El adolescente

Resumen del libro: "El adolescente" de

«El Adolescente» de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski es una obra maestra que nos sumerge en la complejidad emocional y psicológica de la juventud. El autor, conocido por su profunda exploración de la condición humana, nos presenta a Arkadi Makárovich Dolgoruki, un joven de diecinueve años marcado por su ilegitimidad y la falta de reconocimiento paterno. La novela se desenvuelve en el turbulento escenario de San Petersburgo, donde Arkadi llega con la determinación de conquistar el mundo y amasar una fortuna, convencido de que el dinero es la clave para una vida libre y plena.

Dostoyevski despliega su genio literario al retratar las contradicciones y luchas internas de Arkadi, cuyo orgullo y deseo de autoafirmación se ven constantemente desafiados por las circunstancias. A través de su prosa magistral, el autor nos sumerge en un universo de conspiraciones, secretos familiares, amores apasionados y oscuros impulsos. Los personajes cobran vida con una profundidad psicológica impresionante, y sus acciones son el resultado de una compleja interacción entre sus deseos, miedos y motivaciones más profundas.

«El Adolescente» se destaca como el único Bildungsroman en la obra de Dostoyevski, ofreciendo una visión única de la transición a la adultez. La novela nos invita a reflexionar sobre la autoafirmación en la juventud, donde la candidez se entrelaza con lo grotesco de una manera sorprendente. La narración, alejada de la elocuencia clásica, aporta una originalidad que enriquece la experiencia del lector.

En conclusión, «El Adolescente» es una obra imprescindible que revela la maestría de Dostoyevski en la exploración de la psique humana. A través de la peripecia de Arkadi, el autor nos conduce por un viaje emocional intenso y revelador, dejando una profunda impresión sobre la naturaleza compleja y a menudo contradictoria de la juventud y la búsqueda de identidad.

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Capítulo I

I

Sin poder resistir más, me he sentado a escribir esta historia de mis primeros pasos en el curso de la vida, aunque bien podría pasarme sin esto. De una única cosa estoy seguro: nunca más volveré a escribir mi autobiografía, ni aunque viva hasta los cien años. Hay que estar muy rastreramente prendado de uno mismo para escribir de la propia existencia sin avergonzarse. Mi única disculpa es que no escribo por los mismos motivos por los que escribe todo el mundo, es decir, no busco las alabanzas del lector. Si de pronto se me ha ocurrido registrar palabra por palabra todo lo que me ha sucedido desde el año pasado, ha sido como consecuencia de una necesidad íntima: hasta tal punto me ha afectado todo lo acontecido. Me limito a anotar los sucesos, apartándome al máximo de todo lo accesorio, y en particular de los adornos literarios; el literato se pasa treinta años escribiendo y al final no sabe por qué ha estado escribiendo todo ese tiempo. Yo ni soy literato ni quiero serlo, y arrastrar la intimidad de mi alma y la hermosa descripción de mis sentimientos por el mercado literario me parecería una indecencia y una bajeza. Presiento con lástima, no obstante, que muy probablemente será imposible evitar por completo las descripciones de sentimientos y las reflexiones (puede que hasta vulgares): hasta tal punto corrompe al individuo toda actividad literaria, aunque la haya emprendido exclusivamente para sí mismo. Además, las reflexiones pueden llegar a ser extremadamente vulgares, pues es muy posible que lo que uno aprecia no tenga ningún valor para quien lo mira con otros ojos. Pero vaya todo esto entre paréntesis. En cualquier caso, hasta aquí mi prefacio; no habrá nada más de este estilo. Manos a la obra; aunque no hay nada más intrincado que acometer una obra cualquiera, una obra del tipo que sea.

II

Empiezo, es decir, querría empezar mis anotaciones el 19 de septiembre del año pasado, o sea, justo el día en que conocí…

Pero explicar a quién conocí así, abruptamente, cuando nadie sabe nada, sería una vulgaridad; es más, yo diría que este mismo tono ya es vulgar: habiéndome prometido que iba a apartarme de los adornos literarios, ya estoy cayendo desde la primera línea en ellos. Aparte de eso, para escribir con sensatez, no basta con pretenderlo. Señalaré también que, en mi opinión, en ninguna lengua europea es tan difícil escribir como en ruso. He releído ahora mismo lo que acababa de escribir hace un momento y me doy cuenta de que soy bastante más inteligente que lo que he escrito. ¿Cómo es posible que lo manifestado por una persona inteligente sea bastante más estúpido que lo que queda en él? Es algo que he notado más de una vez en mí mismo y en mis relaciones verbales con la gente en todo este último fatídico año y he sufrido mucho por este motivo.

Aunque comience por el 19 de septiembre, voy a decir de todos modos dos palabras acerca de quién soy, de dónde había estado hasta entonces y, por consiguiente, de qué podía tener en la cabeza, al menos en parte, la mañana del 19 de septiembre, para que pueda resultarle más inteligible al lector, y puede que también a mí mismo.

III

He completado mis estudios en el gimnasio, y voy ya camino de los veintiún años. Mi apellido es Dolgoruki[4], y mi padre legal es Makar Ivánov Dolgoruki, antiguo siervo de los señores Versílov. Así pues, soy hijo legítimo, aun siendo ilegítimo en el más alto grado, y mi origen no ofrece la menor duda. La cosa ocurrió de este modo: hace veintidós años el hacendado Versílov (que es mi padre), de veinticinco años, visitó sus posesiones en la provincia de Tula. Supongo que en esa época sería todavía alguien con muy poca personalidad. Es curioso que este hombre, que tanta impresión me ha causado desde la infancia, que ha tenido una influencia tan decisiva en la formación de mi espíritu y que es posible incluso que haya contaminado todo mi futuro por mucho tiempo, siga siendo para mí en tantísimos sentidos un verdadero misterio. Pero, a decir verdad, ya me ocuparé de esto más adelante. No es algo que pueda contarse así como así. De todas formas, mi cuaderno se va a llenar con este hombre.

Precisamente en esa época —es decir, a los veinticinco años— acababa de enviudar. Había estado casado con una mujer de la alta sociedad, aunque no demasiado rica, una Fanariótova, y había tenido un hijo y una hija con ella. Las noticias que tengo de esta mujer, que lo había dejado tan pronto, son bastante incompletas y andan perdidas entre mis materiales; por lo demás, no he tenido acceso a muchas circunstancias concretas de la vida de Versílov: así de altivo, arrogante, reservado y desdeñoso ha sido siempre conmigo, si bien es verdad que en algunos momentos me ha mostrado una suerte de humildad desconcertante. Mencionaré, en cualquier caso, como muestra de lo que ha de venir, que en el curso de su vida ha dilapidado tres fortunas, y muy considerables, por un total de cuatrocientos y pico mil rublos, o puede que más. Ahora, desde luego, no le queda ni un solo kopek.

En aquella ocasión se presentó en la aldea «Dios sabría a qué»; por lo menos esta fue la expresión que más tarde usaría conmigo. Como de costumbre, sus hijos pequeños no estaban con él, sino con unos parientes; así es como ha actuado toda su vida con sus hijos, legítimos e ilegítimos. Había en esa hacienda un número muy elevado de criados; entre ellos estaba el jardinero Makar Ivánov Dolgoruki. Dejaré aquí constancia de una cosa, para despreocuparme en lo sucesivo: pocas personas habrán podido maldecir tanto su apellido como yo he maldecido el mío a lo largo de mi vida. Sería una estupidez, sin duda, pero así era. Siempre que ponía el pie en una escuela o me encontraba con personas a las que, por mi edad, estaba obligado a dar explicaciones, en una palabra, cada vez que un maestrillo, preceptor, bedel o pope me preguntaba el apellido y me oía responder: «Dolgoruki», todos sin excepción, por la razón que fuera, juzgaban indispensable añadir:

—¿Príncipe Dolgoruki?

Y una y otra vez me veía obligado a responder a todos esos individuos ociosos:

—No, Dolgoruki a secas.

Este a secas empezó a volverme loco. Señalaré de paso, a modo de fenómeno, que no recuerdo ni una sola excepción: todos me lo preguntaban. A algunos, desde luego, les traía sin cuidado; en realidad, no sé a quién demonios podía importarle ese asunto. Pero todos lo preguntaban, del primero al último. Al oír que yo era simplemente Dolgoruki, mi interlocutor por lo general me inspeccionaba con una mirada obtusa y neciamente indiferente, que demostraba que ni él mismo sabía por qué lo había preguntado, y seguía su camino. Los compañeros de escuela lo preguntaban con peores intenciones. ¿Cómo le pregunta un escolar a un novato? El día en que ingresa en la escuela (en la que sea), el novato, despistado y confuso, es la víctima general: le dan órdenes, se meten con él, lo tratan como a un criado. Un niño regordete, rebosante de salud, se planta de golpe justo delante de su víctima y se queda observándola unos momentos con una mirada pausada, severa y arrogante. El novato aguanta delante de él sin decir nada, lo mira de reojo si no es un cobarde, y espera a ver qué pasa.

—¿Cómo te llamas?

—Dolgoruki.

—¿Príncipe Dolgoruki?

—No, Dolgoruki a secas.

—Ah, ¡a secas! Qué estúpido.

Y tiene razón: nada más estúpido que llamarse Dolgoruki y no ser príncipe. Con esta estupidez tengo que cargar sin ninguna culpa. Más tarde, cuando empecé a enfadarme de verdad, cada vez que me preguntaban si era príncipe respondía invariablemente:

—No, soy hijo de un criado, un antiguo siervo.

Después, cuando ya se me llevaban los demonios, a la pregunta: «¿Es usted príncipe?», una vez respondí con firmeza:

—No, Dolgoruki a secas, soy hijo ilegítimo de mi antiguo amo, el señor Versílov.

Esto se me ocurrió estando ya en sexto curso de gimnasio y, aunque muy pronto llegué a la conclusión, sin sombra de duda, de que era una tontería, tardé un tiempo en dejar de tontear. Recuerdo que uno de mis profesores —de todos modos, fue el único— descubrió que yo estaba «imbuido de ideas vengativas y cívicas». En general, acogían esta extravagancia mía con cierto aire reflexivo, algo que me resultaba ofensivo. Por fin, uno de mis compañeros, un chaval muy mordaz con el que apenas hablaba una vez al año, me dijo con cara seria, aunque apartando un poco la mirada:

—Estos sentimientos, evidentemente, le honran y, desde luego, tiene usted motivos para estar orgulloso; pero yo en su lugar no me alegraría tanto de ser hijo natural… Y ¡usted parece que está de fiesta!

Desde entonces dejé de presumir de ser hijo natural.

Repito que es muy difícil escribir en ruso: resulta que he llenado tres hojas enteras contando lo mucho que me ha irritado toda la vida mi apellido, y seguro que el lector ha llegado a la conclusión de que lo que me irrita es, justamente, el hecho de no ser príncipe, sino un simple Dolgoruki. Tener que explicarme y justificarme una vez más sería humillante para mí.

El adolescente: Fiódor Dostoyevski

Fiódor Dostoyevski. Moscú, 1821 - San Petersburgo, 1881 Novelista ruso. Educado por su padre, un médico de carácter despótico y brutal, encontró protección y cariño en su madre, que murió prematuramente. Al quedar viudo, el padre se entregó al alcohol, y envió finalmente a su hijo a la Escuela de Ingenieros de San Petersburgo, lo que no impidió que el joven Dostoievski se apasionara por la literatura y empezara a desarrollar sus cualidades de escritor.

A los dieciocho años, la noticia de la muerte de su padre, torturado y asesinado por un grupo de campesinos, estuvo cerca de hacerle perder la razón. Ese acontecimiento lo marcó como una revelación, ya que sintió ese crimen como suyo, por haber llegado a desearlo inconscientemente. Al terminar sus estudios, tenía veinte años; decidió entonces permanecer en San Petersburgo, donde ganó algún dinero realizando traducciones.

La publicación, en 1846, de su novela epistolar Pobres gentes, que estaba avalada por el poeta Nekrásov y por el crítico literario Belinski, le valió una fama ruidosa y efímera, ya que sus siguientes obras, escritas entre ese mismo año y 1849, no tuvieron ninguna repercusión, de modo que su autor cayó en un olvido total.

En 1849 fue condenado a muerte por su colaboración con determinados grupos liberales y revolucionarios. Indultado momentos antes de la hora fijada para su ejecución, estuvo cuatro años en un presidio de Siberia, experiencia que relataría más adelante en Recuerdos de la casa de los muertos. Ya en libertad, fue incorporado a un regimiento de tiradores siberianos y contrajo matrimonio con una viuda con pocos recursos, Maria Dmítrievna Isáieva.

Tras largo tiempo en Tver, recibió autorización para regresar a San Petersburgo, donde no encontró a ninguno de sus antiguos amigos, ni eco alguno de su fama. La publicación de Recuerdos de la casa de los muertos (1861) le devolvió la celebridad. Para la redacción de su siguiente obra, Memorias del subsuelo (1864), también se inspiró en su experiencia siberiana. Soportó la muerte de su mujer y de su hermano como una fatalidad ineludible. En 1866 publicó El jugador, y la primera obra de la serie de grandes novelas que lo consagraron definitivamente como uno de los mayores genios de su época, Crimen y castigo.

La presión de sus acreedores lo llevó a abandonar Rusia y a viajar indefinidamente por Europa junto a su nueva y joven esposa, Ana Grigorievna. Durante uno de esos viajes su esposa dio a luz una niña que moriría pocos días después, lo cual sumió al escritor en un profundo dolor. A partir de ese momento sucumbió a la tentación del juego y sufrió frecuentes ataques epilépticos.

Tras nacer su segundo hijo, estableció un elevado ritmo de trabajo que le permitió publicar obras como El idiota (1868) o Los endemoniados (1870), que le proporcionaron una gran fama y la posibilidad de volver a su país, en el que fue recibido con entusiasmo. En ese contexto emprendió la redacción de Diario de un escritor, obra en la que se erige como guía espiritual de Rusia y reivindica un nacionalismo ruso articulado en torno a la fe ortodoxa y opuesto al decadentismo de Europa occidental, por cuya cultura no dejó, sin embargo, de sentir una profunda admiración.

En 1880 apareció la que el propio escritor consideró su obra maestra, Los hermanos Karamazov, que condensa los temas más característicos de su literatura: agudos análisis psicológicos, la relación del hombre con Dios, la angustia moral del hombre moderno y las aporías de la libertad humana. Máximo representante, según el tópico, de la «novela de ideas», en sus obras aparecen evidentes rasgos de modernidad, sobre todo en el tratamiento del detalle y de lo cotidiano, en el tono vívido y real de los diálogos y en el sentido irónico que apunta en ocasiones junto a la tragedia moral de sus personajes.