Preciada puerta

Puerta. Foto por Dima Pechurin en Unsplash
Puerta. Foto por Dima Pechurin en Unsplash

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-Hay alguien tirado en el campo -vino a decirnos mi hermanito.

Eran las ocho en punto de la mañana y hacía tanto calor que la hierba despedía humo y los saltamontes cantaban. Durante días, había corrido la voz de que llegaba un huracán. Desde ayer sentíamos sus indicios: una quietud en el aire seguida por la abrupta ondulación del viento; el cielo parecía más alto y se veía lavado.

-Debe ser un molinero borracho que duerme en el pasto o un vagabundo. Hasta puede ser tu tío Bud, quién sabe -me dijo mi padre-. Ve a ver qué es.

-Ven conmigo -le pedí-. Tengo miedo.

Encontramos a una pobre criatura golpeada que no respondía a los llamados de mi padre. Llevamos a la persona inconsciente a la galería trasera y la acostamos en el sillón.

-Me gustaría que no dejes que los chicos vean eso -dijo mi madre antes de replegarse en la oscuridad de la casa como en su caparazón.

-Quizás esté muriendo -dijo mi padre-. No podemos ponerlo de pie. Llama al médico, hijo. Después, trae un poco de agua caliente.

Mi padre intentó despertar al hombre con un fuerte “eh”. Luego, bajó la voz en una suave invocación y le dijo: “Eh, amigo. Hola, hola…”.

El amigo maltratado no se movió. Respiraba de manera pesada, casi mezquina. El agua caliente lavó apenas la sangre, que formaba algo así como una pasta en los labios y las mejillas. Después, un poco de agua fría bastó para echar hacia atrás su pelo oscuro. Entonces, cuando su rostro y su aspecto se hicieron nítidos para nosotros, vimos lo que habría sido una hermosa joven si hubiese sido una chica, pero era un hombre. Algo brillaba en el rostro dañado y supimos que habíamos traído a casa, desde el pastizal del molino, a una persona especial. Cuando mi padre le quitó la camisa manchada, vio algo y les dijo a los chicos (yo tenía doce y era el mayor) que salieran al patio. No me alejé mucho. Me escondí bajo el jazmín amarillo, contra el mosquitero, y oí.

“Amigo, puede que no lo logres”, decía mi padre, “si el médico no se apura. Alguien te ha lastimado con un cuchillo.” En otro momento, oí que mi padre preguntaba: “¿Quién te hizo esto? ¿Quién te cortó así?”. Ningún sonido provenía del extraño. “¿Eh?”, insistió mi padre con ternura. “¿Quién te lastimó así? ¿Eh? No puede oírme y no puede hablar. Bueno, intenta descansar hasta que llegue el médico”, escuché decir a mi padre.

En ese momento, me sentí apenado por el desconocido que yacía en silencio, tan apenado que de pronto lloré bajo el jazmín amarillo.

El huracán que, decían, se acercaba a nosotros desde el extremo sur del Golfo seguía llegando. Podíamos olerlo. El viento rápido, seguido por la lluvia, se cernía sobre nosotros, se iba de golpe y retornaba. En ese momento, estaba cerca de nosotros y mi padre adivinó que iba a alcanzarnos. Las tormentas asustaban a mi padre, que no le temía a casi nada. Tenía miedo en nuestra vieja casa y siempre nos llevaba al sótano de la escuela.

-Mary, ve con los chicos a la escuela, rápido -dijo mi padre.

Corrí adentro de la casa.

-Me quedo con mi padre y con el hombre herido -anuncié.

Casi se arma una discusión, pero no había tiempo para eso y me di cuenta de que mi padre quería que me quedase.

La tormenta siguió acercándose y derribó la rama de un nogal, que quedó atravesada en el camino. La lluvia golpeó con violencia el costado de nuestra casa por unos minutos y luego se detuvo.

-Ahí viene -dijo mi padre-. No podemos quedarnos aquí, en esta galería cubierta. Asegura el mosquitero y recoge las cosas que están a la intemperie. Vamos a llevar al herido a la sala. ¿Cuál es tu nombre, amigo?

Vi que mi padre acercaba su oído a la boca del joven. Luego, lo alzó como si fuera un chico y lo llevó a la sala. Era una habitación fresca y sombría que solo se usaba en ocasiones especiales. Por lo visto, mi padre quería darle al herido lo mejor que tenía para ofrecer.

Arrastré las cosas hasta la galería y llevé un poco de leña a la sala.

-Pensé que podríamos encender la chimenea -anuncié.

-Está muy bien -dijo mi padre-. Sabes hacerlo, como te enseñé.

Vi que había hecho un camastro en el suelo con los almohadones del viejo sillón.

-Ayúdame a poner a nuestro amigo en el camastro -me pidió mi padre.

Levantamos a nuestro amigo. Al principio, me dio miedo tocarlo pero su cuerpo se sentía amigable en mis brazos inseguros, como si fuera algo mío. Lo sentía querido por mí. Mi padre debió haber sentido lo mismo porque su rostro parecía lleno de suavidad a la luz del fuego. El fuego marchaba bien y daba luz y calor. De pronto, hacía cobrar vida, en la pared, a los rostros de mi abuela y mi abuelo, que habían hecho fogatas en esa chimenea. Nos miraban desde sus marcos polvorientos. El hombre murmuró:

-Gracias.

-Dios te bendiga, amigo -dijo mi padre.

Palmeé la cabeza del hombre. El aire quedó cautivo en mi garganta… él estaba con nosotros.

La tormenta seguía ahí, se nos venía encima. Nuestra casita empezó a temblar y a crujir. Aunque no dijimos nada, mi padre y yo teníamos miedo de que el doctor Browder no pudiera salir. Vimos el camino de tierra frente a la casa. Era una corriente fluida. Luego vimos, gracias a un relámpago, los árboles caídos sobre el camino, un poco más lejos, y supimos que el doctor nunca iba a llegar.

Mi padre y yo empezamos a curar al desconocido. Lavamos sus heridas. Mi padre rezó a la luz amarilla del fuego, en la casita endeble que mi abuelo había construido para su familia. Su techo y sus paredes habían sido un refugio seguro para varias generaciones, un amparo ante un mundo que a lo sumo se extendía hasta unos pocos pueblos cercanos. Mi padre rezaba con su mano de carpintero apoyada en la frente del hombre que sufría. Le daba la otra mano con amor y esperanza. Entonces escuché las palabras de mi padre:

-Está muerto.

De rodillas, elevamos una plegaria al Señor junto al camastro que ocupaba el muerto desconocido. Sobre nuestro rezo repicaban los rítmicos golpes del viento contra algo de metal que quizá fuera nuestra bañera. Mi padre dijo:

-Se parece a alguien.

En ese momento, supe que era así porque vi su frente -de algún modo, bendita-, vi sus labios pálidos y carnosos y su amargo pelo oscuro, tan familiar como el de un pariente. El viento repicaba contra la bañera.

El corazón me pesaba y me dolía. Sentí que mi rostro se inundaba, pero las lágrimas tardaban en llegar y, cuando llegaron, lloré en voz alta. Mi padre me sostuvo entre sus brazos y me meció como si tuviera tres años, como hacía cuando yo tenía tres. Lo oí llorar. Sentí, por primera vez, el amor que una persona puede tener por alguien a quien no conoció, por un extraño que de pronto se vuelve cercano. El amor exaltado que sentía por el extraño visitante colmaba la sala. Entonces, con un anhelo que no había experimentado hasta esa noche, hasta esa brava y tierna noche en nuestra sala, en ese pueblito escondido, deseé conocer algún día el amor de una persona sin importar cuán amarga pudiera ser su pérdida.

El huracán azotaba nuestra casa, nuestros árboles y tierras. Los relámpagos nos dejaban ver lo que la tormenta ya le había hecho al mundo.

-Este debe ser el peor que ha golpeado al país -dijo mi padre-. Que Dios sostenga el techo que protege nuestras cabezas y reciba el espíritu de este pobre hombre.

-Y que también proteja a mamá, a mi hermana y a Joe en el sótano de la escuela -agregué.

La inundación subió hasta la galería delantera. Nos sentamos solos, con el desconocido. Mi padre lo había lavado, le había quitado la ropa y lo había vestido con una camisa limpia y pantalones de trabajo. El ser muerto era una presencia en la sala. Esperamos.

El sol se extinguía. Se hundía en las aguas que cubrían el pueblo en esa tarde incierta. Miramos hacia afuera y vimos un mundo de cosas que pasaban flotando. Nosotros mismos nos sentíamos a flote. Entonces empezó a llover otra vez, justo desde la luz del sol, que se apagó. Se puso muy oscuro.

-Estamos perdidos -me dijo mi padre-. Todos seremos arrastrados por el agua.

-Dios, por favor, que pare la lluvia -recé.

El fuego había consumido nuestra reserva de leña y se deshacía con rapidez.

-Hijo, ve a buscar una vela a la habitación -pidió mi padre-. Vamos a ponerla al lado del cuerpo para que no sequede en la oscuridad.

Cuando mi padre llamó “el cuerpo” al extraño, tuve, por primera vez, un sentimiento de pérdida y dolor. Nuestro amigo, a quien yo quería y lloraba como a alguien conocido, se había marchado. Solo quedaba “el cuerpo”. Entonces comprendí la parte más dura de la muerte, el duelo en las tumbas, y lo que con tanta amargura se daba por vencido allí. Era el cuerpo.

Lo que interrumpió nuestra mañana fue una figura en la ventana. Una figura en harapos, con los pelos al viento, con ojos bravos, con cara de terror, que miraba a través de la cortina de agua.

-Hay alguien -le susurré a mi padre-, alguien en la tormenta, alguien que quiere entrar.

-Maldita sea. Ayúdanos, Señor -gritó mi padre, asustado como nunca lo había visto.

Luchamos con la puerta delantera. Cuando abrimos el cerrojo, una ráfaga la lanzó contra nosotros y nos tiró al suelo. Fue como si lanzara a la figura, como si la empujara de un soplido.

Vimos que era un hombre joven con ropa andrajosa y barba espesa. Entre los tres, logramos cerrar la puerta. La afirmamos con un pesado perchero de roble inmemorial que estaba en la entrada, en el mismo lugar en que había estado siempre. De pronto, tenía vida.

-Es la peor tormenta que he visto en mi vida -le dijo mi padre al hombre.

El hombre asintió y pudimos ver que era joven. Fuimos a la sala, atraídos por la luz de la vela y del fuego. Vio al hombre en el camastro y se abalanzó sobre él. Cayó de rodillas, lloró y derramó lágrimas sobre el hombre muerto. Mi padre y yo esperamos, con la cabeza gacha, unidos en la confusión, ante el sonido ardiente del fuego y el suave llanto del joven. Finalmente, mi padre dijo:

-Estaba tirado en el campo. Tratamos de ayudarlo.

El hombre permaneció de rodillas junto a la figura que estaba en el camastro. Lloraba y murmuraba:

-Chico, chico, chico, chico…

Mi padre se acercó al hombre, que estaba de rodillas, y le puso una manta sobre los hombros. Dijo con suavidad:

-Voy a traer un poco de café caliente, amigo.

A solas con los dos hombres, con el muerto y el vivo, sentía miedo, pero estaba lleno de piedad. Escuché que el hombre hablaba suavemente, en un lenguaje entrecortado que yo no podía entender -porque quizás estaba demasiado sofocado por el asombro-. Entonces, oí que decía, con claridad:

-Pon tu cabeza en mi pecho, chico. Aquí. Bien, bien, chico. Ahora está bien. Ahora estás bien. Tu cabeza está en mi pecho, bien, bien.

Mi padre entró con el café y lo dejó en el suelo, al lado del deudo.

-Ahora, siéntese -le dijo- y entre en calor.

El hombre se sentó y se echó la manta sobre los hombros. Mi padre le preguntó su nombre.

-Ben -dijo-. Él y yo somos hermanos. Yo lo crié.

No quiso tomar el café. Bajó la vista hacia la figura de su hermano y dijo:

-Estábamos en un furgón, regresábamos de Memphis. Íbamos al puerto de Houston. Teníamos un plan.

Entonces, gritó suavemente:

-No quería lastimarlo, juro por Dios que no quería lastimarlo.

Se llevó la cabeza de su hermano al pecho y lo acunó. Mi padre y yo estábamos sentados sobre los resortes fríos del sofá cuyos almohadones eran el camastro del muerto. Yo podía sentir el amparo del brazo de mi padre, que apretaba mi cabeza contra su pecho. Sentí un amor perpetuo hacia él, hacia mi padre. Sin embargo, en mi cabeza resonaban las palabras de Ben: “Teníamos un plan”. Mi sangre se aceleró, colmada de esperanza, de la esperanza de poseer el valor de ser tierno como ese hombre, si es que tendría la suerte de que alguien aceptara mi ternura; de la esperanza de compartir un plan con alguien. Supe que buscaría eso en mi vida. Quién iba a detenerme o a decirme que nunca tendría esa ternura inefable que sentía crecer en mi pecho mientras la sangre corría en mi interior. Era el regalo de Ben para su hermano y para mí. Sentí que esa pasión me había estado cegando y que había recuperado la vista. Vi que Ben alzaba del camastro el cuerpo de su hermano.

-Gracias por atenderlo -nos dijo, solemne, y se dio vuelta para irse-. Ahora, mi hermano y yo vamos a irnos.

-Si salen, van a ahogarse -dijo mi padre-. Espere hasta que pase la inundación, por amor de Dios.

Mi padre se paró frente a Ben para detenerlo, pero Ben dijo, con un dejo de oscuridad en la voz:

-Fuera de mi camino, amigo.

Ben se iba. Sostenía el cuerpo contra su pecho. Mi padre y yo nos quedamos quietos mientras nuestros visitantes, que habían venido de la inundación, regresaban a ella por la puerta tapiada.

-Hasta luego, hasta luego -susurré.

-Que Dios los acompañe y me perdone por dejar ir a un hombre que mató a su hermano -dijo mi padre casi para sí.

Vimos, a través de la ventana, a los hermanos que se iban en medio del agua bajo la luz menguante del día. Ben llevaba en sus brazos el cuerpo de su hermano y oprimía su cabeza contra su pecho.

-No van a lograrlo -dijo mi padre.

-¿Adónde van?

-Están en manos de Dios -respondió mi padre-. Aunque Ben sea un asesino, creo que está perdonado porque regresó y se disculpó. El amor de Dios obra por medio de la reconciliación.

-Padre -pregunté-, ¿qué es reconciliación?

-Volver a unirse en paz -respondió mi padre-. Aunque entre estos dos hermanos hubo padecimiento, se han reunido otra vez en paz.

Los dos hombres de la “reconciliación”, que se habían reunido en paz otra vez, desaparecieron en medio de la lluvia gris, entre las aguas crecidas. Mis ojos se aferraron a ellos hasta que dejé de verlos. Quería rescatar a esos hermanos, a esos enemigos que se querían, de la llovizna en que se disolvían.

Los días que siguieron a la lluvia fueron peores que la lluvia. El río se hinchó y cubrió granjas y caminos y mucha gente se sentó sobre los techos de sus casas. Aunque el agua que nos rodeaba fue a dar a las tierras bajas (estábamos en un alto), mi padre y yo quedamos abandonados. El sol traía un calor nuevo. El mundo estaba empapado y había un olor a cosas mojadas y cosas podridas. Había víboras, ranas toro que gemían, pavos reales que gritaban en los árboles y rojos cangrejos de río que saltaban en el barro.

En nuestra casa aislada y remota, en la extrañeza de esos días, lloré muchas veces por Ben y por su hermano. Había nacido en mí un sentimiento oscuro que comenzaba a despejarse de a poco. Un hombre en bote se detuvo para contarnos los prodigios de la tormenta. Nos dijo que había algodón de enebro tirado sobre una vasta superficie de agua, como si se tratase de flores blancas; que mil leños del aserradero se habían perdido; que el campanario de una iglesia había sido arrastrado con campana y todo y que no solo se mantenía milagrosamente a flote sino que, además, seguía sonando como si fuese una boya, cerca del puente de Trinity.

Durante un tiempo, en distintos pueblos reportaron que habían visto una puerta que flotaba con los cuerpos de dos hombres por el ancho río. En un pueblo, la gente dijo que, al pasar por allí, la balsa se había arremolinado en la corriente, como poseída por un demonio, pero, que aunque los hombres seguían encima de ella, se creía que estaban muertos. Cerca de la boca del río, donde el agua fluye hacia el Golfo, dijeron que la puerta montaba las crestas de unos rápidos con tal serenidad que era fácil ver a los dos hombres -uno, vivo y feroz, sostenía al otro, muerto-. Después de eso, esperé otros reportes, pero no hubo más noticias sobre la preciada puerta.

FIN

William Goyen. Se licenció y obtuvo un master en Escritura Comparada en la Universidad de Rice, y posteriormente fue profesor en la Universidad de Houston. Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió en un portaviones en la marina. A su término, vivió en Nuevo México, California y Nueva York. En 1952 y 1954, gracias a dos becas Guggenheim, estudió en Roma. Años más tarde, fue editor de McGraw-Hill, y profesor visitante de varias universidades americanas.