Ciencia Ficción

Génesis

de la serie Erótica. Amilkar Feria Flores

A Daína Chaviano

Los rayos de Zomber, la primera estrella de Uildeir Murg, tocaron la figura de la anciana. Welkiar despertó, atormentada por el regreso de la pesadilla. De repente, como otras tantas veces, no supo qué hacer, ni siquiera si se encontraba en el mundo de la realidad o del sueño. El miedo la mordió y volvió a cerrar los ojos. Se preguntó en silencio por qué acudía aún a postrarse ante sus plantas la sombra irreducible de Eivia: el vestigio de aquellos actos y voluntades acechaba su prudencia.

Welkiar tembló un instante, y supo que era imposible escapar del temor; eternamente estaría allí, hasta que ella misma no fuera más que polvo sobre los pies de Isweal, la diosa.

Sin embargo, con la llegada ruidosa de un grupo de niñas —frutos de las bondades de Isweal— Welkiar abandonó sus cavilaciones y aquellos recuerdos que amenazaban con asaltarla. Todas tomaron asiento a los pies de la anciana y le tendieron los dedos en un gesto de respeto.

—Señora, deme el discernimiento para educar a su simiente —masculló a media voz la cuidadora, acogiendo a las pequeñas con los brazos abiertos.

Welkiar observó, desde su sitial de matrona, a la nueva cosecha que se forjaba en el seno de la comunidad. Aquel era su deber con la diosa: educar a las niñas, enseñarles las doctrinas y tablas de ley de Isweal, suplir el papel de sus madres desde la más tierna infancia. Ayudarlas a integrarse al mundo como una célula más. Pero Welkiar no se había atrevido a amar de nuevo a ninguna de aquellas chicas que venían a ella como pájaros con alas rotas y salían, años después, volando a cuenta y riesgo.

No otra vez.

Muchas de las pequeñas asumirían un puesto activo dentro de la comunidad e, incluso, dentro del círculo de sacerdotisas cuando llegara el próximo asdelar, ciclo de la reproducción femenina de obligatorio cumplimiento. Otras tendrían que continuar educándose durante soles, hasta llegar a los límites de la comprensión que se le exigía a cada mujer. En aquel juego tan serio, Welkiar era la pieza más importante, de la cual dependían los frutos de la diosa. Sin ella, el mundo volvería al caos que Eivia había dejado con su destierro, pensó de nuevo, pero esta vez intentó sonreír.

De muchas maneras, era feliz. Feliz como solo pueden serlo las cuidadoras. Isweal le había entregado el mejor de los tesoros.

—Madre, dime cómo seguir apartándolas de mi miedo, cómo alejar el aliento de Eivia de nosotras —rezó, apenas moviendo los labios.

Welkiar sintió que el pavor se aferraba a sus túnicas. La proximidad del asdelar no hacía más que recordarle su único error en la crianza de un retoño. Cada vez que las pequeñas abandonaban su resguardo, la cuidadora percibía más cerca que nunca el peligro de Eivia, de que se abrieran las puertas del desastre.

Asdelar, el rito de la concepción, del que ninguna mujer fértil podía escapar. Allí, los hombres de Uildeir Murg salían de su eterno vagar sobre las sombras de la inconsciencia, para servir a Isweal. Sembraban su simiente en el vientre de las elegidas, y luego retornaban a su sueño. Bajo la luz de las ocho lunas de Uildeir, la sociedad se reunía para ofrecer a sus hijas y convertirlas en la nueva generación de procreadoras.

Aquella era la fecha más importante para ese pueblo donde las mujeres reinaban bajo el sol y la luz de las estrellas, con el cetro y poder de Isweal. En la ciudad, los años corrían, iguales a todos los anteriores: caza, pesca, recolección, enseñanzas. Solo el asdelar permitía un momento de distensión, cuando la fiesta y la mascarada se convertían en los epicentros de la vida… Donde todo —o casi todo— estaba permitido: incluso pecar con los hombres.

Nadie se había opuesto nunca al mandato de la tradición.

Las ciudades fluían desde Aiseld, los puertos del oeste, hasta Destyop, los solares de hibernación, sitio al que los varones eran conducidos desde la niñez. La caída del hombre resultaba un hecho ya consumado: unos pocos ejemplares vivían inermes y drogados en inmensos salones de germinación, donde despertaban exclusivamente para recibir un latigazo de placer o ser llevados a los campos de trabajo. Aquellos idiotas sementales solo se escondían tras los barrotes y esperaban.

«Hasta que Eivia alzó las manos al cielo e invocó un nombre. Hasta que Eivia se atrevió», pensó la anciana y cerró los puños.

En su interior, estaba llorando.

El renacer del ciclo se aproximaba, poderoso como las aguas, y ninguna de las súplicas de Welkiar podía detenerlo. Entregar a las niñas resultaba el sacrificio más cruento para una cuidadora, mujer estéril cuya única misión dentro del entramado de la comunidad consistía en la formación de las generaciones. Welkiar sabía que esa era, probablemente, la última camada que acogería en su protección. Después se dejaría volver en paz al pecho de la Señora, con la felicidad del deber cumplido, y dormiría para siempre.

En su juventud, al saber que no podía dar hijos y ser separada del resto de sus hermanas y conducida a una celda de instrucción, Welkiar vio su alma dividida por el desencanto de no saberse útil… Al menos, no de la manera que había planificado toda su vida. Estaba preparada desde la cuna para convertirse en una productora y bailar junto con las otras muchachas las danzas rituales del asdelar… Pero su útero estaba seco como árbol con las raíces cortadas. Nadie regaría dentro de ella el misterio de la vida. El máximo privilegio de una mujer le estaba negado.

Al principio fue difícil aceptar la verdad; luego, tras años de espera, décadas de llevar en sus pechos a tantas criaturas, el oficio de cuidadora le pareció una bendición menor que llegaba para aliviarla. Desde la posición ventajosa de la educación, se esforzaba por cumplir con los mandatos y alejar la tristeza o la apatía de sus niñas. Algunas muchachas se entregaban a ella con las manos abiertas, extrañando el calor del abrazo de la madre, o ansiosas por perfeccionar el arte de la feminidad. Otras tardaban en apartarse de la vida que dejaban tras los muros de Durtyer, la capital formativa. Pero todas las mujeres habían de pasar bajo sus muros, para integrarse a Isweal y comprender los propósitos y las leyes de la diosa.

—Señora, que tus palabras escapen de mi boca —dijo, esta vez en voz alta y clara—. Ayúdame a mostrarles el laberinto de tus ideas. No puedo llevarlas al mundo sin conocer el peligro que ha dejado Eivia dentro de él.

Durante generaciones había ocultado el único secreto de la ciudad, intentando confinarlo a unas tinieblas indiferentes. Welkiar no podía ignorarlo, a pesar de que otras cuidadoras, más sabias y venerables, pretendían mentir y borrar la presencia de Eivia.

Pero había llegado la hora de hablar. Lentamente, bajó la mirada hacia las niñas inquietas, que aguardaban envueltas en mutismo el inicio de la lección matutina, para tejer el paso de la historia.

Fue simple rememorar para ellas la llegada de Eivia a los jardines infinitos de Durtyer, camuflada entre el resto de la camada. Una niña como cualquier otra, pálida y llorosa, llevaba aún entre los dedos las flores de los jardines del mundo exterior. Todavía no era un peligro, ni siquiera un estorbo dentro de la capital. Eivia, que buscaba sin descanso una mano a la que aferrarse como a la tabla salvadora en un mar embravecido, y fue Welkiar la primera en extendérsela. Desde entonces, una se ligó a la otra. Para Welkiar, Eivia era la hija que nunca había llegado por los inmensos vados del destino, y como tal, la amaba.

Miles de ideas, reflejos de su memoria, cruzaron la boca de la cuidadora. Dijo, quedamente, sin desviar la mirada de las pequeñas amontonadas a sus pies:

—Años atrás, la capital cometió un único error en su formación, un error que estremeció los peldaños de la magia de la diosa. Urbes enteras cayeron asoladas por las pisadas de los hombres. Isweal perdonó, pero no es prudente olvidar. Todo comenzó tras estos muros, y hoy son pocos los que recuerdan la verdad, salvo aquellos que permanecimos tras sus paredes, mientras observábamos el devenir de los acontecimientos. Todo comenzó con Eivia, una muchacha encomendada a mi sabiduría.

Silencio.

—Quiero creer que ella ni siquiera imaginaba el alcance de sus actos, quiero creer —la vieja tomó agua de un cántaro cercano y se refrescó la garganta—. Si fue así, es solo tan culpable como yo misma.

Era la noche de la diosa, la noche del asdelar. La tercera luna descendía suavemente, como un milagro cotidiano. Poco a poco, las plazas de Durtyer fueron llenándose. Las jóvenes iban a ser entregadas al mundo en aquel ciclo, llenas de la gracia de la diosa. Las ileas, sagradas novias, bailaban con desenfreno; sus túnicas sumergidas en agua las convertían en estatuas majestuosas. Danzaban sobre las piedras. Las cuidadoras llegaron en silencio; todas vestían de negro y llevaban en los rostros las máscaras.

Welkiar también estaba allí. Saboreaba su triunfo, se sentía plena ante los bailes de Eivia, la más hermosa de todas las ileas. Su pequeña, a la cual debería renunciar cuando el sol despuntara en el horizonte, porque ninguna mujer que ha sido tocada por la diosa puede volver a ver los muros de Durtyer, ni a ninguno de sus moradores.

La ceremonia del asdelar culminó. Las sacerdotisas guerreras, con sus rostros marcados por las cicatrices de viejas reyertas, trajeron sobre sus hombros la imagen de Isweal. Alta y serena, la estatua de roca y ojos vivos alumbró un instante la plaza. Las ileas se inclinaron ante ella, y observaron que el cuerpo de la diosa estaba hecho de luz, fuego y agua, resumidos en una extraña mezcla. Las sacerdotisas guerreras colocaron a los pies de las ileas sus espadas desenvainadas, y los guanteletes de plata de sus manos como símbolo.

Mientras, las muchachas, aún temblorosas ante la presencia de la imagen, se despojaron de sus vestidos y quedaron desnudas, aguardando.

La llegada de los hombres fue celebrada por la multitud con gritos de victoria. Estaban despiertos y ellos también esperaban el primer paso. Las ileas permanecían absortas en la contemplación de aquellas criaturas tan distintas y, a su vez, tan parecidas a su propio reflejo. Al principio, la timidez las venció a todas: nadie quería aproximarse. Welkiar, desde su asiento, sonrió cautelosa. Había visto aquello una y otra vez y conocía, al igual que cada una de las ileas, que la procreación era la mejor y única manera de continuar la tradición.

Una mujer se movió hacia el otro extremo de la plaza, donde los varones aguardaban. Fue la primera, y luego, una a una, se acercaron y escogieron su pareja.

Ahora Welkiar apenas podía ver a través de la máscara. La luz de la plaza era casi nula.

Los movimientos sinuosos de las ileas parecían irreales, orlados cual espuma, sembrados de sensualidad. Welkiar cerró los ojos, porque sabía bien qué pasaría a continuación. Solo un momento se detuvo para mirar a Eivia. Ella se mecía sobre el cuerpo ajeno que la recibía, dispuesto a otorgarse en el holocausto del deseo. Welkiar vio los ojos de la ilea, ya convertida en mujer para siempre, y observó un calor desconocido que emanaba de ellos y se detenía sobre las pupilas del sometido.

Era una de esas miradas que las hijas de la diosa nunca se permiten.

Mostraban debilidad.

La cuidadora se cubrió los ojos con la máscara.

La voz de Shuerteal, la traductora de ideas de la diosa, Señora del Poniente, dio fin al ritual:

—Isweal —exclamó—, bendícenos con el nacimiento de niñas.

La plegaria corrió de labio a labio, brillante cual promesa. El sacrificio de decenas de varones recién nacidos —tributo que alimentaba la tierra y los suelos— era la mejor forma de mantener a los hombres a raya, en los límites del agotamiento y la extinción. Reducidos como bestias. Los sobrevivientes se criaban en las cámaras de Destyop, y agradecían el privilegio de respirar mientras las sacerdotisas guerreras rezaban letanías a media voz, mezclaban polvos y líquidos que después los harían dormir durante mucho tiempo. Y así permanecían, en estado de hibernación, hasta la siguiente renovación del ciclo de Isweal.

Las ileas se tendieron, desnudas. Suspiraban de agotamiento y luego rechazaban a los antiguos amantes; ahora paralizados por la cercanía de las guerreras y sus espadas de hojas anchas y filosas. La plaza fue quedando a solas. La diosa se había marchado sobre el hombro de sus hijas mágicas.

Mientras, Eivia sentía sed y soledad. Y ansias de volver a abrazar el cuerpo de su amante.

Apenas alcanzaba a vislumbrar sus rodillas cuando se levantó y se encaminó, por última vez, a la capital.

En su niñez, Eivia solía buscar refugio en la compasión de Welkiar. La cuidadora la recibía sin hacer concesiones ni preguntas, interesada en los ojos que la medían, con un llamado de ayuda mudo. Cuando las canciones de consuelo se acababan para Eivia, cuando todo parecía perderse en tinieblas, quedaba la compañía mutua. Ahora que el desasosiego pretendía sumirla en aquel vórtice de violencia y mal, la ilea añoró la proximidad tan amada.

La capital formativa la recibió envuelta en mutismo. La muchacha avanzó con una aprensión hasta entonces desconocida y penetró en las cámaras de las cuidadoras.

Welkiar aún llevaba la máscara en el rostro.

—He vuelto —pronunció la joven débilmente, inclinándose ante ella—. ¿Vas a recibirme? ¿Podemos hablar aún?

—Lo haré si me lo pides —contestó la otra, sin despojarse del antifaz—, pero creo que tu madre estará ansiosa por verte de nuevo. Ha aguardado demasiado por ti.

—Sí —afirmó—. También yo.

—Entonces ¿qué más puede ofrecerte tu antiguo hogar? —inquirió la anciana, haciendo chasquear sus nudillos.

—Tengo preguntas, Welkiar. Dudas y temor. No sé hasta cuándo callar y cuándo decir las verdades sin comprometer a los que me rodean —hizo una pausa—. ¿Mi deber con Isweal ha culminado?

—El deber con la diosa no termina, Eivia. Se renueva, se despliega. De no ser así, nada de lo que conoces tendría sentido. El pilar sobre el que descansa nuestra prosperidad ha sido construido con imperturbabilidad, humildad y entrega. Gracias a esas virtudes, nosotras caminamos sobre terreno seguro.

—No entiendo. Quizás tampoco quiera hacerlo —dijo Eivia y la voz se le quebró  un momento—. Si me marcho, jamás volveré a verte, porque mi suerte ya está escrita en las estrellas y en los códices de la tradición. ¿No es esa tu enseñanza?

—Exactamente —respondió la anciana, imperturbable—. Ahora te irás y no volverás a pensar en mí, ni te harás más preguntas.

—Dime que me amas, Welkiar. Necesito fuerzas para reconocerme. Enséñame, por última vez, tu rostro —pidió la muchacha, la lluvia se apropiaba de sus ojos—. Ven junto a mí.

La máscara de la cuidadora permaneció en su lugar: una burlona mueca de benevolencia. Los colores del antifaz dieron vuelta frente a los ojos de Eivia para diluirse en un río de mentiras y soledad. Las leyes impedían que volvieran a tocarse. Procreadoras, cuidadoras… nada más que tierra, furia y adiós.

La distancia no sería salvada nunca.

Welkiar lo supo.

Y Eivia también.

—Vete ahora  —le espetó Welkiar, señalando la salida—. Será mejor así.

El amanecer consumió la silueta de la ilea. Eivia derramaba lágrimas amargas por la madre que abandonaba para seguir con el deber. Welkiar la observó mientras la muchacha dejaba la ciudad. Cuando la anciana quiso, por un instante, retener la imagen, descubrió que ya era imposible. La capital formativa cerró las puertas tras sus pasos y ningún vestigio quedó grabado en las piedras de Isweal.

Habían pasado cortos ciclos sobre la piel de Eivia. Aún no concebía. Por eso se encaminaba con paso dudoso hacia las puertas de los salones de hibernación para que la diosa le sonriera con su gracia. Aquella venia solo se le permitía a unas pocas mujeres, algunas veces al año, cuando los nacimientos de niñas comenzaban a escasear en la comunidad.

Eivia dudó un momento en continuar internándose en el amplio condominio de Destyop. Quiso huir de sí misma, retornar a su origen, cuando la mayor de sus inquietudes era correr a refugiarse junto a Welkiar. Sin embargo, según los códigos, era una adulta, sol de los atardeceres de Uildeir, con todos los derechos y responsabilidades dentro de su pueblo. Por eso, tenía que dar a luz una hija que continuara su linaje. Y pronto.

Las puertas de Destyop se abrieron y una guerrera la recibió en silencio, con las manos sobre la empuñadura de la espada. La condujo a través de los laberintos sin decir palabra, con los dedos extendidos hacia delante. Eivia observó que de ellos emanaba la luz que impedía que ambas se perdieran en el dédalo; y supo que todavía existían en su pueblo seres con el don de Isweal de crear y también destruir.

—¿Algo en especial para hoy? —indagó la guía, alumbrando a los sementales que dormían.

Eivia distinguió las brumas que domaban a aquellos cuerpos empotrados a la pared, escogidos para satisfacer los gustos de las más exigentes. Se sentía ciega y perdida. Ni siquiera estaba segura de poder reconocerlo entre tantos. Entonces, la claridad de los dedos de la guerrera iluminó un rostro al azar y Eivia se detuvo sobrecogida.

—Este —musitó y dio las gracias quedamente, como lo haría una traidora.

—Ten cuidado —dijo la guía antes de dejarla—. Ese es de los más intranquilos. Cuídate —y le arrojó el arma.

Una puerta apareció a sus espaldas, una puerta que jamás había estado allí. La guerrera la atravesó y luego la abertura se fundió de nuevo con el granito. Eivia sintió la dentellada venenosa del pánico. Había venido hasta allí solo por volverlo a ver, por desterrar de su cabeza aquella noche única. Tal vez estaba equivocada, y todas sus dudas fueran humo. Tal vez los hombres sí merecían permanecer en aquel sitio horrible, mientras el tiempo corría sin ellos.

Se acercó a él. Rozó su pelo y contempló la faz dormida. «Isweal, no me dejes aproximarme más», pensó, pero ya era tarde. La respiración del muchacho se hizo más constante, menos dominada por los hechizos. Eivia intentó volverse atrás y se protegió tras la hoja de la espada.

—Tú… —Ella ahogó un grito ante las palabras del hombre, intentando esconderse de los ojos que se abrían escrutadores. El muchacho preguntó, reconociéndola—: ¿Qué haces aquí? ¿Para qué has vuelto?

—No lo sé —contestó Eivia. El peso del arma comenzaba a encorvarla. Por un minuto logró tranquilizarse—. Te buscaba, supongo.

La mirada del hombre volvió a oscurecerse.

—Bien. Lógico. Es suficiente para mí. ¿Quieres que me tienda? ¿O prefieres…?

—¡No! —la violencia de aquellas palabras era escupida—. No vine a pedirte nada de eso. No vine a repetir un trago de la misma bebida. Por Isweal, no vine…

—Bien. No entiendo —él inclinó la cabeza en un gesto conciliatorio—. Puedes bajar la espada. No me gustaría que buscara mi carne. No estoy tan loco. Puedes estar tranquila; no te atacaré. Ni siquiera pienso en eso. Digamos que mi tiempo despierto es demasiado corto para malgastarlo.

—Pero podrías… —continuó la mujer—. Quiero decir; si quisieras hacerme daño, matarme, podrías hacerlo.

—Esa hoja tal vez no me detendría. O sí, quién sabe —habló él con burlona reverencia—. Isweal le concede dones a todas las criaturas bajo el cielo. Ustedes nos controlan y, sin embargo, nosotros poseemos la fuerza. Animal y brutal, claro. ¿No es acaso la excusa que emplean para mantenernos recluidos? El miedo es una buena clave, que obliga a muchas cosas insensatas.

—¿Cómo puedes hablar así? —preguntó Eivia—. Siendo solo un hombre, ¿cómo puedes expresarte de esa manera? ¿Y pensar?

—También tenemos buenos maestros, muchacha. Mientras están vivos. Y están vivos mientras son buenos sementales  —él rio por un momento—. Aun así, algunos de nosotros, al llegar a la vejez, logramos quedarnos dentro de Destyop sin ser aniquilados, como ayudantes o esclavos. Algunos de los viejos burlan, de vez en vez, la vigilancia de las guerreras y nos despiertan para hablarnos de lo que existe más allá de estas paredes. Hemos aprendido lentamente, de generación en generación. No todos pueden comunicarse contigo como yo. Hay quienes solo sirven para sembrar semillas. Esa es toda la historia.

—Sé que sufres —empezó a decir Eivia, pero la risa del hombre cortó su voz:

—¡Mujer, mujer! Así lo quiere Isweal.

—Es también tu diosa, tu madre —Eivia percibió la vergüenza agitándose en las mejillas—. No deberías hablar así.

—¿Mi diosa, mi madre? ¿Una madre que encierra a su prole? ¿Que es dadora de vida para unas y de muerte para el resto? ¿Una madre asesina frente a la que se arrodillan continentes con el propósito de borrar el error de su creación? ¿Una madre que se proclama dueña de las estaciones y desprecia los frutos que nombra podridos? Si es a ella a quien reverencias, entonces no tengo que escucharte más.

—Calla —musitó la ilea, cubriéndose los oídos—. Yo tampoco quiero seguir aquí. Ni quiero saber de lo que me hablas.

—Bien. A mí tampoco me interesa. Vuelve a tu guarida y sirve a Isweal hasta que seas un cuerpo más bajo la tierra.

Una lágrima rasgó el perfil de Eivia. No tenía argumentos para rebatir al prisionero.

Había perdido el orgullo. No creía en nada, y, sin embargo, su corazón flotaba libre, sin ninguna cadena. Despacio, inició el diálogo:

—Estoy sola. Me pregunto cosas. Lo cuestiono todo.

Silencio. Por un tiempo que pareció infinito.

—El lugar al que una vez pertenecí forma parte del ayer —volvió a decir la muchacha—. Jamás volveré a cruzar sus umbrales ni a abandonarme al amor que intenté ver en la diosa. Estoy sola —repitió, sin poder creerlo— y mi nombre es Eivia.

—Eidanth…—apenas dijo él.

Aquel fue el primer encuentro de muchos. Yacieron juntos, sin avistar la tormenta que despuntaba en el horizonte.

—Puedes darme la libertad —Eidanth estaba despierto, pero el tiempo se abalanzaba en su contra—. Eivia, puedes darme vida, alejarme de este lugar horrible. A mí y al resto de los que dormimos bajo la magia de las sacerdotisas. Y algún día, los dos juntos, criaremos a nuestros hijos e hijas en igualdad, sin mentiras.

—Estás loco —dijo ella y se desligó del abrazo—. ¿Qué podría hacer yo sola contra tantas leyes? Leyes que existen porque…

No supo cómo terminar aquella oración.

—Que existen porque sí —fue la respuesta de Eidanth—. Tienes tu espada. Su hoja no está mellada, conserva el filo de batallas pasadas. Dámela —le pidió él—. Llama a la guardiana y déjame asestarle un golpe. Tú eres mujer y tienes los dones de magia de Isweal. Avanzaremos por el laberinto, despertando a todos los que duermen allí. ¡Por favor!

—¿Qué me pides? ¿Qué piensas hacer? —se asustó ella— ¿Quieres que trastorne mi mundo, el que me educó? Piensa, Eidanth, cuando los tuyos salgan de este sitio, sembrarán el horror sobre mi gente. Entonces, ni siquiera tú podrás controlarlos.

—Sí, no te mentiré —dijo—. No abandonaré Destyop para esconderme en las montañas de Noytelr. Avanzaré hacia las ciudades y haré la guerra, para que las generaciones que me sigan puedan respirar bajo el mismo sol, sin necesidad de aniquilarse mutuamente. ¿O acaso piensas que no merezco eso?

—Eidanth…  No puedo.

—Entonces, cuando procrees un niño en tu vientre, cuando nuestro árbol germine, reza porque nazca hembra. Porque si es varón, tu propia mano deberá entregarlo. Y tampoco volverás a verme.

Eivia cerró los ojos. Sabía que su amante decía la verdad; si ese día llegara, ella no tendría fuerzas para condenar a su hijo al sufrimiento… Pensó en Welkiar y su amor. El dolor le rasgó las entrañas.

No volvió a hablar, pero llamó a la guardiana a grandes voces y cuando esta se acercó con ojos soñolientos, ya Eivia tenía las manos en alto y empuñaba la espada. El acero cortó el aire dos veces, y silbó sobre la carne derrumbada.

La guardiana cayó. También Eivia.

—¡Rápido, rápido! —la urgió Eidanth, mientras limpiaba las huellas de sangre y lágrimas del rostro de su amante.

—Antes de morir, ella me miró. Sabía que la había traicionado, y no podía comprenderlo —sollozó Eivia—. Jamás olvidaré sus ojos, Eidanth.

—Lo sé.

No dijeron más.

Ambos avanzaron por el camino de piedra. Eivia extendió los dedos y la luz iluminó su senda. De repente, la magia de la diosa navegaba en sus venas y fluía a través de ella. Pudo ver dentro de la roca a los seres hibernados que yacían en reposo y señaló hacia delante.

—Por aquí —murmuró.

Una puerta se abrió ante ellos.

Los hombres avanzaban por entre la maleza, agazapados. Las hojas cubrían sus rastros. Tras ellos, quedaban campos en llamas, las espigas encendidas como antorchas sobre la noche de Uildeir Murg. No se escuchaba una palabra.

Caminaban aprisa, pues un ejército de las más poderosas guerreras de Isweal andaba tras sus pasos. Eidanth iba al frente de la comitiva. Había cambiado, quizás demasiado, desde los días nefastos en los solares. Ahora tenía toda la apariencia de un guerrero: la espada envainada y puñales al cinto, el yelmo en la cabeza.

Más vigilante.

Eivia estaba a su lado. Ya no vestía como una ilea. En lugar de túnica translúcida, llevaba una corta cota de mallas, un arco y un carcaj lleno de flechas venenosas de puntas doradas como picos de aves.

El rastro de desolación que dejaban tras ellos ya era largo. Muchos solares de hibernación se consumían a su paso. Los hombres, finalmente a la intemperie, corrían junto a ellos, para integrar las filas y enfrentar las legiones de la diosa. Combate tras combate, el cerco se recrudecía; las probabilidades estaban en contra de los seguidores de Eidanth. Las tropas de Isweal eran un elemento a tener en cuenta, que sembraba el temor entre los liberados.

En cada ciudad, las cabezas de Eidanth y Eivia tenían puesto un precio. Un precio cada vez más alto. No eran pocas las emboscadas que habían eludido. Muchos del improvisado ejército habían caído ya en los campos de batalla, incapaces de detener el avance de las guerreras, con sus espadas en alto, sus ojos hambrientos de carne viva, sus mandobles buscando una brecha por donde penetrar.

Sin embargo, aún no perdían la esperanza. Siempre quedaba Lugmad, la Nueva, hasta ahora la única ciudad donde hombres y mujeres convivían en armonía, donde todos los niños al nacer iban al seno de su madre y no hacia los solares.

Ahora lo que realmente importaba era llegar a salvo a Lugmad y sellar sus amplias compuertas, protegidas por los hechizos de Eivia, magia que —por alguna razón hasta entonces incomprensible— ni siquiera las sacerdotisas podían aniquilar.

Eivia borraba las señales que podían delatarlos en el camino.

Pero el tiempo corría en su contra.

—¡Adelántate! —murmuró Eidanth, tomando la mano de su amante— Eivia, eres nuestra única esperanza; presiento que esta noche acabará con muerte y fuego. Si no llegas a Lugmad antes que las guerreras, ellas barrerán nuestra obra.

—No puedo dejarte —dijo Eivia. Sabía que él tenía razón: las voces del viento le hablaban, y los ejércitos de Isweal marchaban en su contra. Debía correr y rezar, y abandonarlo atrás.

—Es tu deber —la conminó él—. Todos nuestros sueños y esperanzas están en juego. ¡Vete! Nada puedes hacer a mi lado, salvo morir.

Eivia le besó las palmas de las manos, humedeciéndolas con sus lágrimas. Luego le dijo adiós, agitando ambos brazos en el aire. Sabía que, quizás, aquel fuera el último momento en que lo vería. Luego corrió como una saeta hacia los bosques y se internó en ellos.

Eidanth la miró hasta que Eivia se perdió entre los árboles. Entonces escuchó su propio llamado. Isweal le estaba hablando.

Las  tropas de la diosa lo esperaban en las encrucijadas de Myrandúr.

La diestra de Shuerteal, señora del Poniente, temblaba desafiante al entregarle la carta.

Welkiar escuchó las pisadas del caos destruir la tranquilidad de su reposo, irrumpiendo cual huésped salvaje. Los actos de Eivia comenzaban a trastornar el eje interno de la sociedad y amenazaban convertir de nuevo el mundo en un lugar donde sería difícil para una mujer caminar sola sintiéndose segura. Los sementales eran cada vez más peligrosos. Habían conocido lo que era respirar sin cadenas, y ahora nada podría conducirlos de nuevo a Destyop, salvo la muerte o una derrota total.

Debían ser controlados… y lo serían.

Tanto Shuerteal como Welkiar estaban convencidas de ello; pues si bien los hombres poseían los dones del combate y la fuerza, no tenían manera de vencer las artes mágicas de las sacerdotisas que encabezaban las huestes de Isweal.

Pero estaba Eivia, que finalmente había encontrado su poder. Un poder incomprensible por lo grande… como si hubiera venido de las manos de la propia diosa. Los hechizos de las otras mujeres no mellaban los escudos de magia que Eivia había creado. Como si Isweal quisiera que fuera así.

Shuerteal apartó aquel pensamiento con una mueca rabiosa. Eso era imposible. Eivia no era más que una traidora. La diosa no estaba junto a ella. El nombre de aquella chiquilla desgraciada era escupido y maldecido en cada templo y ciudad, incluso en la misma capital formativa.

Las órdenes del ejército de Isweal continuaban siendo las mismas desde el comienzo de la guerra: muerte inmediata, sin clemencia alguna, para aquellos que se interpusiesen en su vereda. Pero aquella ley no se cumpliría ni en Eidanth ni en Eivia. Ellos debían lavar con sangre, ante el templo de la señora, cada uno de sus errores.

Una cuidadora responde por cada camada que recibe. De alguna manera, Welkiar sentía que aquella renegada era también su responsabilidad. El nexo de amor con que durante años se había atado a Eivia no estaba trunco aún.

Debía acudir a ella, aunque fuera vano el propósito.

—¿Qué pretendes enseñarnos, señora? —murmuró al cielo, sin fuerzas para comprender—. ¿Cuál es la señal?

¿Quería Isweal, acaso, que se cuestionara su poder, se tambalearan las ciudades, se ahogaran los frutos de tanto trabajo? Welkiar descendió los altos niveles de la capital, advirtiendo que el aire estaba cargado de furor reprimido y pánico. Por un instante, le pareció ver, una vez más, la sonrisa de Eivia desmintiendo el horror mientras corría entre laberintos.

«Son espejismos que nada salvaguardan», meditó la anciana, y espantó de la mente al fantasma de la muchacha.

Sus cavilaciones fueron interrumpidas. Shuerteal se interpuso en su camino y volvió a extender la diestra. En ella estaba la misiva. Welkiar la tomó.

—Tu discípula no aprendió bien la lección —ironizó la otra, cubierta por la suciedad. Welkiar permaneció quieta, apreciando el miedo bajo la aparente capa de frialdad de la portadora—. Ya es hora de descargar el golpe. Hemos susurrado las demandas de la diosa en un oído que pretende borrar todas las promesas. No quiere claudicar. Ha creado, en compañía del semental que llaman Eidanth, una especie de refugio para aquellos que quieran construir un espacio fuera de las tradiciones, donde hombres y mujeres andan juntos bajo las lunas. Lugmad, le llaman. Puedes leerlo. La carta lo explica todo. Nada le debemos a Eivia. Ni siquiera tú.

—Ni siquiera yo —repitió la cuidadora, aunque no podía creerlo. Aún no se desligaba de la sombra de su discípula. Después añadió, con los párpados contraídos, aunando las fuerzas para oponerse a una decisión de Shuerteal—. Quiero estar ahí cuando la capturen. Quizás quede alguna esperanza de recuperarla.

—Ninguna —negó categóricamente la otra. Sonreía a medias—. Además, ha dejado de ser tu responsabilidad. No ganarías nada. Es tarde.

Welkiar dio un paso atrás. Las leyes creadas por el puño de Isweal pesaban sobre sus hombros como hierro, se acumulaban en compacta violencia. Shuerteal la observó un instante, con la risa jugueteando en las comisuras de los labios. Se preguntaba qué pretendía lograr aquella anciana en la carne de una pecadora.

Shuerteal pensó unos segundos. La señora había dejado de morar sobre Uildeir Murg para dar lugar a la guerra. Reinaba la incoherencia: hombres que exigían su libertad con las armas en la mano y diezmaban los campos, los sembrados y los altares de culto sin temor a la diosa. Cientos de solares de hibernación que caían inundados por el fuego demoledor, liberados por el amante de Eivia.

Era hora de saldar las deudas. Welkiar podía ser útil.

—Ven conmigo —murmuró Shuerteal a la cuidadora—. Estoy cansada y necesitaré ayuda.

En el pecho de Welkiar, la diosa cantó en un tono indescriptible, cálido cual las profundidades de Uildeir Murg.

La magia de las sacerdotisas iba sembrando desolación en las encrucijadas. Los seguidores de Eidanth caían al suelo como flores mustias, sin heridas visibles, solo con una expresión de terror y dolor incomparable en los rostros. Rayos de luz púrpura inundaban la encrucijada como agua.

Eidanth observaba sus propias huestes mermadas, luchando aún con las pocas fuerzas que sobrevivían al espanto. Las espadas se mellaban como si golpeasen roca al caer sobre los escudos de las guerreras. Las flechas volaban un segundo y luego estallaban en el aire en una orgía inofensiva de color y fuego. Silbaban los puñales en el aire, y los hombres no ganaban ninguna ventaja.

Isweal había desplegado toda su fuerza en un solo golpe.

Criaturas legendarias sobrevolaban el cielo oscuro, seres de pesadilla sin descripción. Eidanth se cubrió los oídos para evitar que estallaran, y desprotegió uno de sus flancos. Cuando vio la guerrera que se acercaba a él, con la hoja descubierta en amenaza, ya no pudo detener el choque. La sangre manó de su costado. Comenzó a sentirse mareado. Lo atacaron las náuseas. Con su propia espada, descargó violencia sobre la mujer, pero ella lo esquivó certeramente.

Eidanth saboreó el amargor de la derrota.

«Corre más, Eivia» pensó, de rodillas en la tierra, con las pupilas fijas en el cielo sin sol. «Corre lejos».

La muerte no tardaría en hallar su carne y su olor. Se vio a sí mismo como un ser más en un campo lleno de fatalidad, exudando su rabia segundos antes de volver al silencio de los dioses. Luego, el puño de su enemiga se alzó en el golpe fatídico.

No tardaría en caer. No tardaría.

—¡Alto! —escuchó la exclamación, y una de las sacerdotisas se inclinó sobre su cuerpo. La guerrera detuvo su arma en el aire—. No mates a este. Es el semental que buscábamos. Yo, Shileas Zild, te lo ordeno. Por Isweal.

De nada le valía su furia. Era otra vez un prisionero.

—Perdóname, por favor —Eivia lo miraba entre lágrimas.

El ejército de la diosa estaba paralizado. La traidora caminaba entre las filas de las mujeres, y ninguna se atrevía a hacerle daño. Eidanth la vio desde lejos, y pensó que quizás desde siempre estuvieron predestinados a encontrarse en el asdelar y terminar dominados por el destino, prisioneros en una jaula de madera, los dos únicos sobrevivientes de la masacre en la encrucijada.

—Me entrego a ustedes —gritó Eivia, mientras arrojaba su cota de mallas, flechas y arco—. Soy Eivia y mi cabeza tiene precio en cada ciudad de Uildeir Murg. Soy aquella a quien buscan.

—¿Dónde está aquel lugar que llaman Lugmad? ¿Su ciudad maldita? —preguntó Shileas, sin mover un músculo de la cara—. Dime dónde está.

—Eso no —negó con la cabeza Eivia—. Cualquier cosa menos eso. Lugmad está más allá de su alcance. A la vez cerca y lejos. Protegida por mi magia, y ni siquiera las grandes sacerdotisas de Uildeir Murg lograrán atravesar mi mente para descubrir dónde se esconde. Jamás hablaré.

—No importa —musitó Shileas, con una mueca de amargura—. Por el momento, es más que suficiente ponerlos a ambos bajo el mismo yugo.

Eivia fue arrojada dentro de la jaula. Sus dedos ya no despedían luz, como si el poder de la diosa la hubiera abandonado de repente.

—He perdido mi fuerza —sonrió ella tristemente. Abrazó la cabeza ensangrentada de Eidanth y dijo—: Es hora de volver a casa.

Shileas Zild recibió el reconocimiento de los aplausos en las puertas del templo, sacudidas ahora por las ovaciones de las mujeres. Los miembros del consejo se deshacían en bendiciones. Festejaban la aniquilación de los rebeldes con el sanguinario júbilo de fieras en celo. En cada plaza, Shileas se detenía e iniciaba el recuento de su victoria sobre los sublevados, llena de fervor, provocando una oleada de febril excitación entre la gente.

La llegada de los prisioneros desterró toda prudencia: fue necesario recluirlos en el templo de Isweal para impedir una matanza colectiva. Eivia, asida a Eidanth, no conoció el reposo. Llevaban días sin dormir, primero sacudidos por el viaje y las amenazas de las guerreras; luego, por los abucheos de la multitud.

Eivia intentaba no escuchar. Para Eidanth cada paso dentro de las urbes era nuevo; para ella era el retorno. Había vivido en aquel mundo tiempo atrás. Le parecía que habían pasado milenios desde su ceremonia del asdelar hasta aquel exacto momento. Apenas conservaba unos jirones de ropa sobre el cuerpo. Tenía fiebre y la sed la atormentaba.

Por eso, cuando la figura de Welkiar se aproximó a la jaula, mucho más anciana de lo que podía recordar, Eivia sonrió, pues pensó que estaba alucinando:

—Madre Welkiar…

—No me llames así.

La cuidadora se acercó, trémula, a la apóstata, dejando que la costumbre frenara sus ansias de destruirla. Sentía odio, demasiado odio. Pero, a la vez, compasión por las heridas de la muchacha, que era una desconocida ahora. Y también amor, por el pasado que una vez compartieron. Afuera, los bramidos se convirtieron en un llamado unánime a la censura. Todos aguardaban la llegada de la diosa Isweal, y su sentencia sobre los condenados. El desprecio floreció en la  boca de Welkiar:

—¿Tu semental te compensó lo suficiente? ¿Te dio lo que perseguías?

—¡Ah! —exclamó la otra, reconociéndola—. Entonces, en verdad estás aquí. ¿Te han traído para conmoverme? ¿O para quitarme lo poco que me queda? ¿Para humillarme con  palabras?

—Las noticias son más rápidas que el viento, chica. Las tuyas no tardaron en abrasarme —dijo la otra—. Parte del mal que provocaste arribó a la capital formativa. Nos continuará arrasando incluso cuando tú ya formes parte del polvo.

—Eso espero, ciertamente. Convertirme en cenizas —dijo Eivia con ironía y rió. Luego agregó, más calmada—: Perdón… Estoy tan cansada que no puedo hablar sin rencor ni olvidar nuestra derrota. Y ahora es tarde para intentar explicarte. Mis ruegos no han sido escuchados. Mis razones no podrían convencerte.

—¿Explicarme qué? ¿Tu ruptura con Isweal, tu insatisfacción con la esencia del universo? —indagó la cuidadora, con una mueca alterándole los rasgos—. Escupiste los límites, ensuciaste los ritos. ¿Qué nos queda ahora, Eivia?

—Van a juzgarme. Eso debería aliviar tu deseo de venganza —la muchacha se acomodó en la jaula, de espaldas a la vieja—. El miedo  te condiciona. A ti. A ellas. Incluso a los hombres que lucharon conmigo. Temes, me detestas, porque me crees el pilar del mal. No lo soy, Welkiar. Solo soy distinta de lo que imaginaste. Y tú…  tú has matado lo mejor de ti misma. Yo me he entregado al amor. Sacrificio o crimen, ¿qué importa? Al menos, quise luchar por algo más que los espectros de este linaje. Tu mundo es muy viejo, madre, y los míos son la nueva vida.

—¿Los tuyos? ¡Tus sementales y tus putas! La señora jamás perdonará —comenzó diciendo la mayor, buscando un rayo entre aquella espiral de sufrimientos. Y de repente, no supo qué otra palabra añadir.

—Bien —asintió Eivia— Tampoco busco perdón. El tiempo transcurre y yo no quiero limosnas.

Una escolta irrumpió en la sala, cubierta por las armaduras y los espejos donde se encontraban grabadas las tablas de la ley. Sobre los hombros de Shileas Zild giraba la estatua de piedra de la diosa, cubierta por centenares de hojas de aleuv.

Había llegado el momento de juzgar.

Welkiar se apartó. Incluso Eidanth miró con cierta reverencia.

La boca de Isweal se movió. Tras milenios de obstinada tregua había descorrido su velo y pretendía hablar. La luz del sol entró por las ventanas del templo y se reflejó en los espejos. La diosa continuó girando y sus ropas parecieron hechas de cristal.

La voz de la divinidad sacudió los cimientos del templo.

—Descansarán mis dedos sobre su frente y nada irrumpirá su signo. He decidido. Soy Isweal.

La voz sin inflexiones era un murmullo ensordecedor, preludio de inmortalidad. Eivia fijó sus ojos en la figura ardiente, aguardando su dictamen. Estaba tan cerca del abismo que parecía simple fijarse en el borde y abarcar el dolor en un nexo irreducible.

—Nadie tocará la piel de los condenados, ni su esencia. No deseo más horror sobre mis campos. Es suficiente. Avanzarán al destierro sin rememorar las rutas de regreso a Uildeir. Todo indicio perecerá para ustedes. Arrastrados por el olvido, nada recordarán de esta tierra ni de sus vidas anteriores. Nacerán una vez más, en un mundo que recién conoce la luz. Un mundo sin habitantes ni el calor de la existencia. Yo se los entrego. Vayan a él y háganlo ese paraíso que soñaron, donde todos respiren bajo las estrellas sin diferencias. Y luchen porque ese paraíso continúe siéndolo, si pueden. Serán el primer hombre y la primera mujer en un terreno sin nombre. Llevarán el peso de la creación y ella consumirá sus esperanzas algún día. Eivia, Eidanth. No teman más. Esta es mi sentencia. Han de pasar muchos ciclos antes de que todos volvamos a reunirnos bajo la luz del sol.

Eidanth aferró la diestra de la muchacha. Advertía la cercanía del peligro, escondido tras las palabras. Poco a poco, su mente borrándose, quedaba como una página en blanco. Eivia duró un poco más que el resto de los recuerdos: una sombra pálida que pertenecía al ayer. Luego, también Eivia empezó a desaparecer.

Él aulló. La olvidaba. Deseaba asirla, pero no alcanzó a tocar aquella niebla sin comienzo ni fin.

—Eivia, en tu mundo serás la perpetua culpable. Nadie entenderá tus lamentos. Tus hijas sufrirán el escarnio, la marginación, la mutilación, el desafío, por el simple hecho de respirar. Durante milenios, ninguna hembra alzará la frente sin recibir un golpe a cambio. Navegarán densas nubes en la utopía de ese mundo que soñaste, porque los deseos son conquistados con paciencia y mucho dolor. Tendrás que esperar, hasta que el crepúsculo fenezca y se encumbren los mares. Entonces, nada quedará, salvo que ustedes y nosotros volvamos a ser uno… si podemos.

La diosa de piedra se escondió tras la máscara de la inercia.

Eivia se sumió en el sopor. También a ella comenzaron a borrársele las ideas, sumiéndola en un mar de tinieblas. Su imagen y la de Eidanth se transformaron en solo vacío.

Abrió los labios, pero de ellos solo escapó un gemido. Welkiar fue la postrera imagen que quedó aferrada a su piel.

—Oh, madre… —murmuró Eivia, antes de entregarse completamente al torbellino de la omisión.

—Desconoce, ahora que descansan mis dedos sobre tu frente. Soy Isweal.

La señora calló nuevamente, mientras las lunas se avecinaban sobre los amantes dormidos.

La cuidadora reparó en la inoportuna arena que se había colado a través de las puertas de Durtyer: le quemaba la vista. Las discípulas se inquietaron e intercambiaron sílabas breves para después embriagarse en la expresión de Welkiar, aunque nada decían ni expresaban sus facciones.

Por un momento, la anciana volvió a percibir la similitud de las eras, lo cíclico del tiempo y de la historia: muchas de aquellas niñas eran demasiado parecidas a Eivia. Pero esta vez no sintió miedo. Todas las prohibiciones de la capital formativa no pasarían la barrera de sus recuerdos. Eivia quedaría escondida allí, donde nadie se la arrebataría, dulce como una ilea, fuerte y poderosa como una guerrera.

—Y así termina —señaló—. Ambos desaparecieron de nuestra vista. Eidanth, Eivia. ¿Quién sabe si encontraron un sitio que aceptara sus singularidades? Pero ¿quién descifra los enigmas? ¿Fue la sentencia de la diosa un castigo, una prueba de fuerzas, un jirón de su venganza? ¿Dónde se encuentra aquella ciudad en que los hombres y las mujeres eran uno? ¿Continúa perdida en las propias entrañas de nuestro mundo, oculta por el hechizo de Eivia? Nunca quisimos discernir. La diosa no dijo más. Entretanto, quedamos nosotras y este universo, el único que conocemos, el único que hemos querido conocer.

—¿Y si regresan? —indagó alguien, y su tono era de turbación.

—¡Ah! —la anciana abrazó a las niñas más cercanas—. Si regresan, Isweal lo afirmó: Quizás algún día estemos preparados para recibirlos.

Era de noche. La cuidadora miró hacia las estrellas. Los lejanos astros sonrieron desde el destierro. Welkiar los contempló, adivinando los acertijos de la diosa, presentes en las constelaciones.

«Al final», pensó, «todo conduce al centro del misterio, fuente y génesis de la vida».

Elaine Vilar Madruga. La Habana 1989. Narradora y poeta

Estudiante de Dramaturgia del Instituto Superior de Arte. Graduada de Nivel Medio de Música en la especialidad de guitarra clásica. Graduada del XI Curso de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Miembro de la AHS. Coordinadora del Taller de Literatura Fantástica Espacio Abierto. Entre sus premios se encuentran: mención en el Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA- Casa de América 2007, ganadora del Decimosegundo premio “Indio Naborí 2008” de décima. Mención Especial del David 2009 de poesía y del Calendario (ciencia-ficción 2006, poesía y narrativa infantil 2009), ganadora del Premio Extraordinario del Concurso Internacional “Garzón Céspedes” 2008, Segundo Premio de Cuento Juventud Técnica 2008 y 2009, Premio Internacional de Poesía Fantástica Minatura 2009, Caballo de Fuego de poesía 2009, de la Beca de creación La Noche 2010, Primer Premio del Concurso Internacional de Cartas de Amor 2010 “Escribanía Dollz”, del Premio Farraluque de Poesía Erótica 2010, mención del Luis Rogelio Nogueras de ciencia ficción 2010, Premio de Poesía Especulativa “Oscar Hurtado 2011”, Segundo Premio Internacional de poesía mitológica “Evohé La Revelación 2011”, mención en el concurso de poesía Benito Pérez Galdós 2011, Primera Mención del Premio Colateral Nuestro Tiempo del Concurso de Cuento “Ernest Hemingway 2011”, finalista del I Certamen Internacional de Relato Fantástico “Descubriendo Nuevos Mundos”, en la categoría de relato largo; ganadora del Segundo Premio del III Certamen Internacional de Poesía “El mundo lleva alas”, mención del XVI concurso literario Ciudad del Ché de poesía, entre otros.
Ha organizado los Eventos Teóricos de Arte y Literatura Fantástica “Behíque 2009”, así como las dos ediciones de “Espacio Abierto 2010” y  “Espacio Abierto 2011”. Co-editora de la revista de literatura de Ciencia- ficción y Fantasía cubana “Korad”.
Ha publicado la novela “Al límite de los Olivos”, Editorial Extramuros 2009. Antóloga de la colección de cuentos de fantasía “Axis Mundi”, actualmente en proceso de edición en la Editorial Gente Nueva. Su obra ha sido publicada en diversas antologías en España, Inglaterra, Venezuela, Argentina, Uruguay, Estados Unidos, Chile y Cuba.