Poesía

El Restaurador

LIMBO DE LA VANIDAD O PRIMER DISCURSO DEL RESTAURADOR

Hace miles de años, cuando el primer temblor del habla era apenas un suceso en los labios del hombre, ascendí a ese cúmulo al que Milton, más tarde presentó a sus coetáneos como Limbo de la vanidad.

Cuánto fue mi asombro al descubrir que Dios estaba allí. Arrobado por su presencia me dirigí a él en una oración:

Bendíceme, Señor, soy tu esclavo. Tu oculto deseo, ah Creador, es mi designio. Soy tu criatura, te obedeceré por siempre, Padre. Y en tu nombre obraré. De barro me has hecho, concédeme tu amor y piedad. Te debo cuanto soy. Con adoración ¿tu Reino algún día podré heredar?

Mas al escuchar Dios todas mis promesas y, sin duda, mi más pésima inquietud, nada dijo. Si hubieran visto cuánta severidad tuve tiempo de apreciar en sus divinos ojos, antes de esfumarse, dejando en mi alma una tempestad violenta.

Seiscientos años después, volví a subir a la montaña. No imaginan con cuánta sorpresa encontré allí a Satanás. Absorto, le dije:

A ti, el más rebelde de todos, reverencio. Mi alma
entrego al séquito que guías. Presto estoy
a la más ardua empresa. El Cielo, oh Señor mío, debemos juntos recobrar.

El diabólico ser no contestó. Lo vi desplegar sus alas inmensas. Si hubiesen visto con cuánta ira batió sus alas, antes de perderse en el Caos.

Doscientos años después, volví a escalar la montaña. No encontré a Dios. Tampoco a Satanás. Sin embargo, allí estaba mi Alma. Conmovido por su revelación, una vez más consideré oportuno hilvanar mis palabras, y entonces expresé:

Tú eres mi anhelo supremo, mi plenitud. Tú has sido mi pasado y mi futuro edificarás. Como una raíz, soy tu prolongación en la tierra oscura. Como tu fruto, dejo mi aroma en el aire. El viento lo conducirá a tierras lejanas y así todos sabrán de mí y de ti. No habrá ser que pueda resistirse a admirarnos.

Antes de ser la niebla que hoy cubre, como un velo, la cumbre de esa montaña, se inclinó sobre mí. (Si hubiesen visto cómo me habló mi Alma). En un susurro, me hizo la siguiente confesión:

Cómo puedes ser tan inconsecuente con tus palabras. Cuánto tiempo he esperado para brindarte cobija, como el mar a los arroyos que se deslizan con firmeza, procurando conciliar sus aguas, y tú no has sido capaz de identificarme: primero me confundes con Dios, luego con Satanás.

DONDE UN RESTAURADOR PROCURA QUE OTRO COMPRENDA CUAL ES EL MARASMO DE SU OFICIO

El ciego te dirá: “No veas”; un mudo: “Enmudece”; un insensible: “Sé discreto, no exacerbes tu sensibilidad”; el preso: “No te liberes” y el escéptico: “Ten fe”.

Tú debes tener prejuicios si prejuiciado eres, debes obstinarte si obstinado eres, restaurar, si te asiste esa terrible vocación de corregir aquello a lo que los demás no quieren dedicar un tiempo. Hazlo, pero hazlo siempre desde la conformidad contigo mismo.

Da rienda a tu más espontánea inspiración: desluniza a la luna, acompaña a la soledad, deshumedece a la lluvia, oscurece a la luz, desnuda todo lo ensombrecido e hirsuto; sin saberlo, es lo que te han recomendado ellos, con sus proposiciones.

AL LECTOR

A Linda,
la respuesta a aquella misiva tuya,
que seguramente ya ni recuerdas.

Enemigo mío, no te fíes de éstas, mis palabras. Su apariencia es la confirmación de nuestra podredumbre. Cuidadosamente las tramo para protegerme de tus preguntas, y a ti, de mi aparente desinterés.

El Yo que hay en mí, disfruta merodear por la casa del silencio. Allí permanecerá siempre, inadvertido, inasequible, como el dedo que deslizas sobre esta página.

Mi pretensión es hacer que creas lo que digo, que confíes en cuanto hago. Mis palabras no son sino tus propios pensamientos, mis actos tus esperanzas, descomunales desdoblamientos que, de otra manera, odiarías.

Cuando lees: “Yo soy tan libre como el viento” realmente lo que debía decir es: “Como el viento, tiranizo”; pero lo escondo, pues no quiero revelar que mi mente no se ocupa del viento, sino del mar apacible que nos circunda.

Yo sé que suelo confundirte. En verdad, no puedes entender mis términos, hijos del mar; ni me interesa que los comprendas. Prefiero seguir arrojado por las olas a esa isla a la que no podrás acceder, al menos, no lo harás dócilmente.

Ah lector, enemigo mío, el más entrañable, cuando para ti transcurre el día, yo sufro la impostergable tiranía de las noches, y sin embargo, no dejo de hablarte de la luz. Una sombra purpúrea se abre paso por los valles. Mi cuerpo corre como un río oscuro, y tú, sólo tú estás capacitado para oír las cristalinas canciones de mi oscuridad. Si pudieras ver mis alas maniatadas cuando te digo que se agitan contra las estrellas.

No me interesa que escuches ni veas lo que hay de cierto en mí. Prefiero estar simplemente a oscuras. Cuando tú subes al cielo que mis palabras te inventan, yo desciendo lujuriosa/mente a mi infierno. Y entonces te hablo, dialogo contigo a través del abismo infranqueable que hay entre tú y yo, cuando acudo a vocablos como “camarada” o “compañero” y tú no sabes cómo responder, porque en verdad no quiero que conozcas las llamas que te cegarían. No lo dudes lector, el humo de mis huesos te asfixiaría: Yo amo demasiado mi carne como para dejar que la pruebes.

Ah lector, enemigo mío, no puedo dejar que visites mi infierno. Prefiero estar a solas. Escribo esto mientras me consume una luz despeinada que te habla de amor a la Verdad, a la Belleza y a lo Justo. Fíjate si escribo para complacerte, ah mi más cordial enemigo, que estoy de acuerdo contigo, está bien que ames todas esas cosas. Pero, en el fondo de mi corazón, me burlo de tu amor por ellas. Tú no puedes ver mi sarcástica sonrisa porque prefiero reír a solas de lo prudente y sensato que eres; es más, eres tan perfecto. Tanto, que mira cómo te engaño hablando contigo de mi sensatez y cautela, como un restaurador que oculta sus máscaras. Un marasmo de la restauración, es dialogar a solas.

Ah lector, enemigo mío, ¿cómo hacer para que comprendas? Mi camino no es tu camino, y sin embargo, ¡andamos más juntos que nunca!

DE CÓMO EL RESTAURADOR PREFIGURA UN NUEVO TIPO DE DISCÍPULO, ACONSEJÁNDOLE

Sí, restaurar es eso, perder la inmovilidad. Ver con los ojos de una estatua, hablar con sus petrificados labios, asumir ese inquieto silencio que las diferencia de una columna. Salir de sí para crear un espacio donde confluir sin movimientos góticos, para enfrentar el estallido barroco de las palabras, y desechar aquellas que no inquieren, palabras que asumen una convencional significación y quedan suspendidas, inútiles, vagas, demasiado imprecisas.

Restaurar es ver dispersarse los espacios, conocer de un volumen que tiene más que ver con el futuro que con el pasado, saber qué significa la dinástica dominación de eso que entendemos por presente y que no es muy bien distinguido porque hay quien prefiere el presente con fines exclusivamente dominantes, hegemónicos, argumentando que usted no sabe, que usted es incapaz de saber qué puede lograrse con el movimiento.

Restaurar es despojarse uno mismo de todas esas sombras, de esos descuidos que dieron lugar a que meditarán por ti la oscura danza de tus limitaciones; es ensanchar las vísceras de las estatuas y con ellas las tuyas, poner al descubierto tu corazón para que una cualquiera, la que más convenga (porque una estatua siempre sabe ser oportuna) se apreste a apedrearlo como mejor se le antoje antes de ser devorado por las sombras, como un animal doméstico gracias a tu inmovilidad.

Y en caso de que por tus alrededores hayan dejado de existir las estatuas, y peor aún, si las que ves ya han conseguido despojarse de sus sombras, yo te aconsejo que comiences sin retardo por los vitrales, el vidrio suele desengañarnos con más efectividad que el filo de la piedra, su pluralidad refracta con más disfraces, revela tus más oscuras pretensiones, esas luces que también tiranizan, te aseguro hacen más daño que cualquier sombra. Al menos esa es la versión que yo he aprendido en mi largo intercambio con las estatuas.

Ian Rodríguez Pérez. Las Tunas, 1973. Poeta, narrador y crítico literario

Miembro de la UNEAC. Graduado del VIII Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, es miembro del Consejo de Redacción de la revista cultural Ariel y del Consejo Editorial de Ediciones Mecenas. Ha publicado los cuadernos de poesía Velas en torno al corazón demente, 1997; Agudos del silencio, 2000; Cambiar las formas del sueño, 2003; Nocturnidades, 2007 y Esta costumbre de soñar lo mismo, en el 2009. Textos suyos aparecen en varias antologías: Mágica Isla II, Donde el horizonte prohíbe lejanías, Arenas movedizas, Sueños deformados, Liminar, Cuerpo sobre cuerpo sobre cuerpo, Los parques, Silvio: te debo una canción, Como el aire en las orejas, El libro de los aforismos y en publicaciones periódicas, entre las que se destacan: El Caimán Barbudo, Ariel, El Árabe, Calle B, La Letra del Escriba, Umbral, Educación, Matanzas y Videncia. Actualmente es Director del Centro de Promoción Literaria Florentino Morales en Cienfuegos.