El Doble

El Doble, una novela de Fyodor Dostoyevsky

Resumen del libro: "El Doble" de

El doble constituye un caso sumamente representativo de esa clase de creaciones que, adelantadas a su tiempo, acaban siendo consagradas por la posteridad. En efecto, si en el momento de su publicación críticos y lectores coincidieron en creer que la novela era una mera versión de un tema literario tradicional —el de la persona que trata de salvaguardar su dignidad ante una burocracia avasalladora y despreciativa—, lo cierto es que la genialidad de F. M. DOSTOYEVSKI (1821-1881) le inspiró la combinación del patético personaje de Yakov Petrovich Goliadikin con el tema del desdoblamiento de la personalidad, para, superando la mera tragedia grotesca, extraer de ella posibilidades tan insospechadas como espeluznantes.

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Capítulo 1

Faltaba poco para las ocho de la mañana cuando Yakov Petrovich Goliadkin, funcionario con la baja categoría de consejero titular, se despertó después de un largo sueño, bostezó, se desperezó y al fin abrió los ojos de par en par. Durante unos instantes, sin embargo, permaneció inmóvil en la cama como si no estuviese aún seguro de estar despierto o de seguir durmiendo, de si lo que acontecía en torno suyo era, en efecto, parte de la realidad o sólo prolongación de sus alborotados sueños. Pronto, no obstante, los sentidos del señor Goliadkin empezaron a registrar con mayor claridad y precisión sus impresiones cotidianas y habituales. Familiarmente le miraban las paredes verdosas de su pequeña habitación, cubiertas de hollín y mugre, la cómoda de caoba legítima, las sillas de caoba de imitación, la mesa pintada de rojo, el diván tapizado de hule rojizo salpicado de repulsivas flores verdes y, por último, el traje que se había quitado a toda prisa la noche antes y había arrojado al buen tuntún en el diván. Finalmente, el día otoñal, gris, opaco y sucio, le atisbaba por la grasienta ventana con tan mal humor y mueca tan torcida que el señor Goliadkin ya no podía de modo alguno dudar que se hallaba no en un remoto país de maravillas, sino en la ciudad de Petersburgo, en la capital, en la calle Shestilavochnaya, en el cuarto piso de una vasta casa de vecindad, en su propio domicilio. Una vez hecho descubrimiento tan importante, el señor Goliadkin cerró estremecido los ojos como añorando el reciente sueño y deseando volver a captarlo siquiera por un instante. Pero un momento después saltó de la cama, probablemente por haber dado al cabo con la idea en torno a la cual venían girando sus dispersos y agitados pensamientos. Después de saltar de la cama fue corriendo a mirarse en un espejito redondo que tenía sobre la cómoda. Aunque la imagen soñolienta, miope y medio calva que en él se reflejó tenía tan poco de particular que, a primera vista, apenas llamaría la atención, su dueño pareció quedar plenamente satisfecho de lo que vio en el espejo.

—Tendría gracia —dijo a media voz el señor Goliadkin— que no estuviese hoy como Dios manda, que me hubiese ocurrido algo fuera de lo común, por ejemplo que me hubiera salido un grano o algo desagradable por el estilo. Sin embargo, de momento no tengo mala cara. Por ahora todo va bien.

Gozoso de que todo fuera bien, el señor Goliadkin volvió el espejo a su sitio y, no obstante estar descalzo y llevar la ropa en que de ordinario dormía, corrió a la ventana y se puso a buscar algo en el patio con gran interés. Al parecer lo que buscaba también le satisfizo por completo, pues su rostro brilló con una sonrisa de contento. Seguidamente —pero echando primero un vistazo al cuchitril que tras el tabique ocupaba su criado Petrushka y cerciorándose de que éste no estaba allí— fue de puntillas a la mesa, abrió con llave uno de los cajones, rebuscó en el último rincón, sacó de debajo de unos papeles amarillentos y otra basura por el estilo una cartera verde muy raída, la abrió con cuidado y miró con cautela y deleite en el más recóndito de sus compartimentos. Probablemente el paquete de billetes verdes, azules, rojos y multicolores que contenía miró también al señor Goliadkin con afabilidad y aprobación. Con cara radiante, éste puso la cartera abierta en la mesa y se restregó vigorosamente las manos en señal de profunda satisfacción. Sacó por fin su reconfortante fajo de billetes y, por centésima vez desde la víspera, se puso a contarlos, frotando minuciosamente cada uno de ellos entre el índice y el pulgar.

—¡Setecientos cincuenta rublos en billetes! —dijo al cabo con voz que parecía un murmullo—. ¡Setecientos cincuenta rublos!… ¡Notable suma! ¡Agradable suma! —prosiguió con voz trémula y algo debilitada por el gozo, apretujando entre sus manos el fajo y sonriendo con intención—. ¡Una suma muy agradable! ¡Agradable para cualquiera! ¡A ver quién no la juzga así! Con una suma como ésta puede uno ir muy lejos…

«Pero ¿qué es esto? ¿Dónde se habrá metido Petrushka?», pensó el señor Goliadkin. Y vestido como estaba volvió a mirar tras el tabique. Tampoco esta vez encontró allí a Petrushka, pero sí vio en el suelo, donde había sido puesto, el samovar, que borbolleaba irritado, fuera de sí, amenazando de continuo con disparar su contenido. Y lo que probablemente rezongaba con furioso ardor en su enrevesada lengua era algo así como: «Venid a levantarme, buenas gentes. Como veis, ya es hora y estoy listo».

«¡Que se lo lleven los demonios! —pensó el señor Goliadkin—. Este holgazán es capaz de quemarle a uno la sangre. Pero ¿dónde se habrá metido?»

Con justa indignación salió al vestíbulo, que era un pasillo pequeño al fondo del cual estaba la puerta de entrada, entreabrió esta puerta y vio a su fámulo rodeado de un grupo bastante nutrido de lacayos, mozos y otra chusma servil. Petrushka contaba algo y los demás le escuchaban. Por lo visto, ni el tema de la conversación ni la conversación misma fueron del agrado del señor Goliadkin, quien llamó inmediatamente a Petrushka y volvió a su habitación muy descontento, por no decir que consternado.

El Doble – Fyodor Dostoyevsky

Fiódor Dostoyevski. Moscú, 1821 - San Petersburgo, 1881 Novelista ruso. Educado por su padre, un médico de carácter despótico y brutal, encontró protección y cariño en su madre, que murió prematuramente. Al quedar viudo, el padre se entregó al alcohol, y envió finalmente a su hijo a la Escuela de Ingenieros de San Petersburgo, lo que no impidió que el joven Dostoievski se apasionara por la literatura y empezara a desarrollar sus cualidades de escritor.

A los dieciocho años, la noticia de la muerte de su padre, torturado y asesinado por un grupo de campesinos, estuvo cerca de hacerle perder la razón. Ese acontecimiento lo marcó como una revelación, ya que sintió ese crimen como suyo, por haber llegado a desearlo inconscientemente. Al terminar sus estudios, tenía veinte años; decidió entonces permanecer en San Petersburgo, donde ganó algún dinero realizando traducciones.

La publicación, en 1846, de su novela epistolar Pobres gentes, que estaba avalada por el poeta Nekrásov y por el crítico literario Belinski, le valió una fama ruidosa y efímera, ya que sus siguientes obras, escritas entre ese mismo año y 1849, no tuvieron ninguna repercusión, de modo que su autor cayó en un olvido total.

En 1849 fue condenado a muerte por su colaboración con determinados grupos liberales y revolucionarios. Indultado momentos antes de la hora fijada para su ejecución, estuvo cuatro años en un presidio de Siberia, experiencia que relataría más adelante en Recuerdos de la casa de los muertos. Ya en libertad, fue incorporado a un regimiento de tiradores siberianos y contrajo matrimonio con una viuda con pocos recursos, Maria Dmítrievna Isáieva.

Tras largo tiempo en Tver, recibió autorización para regresar a San Petersburgo, donde no encontró a ninguno de sus antiguos amigos, ni eco alguno de su fama. La publicación de Recuerdos de la casa de los muertos (1861) le devolvió la celebridad. Para la redacción de su siguiente obra, Memorias del subsuelo (1864), también se inspiró en su experiencia siberiana. Soportó la muerte de su mujer y de su hermano como una fatalidad ineludible. En 1866 publicó El jugador, y la primera obra de la serie de grandes novelas que lo consagraron definitivamente como uno de los mayores genios de su época, Crimen y castigo.

La presión de sus acreedores lo llevó a abandonar Rusia y a viajar indefinidamente por Europa junto a su nueva y joven esposa, Ana Grigorievna. Durante uno de esos viajes su esposa dio a luz una niña que moriría pocos días después, lo cual sumió al escritor en un profundo dolor. A partir de ese momento sucumbió a la tentación del juego y sufrió frecuentes ataques epilépticos.

Tras nacer su segundo hijo, estableció un elevado ritmo de trabajo que le permitió publicar obras como El idiota (1868) o Los endemoniados (1870), que le proporcionaron una gran fama y la posibilidad de volver a su país, en el que fue recibido con entusiasmo. En ese contexto emprendió la redacción de Diario de un escritor, obra en la que se erige como guía espiritual de Rusia y reivindica un nacionalismo ruso articulado en torno a la fe ortodoxa y opuesto al decadentismo de Europa occidental, por cuya cultura no dejó, sin embargo, de sentir una profunda admiración.

En 1880 apareció la que el propio escritor consideró su obra maestra, Los hermanos Karamazov, que condensa los temas más característicos de su literatura: agudos análisis psicológicos, la relación del hombre con Dios, la angustia moral del hombre moderno y las aporías de la libertad humana. Máximo representante, según el tópico, de la «novela de ideas», en sus obras aparecen evidentes rasgos de modernidad, sobre todo en el tratamiento del detalle y de lo cotidiano, en el tono vívido y real de los diálogos y en el sentido irónico que apunta en ocasiones junto a la tragedia moral de sus personajes.

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