Narrativa

¡Arriba Industriales!

Equipo cubano de beisbol Industriales

A mis vecinos de Reina 312.
A mi padre, industrialista de pura cepa.

Son las diez de la noche. Mi padre se ha cansado de vociferarle al televisor: “Comemierda, esa jugada es de corrido y bateo”. “Me cago en la Virgen —pobre Virgen, siempre en los sacrílegos labios de mi padre—, qué coño hace este dirigiendo el equipo, tiene que mandar a robar la segunda”. “¡Quita al pitcher, idiota, le están cayendo a palos!”. Diez de la noche. Como siempre, Industriales pierde 1 por 0 frente a Santiago de Cuba, noveno inning, el clásico de la pelota cubana. Mi padre, definitivamente berreado, lanza su anatema final: “¡Esto es una mierda! Me voy a dormir”. Y apaga el televisor. Yo espero tranquilamente a que se vaya y vuelvo a encenderlo. Ya conozco estas pataletas y aunque me interesa que mi equipo gane —yo sí soy industrialista hasta la muerte— más me interesa ver a Javier, Dios, me derrito con Javier y su guantazo. Rafael, mi vecino, se burla de mí: “Allá va tu cochinito, mira cómo corre, no puede el gordito”. Yo me río y no le hago caso. Es cierto que está un poco gordito pero eso no le quita sabor. Para gustos… libritas. Mira a Alitriz, mi otra vecina, dando gritos amorosos por Padilla, el flacundengo: “Dale, Padilla, qué lindo, mira qué lindo”. En mi edificio uno se entera de todo, desde los gustos beisboleros hasta las preferencias sexuales de cada quién.

Industriales va a la defensa. Veo a Javier allá, en el center field y no le pierdo ni ojo ni pisada. Sobresale porque es blanco y de ojos azules. Eso es lo que más me gusta: sus ojos. En un equipo de la capital, lleno de chocolaticos por todas partes —así le digo a Pedrito, mi vecino, mi hermano que nació de noche—, Javier y Padilla son la excepción. Y son, también, los jugadores del momento. Pero Javier, “el Seguro” Méndez, corre hacia adelante, se lanza sobre ese largo batazo al centro del terreno, coge la pelota y, detrás, el guantazo, el orgiástico, masculino, arrebatador guantazo. El Latino ruge, la gente patalea, Armandito el Tintorero baila, grita, canta. “Ahora soy el rey, si te gusta bien y si no también “. Industriales sigue perdiendo pero al menos este año puede ser el campeón de la Liga. Tercer out. Final del noveno. Esta es la hora de los mameyes.

Cierro los ojos. Javier al bate. Lo toma entre sus dedos y lo acaricia. Me mira a través de la pantalla, tiende su mano y me sonríe. Javier abre mis piernas y señala la marca del bateador en el piso. Yo me arrodillo en el cajón de bateo. Sé que detrás está el umpire y el catcher pero no los veo. Sé que hay más de 50 000 personas atentas —no a mi, sino a Javier— pero no los siento. Alzo los ojos hacia él, bate y hombre, pene y bate, piernas y pene, eso, una mamada, al bate, al rabo, a las piernas, a todo el equipo Industriales que pierde —y no puede perder el campeonato, no esta vez, no otra vez. El televisor ruge y abro los ojos, sobresaltada. Javier ha tomado posición de toque y me parece oír la voz de mi padre, que dormido sigue en el juego: “Bestia, animal, cómo vas a mandar tocar al cuarto bate, estás perdiendo, esto es pelota de manigua”. Javier toca la pelota, toque perfecto, pasa al pitcher, pasa al de primera, no llega nadie, se ha armado el despelote. Javier en la inicial.

“Esto se está poniendo bueno” —pienso, ante la posibilidad de una carrera. El calor es agobiante, me corre el sudor por la espalda. El ventilador echa aire caliente, estas insoportables noches de verano en La Habana —siempre es verano en La Habana—, sólo se está bien en el muro del Malecón. Pero no hoy. No esta noche. Esta noche juega Industriales.

Javier se separa, ligeramente, de la base y me vuelve a mirar. Saca la lengua y se la pasa por los labios. No, por mi cuerpo, bebe cada gota de sudor, la chupa como solo un vampiro del trópico sabe hacerlo. Siento su lengua que recorre cada escondrijo de mi piel y me vuelvo gelatina ante los embates de labios, lengua y manos, dedos prodigiosos, seguros no solo con la pelota, el guante, el bate. Dedos que conocen el oficio de calmar sospechas y despertar victorias en el cuerpo de una mujer.

Jugada de corrido y bateo. Javier en segunda. El otro jugador, sacrificado en primera. Un out. La posibilidad del empate en segunda. Yo, calurosa y caliente, me revuelvo en el sillón. Pongo el ventilador fijo, directo a mi cara. “Juego no apto para cardíacos” —me digo, le digo a él, el de los ojos azules que me mira desde la intermedia y me susurra: “¿Dónde nos quedamos?”. Claro, nos quedamos, a mitad de camino, pero sus manos ya siguen el recorrido iniciado, manos de mago, de cura que otorga el perdón y me hunde en el pecado. No puedo resistirme ante esa mano insinuante entre mis piernas y esos labios codiciosos en mis senos. Lo quiero tocar pero se me escapa o, más bien, se difumina entre la gritería del estadio. No importa, él no se inmuta, corre ligero a tercera y desde allí me lanza un beso.

Casi no me percato de la jugada, rolling entre primera y segunda, directo al jardín central. Hombre en tercera y  primera. Ahora sí podemos ganar de verdad. Van a conversar con el pitcher. ¿Lo irán a quitar? Javier no desperdicia el tiempo y se me acerca. Al oído, me murmura las más tiernas tonterías mientras su mano pinta arabescos en mi pubis. En mi pipi. Es un pintor enfrascado en una labor de consagrado, dedos transformados en pincel, primero; dedos que aprietan la pelota, la lanzan, la atrapan de nuevo mientras los dientes abren surcos en mi pecho, mi cuello, mis ojos. Me convierto en savia entre sus brazos que me acogen justo en el instante en que el catcher y el manager se retiran del montículo. Van a dejar al pitcher. Javier, como niño furtivo, se aleja a su base con cara de travieso.

Me incorporo, jadeando y tomo de mi té, el que fue helado, ahora apenas tibio, con mucho limón y sin azúcar. De un trago, me lo tomo completo. Respiro más profundo. Si todos los juegos son así, de veras que cualquiera se muere. En el edificio nadie grita. Es una quietud engañosa, todos están prendidos al televisor -los que no fueron al Latino- esperando el milagro tan esperado. Un murmullo de insatisfacción, malas palabras, chiflidos: el séptimo bate acaba de meter la pata, fly a las manos de tercera. Nadie se mueve. Y dos outs. Nadie va a dejar batear al octavo —espero. Que no salga el octavo —imploro. Por favor, haz algo bien esta noche, estúpido manager —grito, tan caliente como la noche que se escapa en el rugido de las gargantas de los habaneros. No, sale un emergente, al fin algo bien hecho, vamos, arriba, Industriales.

Javier se remueve en tercera, salta, no me mira. Concentrado, se prepara para el asalto final a mi cuerpo, al home, al triunfo. El batazo es un meteoro que se abalanza al left field. El jardinero corre hacia adelante, corre como Javier al home, corre… la pelota pica, se extiende, a volar, locura, éxtasis de una ciudad apasionada que sueña y muere con su equipo. Yo también grito, con más deseo que nadie. Javier ha entrado con el empate, recoge el bate, detrás de él los otros, no sé, él me mira, me tiende el bate, su sexo a mis pies, su triunfo entre mis piernas, en mí, dentro de mí, con movimientos sin fronteras, corriendo las bases del desafuero, con el ansia y el poder del vencedor, con la fuerza y la esperanza del héroe. El público se ha tirado al terreno, Industriales es el vencedor este año. Y lo sé porque todo tiembla en mi interior, porque un hombre gime sobre la multitud haciéndome sentir las delicias de una entrega beisbolera. La Habana es un gran orgasmo. Suspiro, me relajo, le beso los ojos. No puedo negarlo. No tengo remedio. Al fin y al cabo, yo soy de Industriales.

Yamilet García Zamora. La Habana, 1965. Narradora

Licenciada en Letras por la Universidad de La Habana. Maestra en Museos por la UIA de México, DF y Doctora en Teoría Literaria por la UAM de Iztapalapa, México. Trabaja como Profesora de Redacción y Literatura en la Universidad Panamericana, la UNITEC y el CAM, donde también imparte cátedra a la maestría en museos.