Policial

La deuda

Dijo toma, y me puso cien dólares en la mano. Si lo haces bien hay doscientos más. Es mucho dinero, el que nadie me pagó nunca, solo que al médico no le importa. Está millonario, por eso todo el mundo quiere cumplir misiones. Ha venido tres veces, medio borracho, a repetirme que tiene que ser esta noche, que le busque a alguien si no tengo cojones, que a él le da lo mismo. Le dije que sí, que no había miedo y pensé en todo lo que podía hacer con ese dinero, en lo bien que se siente uno cuando puede matar el hambre por unos días. Por esa plata me como un león y se rió y ahora vamos a beber. Sacó del maletín una botella de vodka, unas latas de leche, un pomo de cola, galletas, un par de zapatos. Para el niño, dijo y bajé la cabeza, con un nudo en el pecho porque eran los zapatos que todo padre sueña comprarle a un hijo, aún cuando sabe que no puede, que la mierda que gana a penas alcanza para comer, que tiene que conformarse con verlos de lejos, en la vidriera. Y esto es para Santa: un jean, un perfume, una cadena de oro. Lo tuyo está aquí, y se palmeó el bolsillo. Estás loco, dije, hizo una mueca y sacó del maletín un tubo grande, de cartón, sellado en los bordes, lo sostuvo un momento, sopesándolo y después me lo extendió. Hazlo con esto, lo compré antes de venir.

Toma la botella, la escurre en el vaso que descansa sobre la mesa de centro y cuando intenta regresarla a su lugar se le resbala, con un estrépito se hace añicos contra el suelo. Mira el reguero de vidrios, hace una mueca y empina el trago, echado en el sofá, empapado en sudor y vómito, como un puerco. No ha parado de beber en una semana, él, que no aguantaba el ron ni en las fiestas. Claro, eso era antes, cuando aún era un hombre, cuando tenía todo lo que se puede desear en la vida, cuando no podía irle mejor y era perfecto porque no necesitaba nada para ser feliz. Nada, al menos eso creía hace un mes, cuando dos días antes del regreso recibió el sobre cuyo contenido lo tiraría todo por tierra, incluso a él, que no había imaginado que algo así pudiera ocurrirle, que tenía el futuro planeado, sin margen para otra cosa que no fuera ser feliz, solo que no contaba con recibir aquel sobre que en a penas un momento, le demostraría que a fin de cuentas la felicidad es relativa y que no basta tener a Dios de los cojones, hay que apretar.

Santa me tuerce los ojos y dice que no quiere nada, que lo devuelva, que si estoy con la condicional, que piense en Jorgito. Miro al camastro, los pies del niño, el pantaloncito roto, la espalda húmeda y me acuerdo del tiempo que me perdí de verlo crecer porque era muy chiquito cuando se me acabó la suerte, de las rejas, la estrechez y el mal olor de la galera, las celdas, el guardia empujándome para que vayas entrando en confianza y la mirada de los otros reclusos, las broncas que tuve para ganarme un sitio, los enemigos jurados allá adentro donde uno se convierte en un depredador o en un marica y pienso en el niño, en que le vendrían bien unos pantaloncitos nuevos. Santa no se calla y agita el trozo de cartón porque el ventilador no sirve, esta choza es un horno, no te pienses que me voy a quedar sola de nuevo, que se meta el dinero por el culo y te deje tranquilo, y no entiende y me jode que no entienda. Saco los billetes, los aprieto hasta hacerlos nada, la miro con el rostro duro para que se calle y ella que qué hace con cien dólares si me trancan, que si saco un pie del cuarto no la voy a ver más, no los voy a ver más. Le tiro el dinero y se asusta porque conoce mi mal genio, la agarro del brazo, la sacudo. ¡Trescientos, coño, trescientos! El niño despierta, asustado, lo cargo, le seco las lágrimas, ya, papito, no es nada, y voy hasta la puerta acariciándoles los pies. Santa murmura algo que no entiendo o no quiero entender porque estoy harto de escucharla: que si tengo una mala letra, que las cosas van a mejorar, que si el jefe de sector no nos deja vivir en paz, que va a conseguir un trabajo para ayudarme y cuando se da cuenta de que no la oigo va hasta el altar y le habla a los guerreros, a sus comisiones protectoras para que no me dejen solo, promete velas, flores, una paloma y recoge el dinero que después, me pone en el bolsillo.

La primera reacción fue conservarlo, pero después no pudo y lo estrujó con odio, apretándolo hasta que le dolieron los dedos y algo se le anudó en el pecho y en la garganta y terminó llorando, como hacía tanto tiempo, con la cara metida entre las manos. Entonces compró la primera botella, una vodka que lo derribó como una cierra a un tronco añoso y podrido y que lo hizo rodar hasta enviciarlo porque con la mente nublada todo adquiere nuevos matices y cualquier carga se hace llevadera, soportable. Luego, en el primer instante de sobriedad, decidió comprar el bate. Que sea ligero, por favor, y el encargado del almacén le había extendido un catálogo que él ni siquiera abrió. No se nada de estas cosas, solo quiero comprar un bate, de aluminio si fuera posible; y el vendedor trajo uno que le pareció perfecto y que le entregaría en un momento, en el interior de un tubo de cartón sellado en los bordes. Son veinte mil bolívares, dijo el empleado y él, inmutable, saldó la cuenta con dólares y salió a la calle donde, con el motor encendido, lo esperaba el minibús para llevarlo al aeropuerto, junto al resto de sus colegas de la misión que le llenó los bolsillos y que a la postre, lo había convertido en el hombre más infeliz del mundo, en el más solo, quizás.

Eso es una candela, y me mira como si yo fuera un pendejo. Ya te lo dije, búscame a otro. No, yo voy hacer la pincha, médico. Se pasa la mano por la cara y me quedo tranquilo, hundido hasta los hombros en la butaca, pensando en cómo un hombre puede cambiarle la vida a otro con solo meter la mano en el bolsillo, sin preocuparse porque sabe que el dinero es como una palanca capaz de mover un edificio, sin darse cuenta que estoy ahí, rebanándome los sesos, perdido entre tanta cosa linda que hay en el apartamento, pensando en lo feliz que se sería mi Santa si yo pudiera, al menos, ponerle fibro al cuarto para que no se nos moje la cama, rumiando su propuesta, acobardado pero resuelto porque no tengo otra salida y es una buena oferta por unos cuantos golpes, dale unos golpes, había dicho, para que se hinche, y se rió. ¿Entonces, a qué viniste? Dame unos días. No. Tiene que ser esta noche. Dame tiempo, no sé… Ya te dije lo que tienes que hacer. Hazlo. Me lo debes, dice y lo veo sentarse, poner una botella en la mesita de vidrio y no entiendo porque lo conozco hace años, del barrio, del consultorio, de las veces que estuvo en el cuarto con flores y velas y una que otra botella de ron; pero nunca un negocio porque él es un hombre preparado, un profesional. Me lo debes, repite. No sé de qué habla. Está borracho. Por un momento se queda callado, mirando el vaso. Entonces lo recuerdo y me derrumbo. Eres un hijo de puta.

Ya en el aire, arrellanado en su lugar junto a la ventanilla, mirando alejarse las últimas luces de aquella ciudad enorme, suntuosa y que antes le había parecido inalcanzable, se acordó de Felipe, de su rancho miserable y de su mujer, la bruja que de rodillas junto a su altar le predijo el futuro sin cobrarle un centavo porque ni se le ocurra, usted es un santo, médico, mire que somos nosotros los que no sabemos cómo pagarle lo que usted hizo por el niño. Pero él si sabía cómo y Felipe no iba a negarse, además, le pagaría bien, una suma considerable por un trabajo fácil, nada del otro mundo, solo que entonces estaba en un avión, a miles de kilómetros del reencuentro familiar, sin la menor idea de cómo enfrentarse a la realidad, sin estar seguro de cómo reaccionaría en el momento de abrazarlos, porque ella estaría allí y tendría que besarla, levantarla de la cintura y girar sobre si mismo con aquella pasión con que la había amado siempre y que de pronto se había convertido en un estigma, en un germen que llevaba dentro y que le provocaba una sensación de asco que no tenía nada que ver con el alcohol, con la resaca que le pesaba en las sienes que se apretó para no pensar en el hermano que seguro estaría también, esperándolo, con su cara de ángel y los brazos abiertos porque era inevitable, no había forma de que no estuviera allí, junto a ella, fingiendo que no pasaba nada, abrazados tal vez porque nadie sospecharía, al fin y al cabo eran familia y estaban contentísimos porque él estaba de regreso y no imaginaban que lo sabía todo, que solo era cuestión de tiempo, de encontrar a Felipe, ofrecerle dinero y ponerle el bate en las manos y esperar, o quedarse dormido de tanto vodka en la sangre, arrellanado en su asiento, mientras, a través de la ventanilla, se veían apagarse las últimas luces de aquella ciudad enorme e inalcanzable.

Todo va a salir bien, pienso y regaño al niño que no para de correr en el piso de tierra. Los vas a ensuciar, le digo. Se abraza de mis muslos y me contagia de su risa burlona. La voz de Santa me llega desde afuera. Se está nublando. Y miro al techo, los cartones abombados. Todo va a salir bien, había dicho el médico. Ella siempre atraviesa por ahí. La voy a llamar poco antes de las nueve, para que venga, y tú la vas a esperar, en el montecito. Hecho, murmuro y el niño me mira con los ojos grandes y le froto la cabeza. Estás creciendo. Ya soy un hombre, se vanagloria. ¡Un mojón es lo que tú eres! Santa trae las manos tiznadas. El carbón se mojó, como todo en esta covacha. ¿No vas a poner el nailon? Sí, había dicho yo, en el montecito, me dio una palmada en el hombro y se hundió en la butaca con el vaso entre las manos. Cerró los ojos. Por un momento pensé que dormía. Es una puta, murmuró, la peor. ¿Alguna vez le pegaste a una puta? No, hoy no puedo, mañana lo pongo. Santa suspira, resignada, se chupa los dientes. Si se moja la cama vas a dormir en el patio, y me tizna la cara. No, chica, coño, protesto, incómodo. ¿Qué, me vas a pegar? Nunca, sólo que ahora es distinto. Necesito ese dinero, médico. Tú sabes que estoy sin trabajo, que salí hace poco y estoy tranquilo. No quiero problemas. Me miró como miran los guardias cuando necesitan un favor allá adentro y se saben tan presos como uno. Y porque me lo debes. Me siento junto a la puerta, llamo al niño, lo acomodo en mis rodillas, lo acaricio. Qué, pregunta y le digo nada, que te quiero mucho. Le miro el pecho y lo veo agitado de tanto zapato nuevo, la cicatriz, y es imposible no recordar los gritos de Santa, el susto, Jorgito muerto y el médico ágil, arrancándomelo de las brazos, tendiéndose junto a él, dándole boca a boca, haciéndolo respirar otra vez… La vida de un hijo no se paga con nada, médico. Esa es una deuda que no se paga, le dije saliendo al pasillo. Vengo mañana, por lo mío, y cerré la puerta.

Allí estaban, en efecto, muy cerca uno del otro, y cuando al fin estuvieron de frente ella se le colgó del cuello y lo apretó contra sí, mientras el otro los miraba, distante, con una sonrisa en el rostro como una burla; y él, con una ternura infinita se soltó del abrazo, la besó en los labios y caminó hacia el hermano, con los brazos abiertos, lo estrechó sintiendo el cuerpo tembloroso, el pecho tamborileante pegado al suyo, lo tomó de la nuca y muy lentamente, como suponía había hecho Judas, lo besó en la cara, deseando que todo fuera una mentira.

Santa pone una vela a los pies del indio y enciende un mocho de tabaco. Cuando intenta incorporarse siente la cortada en el pie, pero no le da importancia, ya tendrá tiempo de mirarse, de regresar al hospital si hace falta, así que con un gesto de dolor se sostiene de los muebles y evita pisar otro vidrio, la cabeza le quiere estallar, la luz le molesta, mira el reloj y se da cuenta que ha dormido demasiado, que es más de las nueve, debió llamarla hace rato. El humo le llena el cuerpo, ella hace sonar la campanilla y me quedo tranquilo, escuchándola aunque no creo en esta mierda que no me sirvió de nada cuando el chivatazo, cuado vinieron a buscarme y la policía encontró los cuchillos, los sacos embarrados de sangre. Piensa que quizás es muy tarde, que a esta hora ella no se arriesgará a venir cortando camino, que preferirá la avenida aunque le tome media hora más o espere a mañana y a la mierda con sus planes, porque seguro Felipe no la va ha esperar toda la noche y terminará por aburrirse y se quede con el dinero que le adelantó sin hacer el trabajo, porque en el fondo el negro estaba acobardado y tuvo que refrescarle la memoria, no se olvidara de todo lo que había hecho para salvarle al niño cuando casi se le muere en los brazos. Habla una jerga rara y tira los caracoles una, dos veces, mientras miro el camastro cubierto con polietileno, la silueta del niño un poco más allá, dormido casi en el borde. Pero con todo no está seguro de que vuelva mañana por el resto del dinero, a contarle que lo había hecho según lo planeado, que le dio hasta que dejó de moverse y que había enterrado el bate para que no pudieran encontrarlo, la muy puta se va a podrir, no se preocupe, que puede darle el resto de la plata y negocio cerrado; de modo que llega hasta el teléfono, marca el número. No puedes ir, dice Santa. Se impacienta hasta que ella levanta el auricular y le dice que había estado esperando su llamada, que las cosas no son cómo él piensa, que le de una oportunidad porque no puedo vivir sin ti y el asiente, pero quiero que vengas esta misma noche, es nuestro aniversario, ¿recuerdas?, y ella que cómo lo iba a olvidar, que le tiene una sorpresa y salgo enseguida, te quiero, apúrate si, y cuelga porque siente un dolor intenso en el pie, se deja caer en el suelo lleno de sangre, examina la herida y con cuidado, extrae el vidrio y ve la zanja profunda como un surtidor que le mancha las manos y se ríe, porque la imagina apurada, cortando camino para llegar pronto, sin tiempo para volverse atrás. El ventilador, inservible, la percha donde cuelgan los cuatro trapos, como dice Santa, la santa que me esperó dos años viviendo de sus consultas porque yo estaba preso y pienso en el médico, en el tiempo que estuvo afuera comiéndose el hígado para ponerle un palacio a la puta. No puedes ir, repite y me agarra del brazo y siento que me hace daño. No puedes ir y mira la estera, los caracoles dispersos, el humo que lo envuelve todo. No te preocupes, la tranquilizo, vuelvo enseguida. Rompe a llorar, se arrodilla y los caracoles hablan. Me grita que no, coño, que hay mucha sangre. El niño despierta, Santa sigue llorando. Le doy la espalda, voy a la esquina del cuarto, agarro el tubo de cartón y salgo al pasillo, a la calle. Es más de las ocho. Tengo que apurarme. Trescientos dólares es mucho dinero.

Rafael A. Inza. Holguín, Cuba, 1978.

Premio Despertar de la AHS en Gibara, Holguín, 2005. Menciones y Tercer Premio en el Concurso Nacional Vértice de cuentos breves, Bayamo, 2004, 2006 y 2009, respectivamente. Premio Nacional Celestino de Cuentos, Holguín, 2007, Mención, 2010. Premio Venga La Esperanza, Holguín, 2007, 2009. Finalista en el segundo concurso Internacional de minicuentos El Dinosaurio, Ciudad de la Habana, 2008. Premio Nacional Mangle Rojo, Isla de la Juventud y El Mar y la Montaña, Guantánamo, 2009. Premio de la Cátedra F. Mond en el Concurso Nacional Benigno Vázquez, Matanzas, 2018. Se encuentra recogido en la antología Memoria de los otros, Ediciones La luz, 2007; en la compilación Vértice, Ediciones Bayamo, 2009, en el volumen El equilibrio del Mundo, Editorial Luminaria; en las antologías Todo un cortejo caprichoso, cien narradores cubanos, Ediciones La Luz, 2011; Distancias del agua. Narrativa cubana y uruguaya, Universidad del trabajo del Uruguay, 2012; y en Como raíles de punta. Joven narrativa cubana, Sed de Belleza, 2013. Tiene publicado los libros Top Fiction, cuentos, Ediciones La Luz; La vida fácil, Ediciones Holguín; y El placer de lo obsceno, Editorial Samarcanda, Sevilla, España. Egresado del VII Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso.