Cuentos europeos

Resumen del libro: "Cuentos europeos" de

En «Cuentos Europeos», Doris Lessing nos brinda una mirada magistral a la condición humana a lo largo de cincuenta años de escritura, desde su llegada a Inglaterra en 1949 hasta el final del siglo XX. La autora, reconocida por su habilidad para explorar las complejidades de las relaciones humanas, nos sumerge en narrativas que desentrañan los entresijos de la intimidad y la convivencia.

A lo largo de este volumen, Lessing nos presenta una variedad de escenarios y personajes que encarnan sus temas recurrentes. Desde matrimonios aparentemente armónicos pero secretamente fracturados hasta parejas que buscan fórmulas poco convencionales para superar el hastío, cada relato es una radiografía de las emociones y dilemas que definen nuestras vidas.

Uno de los aspectos más notables de la prosa de Lessing es su capacidad para condensar en un solo párrafo la complejidad de una relación de años. Su estilo es directo y preciso, permitiendo al lector adentrarse de lleno en las profundidades de las psiques de sus personajes.

Uno de los elementos más poderosos de «Cuentos Europeos» es la ambientación en la posguerra de Londres, donde las ruinas de la Segunda Guerra Mundial se convierten en testigos silenciosos de los dramas humanos. Lessing utiliza este escenario desolado como telón de fondo para explorar la resiliencia y la capacidad de transformación del espíritu humano.

Doris Lessing, una de las voces literarias más influyentes del siglo XX, demuestra en esta recopilación su maestría para capturar la esencia de las relaciones humanas. Su mirada rigurosa y compasiva hacia sus personajes, así como su habilidad para destilar las complejidades de la vida en breves relatos, confirman su lugar como una autora de referencia en la literatura contemporánea.

En resumen, «Cuentos Europeos» de Doris Lessing es una obra que nos invita a reflexionar sobre lo que nos define como seres humanos a través de una prosa penetrante y una exploración profunda de las relaciones interpersonales. Una lectura que cautiva, emociona y deja una marca duradera en el corazón del lector.

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La costumbre de amar

En 1947 George volvió a escribir a Myra y le dijo que ahora que la guerra había quedado bien atrás era el momento de regresar a casa y casarse con él. Myra le respondió desde Australia, adonde había ido con sus dos hijos en 1943 porque tenía parientes allí, diciéndole que sentía que poco a poco se habían ido distanciado; ya no estaba segura de querer casarse con él. George no se permitió desmoronarse. Le mandó el importe del billete de avión y le pidió que fuera a visitarlo. Ella fue dos semanas, porque no podía dejar solos por más tiempo a sus hijos. Le contó que le gustaba Australia, le agradaba el clima —ya no podía soportar el británico— y opinaba que Inglaterra estaba, casi seguro, acabada. Y se había acostumbrado a echar de menos Londres. También, es de suponer, a George Talbot.

Para George fueron quince días muy dolorosos. Creía que también para ella. Se habían conocido en 1938, vivieron juntos cinco años y durante cuatro intercambiaron epístolas de amantes separados por el destino. Sin duda, Myra era el amor de su vida. Hasta ese momento creyó que él también lo había sido para ella. Myra, una mujer atractiva a la que el sol y las playas australianas habían embellecido, le hizo un gesto de despedida en el aeropuerto, con los ojos repletos de lágrimas.

Los ojos de George al regresar del aeropuerto permanecieron secos. Si alguien ha querido a una persona con toda el alma, es algo más que el amor lo que desaparece cuando una de las partes de la pareja, que se creyó indisoluble, se aleja en un emotivo adiós. George se bajó pronto del taxi y paseó por Saint James’s Park. Pero le resultó demasiado pequeño y se dirigió a Green Park. Después fue a Hyde Park y de allí a Kensington Gardens. Cuando oscureció y cerraron las enormes puertas del parque tomó un taxi hacia casa. Vivía en un bloque de pisos próximo a Marble Arch. Myra había vivido allí con él durante cinco años, y era el lugar donde había imaginado que volverían a vivir juntos. Entonces se trasladó a un nuevo piso cerca de Covent Garden. Lo hizo poco después de haberle escrito una apenada carta a Myra. Se dio cuenta de que a menudo había recibido cartas así, pero nunca había escrito ninguna. Advirtió que había despreciado por completo todo el sufrimiento que había causado a lo largo de su vida. Aunque Myra le respondió con una carta muy sensata, George Talbot se dijo que definitivamente debía dejar de pensar en ella.

Dejó de ser tan displicente en el trabajo como lo había sido hasta entonces y aceptó producir una nueva obra escrita por un amigo suyo. George Talbot era un hombre de teatro. Hacía muchos años que no actuaba, pero escribía artículos, producía algún espectáculo a veces, pronunciaba discursos en ocasiones importantes y todo el mundo lo conocía. Cuando entraba en un restaurante la gente intentaba captar su atención, aunque a menudo no sabían quién era. En los cuatro años transcurridos desde la partida de Myra había tenido varias aventuras con chicas del mundo del teatro porque se había sentido solo. Había sido franco con Myra sobre estas aventuras, pero ella nunca las mencionó en sus cartas. Ahora llevaba unos meses muy ocupado y pasaba poco tiempo en casa. Ganaba bastante dinero y mantenía aventuras con mujeres que estaban encantadas de dejarse ver en público con él. Pensó mucho en Myra, pero no le volvió a escribir, ni ella a él, a pesar de que habían acordado que siempre serían buenos amigos.

Una noche, en el vestíbulo de un teatro vio a un viejo amigo al que siempre había admirado, y este le comentó a la joven que lo acompañaba que estaba con el hombre más irresistible de su generación; ninguna mujer había sido capaz de resistírsele. La joven lanzó una breve mirada a través del vestíbulo y respondió: «¿En serio?».

Cuando George Talbot llegó a casa esa noche estaba solo y se miró en el espejo con honestidad. Tenía sesenta años pero no los aparentaba. Fuera lo que fuese lo que había atraído a las mujeres en el pasado, sin duda no era su belleza, y no había cambiado demasiado: era un hombre robusto, de porte erguido, canoso, peinado con esmero, bien vestido. No había prestado especial atención a su rostro desde aquellos días, muchos años atrás, en que había sido actor; pero en ese instante sufrió un inusitado ataque de vanidad y se acordó de que Myra admiraba su boca y su mujer adoraba sus ojos. Se aficionó a mirarse en los espejos de los vestíbulos y restaurantes, y se veía a sí mismo igual que siempre. Sin embargo, estaba empezando a cobrar conciencia de la discrepancia entre ese afable aspecto y lo que sentía. Bajo las costillas, su corazón, resentido, macerado y dolorido, era una monstruosa zona de compasión enemistada con todo lo que había sido. A menudo, cuando la gente bromeaba, era incapaz de reírse; y su modo de hablar, que había sido ligero y alusivo y sardónico, debía de haber cambiado, porque más de una vez sus viejos amigos le preguntaron si estaba deprimido, y ya no sonreían con agrado cuando contaba alguna de sus historias. Se percató de que ya no lo consideraban una buena compañía. Llegó a la conclusión de que debía de estar enfermo y fue al médico. Este le dijo que su corazón no tenía ningún problema; todavía le quedaban treinta años de vida por delante, por fortuna, añadió con respeto, para el teatro británico.

George comprendió entonces que «tener el corazón roto» significaba que una persona podía arrastrar el corazón hecho pedazos día y noche, en su caso durante meses. Pronto haría un año. Se desvelaba en mitad de la noche a causa de la opresión en el pecho y por la mañana se despertaba abrumado por la pena. Parecía que aquello no fuera a acabar nunca, y ese pensamiento lo movió a dos acciones. Primero escribió a Myra una carta tierna, redactada con delicadeza, en la que rememoraba los años de su amor. A su debido tiempo recibió una respuesta asimismo tierna y delicada. Después fue a ver a su mujer. Eran, y lo habían sido durante muchos años, buenos amigos. Se veían a menudo, aunque no tanto desde que los hijos se habían hecho mayores; tal vez una o dos veces al año. Y nunca discutían.

Su mujer se había vuelto a casar y ahora era viuda. Su segundo marido había sido miembro del Parlamento y ella trabajaba para el Partido Laborista, formaba parte del comité consultivo de un hospital y de la junta directiva de una escuela progresista. Tenía cincuenta años pero no los aparentaba. La tarde de su cita llevaba un traje gris claro y zapatos del mismo color, y una onda blanca de cabello cano caía sobre su frente y le daba un aire distinguido. Estaba animada y se alegraba de verlo, y le habló de algún estúpido del comité del hospital que no estaba de acuerdo con la minoría progresista sobre alguna que otra reforma. Siempre habían compartido postura política, a la izquierda del ala centrista del Partido Laborista. Ella simpatizaba con su pacifismo durante la Primera Guerra Mundial (había estado en prisión por ello) y él con su feminismo. Ambos apoyaron a los huelguistas en 1926. Durante los años treinta, después de su divorcio, ella le había ayudado con dinero para una gira con una compañía que representaba Shakespeare para los parados y los hambrientos.

Relatos europeos: Doris Lessing

Doris Lessing. Nacida como Doris May Tayler en Kermanshah el 22 de octubre de 1919, y fallecida en Londres el 17 de noviembre de 2013, se alza como una figura emblemática de la literatura británica del siglo XX. Ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2007, Lessing exploró en sus más de cuarenta obras una narrativa que fusiona sus vivencias africanas con su compromiso feminista, marxista, anticolonialista y pacifista.

Su infancia en Persia y juventud en la deslumbrante Rodesia del Sur (actual Zimbabue) forjaron su mirada crítica hacia la discriminación racial, tema recurrente en sus novelas. La pentalogía "Hijos de la violencia" destaca por narrar el desplome del sistema colonial y abordar la condición de la mujer y del artista en el siglo XX.

Lessing, a pesar de su formación autodidacta, se sumergió en una amplia gama de géneros, desde la ciencia ficción con la serie "Canopus en Argos" hasta la novela psicológica y existencial en "El cuaderno dorado", su obra más conocida y emblemática del feminismo. Su incursión en el seudónimo Jane Somers con obras como "Diario de una buena vecina" subraya su preocupación por las dificultades de los escritores jóvenes.

Comprometida con ideas liberales, recibió innumerables premios, incluido el Premio Nobel de Literatura en 2007, destacando por su capacidad para transmitir la épica de la experiencia femenina. Su legado literario, impregnado de escepticismo, pasión y fuerza visionaria, la consagra como una autora multifacética y esencial en el panorama literario mundial.