tan sólo a pedir perdón a la noble señora de Ringstetten por haberme comportado ayer de una manera tan inapropiada. Comprendo que vuestras intenciones eran buenas, noble dama, pero no sabíais cómo me ibais a ofender, por lo que de mis labios, con el miedo de la sorpresa, se escaparon algunas palabras absurdas y temerarias. ¡Ay, perdonadme, perdonadme! Soy tan desgraciada. ¡Pensad tan sólo en lo que era ayer por la mañana, antes de que comenzara vuestro banquete, y lo que soy ahora!

Sus palabras salieron acompañadas de un incesante torrente de lágrimas, y Ondina, también llorando amargamente, la abrazó. Transcurrió algo de tiempo hasta que la mujer, profundamente emocionada, pudo decir algo, y fue esto:

—Has de venir con nosotros a Ringstetten, todo será como habíamos acordado antes, pero vuelve a tutearme y deja de llamarme dama y noble señora. Mira, de pequeñas nos intercambiaron; así que nuestros destinos quedaron entrelazados, por eso los entrelazaremos aún más, de modo que ningún poder humano sea capaz de separarlos. Así que ven con nosotros a Ringstetten. Allí ya hablaremos de cómo podremos compartirlo todo como hermanas.

Bertalda miraba con timidez hacia Huldbrand. A él le daba lástima la bella y apurada joven, así que le ofreció la mano y la convenció para que se confiara a su esposa y a él.

—A vuestros padres les enviaremos un mensaje —dijo él— de por qué no habéis ido.

Y aún quiso añadir más cosas en favor de los buenos pescadores, pero comprobó que Bertalda con su mera mención se sobresaltaba de dolor y de pena, así que lo dejó. La ayudó a subir al carruaje, luego ayudó a Ondina, y cabalgó alegre a su lado, y animó tanto al cochero que en poco tiempo habían abandonado la comarca y con ella todos los malos recuerdos. Las mujeres viajaron entonces con mejor humor por el bello paisaje que les ofrecía el camino.

Tras unos días de viaje llegaron una noche clara al castillo Ringstetten. El alcaide y sus vasallos tenían mucho de qué informarle, de modo que Ondina se quedó sola con Bertalda. Las dos subieron a la muralla más elevada de la fortaleza y allí gozaron de la magnífica vista que se extendía a través de la bendita Suabia. Un hombre alto se acercó entonces a ellas y las saludó cortésmente. A Bertalda le recordó a aquel encargado de la fuente en la ciudad imperial. La semejanza se hizo más evidente cuando Ondina enojada, más aún, amenazadora, le rechazó con un gesto, por lo que él se alejó sacudiendo la cabeza y con pasos apresurados, como aquella vez, desapareciendo en unos arbustos cercanos. Ondina dijo:

—No tengas miedo, querida Bertalda, esta vez no te causará ningún daño el feo cuidador de la fuente.

Y le contó toda la historia, y quién era ella, y cómo se llevaron a Bertalda del matrimonio de pescadores y de cómo llegó Ondina. La joven al principio se asustó por sus palabras; creyó que su amiga se había vuelto loca. Pero poco a poco se fue convenciendo de que todo era cierto por el sentido que cobraban las palabras de Ondina, y aún más por la sensación interna que nunca falta cuando se nos manifiesta la verdad. Le pareció extraño vivir como en medio de uno de esos cuentos que pertenecen al reino de la fantasía. Miró de hito en hito a Ondina con temor y no pudo evitar un estremecimiento. Durante la cena se quedó maravillada de cómo el caballero podía estar tan enamorado de una criatura así, que a ella desde los últimos descubrimientos le parecía más espectral que humana.

Capítulo decimotercero

De cómo vivieron en el castillo Ringstetten

El que escribe esta historia, puesto que le conmueve el corazón, y puesto que desea que le ocurra lo mismo a los demás, te pide, querido lector, un favor. Discúlpale si ahora procede con breves palabras y te cuenta sólo lo que ocurrió en general. Sabe muy bien que se podría narrar paso a paso y según las normas del arte cómo el ánimo de Huldbrand comenzó a apartarse de Ondina y a aproximarse a Bertalda; cómo Bertalda comenzó a corresponder cada vez más con un amor ardiente al joven caballero; cómo él y ella parecieron temer más a esa extraña criatura que compadecerla; cómo Ondina lloraba, y sus lágrimas despertaban remordimientos de conciencia en el corazón del caballero, sin por ello resucitar su antiguo amor, de modo que aunque la trataba con amabilidad, un estremecimiento le apartaba de ella y le impulsaba a buscar la compañía de Bertalda. El que escribe estas líneas sabe que todo esto se podría describir con detalle, tal vez debería hacerlo así. Pero el corazón le duele demasiado, él ha experimentado cosas similares, e incluso en el recuerdo se asusta de sus sombras. Es probable que tú conozcas una sensación similar, querido lector, pues esto forma parte del destino humano. Suerte habrás tenido si has recibido más de lo que has dado, pues aquí tomar es más bienaventurado que dar. En esas ocasiones sientes un dolor querido en el alma, y tal vez una benigna lágrima corre por tu mejilla recordando tu ajado lecho de flores, del que tanto te alegraste. Pero con esto basta; no queremos atormentarnos pinchándonos mil veces el corazón, porque así es como ocurrieron las cosas. La pobre Ondina estaba muy triste, y los otros dos tampoco se puede decir que estuvieran muy satisfechos; con la mínima oposición a sus deseos Bertalda comenzó a notar la presión celosa de la ofendida señora de la casa. Por esta razón se acostumbró a mostrar un carácter altivo, al que Ondina cedía con melancólica resignación, y que solía ser apoyado de la manera más decisiva por la ceguera de Huldbrand. Lo que aún turbaba más a los otros habitantes del castillo eran las extrañas apariciones con que se encontraban en los corredores abovedados del castillo, y de las que nadie había oído hablar desde que se tenía noticia. El hombre alto y blanco, en el que Huldbrand reconocía al tío Kühleborn, y Bertalda al espectral cuidador de la fuente, se les aparecía a menudo con actitud amenazadora, en especial ante Bertalda, de modo que ella ya había caído varias veces enferma del susto, e incluso había pensado en abandonar el castillo. Pero en parte amaba demasiado a Huldbrand, y se apoyaba asimismo en su inocencia, pues entre ellos nunca se había llegado a una explicación; en parte tampoco sabía hacia dónde podría dirigir sus pasos. El anciano pescador había respondido al mensaje del señor de Ringstetten de que Bertalda estaba en su casa, con una carta escrita con una letra apenas legible, como la que permitía la edad y la falta de costumbre:

«Me he convertido ahora en un viejo viudo, pues mi querida y fiel esposa se me ha muerto. Pero por muy solo que me pueda sentir en la cabaña, prefiero que Bertalda esté allí que aquí. ¡Tan sólo deseo que no le haga daño a mi querida Ondina! De otro modo, tendría mi maldición».

Bertalda pasó por alto las últimas palabras, pero eso de permanecer alejada del padre se lo tomó a pecho, como solemos hacer los hombres en casos similares.

Un día había salido Huldbrand a montar a caballo, cuando Ondina reunió a la servidumbre y dijo que trajeran una roca, ordenando que taparan con ella la espléndida fuente que se encontraba en el centro del patio del castillo. La servidumbre objetó que tendrían que subir el agua desde el valle. Ondina sonrió con tristeza:

—Siento mucho que tengáis que trabajar más, queridos míos —replicó—, preferiría recoger yo misma las jarras de agua, pero esta fuente se ha de cerrar. Creedme, no puede ser de otra manera, sólo así evitaremos un mal mayor.

La servidumbre se alegró de poder complacer a la amable ama, así que trajeron una roca enorme. La levantaron con sus propias manos y ya oscilaba sobre la fuente cuando llegó Bertalda corriendo y gritó que se detuvieran; de esa fuente sacaban el agua para lavarse, y esa agua le venía muy bien a su piel, jamás aceptaría que la taparan. Pero esta vez Ondina, aunque amable como solía, se mantuvo inhabitualmente en su decisión; dijo que como señora de la casa le correspondía a ella emitir las disposiciones que creyera convenientes y que no tenía que responder ante nadie que no fuera su esposo y señor.

—¡Mirad, oh, mirad! —gritó Bertalda enojada y temerosa—, esa agua tan buena se agita y se resiste porque ha de esconderse de la luz del sol, así como de la alegre vista de los hombres, ha sido creada para ellos, para servirles de espejo.

Y en verdad que el agua en la fuente se agitaba y arremolinaba de la manera más extraña; era como si quisiera hacer surgir algo, pero Ondina insistió con mayor seriedad aún en que se cumplieran sus órdenes. No habría necesitado tanta seriedad. La servidumbre se alegraba tanto de obedecer a su amable ama como de romper la obstinación de Bertalda, y por más amenazadora y reacia que se mostró, al final la piedra descansó sobre la fuente. Ondina se apoyó en ella pensativa y escribió algo en su superficie con sus bellos dedos. Debió tener algo afilado o puntiagudo en la mano, pues al apartarse y acercarse los demás, percibieron una gran cantidad de signos extraños en la piedra que ninguno había visto con anterioridad.

Bertalda recibió esa tarde al caballero con lágrimas y quejas sobre el comportamiento de Ondina. Él arrojó a esta una mirada seria y la pobre mujer miró ante sí entristecida. Pero dijo con gran presencia de ánimo:

—Mi señor y esposo no censura a ningún siervo sin antes escucharle, no creo que su fiel esposa sea menos.

—Habla, di lo que te ha movido a esa acción tan extraña —dijo el caballero con semblante sombrío.

—¡Te lo quiero decir a ti solo! —suspiró Ondina.

—Lo puedes decir en presencia de Bertalda —replicó él.

—Sí, si así lo mandas —dijo Ondina—, pero no lo mandes; te lo suplico, no lo mandes.

Su aspecto era de tal humildad, tan sumiso y noble, que en el corazón del caballero penetró un rayo luminoso de tiempos mejores. La cogió con ternura por la cintura y la condujo a una estancia donde comenzó a hablar:

—Ya conoces al vil tío Kühleborn, mi amado señor, y te lo has encontrado a menudo con enojo en los corredores de este castillo. A Bertalda a veces la ha asustado hasta ponerla enferma. Eso es porque él no tiene alma, es un mero y elemental espejo del mundo exterior que no logra reflejar el interior. De vez en cuando percibe que estás insatisfecho conmigo, que yo lloro por ello como una niña y que Bertalda quizá en ese mismo momento casualmente se ríe. Entonces se imagina cosas y se injiere en nuestras relaciones. ¿De qué sirve que se lo censure?, ¿de qué sirve que le eche? No me cree ni una palabra. Su pobre existencia no tiene ni idea de que las penas y las alegrías del amor se parezcan tanto ni de que estén tan hermanadas, de modo que ningún poder las puede separar. Bajo las lágrimas emerge la sonrisa, la sonrisa llama a las lágrimas.

Miró sonriendo y llorando a Huldbrand, quien sentía en su pecho todo el hechizo de su antiguo amor. Ella lo percibió, se apretó contra él y continuó entre lágrimas de alegría:

—Como no podía despachar a ese perturbador de la paz sólo con palabras, tenía que cerrarle la puerta. Y la única puerta de que disponía para entrar era la fuente. No se lleva bien con los otros espíritus acuáticos de esta comarca, su reino vuelve a comenzar en el valle más próximo, desde el Danubio, donde viven algunos de sus buenos amigos. Por esta razón ordené que pusieran la roca en la fuente y puse unos signos en ella que privarán de sus fuerzas a mi enfurecido tío. Así que no volverá a presentarse ni ante ti ni ante mí ni ante Bertalda. Los seres humanos pueden volver a levantar la roca con el esfuerzo de costumbre, los signos no se lo impedirán. Si quieres que la quiten, haz lo que desea Bertalda, pero te digo que ella no sabe lo que pide. El impertinente Kühleborn le ha cogido a ella una manía especial, y si ocurriera algo de lo que me ha profetizado, y que podría ocurrir sin que te lo tomaras a mal, ¡ay, amado mío, tú mismo no estarías fuera de peligro!

Huldbrand sintió en lo más hondo de su corazón la generosidad de su noble esposa, cómo se resistía, infatigable, contra su terrible protector, mientras que Bertalda la censuraba por ello. La abrazó con fuerza y dijo emocionado:

—La roca se queda donde está y todo se queda y se quedará como tú lo quieras, mi dulce Ondina.

Le halagó con humildad, alegre por esas palabras de amor que tanto había anhelado, y dijo al final:

—Mi queridísimo amigo, como hoy estás tan benévolo y bondadoso, ¿puedo atreverme a pedirte un favor? Mira, contigo es como con el verano. Precisamente en su mayor esplendor se pone la corona flameante y relampagueante, para que se le considere un verdadero rey y un dios terrenal. Así miras tú de vez en cuando, y relampagueas con la lengua y con los ojos, y te sienta muy bien, aunque yo a veces en mi necedad comience a llorar por ello. Pero no lo hagas contra mí en el agua o cuando estemos cerca del agua. Entonces mis parientes tienen un derecho sobre mí. Me arrebatarían sin compasión de ti en su enojo, pues creen que uno de su estirpe ha sido ofendido, y entonces me vería obligada a vivir durante toda mi vida allá abajo, en los palacios de cristal, y no podría volver a subir a ti, o ellos me enviarían a por ti, ¡oh, Diosl, y eso sería infinitamente peor. No, no, mi dulce amigo, no dejes que se llegue a eso, tanto te ama tu Ondina.

Le prometió solemnemente que haría lo que deseaba, y el matrimonio salió infinitamente contento de la estancia. Bertalda vino entonces a su encuentro acompañada de unos sirvientes, a los que había mandado llamar, y dijo con la actitud mohína que desde hacía un tiempo había adoptado:

—Ahora ya se ha terminado la conversación secreta, se puede quitar la roca. Id vosotros y haced el trabajo.

Pero el caballero, enojándose por esas malas maneras, dijo en pocas y serias palabras:

—La roca se queda donde está.

Reprochó, además, a Bertalda las duras palabras que había dirigido a su esposa, con lo cual los sirvientes sonrieron con oculto placer y se fueron. Bertalda, sin embargo, palideciendo, salió presurosa en la dirección contraria y se fue a su habitación.

Llegó la hora de la cena y esperaron en vano a Bertalda; por fin un ayuda de cámara encontró vacíos sus aposentos y trajo un sobre cerrado dirigido al caballero. Éste lo abrió conmocionado y leyó:

—Siento con vergüenza que soy una pobre pescadora. Como lo he olvidado en algún instante, quiero expiarlo en la cabaña de mis padres. Adiós, que viváis bien con vuestra bella esposa».

Ondina se entristeció de todo corazón. Pidió con insistencia a Huldbrand que fuera tras la amiga huida. ¡Ay, no tenía por qué espolearle! Su inclinación por Bertalda volvió a surgir con fuerza. Recorrió a toda prisa el castillo preguntando si alguien había visto el camino que había tomado la bella fugitiva. No pudo averiguar nada, y ya estaba montado en el caballo para salir al azar cuando vino un mozo y le aseguró que se había encontrado con la señorita en el sendero que llevaba al Valle Negro. Como una flecha salió el caballero por la puerta, en la dirección indicada, sin oír la voz angustiada de Ondina que le gritó desde la ventana:

—¿Al Valle Negro? ¡Oh, no vayas allí, no vayas! ¡O, por el amor de Dios, llévame contigo! ¡Huldbrand, no vayas!

Pero como vio que no servía de nada gritar, mandó que le ensillaran su caballo blanco y cabalgó tras el caballero, sin aceptar compañía alguna.

Capítulo decimocuarto

De cómo Bertalda regresó con el caballero

El Valle Negro estaba incrustado entre las montañas. Nadie sabe cómo se llama ahora. Por entonces la gente lo llamaba por la profunda oscuridad que proyectaban los numerosos árboles, entre ellos muchos abetos, en aquella hondonada. Incluso el arroyo que desciende por los barrancos se veía completamente negro, y no tan alegre como suelen serlo las aguas que tienen directamente sobre sí el cielo azul. En la penumbra del anochecer el valle se había tornado tenebroso y como hostil. El caballero trotaba temeroso a lo largo del arroyo; temía que su retraso le hubiese dado a la fugitiva una gran ventaja, o que por el apremio con que había recorrido el camino, la hubiera pasado por alto, al esconderse de él. Había penetrado ya bastante en el valle y pensó que podría haberla adelantado si había ido por la orilla derecha. El presentimiento de que no era así, hacía que su corazón latiera angustiado. ¿Qué iba a ser de la delicada Bertalda si no la encontraba en la tormenta nocturna que se avecinaba y que ya se cernía sobre el valle con aspecto cada vez más terrible? Fue entonces cuando vio brillar algo blanco en la pendiente de la montaña, entre unas ramas. Creyó reconocer el vestido de Bertalda y se aproximó. Su caballo, sin embargo, se resistía; se encabritó con gran violencia, y como él quería perder el menor tiempo posible, y como el caballo entre los arbustos se habría movido con dificultad, decidió bajarse de la silla y ató al resoplante corcel a una rama, tras lo cual penetró con cuidado entre los arbustos. Las ramas mojadas le golpeaban desagradablemente en la frente y las mejillas, un trueno lejano resonó tras las montañas, todo tenía un aspecto tan extraño que comenzó a sentir cierto temor ante la figura blanca que estaba en el suelo ya no muy lejos de él. Pudo distinguir entonces con claridad que se trataba de una mujer durmiendo o desmayada, con un vestido largo y blanco, como el que había llevado Bertalda ese día. Se acercó a ella, hizo ruido con las ramas y con su espada, pero no se movió.

—¡Bertalda! —dijo, primero en voz baja, luego cada vez más fuerte, pero ni se inmutaba. Cuando gritó por última vez su caro nombre con un gran esfuerzo, resonó un eco sordo por las montañas del valle, repitiendo: «¡Bertalda!». Pero no logró despertarla. Se inclinó sobre ella, la oscuridad reinante en el valle y la de la noche no le permitieron distinguir sus rasgos faciales. En el momento en que con una espantosa duda se agachaba hasta el suelo, un rayo surcó el firmamento y vio ante sí un rostro repugnante y distorsionado que le gritó con voz sorda:

—¡Dame un beso, pastor enamorado!

Huldbrand se levantó de un salto gritando por el susto. La fea figura le imitó y le murmuró:

—¡A casa! ¡Los espíritus malignos están despiertos! ¡A casa o serás mío!

Y extendió sus largos y blancos brazos para alcanzarle.

—¡Pérfido Kühleborn! —gritó el caballero reponiéndose—, ¡ya veo que eres tú, gnomo! ¡Aquí tienes un beso!

Y furioso acometió a la figura con su espada. Pero él se desvaneció y un chorro de agua no le dejó ninguna duda al caballero de cuál era el enemigo con el que se había enfrentado.

«Quiere que renuncie a buscar a Bertalda», se dijo a sí mismo en voz alta, «cree que voy a temer sus fantasmagorías y a entregarle a esa pobre y angustiada joven para que pueda vengarse en ella. No lo conseguirá, ese débil espíritu elemental. No sabe lo que puede hacer un corazón humano por su vida cuando lo quiere de verdad, eso no lo puede entender ese ridículo bufón». Sintió la verdad de sus palabras y que había hecho un gran acopio de valor al decirlas. Pero entonces ocurrió como si la suerte quisiera sonreírle, pues en cuanto llegó al lugar en que su caballo aguardaba atado, oyó claramente la voz quejumbrosa de Bertalda, que lloraba no muy lejos a través de los truenos y del viento tempestuoso. Salió corriendo hacia la dirección de donde procedía la voz y encontró a la temblorosa doncella, mientras intentaba trepar por la pendiente para alejarse de la tenebrosa oscuridad del valle. Él interrumpió su camino diciéndole palabras dulces, y ella, por muy orgullosa y audaz que pudiera haber sido antes su decisión, ahora sintió una gran alegría al ver a su querido amigo liberándola de tan terrible soledad y a la luminosa vida en el castillo amigo extendiendo sus amables brazos hacia ella. Le siguió casi sin contradecirle, pero tan exhausta que el caballero se alegró de poder llevarla hasta el caballo, al que desató. Quería montarla sobre el caballo y cogerlo por las riendas para guiarlo con precaución por el valle.

Pero el caballo estaba asustado por la aparición demencial de Kühleborn. Incluso al caballero le habría costado un gran esfuerzo subirse al encabritado y excitado caballo; subir a la temblorosa Bertalda habría sido imposible. Así que decidieron regresar a pie. El caballero tiraba con una mano de las riendas del caballo y con la otra sujetaba a la vacilante joven. Bertalda hizo acopio de sus fuerzas para atravesar lo antes posible ese terrible valle, pero su cansancio le pesaba como si fuera plomo y al mismo tiempo le temblaban todos los miembros, en parte por el miedo ya superado, pues Kühleborn la había acosado, en parte por la continua inquietud que le causaban los aullidos de la tormenta a través de los árboles.

Terminó por deslizarse del brazo de su conductor y cayó sobre el musgo, diciendo:

—Déjame aquí, noble señor. Expío la culpa de mi necedad, aquí moriré de cansancio y de miedo.

—¡No os abandonaré de ninguna manera, dulce amiga! —exclamó Huldbrand, esforzándose en vano por controlar al asustado corcel, que comenzó a babear y a desenfrenarse con mayor violencia; el caballero al menos pudo contentarse con mantenerle alejado y que no asustara más a la doncella con su propio miedo. Pero en cuanto se apartó de ella unos pasos con el enloquecido caballo, ella comenzó a llamarle de la manera más lastimosa, creyendo que realmente quería dejarla allí en ese espantoso valle. Él ya no sabía qué hacer. Habría querido darle plena libertad al angustiado caballo, que se precipitara en la noche y que se desfogara, si no hubiese temido que en ese estrecho pasaje se le ocurriese pasar con sus herraduras por el lugar en el que estaba Bertalda.

En esta gran confusión y peligro, se alegró infinito de oír un carruaje que pasaba lentamente por el camino empedrado. Pidió ayuda a gritos; respondió una voz masculina, le recomendó paciencia, pero le prometió ayudarle. Poco después vio dos caballos blancos que salían de entre los matorrales, así como la blanca blusa del carretero, y al instante la lona blanca que cubría las mercancías que transportaba. A la orden de «¡so!» de su dueño se detuvieron sus dóciles caballos. Fue al encuentro del caballero y le ayudó a tranquilizar a su caballo.

—Ya sé —dijo— lo que le ocurre al animal. La primera vez que pasé por esta región, a mis caballos les ocurrió lo mismo. Y eso es porque aquí vive un malicioso espíritu acuático al que le gustan estas bromas. Pero he aprendido unas palabras, si me permitís que se las diga al oído al caballo, con ellas se tranquilizará al instante, como están los míos.

—¡Intentadlo y ayudadnos! —gritó el impaciente caballero.

El carretero bajó la cabeza del inquieto animal y le dijo unas palabras al oído. A1 instante el caballo se quedó tranquilo y pacífico y sólo algún relincho y algo de vapor testimoniaba su anterior nerviosismo. Huldbrand no tenía tiempo de preguntar cómo había ocurrido. Coincidió con el carretero en que debía llevar a Bertalda en el carro, donde, según dijo, trasportaba balas del mejor algodón, y que así la conduciría hasta el castillo Burgstetten; el caballero podía acompañarles en su caballo. Pero el corcel parecía demasiado agotado por sus esfuerzos anteriores como para llevar a su dueño hasta un destino tan lejano, así que convenció al caballero de que subiera con Bertalda al carro. El caballo lo ataría a la parte trasera.

—Vamos a descender —dijo—, y a mis caballos les será más fácil.

El caballero aceptó su propuesta, subió con Bertalda al carro, el caballo los siguió con paciencia y el robusto y atento carretero también se subió.

En el silencio de la profunda y oscura noche, en la que la tormenta cada vez se alejaba más y se tornaba más silenciosa, con una cómoda sensación de seguridad y de cómoda marcha, entre Huldbrand y Bertalda comenzó una conversación cordial. Con tiernas palabras la reconvino por su altiva huida; ella se disculpó con humildad y emoción, y de todo lo que dijo se deducía, como la luz que anuncia al amante en la noche y el secreto, que aguardaba ser suya. El caballero percibió el sentido de esas palabras por más que no prestara atención a su significado, y respondió a cada una de ellas. Pero en ese momento el carretero gritó con voz chillona:

—¡Alto, caballos! ¡Quietos! ¡Tranquilos! ¡Caballos! ¡A ver qué hacéis!

El caballero se asomó desde el carro y vio cómo los caballos caminaban por en medio de unas aguas agitadas, o casi nadaban, pues las ruedas del carro sonaban como si fueran las de una noria, mientras que el carretero se había subido al pescante ante la crecida del agua.

—Pero ¿qué camino es este? ¡Estamos en medio de la corriente! —gritó Huldbrand al carretero;

—No, señor —le respondió con una carcajada—, es al contrario. La corriente cruza nuestro camino, ved si no cómo se ha inundado todo.

Y en efecto todo el valle se ondulaba y bramaba por unas olas repentinas y visiblemente crecientes.

—¡Éste es Kühleborn, el espíritu maligno de las aguas que nos quiere ahogar! —exclamó el caballero—, ¿no conocerás alguna fórmula, amigo, para esta ocasión?

—Sabría una —dijo el carretero—, pero ni podré ni querré emplearla en cuanto sepáis quién soy.

—¿Es este acaso momento de acertijos? —gritó el caballero—. La corriente sigue creciendo, y qué me importa saber quién eres.

—Pero sí que os importa —dijo el carretero—, pues yo soy Kühleborn.

Y soltó una carcajada con el rostro distorsionado dirigiendo la mirada hacia el carro, el cual no siguió siendo un carro, ni los caballos, caballos, todo se deshizo y se diluyó, e incluso el carretero se encrespó como una ola enorme, hundió al caballo, que se resistía con fuerza, en las aguas, y volvió a crecer, creció por encima de las cabezas de la pareja, que nadaba, hasta convertirse en una torre húmeda amenazándolos con sepultarlos sin salvación posible.

En ese instante resonó la encantadora voz de Ondina a través del estruendo, la luna salió de entre las nubes y con ella la misma Ondina se volvió visible en lo más alto del valle. Amenazó y ordenó a las aguas que se retiraran, la torre líquida desapareció gruñendo y murmurando, y todo volvió a su cauce; mientras, se vio a Ondina, a la luz de la luna, cómo se arrojaba, al igual que una paloma blanca, desde la altura, y cogía al caballero y a Bertalda, para llevarlos a un verde claro de la orilla, donde logró aliviarlos de su miedo y debilidad; ayudó, a continuación, a Bertalda a subirse a su caballo blanco, que la había llevado hasta allí, y así regresaron los tres al castillo Ringstetten.

Capítulo decimoquinto

El viaje a Viena

Desde el último incidente la vida en el castillo fue tranquila y callada. El caballero cada vez reconocía más la bondad celestial de su esposa, que ella, por su salida apresurada y su salvamento en el Valle Negro, donde Kühleborn mostró de nuevo su poder, había demostrado de una manera tan espléndida; la misma Ondina sintió la paz y la seguridad, de las que nunca carece un ánimo mientras siente con mesura que está en el camino adecuado, y además en el nuevo amor que se había despertado en el caballero por ella, y en su respeto, vislumbró un rayo de esperanza y de alegría. Bertalda se mostró agradecida, humilde y tímida, sin que volviese a considerar estas expresiones como algo meritorio. Cada vez que uno de los esposos quería explicar algo sobre la fuente sellada o sobre la aventura en el Valle Negro, suplicaba con ardor que la dispensaran de oírlo, pues por causa de la fuente sentía mucha vergüenza, y por causa del Valle Negro mucho miedo. Así que no le contaron nada más, ¿y para qué iban a hacerlo? La paz y la alegría habían encontrado acogida en el castillo Ringstetten. De ello se estaba seguro, y se creía que la vida ya sólo podía traer bellas flores y frutos.

En esa situación tan satisfactoria llegó y pasó el invierno, y la primavera miró con sus verdes retoños y su cielo azul claro a los habitantes del castillo. La primavera encontró goce en ellos y ellos en ella. ¿Qué puede extrañar, por tanto, que sus cigüeñas y golondrinas también despertaran en ellos las ganas de viajar? Una vez que pasearon hacia las fuentes del Danubio, Huldbrand les habló del esplendor de ese noble río, y de cómo fluía por tierras bendecidas por él, cómo resplandecía la hermosa Viena a sus orillas, y de cómo ganaba en su transcurso en poder y en encanto.

—¡Debe ser maravilloso seguirlo hasta Viena! —exclamó Bertalda, pero poco después, sumida en su actual humildad y modestia, se calló enrojeciendo. Pero esto conmovió mucho a Ondina, y con el deseo más vivo de causarle un gran placer a su amiga, dijo:

—¿Quién nos impide emprender ese viaje?

Bertalda saltó de alegría, y las dos mujeres comenzaron a imaginarse el viaje en sus mejores colores. Huldbrand se sumó alegremente a ellas, pero preocupado le dijo al oído a Ondina:

—Pero Kühleborn sigue siendo poderoso, ¿verdad?

—Deja que venga —respondió ella sonriendo—, yo voy con vosotros y conmigo no se atreverá a causarnos ningún mal.

Con esto se descartó el último impedimento y se prepararon para el viaje. Poco después, se pusieron en camino con grandes ánimos y esperanzas.

Pero no os asombréis, lectores, si las cosas no salen nunca como uno se espera. El poder infame que acecha para perdernos canta a sus víctimas elegidas dulces canciones y les cuenta cuentos maravillosos mientras duermen. En cambio, el mensajero celestial salvador a menudo golpea con brusquedad en nuestra puerta.

Durante los primeros días del viaje por el Danubio lo pasaron muy bien. Todo era cada vez más bonito y mejor, conforme bajaban por el orgulloso río. Pero en una región muy agradable, de cuya majestuosa vista se habían prometido un gran placer, el indomable Kühleborn comenzó a mostrar su poder sin disimulo alguno. Todo quedó, ciertamente, en pequeñas bromas, pues Ondina se inmiscuyó en las agitadas olas o en los obstructores vientos, convirtiendo su hostilidad en rendición; Pero estos ataques se repetían una y otra vez, y una y otra vez tenía que intervenir Ondina, de modo que la alegría viajera padeció una abrupta ruptura. Entretanto murmuraban los barqueros y miraban con recelo a los tres viajeros, cuyos sirvientes comenzaron a presentir cada vez más algo siniestro, y a perseguir a sus señores con extrañas miradas. Huldbrand se decía a menudo: «Esto viene de juntarse lo que es diferente, de que un hombre y una sirena hayan concertado una extraña unión». Disculpándose, como a todos nos gusta, también pensaba: «Yo no sabía que era una sirena. Mía es la desgracia de que cada uno de mis pasos se vea estorbado por sus locos parientes, pero no es mía la culpa». Con estos pensamientos se sentía en cierta manera fortalecido, sin embargo cada vez estaba más malhumorado, incluso hostil, con Ondina. La miraba con ojos enojados, y la pobre mujer comprendía muy bien qué significaban esas miradas. Y así, exhausta por el esfuerzo continuo contra los ardides de Kühleborn, por la noche, mecida agradablemente por el vaivén de la barca, se sumió en un profundo sueño.

Pero apenas había cerrado los ojos, todos en el barco pudieron ver, a cualquiera de los lados por el que se quisiera mirar, una cabeza humana repugnante, que surgía de las olas, y no como la de un nadador, sino vertical, como empalada en la superficie, aunque flotando, al igual que flotaba la barca. Cada uno quería enseñarle al otro lo que le espantaba, y todos encontraron en los demás la misma cara de espanto. Señalando con la mano y con los ojos hacia distintas direcciones, como si ante cada uno estuviera ese monstruo entre amenazador y sonriente. Al quererse poner todos de acuerdo, gritaban: «¡Mira allí, no, allá!», y entonces cada uno pudo ver las terribles imágenes y cómo en las aguas alrededor del barco pululaban muchos de esos seres espantosos. Del griterío que se elevó por ello se despertó Ondina. Ante su presencia desapareció esa hueste enloquecida de engendros. Pero Huldbrand estaba indignado por esas desagradables bufonadas. Habría roto en maldiciones si Ondina, con mirada humilde y en voz baja no le hubiese dicho en tono suplicante:

—¡Por Dios santo, marido mío, estamos en las aguas, no te enojes conmigo!

El caballero enmudeció, se sentó y se sumió en sus pensamientos. Ondina le dijo al oído:

—¿No sería mejor, amado mío, que dejáramos este tonto viaje y regresáramos al castillo Ringstetten en paz?

Pero Huldbrand murmuró con hostilidad:

—¿Así que he de ser un prisionero en mi propio castillo? ¿Y sólo podré respirar mientras la fuente esté cerrada? Preferiría que todo ese demencial parentesco…

Y aquí Ondina puso sus bellos dedos en sus labios. Él se calló y no dijo más, recordando lo que Ondina le había dicho antes.

Entretanto Bertalda se había abandonado a extraños pensamientos. Sabía mucho del origen de Ondina y, sin embargo, no todo, y en especial el terrible Kühleborn seguía siendo para ella un oscuro enigma, de modo que ni siquiera había oído mencionar su nombre. Reflexionando sobre todas esas cosas tan extrañas, abrió, sin ser consciente de ello, una cadena de oro que le había comprado Huldbrand en una de las excursiones de los últimos días, y jugó con ella pasándola por la superficie, sumida en sus ensoñaciones y admirando el brillo que arrojaba sobre las aguas vespertinas. En ese momento surgió del Danubio una mano enorme, cogió la cadena y volvió a sumergirse. Bertalda gritó y una risa burlona resonó desde las profundidades. Ahora el caballero ya no pudo contener su ira. Se levantó de un salto y comenzó a maldecir a todas esas criaturas que querían inmiscuirse en su vida y las retó, ya fueran sirenas o genios, a presentarse ante su espada desnuda. Bertalda, mientras, lloraba por su joya perdida, a la que había cogido gran cariño, y con sus lágrimas arrojó aceite hirviendo en la ira del caballero, mientras que Ondina mantenía sumergida la mano en las olas sobre la borda, murmurando algo para sí, y sólo interrumpiendo ese murmullo para decirle en tono suplicante a su marido:

—Amado mío, no me censures aquí; censura todo lo que quieras, pero no a mí, ¡ya lo sabes!

Y así fue, contuvo su lengua balbuceante por la ira que pudiera referirse a ella. Ondina, entonces, sacó del agua con su mano mojada un maravilloso collar de coral, brillando con tal esplendor que casi cegó a los presentes.

—Tómalo —dijo ella, ofreciéndoselo amigablemente a Bertalda—, he dicho que me lo traigan como sustituto, así que no te apenes tanto, pobre niña.

Pero el caballero se interpuso. Arrebató de la mano de Ondina la bella joya, la volvió a arrojar al río y gritó lleno de ira:

—¿Así que sigues teniendo relaciones con ellos? ¡Quédate entonces con ellos, en el nombre de todas las brujas, con todos tus regalos y déjanos en paz a nosotros, los seres humanos, impostora!

La pobre Ondina le miró fijamente con los ojos llenos de lágrimas, aún con la mano extendida con la que había querido ofrecer amablemente ese bonito regalo a Bertalda. Comenzó entonces a llorar como un niño inocente pero amargamente ofendido. Por fin dijo con voz fatigada:

—¡Ay, noble amigo, adiós! No te harán nada, tan sólo sigue siendo fiel, para que pueda defenderte de ellos. ¡Ay, pero ahora debo irme, debo despedirme de toda mi juventud! ¡Ay, ay de mí, qué es lo que has hecho!

Y desapareció sobre la borda de la nave. Volvió a surgir más allá entre las olas y se deslizó por ellas, confundiéndose cada vez más con el líquido elemento hasta diluirse por completo en el Danubio; olas pequeñas parecían susurrar con sollozos alrededor del barco un mensaje apenas audible, algo así como: «¡Ay, ay, sigue siendo fiel!, ¡ay de mí!».

Huldbrand, sin embargo, derramaba ardientes lágrimas en la cubierta del barco y un desvanecimiento sumió al infeliz en la inconsciencia.

Capítulo decimosexto

De lo que le aconteció a Huldbrand

¿Será por desgracia o por fortuna el que nuestra tristeza no tenga duración? Me refiero a nuestra tristeza profunda, que se alimenta del pozo de la vida, que se funde hasta tal punto con el amado perdido que este no se considera perdido, y que quiere formar un sacerdocio consagrado hacia su imagen, hasta que cae sobre nosotros la misma barrera que también cayó sobre él. Es cierto que hay hombres buenos que se convierten en esos sacerdotes, pero ya no es la primera y auténtica tristeza. Otras imágenes ajenas se han ido interponiendo, experimentamos finalmente la transitoriedad de todas las cosas terrenales incluso en nuestro dolor, y así he de decir: «¡Qué pena que nuestra tristeza no tenga una duración auténtica!».

El señor de Ringstetten también experimentó esto mismo; si fue por su bien, lo sabremos en el curso de este relato. Al principio no pudo otra cosa que llorar amargamente, como la pobre y amable Ondina había llorado cuando él le arrebató la bella joya de las manos, con la que quería remediarlo todo. Y entonces él alargaba la mano, como ella lo había hecho, y volvía a llorar una y otra vez, como ella. Albergaba la esperanza de diluirse él mismo en lágrimas, ¿y no se nos ha pasado también a algunos de nosotros, en el sufrimiento, un pensamiento similar por la cabeza con un placer doloroso? Bertalda lloraba con él, y vivieron mucho tiempo juntos y en silencio en el castillo Ringstetten, celebrando el recuerdo de Ondina y olvidando casi por completo su mutua atracción. Por ese tiempo Ondina visitaba a menudo a Huldbrand en sueños; le acariciaba con ternura y se volvía a ir llorando y en silencio, de modo que al despertar él no sabía por qué sus mejillas estaban tan húmedas: ¿eso venía de las lágrimas de ella o de las suyas?

Pero estos sueños fueron disminuyendo, la tristeza del caballero se fue apagando y, no obstante, tal vez no habría albergado otro deseo en su vida que seguir recordando a Ondina y hablar de ella, si el anciano pescador no hubiese aparecido inesperadamente en el castillo y hubiese reclamado a Bertalda, con toda seriedad, como su hija. Se le había informado de la desaparición de Ondina, y él no quería permitir que Bertalda siguiera viviendo, soltera como estaba, en el castillo con el caballero. «Pues, ya me quiera mi hija o no», dijo él, «eso ahora no me importa, pero la honra está en juego, y donde ella habla, no tiene nadie más la palabra».

Estos sentimientos del viejo pescador, y la espantosa soledad que amenazaba con apoderarse del caballero y de las salas y corredores del castillo desolado, tras la partida de Bertalda, hicieron que se manifestara lo que anteriormente se había adormecido y se había olvidado por la tristeza sobre Ondina: la inclinación de Huldbrand por la bella Bertalda. El pescador tenía muchas objeciones contra el propuesto matrimonio. El hombre había querido mucho a Ondina, y opinaba que no se sabía con certeza si la desaparecida había muerto. Ahora bien, ya estuviera su cadáver rígido y frío en el fondo del Danubio, o fuera llevado por las aguas hacia el mar, Bertalda había sido en parte culpable de su muerte y no le parecía decente que sustituyera a la pobre ausente. Pero el pescador también le había cogido cariño al caballero; los ruegos de la hija, que se había vuelto mucho más humilde y dulce, y sus lágrimas por Ondina, hicieron que al final diera su consentimiento, y así él permaneció sin oponerse en el castillo, y se envió un mensajero para que trajera al padre Heilmann, que en días más felices había bendecido a Ondina y a Huldbrand, para celebrar el segundo matrimonio del caballero.

Pero en cuanto ese hombre piadoso hubo leído la carta del señor de Ringstetten, se puso en camino hacia el castillo con más prisa de la que había empleado el mensajero en llegar hasta él. Cuando le faltaba la respiración por la premura de su paso, o le dolían los viejos miembros por el cansancio, solía decirse: «¡No se te ocurra dejarme en la estacada, aguanta hasta llegar a la meta, tú, cuerpo ajado!». Y con fuerzas renovadas se volvía a levantar y seguía su camino impertérrito, sin descansar, hasta que una noche entró en el patio del castillo Ringstetten.

Los novios se sentaban cogidos del brazo bajo los árboles, el anciano pescador, reflexivo, junto a ellos. Tan pronto como reconocieron al padre Heilmann, se levantaron y se apresuraron a saludarle. Pero él, sin decir muchas palabras, quiso llevarse consigo al novio al castillo; como este se asombrara y dudara en obedecer el serio gesto, el piadoso sacerdote dijo:

—¿Qué es lo que me impide hablar con vos a solas, señor de Ringstetten? Lo que tengo que decir afecta también a Bertalda y al pescador, y lo que uno oirá más adelante, es preferible que lo oiga ahora, cuando aún es posible. ¿Estáis tan seguro, caballero Huldbrand, de que vuestra primera esposa realmente ha muerto? Yo tengo mis dudas. No quiero hablar más de lo peculiar que hay en ella, de eso no sé nada cierto. Pero era una mujer fiel y piadosa, de eso no cabe duda alguna. Y desde hace catorce noches se me ha aparecido en sueños, juntando sus manos con angustia y suspirando: «¡Ay, querido padre!, sigo viva, ¡ay, salvad su cuerpo!, ¡ay, salvad su alma!». Yo no sabía qué podía significar esa visión nocturna, pero entonces llegó vuestro mensajero, y por eso me he apresurado a venir hasta aquí, y no a unir, sino a separar lo que no se puede juntar. ¡Déjala, Huldbrand! ¡Déjale, Bertalda! Pertenece a otra, ¿y no ves la pena por su esposa desaparecida en sus pálidas mejillas? Ese no es el aspecto de un novio, y el espíritu me dice: si no le dejas, será tu desgracia.

Los tres sintieron en lo más hondo de su corazón que el padre Heilmann había dicho la verdad, pero no querían creerlo. Incluso el anciano pescador ya estaba tan confuso que creía que no podía suceder de otra manera a como se había planeado esos días. Por esto atacaron con una turbia y alocada precipitación las advertencias del sacerdote, el cual, finalmente, abandonó, triste y sacudiendo la cabeza, el castillo sin ni siquiera aceptar el alojamiento y el refrigerio que se le había ofrecido. Huldbrand, en cambio, se convenció de que el sacerdote era un aguafiestas y con la mañana envió a buscar a un padre del monasterio más próximo que dio su aquiescencia y prometió celebrar el matrimonio en unos días.

Capítulo decimoséptimo

El sueño del caballero

Era a la hora del amanecer cuando el caballero yacía en su cama en un estado entre la vigilia y el sueño. Si quería hundirse en el sueño era como si le esperara algo espantoso, lo que le impedía dormirse, pues en el sueño hay fantasmas. Pero si pensaba con toda seriedad en despertarse, notaba a su alrededor un aire como el que pueden dar las alas de un cisne y con unos tonos halagadores, por lo que volvía a sumirse en ese estado intermedio confuso pero agradable. Pero por fin quiso despertarse del todo, pues le pareció como si ese cisne le llevara sobre sus plumas por encima de la tierra y los mares, cantando mientras tanto de la manera más cautivadora. «¡Música de cisne!, ¡canto de cisne!», se tenía que decir una y otra vez a sí mismo, «¿significa eso la muerte?». Pero probablemente tuviera otro significado. De repente tuvo la sensación de estar flotando sobre el mar Mediterráneo. Un cisne le cantó al oído que ese era el mar Mediterráneo. Y mientras él se fijaba en las aguas, se convirtieron en puros cristales, de modo que a través de ellos podía ver hasta el mismo fondo. Se alegró mucho por ello, pues podía ver a Ondina, sentada bajo la clara cúpula de cristal. Lloraba, y se la veía mucho más triste que en los tiempos que habían pasado juntos en el castillo Ringstetten, sobre todo al principio, y también después, poco antes de comenzar la infausta travesía por el Danubio. El caballero tuvo que pensar en todo ello con detalle y hondura, pero no parecía que Ondina fuera consciente de su cercanía. Entretanto llegó hasta ella Kühleborn y la quiso reprender por sus llantos. Ella se sobrepuso y le miró con un dominio de sí misma que casi le asustó.

—Por más que viva aquí sumergida en las aguas —dijo—, tengo mi alma conmigo. Por eso puedo llorar, aunque no puedas adivinar qué significan estas lágrimas. También ellas son una bendición, como todo es una bendición, para aquel en el que mora un alma fiel.

Él sacudió con incredulidad la cabeza y dijo tras reflexionar algo:

—Y, sin embargo, sobrina, estás sometida a nuestras leyes, y tendrás que matarle en caso de volver a casarse y serte infiel.

—Hasta ahora es un viudo —dijo Ondina—, y me ama con la tristeza de su corazón.

—Pero al mismo tiempo es un novio —rió Kühleborn burlón—, y en unos días se habrá celebrado la ceremonia religiosa, entonces tendréis que optar por la muerte del bígamo.

—No puedo —sonrió Ondina—, he sellado la fuente para mí y para los míos.

—¡Pero si él sale del castillo —dijo Kühleborn—, o si se le ocurriera volver a abrir la fuente! Pues él piensa muy poco en esas cosas.

—Precisamente por eso —dijo Ondina, y siguió sonriendo entre lágrimas—, precisamente por eso oscila en espíritu sobre el mar Mediterráneo y sueña como advertencia esta misma conversación. Yo lo he dispuesto así.

Kühleborn miró encolerizado hacia arriba y vio al caballero, le amenazó, pataleó y se precipitó como una flecha entre las olas. Era como si se inflara de maldad hasta adoptar el tamaño de una ballena. Los cisnes comenzaron de nuevo a cantar, a batir sus alas y a volar; al caballero le pareció que cruzaba los Alpes y ríos y que por fin llegaba al castillo Ringstetten, despertando en su lecho.

Y, en efecto, se despertó y precisamente en ese momento entró su escudero y le informó de que el padre Heilmann seguía en los alrededores; le había visto la noche anterior en el bosque, bajo una cabaña que se había fabricado con ramas y musgo. A la pregunta de qué hacía allí, pues no quería celebrar el matrimonio, la respuesta fue que había otras bendiciones que no eran nupciales, y que si no había venido a una boda, podría tratarse de otra celebración. Había que esperar. Además, casar y afligirse tampoco son dos cosas que estén tan separadas, y quien no se deja cegar, lo ve muy bien.

El caballero se quebró la cabeza con estas extrañas palabras y con su sueño. Pero es muy difícil convencerse de otra cosa cuando uno se ha metido algo en la cabeza, y así todo quedó como antes.

Capítulo decimoctavo

De cómo el caballero Huldbrand contrajo matrimonio

Si os contara cómo se celebró la boda en el castillo Ringstetten, os sentiríais como si vierais un gran cúmulo de cosas brillantes y regocijantes, sobre las que se había extendido un crespón de luto, de cuya cubierta negra todo el esplendor se asemejaba menos a una acción placentera que a una burla sobre la insignificancia de todas las alegrías terrenales. Y no como si cualquier monstruo espectral hubiese perturbado la festiva reunión, pues ya sabemos que el castillo era un lugar a salvo de las apariciones de los amenazadores genios acuáticos. Pero el caballero, el pescador y todos los huéspedes sentían como si faltara la persona principal en la fiesta, y como si esa persona principal lo fuera la amable Ondina, querida por todos. Cada vez que se abría una puerta, todas las miradas se dirigían a ella involuntariamente, y al comprobarse que sólo era el portero con las llaves o el camarero con una botella de vino, todos volvían a mirar, turbados, ante sí, y las chispas que habían saltado aquí y allá de dolor y de alegría, se apagaban con el rocío del triste recuerdo. La novia era de todos la más despreocupada y, por ello, la más divertida; pero también ella tenía de vez en cuando la extraña sensación de que se sentaba a la cabecera de la mesa con la verde corona y el vestido bordado en oro, mientras que Ondina yacía fría y rígida en el fondo del Danubio, o que era arrastrada por la corriente hacia el océano. Pues, desde que su padre había mencionado algo parecido, esas palabras no dejaban de resonarle en los oídos, y no querían callarse.

La reunión se disolvió poco antes de anochecer; no quedó disuelta por la impaciencia esperanzada del novio, como en otras bodas, sino por una presión que pesaba en los ánimos, por una tristeza generalizada y por un negro presentimiento. Bertalda se fue con sus doncellas y el caballero con sus servidores para cambiarse de ropa; en esa triste fiesta no hubo nada de la alegre compañía de los solteros.

Bertalda quería animarse; hizo que pusieran ante ella una espléndida joya que Huldbrand le había regalado, junto con ricos vestidos y velos, para elegir lo más bello. Sus doncellas se pusieron contentas por ese motivo, y no dejaron de encomiar con las más vivas palabras la belleza de la recién casada. Se concentraron cada vez más en esas consideraciones hasta que por fin Bertalda, mirándose en el espejo, suspiró:

—¡Ay!, pero ¿no veis las pecas que me están saliendo en el cuello?

Ellas lo vieron, y lo encontraron como había dicho su bella señora, pero lo llamaron un lunar encantador, una pequeña mancha que aún incrementaba más la blancura de su suave piel. Bertalda negó con la cabeza y dijo que seguía siendo un defecto, y que podría quitárselo, suspiró, pero que la fuente de la que siempre recogía esa agua tan excepcional para el cuidado de su piel estaba cerrada.

—¡Si tan sólo pudiera disponer de una botella para esta noche!

—¿Sólo es eso? —rió una de las doncellas y salió con rapidez de la estancia.

—No será tan loca —preguntó Bertalda favorablemente sorprendida— de hacer que quiten esta misma noche la piedra.

Pero ya se oía que los hombres salían al patio, y pudo ver poco después desde la ventana cómo la obsequiosa doncella los conducía a la fuente y llevaban sobre los hombros troncos de árboles y otras herramientas.

—Cierto, es mi deseo —sonrió Bertalda—, siempre que no tarden mucho.

Y alegre de que ahora un gesto suyo lograra lo que antes se le negara de una manera tan dolorosa, se puso a contemplar el trabajo a la luz de la luna.

Los hombres empleaban todas sus fuerzas para retirar la roca, de vez en cuando uno de ellos suspiraba recordando que se estaba destruyendo la labor de la querida señora. Pero el trabajo fue más fácil de lo que se había creído. Fue como si una fuerza del interior de la fuente hubiese cooperado a desplazar la roca.

—Es —dijeron los hombres asombrados— como si el agua quisiese saltar con la fuerza de un surtidor.

Y la roca se fue levantando más y más, y casi sin la intervención de los hombres, rodó lentamente con un ruido sordo hacia el empedrado. De la abertura de la fuente surgió entonces una solemne columna de agua, blanca por la espuma; al principio pensaron que, en efecto, debía ser un surtidor, hasta que se dieron cuenta de que formaba una figura femenina cubierta por un velo blanco y pálido. Lloraba amargamente, se llevó las manos angustiada sobre la cabeza y comenzó a caminar con paso lento y serio hacia el edificio del castillo. Los sirvientes se apartaron de la fuente, la recién casada se quedó pálida, rígida de espanto, en la ventana, junto con sus doncellas. Cuando la figura pasó por debajo de la ventana, miró hacia ella gimiendo y Bertalda creyó reconocer, bajo el velo, los rasgos pálidos de Ondina. Pasó de largo la doliente con paso lento, forzado y dubitativo, como si se aproximara a un patíbulo. Bertalda gritó que se llamara al caballero; pero ninguno de los sirvientes se atrevía a moverse, y también la recién casada volvió a enmudecer, como si temblara ante su propia voz.

Mientras los criados seguían angustiados en la ventana, inmóviles como columnas, la extraña caminante había llegado al castillo, había subido sus bien conocidas escaleras, había atravesado sus bien conocidas salas, siempre llorando en silencio. ¡Ay, de qué manera tan diferente había caminado por allí en otras ocasiones!

El caballero había despedido a sus sirvientes. Vestido a medias, estaba de pie ante un gran espejo con ánimo decaído, la vela ardía en la oscuridad junto a él. Alguien llamó entonces a la puerta sin apenas hacer ruido. Ondina solía llamar así, cuando quería bromear con él. «Todo esto no es más que una ilusión», se dijo a sí mismo, «he de ir al tálamo nupcial».

—¡Sí que has de ir, pero a uno frío! —se oyó decir a una voz llorosa ante la puerta, y entonces él vio en el espejo cómo se abría la puerta, lenta, muy lentamente, y entraba la blanca figura deambulante, cerrando detrás de sí el pestillo—. Han vuelto a abrir la fuente —dijo en voz baja—, y ahora estoy de nuevo aquí, y ahora tú has de morir.

Él sintió con su corazón en suspenso que no podía ser de otra manera, pero se llevó las manos a los ojos y dijo:

—No me vuelvas loco de miedo en la hora de mi muerte. Si tienes un semblante espantoso tras el velo, no lo levantes y acaba conmigo sin que te vea.

—¡Ay! —replicó la visitante—, ¿no quieres verme por última vez? Soy bella, igual que cuando pediste mi mano en el lago.

—¡Oh, si así fuera! —suspiró Huldbrand—, y si pudiera morir con un beso tuyo…

—Encantada, amado mío —dijo ella, y retiró el velo y su dulce semblante sonreía celestialmente. Temblando de amor y por la proximidad de la muerte, el caballero se inclinó hacia ella; Ondina le besó con un beso celestial, pero no quiso dejarle ir, le abrazó con más fuerza, como si quisiera mojar su alma con sus lágrimas. Las lágrimas penetraron en los ojos del caballero y con un delicioso dolor llegaron a su corazón hasta que por fin dejó de respirar y cayó suavemente de sus bellos brazos, ya cadáver, sobre los cojines de la cama.

—Le he matado con mis lágrimas —dijo a algunos de sus servidores a los que encontró en el camino, quienes se quedaron espantados, mientras pasaba lentamente a su lado dirigiéndose a la fuente.

Capítulo decimonoveno

De cómo el caballero Huldbrand fue enterrado

El padre Heilmann llegó al castillo poco después de que se anunciara la muerte del señor de Ringstetten, y apareció justo a la misma hora donde el monje, que había celebrado el infausto matrimonio, huyó por las puertas abrumado por el miedo.

—Está bien así —replicó Heilmann cuando se lo dijeron—, y ahora me corresponde ejercer mi ministerio, para lo cual no necesito a nadie.

Poco después comenzó a consolar a la esposa, que se había convertido en viuda, por más que tuviera poco éxito con sus ánimos mundanos. El anciano pescador, en cambio, aunque profundamente afligido, asumió mejor el destino que había afectado a su hija y a su yerno y, mientras Bertalda no podía dejar de acusar a Ondina de asesina y de hechicera, el hombre dijo con serenidad:

—No podía ocurrir de otra manera. En esto no puedo ver otra cosa que el juicio de Dios, y nadie ha sufrido más en su corazón por la muerte de Huldbrand que la que ha tenido que ser su autora: la pobre y abandonada Ondina.

Dicho esto se dispuso a ayudar en la preparación del funeral, como convenía al rango del fallecido. Este había de ser enterrado en el cementerio de una iglesia en el que estaban todas las tumbas de sus antepasados, y a la que ellos, como él mismo, habían dotado con privilegios y donaciones. El escudo y el yelmo ya se habían depositado sobre el ataúd para ser enterrados con él en la cripta, pues el señor Huldbrand von Ringstetten había muerto siendo el último de su estirpe; la comitiva fúnebre comenzó su triste recorrido, cantando hacia el claro cielo azul, Heilmann guiándola con un crucifijo, y le seguía la desconsolada Bertalda, apoyada en su padre. De repente se percibió entonces en medio de las mujeres de luto una figura blanca como la nieve, cubierta enteramente por un velo, y que elevaba sus manos con profundos gemidos. Aquellas junto a las que iba quedaron espantadas, se retiraron ya fuera hacia atrás o hacia los lados, asustando aún más con sus repentinos movimientos a las que iban a su lado, de modo que comenzó a formarse un gran desorden en la comitiva. Hubo algunos soldados que fueron tan osados como para dirigirse a la figura y querer que se retirara, pero era como si se les escapara de las manos y poco después se la seguía viendo marchar con pasos solemnes. Por último, y con el continuo desviarse de las personas llegó a situarse detrás de Bertalda. Caminaba con gran lentitud, de modo que la viuda no la percibía y ella siguió con gran humildad y decencia detrás de ella y sin que nadie la importunara.

Así fue hasta que llegaron a la iglesia y la comitiva trazó un círculo en torno a la tumba abierta. Bertalda vio entonces a la inesperada acompañante y, apoderándose de ella una mezcla de ira y de horror, le mandó que se retirara de la tumba del caballero. La tapada negó dulcemente con la cabeza y elevó las manos como con una humilde petición hacia Bertalda, lo cual la emocionó mucho y la llevó a pensar con lágrimas cómo Ondina le quiso regalar en el Danubio con tanta amabilidad aquel collar de coral. El padre Heilmann hizo un gesto y pidió silencio, para que se pudiera orar sobre el cuerpo con muda devoción. Bertalda calló y se arrodilló, y los enterradores hicieron lo mismo una vez concluido su trabajo. Cuando todos se volvieron a levantar, la mujer extraña de blanco había desaparecido; en el lugar donde se había arrodillado, había surgido una fuentecilla argéntea que corría y corría hasta casi rodear el túmulo del caballero; luego siguió corriendo hasta derramarse en un silencioso estanque, situado junto al cementerio de la iglesia. En tiempos posteriores los habitantes del pueblo mostraban aún la fuente y parecen haber estado convencidos de que era la pobre y repudiada Ondina, que de esa manera seguía abrazando tiernamente a su amado.

Fin

Friedrich de la Motte Fouqué. (1777-1843) Escritor romántico alemán. El autor de «Ondina», era de origen normando y perteneció a una familia noble de hugonotes que se vio obligada a emigrar en el siglo XVII por el Edicto de Nantes. Tras una breve carrera militar, se dedicó a la literatura, con una interrupción en la que participó en la guerra de liberación contra Napoleón. Autor de poesías, novelas, cuentos y dramas, fundador de revistas literarias, fomentó a otros literatos de su tiempo como Eichendorff y Chamisso. Alcanzó una gran popularidad, quizá fuera el más popular de entre los autores románticos, y su «Ondina» fue elogiada ni más ni menos que por Goethe. Para escribir esta obra se inspiró en el Libro de las ninfas, sílfides, pigmeos, salamandras y de otros espíritus, de Paracelso. E.T.A. Hoffmann compuso una ópera titulada Ondina de la que Fouqué, que era amigo suyo, fue autor del «libretto».