Ensayo

El retorno al buen salvaje o no esperar nada de la poesía

El retorno al buen salvaje o no esperar nada de la poesía

La poesía tiene hambre de realidad.
Octavio Paz

Me propongo explorar la mediocre condición humana.
Henri Michaux

¿Es posible que la poesía refleje, sin renunciar al aliento que la define, los groseros inframundos de la existencia humana? Esta pregunta se adelanta a los primeros encuentros del lector –al menos para quien esto escribe– con la poética de Pedro Juan Gutiérrez. Una interrogante que probablemente se la hizo el propio poeta en algún momento de su larga relación con la poesía,1 vínculo que rebasa ya las cuatro décadas.

Sin pretender un abordaje académico2, más bien tomando rápida distancia de ese enfoque, el presente texto se apoyará en la intensa experiencia de la lectura y en la consiguiente tentativa de desentrañar los códigos ocultos de su poética. En su nota de autor o prefacio, Pedro Juan Gutiérrez nos coloca ante la vieja certidumbre de que la obra de un poeta corresponde con su biografía, cuestión ciertamente discutible, pero cuya mejor confirmación es su propia vida entregada por entero a la literatura.

La sensación de soledad es lo primero que se encuentra en estos poemas seleccionados por el propio autor. Desde La realidad rugiendo. Poesía graficada (1987) hasta sus últimos textos, los versos nos conducen a una soledad como de piedras en el campo. Dicen estas líneas del poema “Los que hablan solos” del citado libro:

por el contrario
de lo que suponemos
muy pocos tenemos valor
para enfrentarnos
y hablar a solas

Hablar a solas, es decir, habitar su propia intimidad, no disponer de otros interlocutores, sentir como el soliloquio se convierte en el más deseable de los diálogos. Toda la poesía de Pedro Juan comienza y termina siendo eso, un soliloquio implacable, un exorcismo ante el espejo que penetra su soledad y constituye un doloroso ajuste de cuentas consigo mismo.

Más adelante, en Poesía (1988), ese enfoque inicial da paso a una revisión del tiempo mediante la referencia a la tan llevada y traída concepción de eternidad: memoria, espirales y ciclos del tiempo, el hombre como materia infinita. En el poemario que sigue, Espléndidos peces plateados (1996), ocho años después, se produce un punto de inflexión hacia una poesía de fuerte matiz narrativo, rasgo que no abandonará su lírica hasta el presente, pero sin dejar de insistir en el tema de la soledad.

Estoy solo, metido dentro de la noche,
como un pájaro de alas enormes…

Soledad en plena aventura del viaje y el silencio metafísico, son las lanzas que atraviesan al poeta, que lo destrozan como ser senti-pensante, dejándole al lector la no menos dolorosa tarea de recoger los fragmentos. Aquí el poeta hace profesión de fe de su libertad, un espacio que habitará en lo adelante como una suerte de soledad expandida: su propia mente, su taller intelectual. Sin embargo, Espléndidos peces plateados abre una expresividad diferente que perdura hasta hoy.

La poesía de Pedro Juan Gutiérrez es una explícita forma de disidencia con otras maneras de expresarse la lírica cubana de las últimas décadas, es decir, no se parece a ninguna en el panorama actual de la poesía que se gesta en el país. El autor logra escribir desde un delirio lúcido a partir de reflejar en sus versos una experiencia vital de carácter total, que rebasa con mucho al ejercicio retórico. Vista desde una perspectiva central, proteica, es también, y como ya apunté, una profunda exploración de sí mismo, en la que se debate el sentido moralista de quien subvierte valores tradicionales y pone en tensión lo que se supone sean las cualidades espirituales del hombre. Pedro Juan Gutiérrez nos parece decir que el mundo es como es y la literatura no debería escamotear esa realidad sino afirmarla y cuestionarla. Leerlo es plantarnos ante una superficie especular desafiante e incómoda. En su obra, y eso lo veremos más adelante, no solo se registra el dolor individual, sino el de la gente de la calle, el de los hombres, una agonía que alcanzará en Lulú la perdida (2008) un fuerte tono sociológico que no estaba en sus primeros poemas.

Si la soledad es una presencia de principio a fin en esta poesía, la iracundia también aparecerá a lo largo de los diferentes poemarios e irá tomando fuerza in crescendo. El poema se convierte en un espacio poblado de gritos, blasfemias, rabia, signos de una inconformidad con el entorno y con el mundo que mucho tiene de raíz bukowskiana (aunque el autor haya confesado su tardío encuentro con el poeta maldito). Las duras palabras que enhebran estos versos y poemas no son para nada desalmadas, todo lo contrario, son vocablos frutos de la pasión y que el autor nos avienta para que nombren una realidad terrible, la suya, la nuestra, y para que conformen un concierto, el del lenguaje: ideas sobre ideas articuladas que nombran una realidad; ondas concéntricas que van a morir en un punto ciego del cual renacen. Parece en ocasiones que Pedro Juan siente aquellos mismos exámenes de conciencia que atenazaron a Rubén Darío cuando clamaba: “¿Por qué el alma tiembla de tal manera?” La escisión del ser en Pedro Juan se resuelve en cólera e ironía, a partes iguales. Enfrentado a su tiempo, se resiste a ver en la sociedad un equivalente a ideología, esa máscara que siempre pretende cubrir todo el rostro social y los valores históricos o humanos.

Me parece oportuno afirmar que el endemoniado viaje a las profundidades morales y la irreverencia del autor, poseen una misma filiación, se interconectan y se alimentan una de la otra. Citaré estas frases de una conferencia que dictó nuestro autor recientemente para calibrar a fondo lo que expreso:

“Y sobre todo, los lectores o espectadores ¿necesitan realmente de esos libros o películas agresivos, escritos desde la furia? Hace poco encontré la respuesta: sí, son necesarios, hay que bajar al infierno como parte del aprendizaje, hay que transitar por el fuego como parte de este camino mágico y misterioso que es la vida. Si uno es escritor, está en la obligación de descender al infierno, enfrentar a los monstruos y después escribir y arrastrar a los lectores. En esencia eso fue lo que hizo Homero y a partir de ahí, toda la literatura es un remake continuo”.

Y más adelante, precisando su idea: “…sólo quiero coger al lector por el pescuezo y sumergirlo en la mierda social, en lo basureros de la ciudad. Ven, ten valor, ven conmigo para que veas los límites últimos a los que puede descender un ser humano. Y después, si hay un camino de regreso: tú solo te fortalecerás y llenarás tu corazón de amor y compasión, fuerza, coraje y piedad, porque entonces sabrás que no merece la pena vivir como una bestia si podemos hacer algo mejor. Y lo tienes que hacer tú solo, porque, lamento decirte, no hay nada fuera de ti: toda está en tu interior, la luz y la oscuridad”.3

Queda claro pues, según estas palabras, que la procacidad y agresividad que alcanzan ciertos poemas de Pedro Juan Gutiérrez no son gratuitos, mucho menos una pose, forman parte de una bien elaborada certidumbre acerca de su cosmovisión y del papel de la literatura en la vida contemporánea. Ejemplificaré con uno solo de sus poemarios, que no es el más crudo por cierto, en el que el permanente desdoblarse del poeta en heterónimos, alter egos y proyecciones sicológicas alcanza una desmesura sin igual. En Morir en París (2007), el autor se autocalifica como: machito tropical, mamífero juguetón, tímido (o pendejo), grano de polvo necesitado de ternura, boxeador, borracho, hombre perdido, dibujante, ludópata, sádico, sabio japonés, maestro budista, guerrero con sable, demonio lujurioso, fotógrafo, escritorcito de moda, exhibicionista, fornicador perpetuo, buscador de sexo por Internet, lagarto de sangre fría, pornógrafo, escritor de haikús y azotador de mujeres. Una relación plural de personajes y características en los que los de carácter negativo alcanzan mayoría.

Desde que leí el primer poemario de Pedro Juan pensé en el pesimismo de E.M. Ciorán como un referente posible para su desentrañamiento. Su permanente pesimismo y escepticismo se corresponde, en alguna medida, con la visión de nuestro autor acerca del mundo. Ambos abogan por la ironía como el vehículo capaz de dotar al lenguaje de un enorme poder de destrucción. La pasión por lo oscuro, por la herejía del yo, por la necesidad de enfrentar el ridículo y descreer de lo aparente, de la ilusión o de lo seguro (por ejemplo de la seriedad de la filosofía), el apego a la idea del vacío y la soledad, entre otras afinidades, los acercan considerablemente4. Una idea de Cioran sobre Michaux se me hace muy afín a los dones literarios de nuestro poeta, “poseer una percepción tan exacta del mundo exterior y a la vez haber llegado a aprender desde dentro del delirio”5. Dos planos de una sabiduría natural o quizá de la cercanía a la madurez.

En Lulú la perdida (2008) la capacidad delirante del autor alcanza su clímax. Creo que este es un poemario escrito en estado de trance, en un punto gravitatorio particular de su yo escindido, un poemario en el que lo surrealista roza con lo endemoniado y la alucinación del poeta es permanente, de principio a fin. Un fragmento del poema “Mujeres con voz dulce”, da cierta idea de lo que intento decir:

Y me quedo con la furia.
La furia terrible
como un veneno de serpiente
como un ácido
disolviendo
hasta mis huesos.
El mundo se cae en pedazos
y yodestrozado-tragando alcohol.

En este poemario Johnny Snake o Big Johnny, aparece como protagonista con sus dos caras, como el viejo Janos, la de respetable poeta y la más compleja que aglutina al sádico libertino y el borracho impenitente con el abusador de sus putas a sueldo o el degustador de la música clásica. La ironía habitual de Pedro Juan alcanza en este libro su carga más alucinante: diablillos son trocados en angelillos gays, existe un gobierno que para garantizar la absoluta felicidad de su pueblo encarcela a las personas que deambulan tristes por las calles, un barrio chino exhibe una fauna de miedo y, gravitando por todo el poemario, la presencia atenazante de la inopia social y moral. Lo sardónico pulula en este libro de principio a fin.

La desmelenada borrachera del poema “Fuego en la Pradera”, con su aliento orweliano y rulfiano a un tiempo, es un texto impresionante, se remarca en el mismo un aliento de crítica social que no abandona el libro en ningún momento, analizando con crudeza a una especie de País de Nunca Jamás que nos provoca cercanas resonancias.

En el texto que da título al libro Lulú recrimina a Johnny por su imbecilidad y por ser un iluso poeta, y le dice en uno de los mejores parlamentos versificados:

La poesía no da dinero
no seas estúpido
prestigio, prestigio
entre cuatro gatos que leen tu poesía
actúas como un imbécil.

Todo un ejercicio de autoburla del que confiesa no creer ni esperar nada de su poesía y que mucho le agradecemos los que en ocasiones intentamos pergeñar versos; una enseñanza, además, para la crítica más empaquetada o académica. El autor se introduce aquí en algunos desvaríos metafísicos sobre la muerte, la infinitud de la noche, la locura y la fuga. Johnny Snake, al final del libro y de su vida, se refugiará en la destrucción y la barbarie, descentrado entre las máscaras y el alcohol.

A veces simplifico
Cuando ya no puedo más:
Whisky, tabaco y silencio
En el crepúsculo frente al mar

Cuando se concluye la lectura de este libro nos percatamos de que hemos atravesado un terreno resbaladizo en medio del estercolero social, campo minado por la ironía impenitente del autor, un viaje enloquecido por brumas que pueden ser nuestra realidad (“la rugiente realidad” de sus libros, como la llamó Manuel Díaz Martínez) de cada día o un país imaginado por la febril mente del autor. De cualquier manera es un viaje que se agradece por la vigorosa lectura, mezclada constantemente con los golpetazos de verdad que dispensa el autor. Golpes que son preguntas, preguntas que nos hemos hecho muchas veces, infinitas veces. El uso del lenguaje no cede ante la estrategia mencionada, se trata de echar al mar mensajes embotellados.

Las referencias sexuales en esta poesía merecen un abordaje aparte, es tal la presencia del erotismo y del sexo mondo y lirondo en sus poemas, que me hace pensar en unas palabras de Augusto Roa Bastos definitorias sobre el tema: “El sexo es el rey del tiempo. En él vivimos y por él morimos […] Dios mismo ha creado al universo como un sexo sin fin cuya fuerza de gravitación es el deseo”6. O de nuevo Cioran: la sexualidad es de lo único que el hombre no se cansa y quien no se entrega a ella se convierte de hecho en una piltrafa. Advierto que el Dios que parece gravitar sobre los poemas de nuestro autor pertenece más bien a los panteones politeistas de la Grecia clásica o del África profunda, o de ambos; en todo caso un Dios priápico y gozador, promiscuo y blasfemo, que vive el sexo como Olimpo y como refugio. Todo en la poesía de Pedro Juan Gutiérrez parece girar en torno a lo sexual: putas, trasvestis, lesbianas, copulaciones, exhibicionismo, los órganos sexuales (para los cuales existen todas las denominaciones posibles), erecciones, masturbaciones, lujuria, perversiones diversas, desnudez, un universo examinado de arriba abajo, en todas sus potencialidades desde la mirada predadora hasta la escatología, el sadismo o la imagen pornográfica más vulgar.

Desde luego que el sexo alcanza, según su visión, poderes de reducción para los dolores sociales, el sexo “salva” o al menos escamotea por momentos la penuria de la pobreza; así se percibe lo promiscuo desde una óptica festiva, como una conducta que permite que la vida sea más tolerable, placer redentor o hambre de vida, orgasmos que nos rescatan de la inmundicia, gemidos copulativos que igualan al más miserable con el millonario, sexo como habitat.

Su preferencia confesa por las mujeres de piel negra o mestiza y sus constantes apelaciones a la supuesta potencialidad sexual particular de estas, así como la referencia constante a la disponibilidad y promiscuidad de las mismas, le ha valido numerosas críticas que lo califican de escritor con rasgos racistas.7 A estas críticas, el poeta ha respondido en diversas entrevistas que no puede explicar el sexo (“está ahí de una manera natural”), menos las repeticiones de amantes negras o mulatas (“me encantan las negras”) y mucho menos su condición de racista (“El que quiera pensar que soy racista que lo piense”). En el mejor de los casos, ha sugerido a algún entrevistador que lo específico de la sexualidad cubana habría que explicarlo mediante la sociología y la antropología, que no son sus especialidades. Desde luego, el frenesí sexual de su poesía no es solo con las mujeres negras y mestizas, sino con cuanta figura femenina, escandinava o francesa, puta o mujer decente, refiere en sus narrados poemas. Quizá una lectura en sentido contrario al de las críticas de tono racistas recibidas, pudiera ser la de que las amantes negras ostentan una primacía placentera que el poeta, según su experiencia personal, distingue tanto en sus novelas y cuentos como en sus poemas. Acaso un halago a la belleza peculiar e indiscutible de las hembras de piel oscura.

Colindante con las referencias sexuales está todo lo relativo a la miseria, al estercolero social que aparece escenificado en los poemas del autor, ya sea en su ciudad natal (“Matanzas: ciudad envenenada como un vicio”) o Centro Habana, la localidad capitalina epicentro de la mayor parte de sus narraciones y poemas. En cuanto a sus cuentos y novelas está claro que dicha vocación sociológica le ha granjeado numerosas e intencionadas “lecturas políticas” que el autor ha esquivado en las respuestas a sus diferentes entrevistas. Es obvio que la mera descripción de la ruina social en que se han convertido zonas de la capital, induce a la exégesis política de las causas del deterioro social cubano, ponderación que el autor deja en manos de cada lector. Sin embargo, en su poesía las mediaciones retóricas del asunto son menos frecuentes que en la narrativa, el lenguaje suele ser más frontal, la reflexión, más honda. Hay poemas de franca y audaz dureza. En “El triunfo de la corrección política”, del poemario Lulú la perdida, sin que se mencione el contexto explícitamente, encontramos las acres opiniones que le merece “lo político” al autor. Allí aparecen la manipulación, la ceguera y sordera, la domesticación, la simulación (léase oportunismo o doble moral), sin precisar la locación donde se critican dichos fenómenos.

En el propio libro, el poema “Historias de Babilonia”, situado en el contexto de la célebre ciudad, ofrece lecturas que pueden corresponderse con La Habana o cualquier otra ciudad, babélica o no, donde el caos posmoderno ha anidado. La certidumbre del poeta: “La miseria sólo trae más miseria moral y de todo tipo”, parece vertebrar otro de los ejes sobre los que se sostienen las imágenes de sus poemas. Áspero, insolente, iconoclasta, el poeta se mueve en territorios difíciles para inspirar “lo poético”. Una pobreza que llega a la inopia, que crece indeteniblemente, y que va reduciendo al mínimo los valores morales y civiles esenciales. El otro es rebajado al cero social, a una vida de zombie o a refugiarse en el sexo y el alcohol, en el mejor de los casos. La falsa ilusión utópica va quedando rezagada y distante cada vez más de los sectores más pobres (los negros y mestizos dentro de ellos) que no encuentran el rayo de luz dentro de las penumbras del largo túnel. Es, entonces, el momento en que la violencia, la marginalidad, la grosería y la vulgaridad se apoderan del espacio social. Y es este proceso y sus resultados, los que la obra de Pedro Juan Gutiérrez expone crudamente, sin afeites, dándole voz a los sujetos marginales, a los pícaros, a sus heterónimos, que pueden ser cualquier personaje en medio de su caótico universo creativo.

Para Pedro Juan Gutiérrez el tiempo único y posible es el ahora. El infierno del que nos habla tanto en su narrativa como en su poesía está asociado al que nos recrearon Dante y Baudelaire, indistintamente. El presente perpetuo del autor gira sobre sí mismo, renuncia al futuro porque desconoce o niega al pasado. Sin embargo, parece perceptible una cierta nostalgia por una utopía (“me duelen las cicatrices de la utopía”) que ahora parece vacía, un espacio que ha sido ocupado por las carencias sociales y la marginalidad, el “agujero negro” social que también ha descrito el autor y que devora cualquier ilusión fuera del presente.

Una cuestión que no debe quedar fuera del análisis en la poesía que nos ocupa es la recurrente tentativa de Pedro Juan de hacer poesía a través de imágenes visuales. Desde su primer libro La realidad rugiendo… los poemas graficados aparecen con particular fuerza expresiva. Después hará pintura y collages, como alimentando esa necesidad de explorar nuevas formas de crear lo poético. Recientemente hizo nuevas series de collages con textos que merecen, de conjunto, un acercamiento puntual. Todos giran en torno a una cosmovisión del hecho poético, una tradición que se entierra en el tiempo y que es universal.

Este rasgo de la obra de Pedro Juan merece una rápida digresión. En Oriente, como se sabe, la literatura siempre tuvo una dimensión plástica y muchos poetas de aquellas latitudes fueron además consumados calígrafos. En nuestras tierras americanas las inscripciones mayas usaron la combinación de signos gráficos y pictogramas que pudieran verse como un extenso poema-objeto grabado en la piedra. Igualmente la antigüedad grecorromana exploró las afinidades entre poesía y pintura. Aristóteles las exhibió en su Poética y Horacio las utilizó más adelante: Ut Pictura Poesis. Los antiguos collages están en la génesis de los primeros poemas-objetos de Occidente, que dieron lugar, siglos después, a las empresas y emblemas del arte manierista y barroco. Baltasar Gracián fue un entendido de este tipo de arte escritural y gráfico a un tiempo. Dos siglos después los caligramas de Apollinaire primero, y Reverdy y Bretón a seguidas, extendieron la tradición que se hizo visible con los poemas-objeto surrealistas. La poesía concreta brasileña de los sesenta, y en adelante, fue una experiencia que tuvo las mismas raíces. La fuerza motriz que las ha animado es de doble impulso contradictorio: los signos gráficos tienden a convertirse en imágenes y las imágenes en signos; en algunos casos los signos conservan su independencia. Los poderes de fascinación de estas variantes poéticas residen en su capacidad de síntesis y en el despliegue simultáneo de imagen y palabra en fecunda coincidencia.

Pedro Juan, admirador confeso de los pictogramas de las cuevas de Lascaux y Altamira, se sintió atraído desde siempre por las combinaciones en las que la imagen juega un papel tan expresivo como la palabra. Sobre las antiguas pictografías expresó en una entrevista: “La recuperación del sentido de la vida está en los orígenes. En Lascaux y Altamira alguien, hace miles de años, nos dejó una señal para iluminar el camino”.

Aunque ya pocos reparan en la clasificación de “poesía menor”, sobre todo a partir del ensayo de T.S Elliot8 en que el insigne poeta y ensayista se declaró incapaz de elaborar una definición de validez acerca del término, deseo apuntar que la poesía de Pedro Juan, atenta pertinaz a la realidad por encima de cualquier vocación metafórica, pudiera inscribirse por algún crítico trasnochado en ese ámbito, lo que sería un error propio de la mayor ignorancia. Recuerdo ahora a Eliseo Diego, cuando una tarde de otoño, a inicios de los noventa en su casa del Vedado, con su respiración agitada y su decir pausado, se autoinscribía en la supuesta poesía menor o de tono menor; y me dijo para cerrar aquella conversación inolvidable: no se debe temer a esa calificación, esa es la poesía de todos. Bienvenida pues.

La obra poética de nuestro autor no ha tenido demasiados acercamientos críticos, recorreré sucintamente los que he podido conocer. Víctor Fowler advierte en sus poemas la renuncia a cualquier exceso metafórico y a construcciones parabólicas o simbólicas para abordar el presente, y lo considera como uno de los más sorprendentes autores en el panorama de la poesía cubana contemporánea. Samanta Rodríguez, en el estudio ya citado, consigna la ausencia de complejidades retóricas, la utilización del intertexto literario, la experiencia de lo real como un cruce de caminos y la unión de la materia verbal y el lenguaje visual como soportes de un único suceso estético potenciador de la ambigüedad del signo; para ella, se trata de una poética sólida. Por último, Teresa Basile, en breve mención, reconoce el empleo del lenguaje coloquial de los poemas, la matriz narrativa y la fuerte presencia de la ciudad y la naturaleza así como de los tópicos del silencio, el ruido, el yo y el nosotros. Todos coinciden pues en valorar esta obra desde el elogio y el reconocimiento.

La poesía de Pedro Juan Gutiérrez puede leerse como el grito iracundo del insumiso, una conciencia crítica que se ejerce al mostrarnos la fea cara de la realidad y sus implicaciones intelectuales. El lirismo se supedita a la rabia, al desafío de exhibir la vida tal cual es. Lo biográfico que habita en su poesía pertenece a una voluntad de presencia, un apetito del ser: el que escribe como el descrito, sujeto y objeto, metáfora y anécdota, es decir, verbo descarnado hecho sangre.

Esta poesía es, además, la metamorfosis de una sensibilidad rebelde y delicada a un tiempo, pues presta su voz a los desposeídos de expresión, a los sin voz, se pone del lado de los infortunados. Hay mucho de erotismo potente, de melancolía y de estremecimiento enfrentado a las monstruosidades de la realidad, una conciencia agónica y solitaria en medio de la adversidad del entorno. En sus poemas se debate la soledad y el miedo del hombre posmoderno. Conscientemente, el autor decide establecer un distanciamiento de cualquier expresión feliz del usual hacedor de bellos versos, cómodos o agradables al oído, a la vez que adopta un ascetismo o minimalismo del lenguaje en el que la palabra alcanza una capacidad expresiva singular.

Lenguaje que intenta convertirse en signo para unos pocos (ese parece ser el destino de la poesía en este mundo), al tiempo que discurso de la existencia de muchos; palabra como salvoconducto para recorrer el hostil presente. Por esta palabra, Pedro Juan Gutiérrez se transmuta en otros, se sobrepasa, se autoburla, se recorre, se expresa, de ahí la fuerza de su peculiar manera de encarar la poesía, o mejor aún, lo que puede ser considerado también como antipoesía.

Él ha dicho que escribe la poesía como un juego, sin grandes pretensiones, sin una finalidad, y es evidente que ante el éxito comercial y de público de sus libros de narrativa, poco espera para sus poemarios en un presente en el que los libros de poesía se cubren de polvo en los estantes de las librerías de cualquier latitud. Pero también el autor ha dicho que con la poesía aprendió a amar a las palabras y que le enseñó a pensar, y esa declaración de fe lo define. Luis Rosales decía que el poema no era nunca el resultado de una idea, sino más bien la consecuencia de un proceso, y tal máxima parece cumplirse en la obra del autor. El poeta es el servidor del lenguaje, no a la inversa, recordó siempre Octavio Paz, y la intensa entrega de Pedro Juan Gutiérrez lo confirma. Para él la poesía es otra dimensión del lenguaje, una facultad para crear imágenes y habitar en ellas. Tanto John Snake como Pedro Juan, como Lulú, pueden exclamar:

Quiero salir del tiempo y el espacio
Entrar en una dimensión infinita.

André Gide, en su noveleta Teseo9, pone en labios del protagonista homónimo, cuando se le interpela por la excesiva preocupación que dispensa a sus conciudadanos, “¿Y de qué preocuparse si no? ¿Existe algo fuera del hombre?”, y ello me parece muy adecuado para concluir este texto, la obra poética de Pedro Juan Gutiérrez ha sido, desde sus mismos inicios y hasta el presente, una entrega apasionada al lenguaje a la vez que una prolongada apuesta por el ser humano. No existe ningún destino mejor para la poesía.

La Habana, agosto-septiembre de 2011.

NOTAS:

1. En “Animal literario”, entrevista de Marilín Bobes para La Gaceta de Cuba, nro.4, sept-oct., 2004 afirmó que escribió sus primeros poemas a los trece años de edad.

2. En “Conjurar el miedo: la escritura poética de Pedro Juan Gutiérrez”, la profesora argentina Samanta Rodríguez estudia desde esa perspectiva su poesía. Revista Katatay, año VI, núm.8, nov, 2010, Argentina, pp. 120-124. En este número aparece un dossier con dicho texto y otros dos dedicados a su narrativa. El estudio de la académica Rodríguez es muy interesante y pleno de datos sobre la poesía de PJG.

3. “Apuntes sobre literatura de la violencia en América Latina”, Pedro Juan Gutiérrez, La Jiribilla (de papel), núm.88, La Habana, 2010

4. E.M. Cioran, Desgarradura, Editorial Montesinos, 1979, España.

5. E.M. Cioran, en “Michaux o la pasión de lo exhaustivo”, en Ensayo sobre el pensamiento reaccionario, Editorial Montesinos, España, 2000, pp 109-115.

6. Rafael Acosta de Arriba, El signo y la letra, Editorial ICIC Juan Marinello, La Habana, 2001.

7. Las críticas más fuertes, argumentadas y directas pertenecen al artículo “Negros, marginalidad y ética”, de Odette Casamayor, en La Gaceta de Cuba, nro. 4, enero-febrero de 2005, La Habana, Cuba, en el que se lee: “El discurso de Gutiérrez (…) establece una correspondencia bastante caricatural entre la mujer negra y la sociedad y lo irracional. El protagonista reivindica su propio estado primitivo, admirando sus amantes negras y mestizas. Tener sexo con ellas representa una victoria más, un nuevo peldaño ganado ―hacia abajo ― en su continuo y vertiginoso descenso hacia los abismos sociales”. Más adelante la Casamayor señala que la visión de Pedro Juan Gutiérrez en su narrativa es “estereotipada, hastiada y fatalista y “de un “exotismo tropical-oscuro” aunque le reconoce que el mundo que describe es “muy real” y que en su obra se encuentran “imágenes muy reales e interesantes del alcance de los prejuicios raciales en Cuba y de su presencia indiscutible entre los propios negros”.

8. T.S Elliot, “¿Qué es poesía menor?”, del libro Sobre la poesía y los poemas, Editorial SUR, Buenos Aires, 1957, pp 34-49. Con posterioridad John Ashbery, en su libro Other traditions, Harvard University Press, 2000, tampoco fue capaz de definir lo que se denomina como poesía menor.9. André Gide, Teseo, Plaza & Janés Editores, SA , Madrid, 2001.

Rafael Acosta de Arriba. Rafael Acosta de Arriba. La Habana, 1953

Investigador, crítico de arte, poeta, ensayista, profesor titular de la Universidad de las Artes (ISA) y de la facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Doctor en Ciencias Históricas (1998) y Doctor en Ciencias (2009) o post doctorado. Trabaja como Investigador Titular en el Instituto de Investigaciones Culturales (ICIC) Juan Marinello, de La Habana. Ha recibido diferentes premios y reconocimientos, entre ellos el Premio Anual de Investigaciones del Ministerio de Cultura en cuatro ocasiones: 1994, 2010, 2012 y 2014. También ha recibido en dos ocasiones, 2011 y 2015, el Premio Nacional de Crítica de Arte Guy Pérez Cisneros. Fue Presidente de la VII y VIII Bienal de La Habana.

Ha dictado conferencias, cursos de postgrado y maestrías en Cuba, España, Estados Unidos, Brasil, México, Italia e Israel. Fue jefe de redacción y director de varias revistas culturales y fundó en 2005 la Revista Fotografía Cubana, de la cual fue su primer director. De 1999 a 2005 fue Presidente del Consejo Nacional de Artes Plásticas y director de la revista ArteCubano. Ha curado numerosas exposiciones (más de quince) de artes visuales tanto en el país como internacionalmente. Ha publicado seis libros de poesía y nueve de
ensayos. Ha participado en una veintena de libros de autoría colectiva. Ensayos y artículos suyos han sido publicados en revistas especializadas fuera del país. Desarrolla su vida académica entre la Universidad de La Habana y la Universidad de las Artes, es miembro de los Consejos Científicos del ICIC Juan Marinello, de la Biblioteca Nacional José Martí y de la Universidad de las Artes.

Es miembro también del Tribunal Nacional de Arte para el otorgamiento de las
categorías científicas. Pertenece a la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA), a la American Antrhopological Association (AAA) y a la Latin American Studies Association (LASA). Es miembro de la UNEAC.