El hombre que amaba a los perros

Resumen del libro: "El hombre que amaba a los perros" de

En 2004, a la muerte de su mujer, Iván, aspirante a escritor y ahora responsable de un paupérrimo gabinete veterinario de La Habana, vuelve los ojos hacia un episodio de su vida, ocurrido en 1977, cuando conoció a un enigmático hombre que paseaba por la playa en compañía de dos hermosos galgos rusos. Tras varios encuentros, «el hombre que amaba a los perros» comenzó a hacerlo depositario de unas singulares confidencias que van centrándose en la figura del asesino de Trotski, Ramón Mercader, de quien sabe detalles muy íntimos. Gracias a esas confidencias, Iván puede reconstruir las trayectorias vitales de Liev Davídovich Bronstein, también llamado Trotski, y de Ramón Mercader, también conocido como Jacques Mornard, y cómo se convierten en víctima y verdugo de uno de los crímenes más reveladores del siglo XX. Desde el destierro impuesto por Stalin a Trotski en 1929 y el penoso periplo del exiliado, y desde la infancia de Mercader en la Barcelona burguesa, sus amores y peripecias durante la Guerra Civil, o más adelante en Moscú y París, las vidas de ambos se entrelazan hasta confluir en México. Ambas historias completan su sentido cuando sobre ellas proyecta Iván sus avatares vitales e intelectuales en la Cuba contemporánea y su destructiva relación con el hombre que amaba a los perros.

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La Habana, 2004

—Descansa en paz —fueron las últimas palabras del pastor.

Si alguna vez esa frase gastada, tan impúdicamente teatral en la boca de aquel personaje, había tenido algún sentido fue en ese preciso instante, mientras los sepultureros, con despreocupada habilidad, bajaban hacia la fosa abierta el ataúd de Ana. La certeza de que la vida puede ser el peor infierno, y de que con aquel descenso se esfumaban para siempre todos los lastres del miedo y el dolor, me invadió como un alivio mezquino y pensé si de algún modo no estaba envidiando el tránsito final de mi mujer hacia el silencio, pues hallarse muerto, total y verdaderamente muerto, puede ser para algunos lo más parecido a la bendición de ese Dios con el que Ana, sin demasiado éxito, había tratado de involucrarme en los últimos años de su penosa vida.

Apenas los sepultureros terminaron de correr la losa y se dedicaron a colocar sobre la lápida las coronas de flores que los amigos sostenían en sus manos, di media vuelta y me alejé, dispuesto a escaparme de nuevos apretones en el hombro y de las consabidas expresiones de condolencia que siempre nos sentimos obligados a soltar. Porque en ese momento todas las demás palabras del mundo sobraban: solo la fórmula manida del pastor tenía un sentido y yo no quería perderlo. Descanso y paz: lo que Ana al fin había obtenido y lo que yo también reclamaba.

Cuando me senté dentro del Pontiac a esperar la llegada de Daniel, supe que estaba al borde del desmayo y tuve el convencimiento de que si mi amigo no me sacaba del cementerio, yo habría sido incapaz de encontrar una salida hacia la vida. El sol de septiembre quemaba el techo del auto, pero no me sentí en condiciones de moverme hacia otro sitio. Con las pocas fuerzas que me quedaban cerré los ojos para controlar el vértigo de extravío y fatiga, mientras percibía cómo un sudor de emanaciones ácidas bajaba desde mis párpados y mis mejillas, manaba de mis axilas, mi cuello, mis brazos, encharcaba mi espalda calcinada por el asiento de vinil, hasta convertirse en una corriente cálida que fluía por el precipicio de las piernas en busca del pozo de los zapatos. Pensé si aquella sudoración fétida y el inmenso cansancio no serían el preludio de mi desintegración molecular, o por lo menos del infarto que me mataría en los próximos minutos, y me pareció que ambas podían resultar soluciones fáciles, incluso deseables, aunque francamente injustas: no tenía derecho a obligar a mis amigos a soportar dos funerales en tres días.

—¿Te sientes mal, Iván? —la pregunta de Dany, asomado a la ventanilla, me sobresaltó—. Cojones, mira eso, cómo estás sudando…

—Quiero irme de aquí… Pero no sé cómo coño…

Leonardo Padura. Es un escritor, periodista y guionista cubano, conocido por sus novelas policiacas del detective Mario Conde y por la novela El hombre que amaba a los perros (2009). Licenciado en Filología por la Universidad de La Habana. Fue redactor de la revista El Caimán Barbudo y del diario Juventud Rebelde, así como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba. Es autor de la tetralogía Las Cuatro Estaciones (protagonizada por el popular detective Mario Conde), que incluye Pasado perfecto (1991) Vientos de cuaresma (1994), Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998). Además, ha publicado las novelas Fiebre de caballos (1988); Adiós, Hemingway (2001); La novela de mi vida (2002); La neblina del ayer (2005); El hombre que amaba a los perros (2009) y ya se anuncia la aparición de Herejes. Entre sus títulos de no-ficción se cuentan: El alma en el terreno; El viaje más largo; Los rostros de la salsa; Entre dos siglos; La memoria y el olvido y Un hombre en una isla. Ha obtenido, entre otros, el Premio UNEAC 1993, el Café Gijón 1995, el Premio Hammett (1997, 1998 y 2005), el Premio de las Islas 2000 y el Roger Caillois 2011 de Literatura Latinoamericana (los dos últimos en Francia). En 2012 se convirtió en el primer cubano prestigiado con la Semana de Autor de Casa de Las Américas y fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura de Cuba por la obra de toda la vida.