Narrativa

El mataleón

Foto de Emiliano Vittoriosi en Unsplash

A Armando, musa de este cuento.
A mi mamá, por la idea.
Y a Ele, mi secre.

Como sueño era interesante. Nunca soñaba pero aquella noche lo hizo con el Morro, con Helena, el fantasma y un Cubo enamorado de la mulata, todavía jóvenes ambos. Y la resolución del caso, cogiendo preso al “fantasma” manipulado por gente bien viva que se apoyaba en la antigua leyenda del castillo. Después Helena se fue de Cuba y aprendió de soledades, lesbianas y equivocaciones con su rotunda pérdida en el caso de la asesina de la insulina. Estoy seguro que era ella pero no pude apresarla. Investigaciones iban y venían, el tiempo pasaba, México se tragó a Helena y él se casó con Julia, que le salió tortillera, Y Moni llegó a mí, tarde pero a tiempo para salvarme del desespero. Gracias a ella, él y su hija estaban en México. Gracias a ella, el Cubo ―comandante Orlando Orjales Orta, tres O, O al cubo, Cubo― tenía sus primeros casos en tierras mexicas.

Le gustaba ayudar a la gente y el ejercicio físico, así que decidió estudiar para hacerse fisioterapeuta. Pero no debía olvidar que amaba profundamente matar personas. Más que un hobby, era una necesidad de su organismo, parte intrínseca de su ser.

Eran personas enfermas que estaban en sus manos y podía simular un accidente. La sola posibilidad de verlos sin respirar en sus brazos excitaba su mente. No, no le daban lástima, algunos hasta se podían defender y eso lo hacía más peligroso y llamativo.

Una de sus formas preferidas era utilizar una llave de defensa personal que llamaban de mataleón y después gritar y quejarse de que había sido un cruel accidente. Los familiares le creían; no había porqué dudar con su cara de ángel y atenciones con los pacientes. Aunque siempre hay alguien más observador que podía descubrirlo y echar al piso sus planes.

El tío de Moni ―todavía estaba casado con ella y esperaba que por un largo tiempo― llevaba años paralítico y era atendido por un fisioterapeuta, que hacía un mes había muerto en un accidente. Alguien le habló a Orlando de él y decidió probarlo. No sabía que ahí estaba su nuevo caso.

Para el Comandante era una forma de comer diferente, una sociedad y lenguaje extraños pero decidió acoplarse rápido a la nueva vida. No podían ser tan distintos, porque todos eran latinoamericanos, con las mismas raíces. Y estaba en lo cierto.

El fisio llegó una mañana, con su andar pausado y la sonrisa en el rostro. Les cayó bien a todos pero el Cubo notó algo con su sexto sentido que no le gustó: Es un cínico farsante que oculta verdades. Y decidió observarlo estrechamente.

Al mes, todos adoraban al joven y decían maravillas de él. Pero Orlando no estaba convencido: Lo presiento en el aire.

El aire. Fue el escritor Carlos Fuentes el que habló de la ciudad más transparente, pero de eso no quedaba nada. Ahora era una megalópolis contaminada, ruidosa, llena de gente y carros, sin mar, tan diferente a su ya lejana Habana. No podía olvidar sus raíces, el azul Caribe, el cielo límpido. Su gente. Sus bailes. Los moros y cristianos. Los negros de Los Sitios, que metían miedo a los que no los conocían. Una Cuba llena de carencias pero que defendía a su gobierno, quizás absurdamente, a sangre y fuego. Gentes que no conocían el mundo pero opinaban de él. Cierto que “Patria es Humanidad”, Maestro, pero que cómodo es sentirte en tu casa. El Cubo no olvidaba.

Pasar el brazo por el pecho, casi amorosamente, como haciendo ejercicios, y llevarlo al cuello, que apretaba firmemente hasta que el paciente moría. Entonces lo dejaba caer a sus pies y comenzaba todo su drama, con lágrimas y pataletas. Había muerto en sus brazos y eso lo hacía sentir mal. Nadie dudaba de su dolor genuino, los pedidos de perdón vociferados al viento y los abrazos que solicitaba a la familia: Nadie tiene la más mínima sospecha y no quedan marcas de la llave. Así lo hizo por un largo tiempo y la lista de muertos creció.

El tío siguió todas las instrucciones al pie de la letra; sin embargo, murió durante la terapia. Eso fue lo primero ―y no lo último― que llamó la atención de Orlando. Y ahí comenzó la investigación.

Había que conocer los antecedentes del joven, incluyendo pacientes anteriores y niñez. Se enteró que la mayoría de su carrera la había hecho fuera del país y que un porciento elevado de personas bajo su cuidado habían muerto: Otra pista para mi teoría. Visto de esa forma, era más de un cadáver y eso lo convertía en un asesino en serie: Oculto, como todos; sangriento pero descubierto ahora con un expediente abultado. Y estaba en sus manos.

La mejor forma de cogerlo era matando a alguien. Después de morir el tío, se dio a la tarea de seguirlo en sus rehabilitaciones. No vio nada extraño ni hubo más muertos, hasta meses después.

Era una mujer todavía joven que había tenido un accidente. Necesitaba sesiones particulares de terapia. Y él cayó solito…

Una tarde ―ya el Cubo estaba desesperado― fue a dar sus sesiones y no pudo controlarse: al fin y al cabo, hacía meses desde su último asesinato. Pensó que estaban solos y no vio al policía detrás de la cortina. Todo pasó en cuestión de minutos.

Confiado, cruzó su mano en el pecho de la mujer y la llevó al cuello, apretándolo. Ella gritó pero el sonido de la música amortiguó sus sonidos. Emitió un leve quejido buscando aire. Esa fue la orden.

Pistola en mano, el policía saltó y lo encañonó.

No necesitaban más nada. Todo quedaba dicho.

Llegaría la autoridad y caería preso con sus antecedentes. Quizás le pedirían una fianza. Buscarían a un abogadillo de cuarta que cobrara poco, sin escrúpulos, y le echarían poco tiempo en la cárcel a pesar de las evidencias. Cumpliría cinco o diez años y saldría, a matar más personas. Nadie recordaría por qué estuvo preso y seguiría rodeado con el silencio cómplice de la impunidad. La mesa estaba servida desde que empezó a matar. Quizás se casaría, tendría hijos y se olvidaría todo lo demás. Pasaría bien el tiempo entre rejas, unas vacaciones largas y un poco incómodas, de las que saldría todavía joven y podría recomponer su vida. La sociedad lo apoyaría. En ese país todo era posible.¿Y saldría? ¿Cuándo? ¿Cómo? La justicia estaba sucia, de siempre. No había pena de muerte, no fueran a culpabilizar un inocente: Pero lucharé por la verdad sin descanso.

Sueños.

Y los sueños, sueños son.

18 de noviembre 2022.

Yamilet García Zamora. La Habana, 1965. Narradora

Licenciada en Letras por la Universidad de La Habana. Maestra en Museos por la UIA de México, DF y Doctora en Teoría Literaria por la UAM de Iztapalapa, México. Trabaja como Profesora de Redacción y Literatura en la Universidad Panamericana, la UNITEC y el CAM, donde también imparte cátedra a la maestría en museos.