Historia de la Tierra Media

El libro de los Cuentos Perdidos I

Resumen del libro: "El libro de los Cuentos Perdidos I" de

El libro de los Cuentos Perdidos fue la primera gran obra de imaginación de J.R.R. Tolkien , comenzada en 1916-1917, cuando tenía veinticinco años, y abandonada varios años después. Es en realidad el principio de toda la concepción de la Tierra Media y Valinor, y el primer esbozo de los mitos y leyendas que constituirían El Silmarillion. El marco narrativo es el largo viaje hacia el Oeste que emprende un marinero llamado Eriol (Ælfwine) a Tol Eressëa, la isla solitaria donde habitan los Elfos. Allí conoce los Cuentos Perdidos de Elfinesse, en los que aparecen las ideas y concepciones más tempranas sobre los Dioses y los Elfos, los Enanos, los Balrogs y los Orcos, los Silmarils, los dos árboles de Valinor, Nargothrond y Gondolin, y la geografía y la cosmología de la Tierra Media. El libro de los Cuentos Perdidos se publica en dos volúmenes. El primero contiene los cuentos de Valinor, y el segundo incluye Beren y Lúthíen, Túrin y el Dragón, y las historias del Collar de los Enanos y la Caída de Gondolin. Cada cuento es seguido de un comentario, y de algún poema relacionado con el texto, y en cada uno de los volúmenes hay abundante información sobre el vocabulario y los nombres de las primeras lenguas élficas.

Libro Impreso EPUB

PREFACIO

El libro de los Cuentos Perdidos, escrito de sesenta a setenta años atrás, fue la primera obra literaria importante de J. R. R. Tolkien y en ella se habla por primera vez de los Valar, de los Hijos de Ilúvatar, los Elfos y los Hombres, de los Enanos y los Orcos y de las tierras en las que se desarrolla su historia, de Valinor, más allá del océano occidental, y de la Tierra Media, las «Grandes Tierras» entre los mares del este y el oeste. Unos cincuenta y siete años después de que mi padre dejara de trabajar en Los Cuentos Perdidos, se publicó El Silmarillion, en el que su distante precursor quedó profundamente transformado; y desde entonces han pasado seis años. Este Prefacio parece un sitio adecuado en el que comentar algunos aspectos de ambas obras.

Se dice comúnmente que El Silmarillion es un libro «difícil», que acercarse a él requiere explicaciones y guías; y es en este aspecto lo contrario de El Señor de los Anillos. En el Capítulo 7 de su libro The Road to Middle-earth [El camino a la Tierra Media], el profesor T. A. Shippey lo acepta como un hecho («El Silmarillion será siempre por fuerza una lectura ardua») y explica el porqué de esta afirmación. Nunca se trata con justicia una exposición compleja cuando se la extracta, pero según Shippey esto ocurre en El Silmarillion por dos razones. En primer lugar, no hay en el libro una «mediación» parecida a la de los hobbits (así en El hobbit «Bilbo es el eslabón que une los tiempos modernos al mundo arcaico de los enanos y los dragones»). Mi padre no ignoraba que la ausencia de hobbits sería sentida como una carencia en «El Silmarillion», y no sólo por aquellos lectores particularmente encariñados con los hobbits. En una carta escrita en 1956, poco después de la publicación de El Señor de los Anillos, mi padre decía:

No creo que llegase a tener el atractivo del S. de los A.: ¡no hay hobbits en él! Repleto de mitología, de una cualidad feérica, y de todos esos «altos peldaños» (como podría haber dicho Chaucer) que han gustado tan poco a muchos de mis críticos.

En «El Silmarillion» los ingredientes son puros y sin mezcla; y el lector está a mundos de distancia de semejante «mediación», de semejante embate deliberado (mucho más que una mera cuestión de estilos) producido por el encuentro entre el Rey Théoden y Pippin y Merry en las ruinas de Isengard:

—¡Adiós, hobbits míos! ¡Espero que volvamos a encontrarnos en mi casa! Allí os sentaréis a mi lado y me diréis todo lo que vuestros corazones desean: los hechos de vuestros antepasados en la medida que los recordéis…

Los hobbits saludaron con una profunda reverencia. —¡De modo que ése es el Rey de Rohan! —dijo Pippin en voz baja—. Un magnífico viejo. Muy cortés.

En segundo lugar:

El Silmarillion difiere de las obras anteriores de Tolkien en que no se acepta en él la convención novelística. En la mayoría de las novelas (con inclusión de El hobbit y El Señor de los Anillos) se escoge un personaje para que ocupe el primer término, como Frodo o Bilbo, y luego se desarrolla la historia en relación con lo que a él le ocurre. El novelista, por supuesto, está inventando la historia y, en consecuencia, es omnisciente: puede explicar o mostrar lo que en verdad está ocurriendo y oponerlo a la percepción limitada del propio personaje.

Se trata, pues, y de modo muy evidente, de una cuestión de «gusto» literario (o de «hábito» literario); y también de una cuestión de «desilusión» literaria: la desilusión (errada) de los que esperaban un segundo Señor de los Anillos, como anota el profesor Shippey. Esto ha producido incluso una sensación de afrenta que me fue expresada con las palabras: «¡Se parece al Antiguo Testamento!»: una condena extrema contra la que no hay apelación posible (aunque este lector no pudo haber avanzado mucho antes de que la comparación lo abrumara). «El Silmarillion», claro está, tenía por objeto conmover directamente el corazón y la imaginación, sin exigirle al lector facultades extraordinarias o un esfuerzo excesivo, y es dudoso que cualquier modo de abordarlo les sirva de mucho a quienes lo consideran inabordable.

Hay aun una tercera consideración (que por cierto el profesor Shippey no expone en el mismo contexto):

Una cualidad que [El Señor de los Anillos] tiene en abundancia es la Beowulfiana «sensación de profundidad», creada, al igual que en el antiguo poema épico, por canciones y digresiones como la balada de Tinúviel de Aragorn, las alusiones de Sam Gamgee a las Silmarils y la Corona de Hierro, la crónica que hace Elrond de Celebrimbor y docenas más. Ésta es, sin embargo una cualidad de El Señor de los Anillos, no de las historias incorporadas en él. Contar estas historias por sí mismas y esperar que conservaran el encanto que obtienen de su contexto más amplio habría sido un tremendo error, un error al que Tolkien hubiera sido más sensible que ningún otro. Como escribió en una carta reveladora fechada el 20 de setiembre de 1963:

Yo mismo dudo de la empresa [de escribir El Silmarillion]. Parte del atractivo de El S. de los A., creo, es consecuencia de los atisbos que hay en él de una historia más amplia que le sirve de marco: un atractivo como el que tiene ver a la distancia una isla nunca visitada o contemplar las torres de una ciudad lejana y resplandeciente en una neblina iluminada por el sol. Ir allí sería destruir la magia, a no ser que se revelaran una vez más nuevos panoramas inasequibles. (Letters [Cartas]).

Ir allí sería destruir la magia. En cuanto a la revelación de «nuevos panoramas inasequibles», el problema radica en que —como el mismo Tolkien debió de pensarlo más de una vez— la Tierra Media de El Señor de los Anillos era ya antigua, con un vasto peso histórico por detrás. Pero El Silmarillion debía empezar por el principio. ¿Cómo podía crearse «profundidad» cuando ya no se tenía dónde retroceder?

La carta citada aquí muestra por cierto que mi padre sentía que esto era un problema o quizá sería mejor decir que lo sentía a veces. Tampoco era un pensamiento nuevo: mientras estaba escribiendo El Señor de los Anillos en 1945, me dijo en una carta:

Una historia debe contarse o no habrá historia; sin embargo son las historias que no se cuentan las más conmovedoras. Creo que Celebrimbor lo conmueve a uno porque produce la súbita sensación de infinitas historias que no han sido contadas: montañas vistas a lo lejos que no han de escalarse nunca, árboles lejanos (como los de Niggle) que jamás han de visitarse; si se los visita se convierten en «árboles cercanos»…

Esto queda perfectamente ejemplificado, me parece, en la canción que canta Gimli en Moria, donde los grandes nombres del mundo antiguo resultan del todo remotos:

El mundo era hermoso, altas las montañas
en los Días Antiguos antes de la caída
de los reyes poderosos de Nargothrond
y Gondolin, que ahora se han marchado
más allá de los Mares del Oeste…

«—¡Eso me gusta! —dijo Sam—. Me gustaría aprenderlo. En Moria, en Khazad-dûm. Pero pensar en todas esas lámparas vuelve más densa la oscuridad.» Con el entusiasta «¡eso me gusta!» Sam no sólo sirve de «mediador» (y graciosamente «gamgifica») para acercarse a los «elevados», a los poderosos reyes de Nargothrond y Gondolin, a Durin en su trono tallado, sino que los sitúa a una distancia todavía más remota, una distancia mágica que bien podría parecer (en ese momento) imposible de atravesar.

El profesor Shippey dice que «contar estas historias por sí mismas y esperar que conservaran el encanto que obtienen de su contexto más amplio habría sido un tremendo error». El «error» presumiblemente consiste en mantener semejante expectativa, no en absoluto en el hecho de contar las historias, y evidentemente el profesor Shippey considera que mi padre se preguntaba en 1963 si debía tomar la pluma y empezar a escribir, pues prolonga las palabras de la carta «yo mismo dudo de la empresa» con «de escribir El Silmarillion». Pero cuando mi padre dijo eso no se estaba refiriendo, de ningún modo, a la obra misma, que por otra parte ya estaba escrita, algunas de sus partes una y otra vez (las alusiones que figuran en El Señor de los Anillos no son ilusorias): lo que estaba en cuestión para él, como lo dijo antes en esa misma carta, era el hecho de publicarla después de la aparición de El Señor de los Anillos, cuando, como él pensaba, el momento oportuno ya había pasado.

Me temo de cualquier modo que la presentación exigirá mucho trabajo, y yo trabajo tan lentamente… Es necesario elaborar las leyendas (se escribieron en momentos distintos, algunas de ellas hace muchos años) y hacerlas coherentes; y deben integrarse con El S. de los A., y es preciso darles alguna forma progresiva. No dispongo de ningún recurso simple, como un viaje o una búsqueda.

Yo mismo dudo de la empresa…

Cuando después de su muerte se planteó la cuestión de publicar de alguna manera «El Silmarillion», no atribuí ninguna importancia a esa duda. El efecto de «los atisbos de una historia más amplia que le sirve de marco» es indiscutible y de la mayor importancia, pero no creí que los «atisbos» utilizados allí con tanto arte tuvieran por qué excluir todo nuevo conocimiento de la «historia más amplia».

La «sensación de profundidad» literaria «… creada por canciones y digresiones» no puede convertirse en criterio para medir una obra totalmente diferente: esto sería tratar la historia primordial de los Días Antiguos de acuerdo con el uso artístico que se hace de ella en El Señor de los Anillos. Tampoco debe entenderse de manera mecánica el recurso de un movimiento de retroceso en el tiempo imaginario para captar nebulosamente acontecimientos cuyo atractivo reside precisamente en su nebulosidad, como si una narración más detallada de los hechos de los poderosos reyes de Nargothrond y Gondolin significara una aproximación peligrosamente cercana al fondo del pozo y la narración de la Creación fuera a dar contra el fondo en un definitivo agotamiento de la «profundidad», una ausencia de sitio a «dónde retroceder».

Éste no es, por cierto, el modo en que suceden las cosas o, cuando menos, el modo en que por fuerza tienen que suceder. La «profundidad» en este sentido implica una relación entre diferentes capas o niveles temporales dentro del mismo mundo. Con tal que el lector tenga un sitio, una perspectiva privilegiada en el tiempo imaginario desde el que pueda mirar hacia atrás, la extrema antigüedad de lo extremadamente antiguo será evidente y de un modo ininterrumpido si es necesario. Y el mismo hecho de que El Señor de los Anillos dé la impresión de una poderosa estructura temporal real (mucho más poderosa que la que puede conseguirse por una mera aseveración cronológica) procura esta perspectiva privilegiada. Para leer El Silmarillion uno ha de situarse imaginariamente a finales de la Tercera Edad en la Tierra Media mirando hacia atrás: en el punto temporal en el que Sam Gamgee observa: «¡Eso me gusta!» para añadir luego «Me gustaría saber algo más». Además, la forma y el estilo de compendio o epítome de El Silmarillion, que sugiere un pasado centenario de poesía y folklore, dan una fuerte sensación de «cuentos que no han sido contados», aun cuando se los cuenta; la «distancia» nunca se pierde. No hay urgencia narrativa, la presión y el temor de un acontecimiento desconocido e inmediato. No vemos en realidad los Silmarils como vemos el Anillo. El creador de «El Silmarillion», como él mismo dijo del autor del Beowulf, «estaba hablando de cosas ya antiguas y cargadas de melancolía, y consagró su arte a reabrir la herida del corazón, causada por penas que son a la vez punzantes y remotas».

Como está ahora perfectamente documentado, mi padre deseaba sobremanera publicar «El Silmarillion» junto con El Señor de los Anillos. Nada digo acerca de la posible viabilidad del proyecto en aquel entonces, ni hago conjeturas sobre el destino subsiguiente de una obra combinada mucho más larga, una cuatrilogía o tetralogía, ni sobre los diferentes caminos que pudo haber emprendido mi padre, pues el posterior desarrollo del mismo «Silmarillion», la historia de los Días Antiguos, habría quedado interrumpido. Pero al ser publicado de manera póstuma casi un cuarto de siglo después, la cuestión de la Tierra Media se presentó invirtiendo el orden natural; y es por cierto discutible que fuera atinado publicar en 1977 una versión del «legendarium» primordial como obra aislada que, por decirlo así, se justificara a sí misma. La obra publicada no tiene «marco de referencia», no se sugiere en ella qué es ni cómo llegó a ser (dentro del mundo imaginado). Pienso ahora que esto ha sido un error.

La carta de 1963 citada arriba muestra que mi padre se preguntaba cómo podrían presentarse las leyendas de los Días Antiguos. El modo original, el de El libro de los Cuentos Perdidos, en el que un Hombre, Eriol, llega después de un largo viaje por mar a la isla en la que viven los Elfos y se entera de su historia por ellos mismos, había ido (gradualmente) desvaneciéndose. Cuando mi padre murió en 1973, «El Silmarillion» se encontraba en un característico estado de desorden: las primeras partes habían sido muy revisadas y en gran parte reescritas, las finales estaban todavía como habían sido abandonadas, algunas, hacía veinte años; pero en los últimos escritos no se encontraba el menor indicio o sugerencia de cómo organizarlo todo, o algún posible «marco de referencia». Creo que al final pensó que nada serviría, y no habría otra cosa que decir, salvo dar una explicación de cómo llegó a ser registrado (en el mundo imaginado).

En la edición original de El Señor de los Anillos, Bilbo le daba a Frodo en Rivendel como regalo de despedida «algunos libros de conocimiento folklórico que él mismo había compuesto en diversas épocas, escritos con letra fina, y en cuyo lomo se leía: Traducciones del élfico por B. B.». En la segunda edición (1966) «algunos libros» fue cambiado por «tres libros», y en la Nota acerca de los documentos de la Comarca añadida al Prólogo de esa edición, mi padre decía que el contenido de «los tres grandes volúmenes encuadernados en piel roja» se preservaba en el ejemplar del Libro Rojo de la Frontera del Oeste, hecho en Cóndor por el Escriba del Rey Findegil en el año 172 de la Cuarta Edad; y también que

Se comprobó que estos tres volúmenes eran obra de gran habilidad y muchos conocimientos en la que… [Bilbo] había utilizado todas las fuentes de las que dispuso en Rivendel, tanto vivas como escritas. Pero como Frodo las utilizó poco, pues estaban consagradas casi enteramente a los Días Antiguos, nada más se dice aquí de ellas.

En The Complete Guide to Middle-earth [Guía completa de la Tierra Media], Robert Foster dice: «Quenta Silmarillion era sin duda una de las Traducciones del élfico de Bilbo, preservadas en el Libro Rojo de la Frontera del Oeste». También yo lo he supuesto: los «libros de conocimiento folklórico» que Bilbo le dio a Frodo procuraban por fin la solución: eran El «Silmarillion». Pero aparte de las pruebas mencionadas aquí no hay, que yo sepa, ninguna otra declaración al respecto en los escritos de mi padre; y (equivocadamente pienso ahora) no me decidí a cruzar la brecha y volver definitivo lo que me pareció una suposición.

Las opciones que tenía por delante en relación con «El Silmarillion» eran tres. La publicación podía demorarse indefinidamente, por estar la obra incompleta y la incoherencia de las distintas partes. Podía aceptar la naturaleza de la obra tal como se encontraba, y, para citar mi Prólogo del libro, «presentar dentro de las cubiertas de un libro único materiales muy diversos, mostrar El Silmarillion como si fuera en verdad una creación ininterrumpida que se había desarrollado a lo largo de más de medio siglo»; y que, como lo dije en Cuentos Inconclusos (pág. 9 de la versión castellana), implicaría «un complejo de textos divergentes eslabonados por comentarios»: una empresa muy superior a lo que las palabras sugieren. Por fin elegí la tercera opción: «elaborar un texto único, seleccionando y disponiendo el material del modo que me pareció más adecuado para obtener una narración de veras coherente y con continuidad interna». Habiendo llegado a esa decisión, todo el trabajo de edición que llevé a cabo junto con Guy Kay apuntó al fin expuesto por mi padre en la carta de 1963: «Es necesario elaborar las leyendas… y hacerlas coherentes; y deben integrarse con El S. de los A.». Como el objetivo era presentar «El Silmarillion» como «una entidad completa y coherente» (que dada la naturaleza del caso no podría conseguirse por completo), se concluirá que en el libro publicado no se expondrían las complejidades de su historia.

No importa lo que se piense de la cuestión, el resultado, que de ningún modo había previsto, fue añadir una nueva dimensión de oscuridad a «El Silmarillion», pues la incertidumbre acerca de la edad de la obra, si ha de considerársela «temprana» o «tardía», o cuáles de sus partes lo son, y acerca del grado de intromisión y manipuleo (o aun invención) editorial es motivo de tropiezos y fuente de no pocos errores. El profesor Randel Helms, en Tolkien and the Silmarils, lo dice del modo siguiente:

Cualquiera interesado, como yo lo estoy, en el desarrollo de El Silmarillion querrá estudiar los Cuentos Inconclusos, no sólo por su valor intrínseco, sino también porque su relación con el primero lo convierte en un ejemplo clásico de un problema de crítica literaria de larga data: ¿qué es en realidad una obra literaria? ¿Es lo que el autor quería (o quizá podría haber querido) que fuera, o lo que hace de ella un editor posterior? El problema se vuelve especialmente arduo para el crítico cuando, como ocurrió con El Silmarillion, el escritor muere antes de terminar su obra, y deja más de una versión de algunas de sus partes, que encuentran publicación en otro sitio. ¿Qué versión considerará el crítico la «verdadera»?

Pero dice también: «Christopher Tolkien nos ha ayudado en este caso señalando honestamente que El Silmarillion en la forma actual es invención del hijo, no del padre»; y esto es un grave error, nacido de mis propias palabras. Aun el profesor Shippey, aunque acepta mi afirmación de que «una muy vasta proporción» del texto del «Silmarillion» de 1937 se conservó en la versión publicada, en otro lugar lo considera claramente una obra «tardía», aun la última de su autor. Y en un artículo titulado «The Text of The Hobbit: Putting Tolkien’s Notes in Order» (English Studies in Canadá, VII, 2, verano de 1981) Constance B. Hieatt llega a la conclusión de que «resulta muy claro en verdad que nunca lograremos ver los pasos sucesivos del pensamiento del autor detrás de El Silmarillion».

Pero por sobre las dificultades y las oscuridades, lo que es cierto y muy evidente es que para el progenitor de la Tierra Media y Valinor había una profunda coherencia y una interrelación vital entre las épocas, los espacios y los seres, por variados que sean sus modos literarios y por muy proteicas que puedan parecer algunas partes vistas desde la perspectiva de toda una vida. Él mismo entendía muy bien que para muchos de los que leían con deleite El Señor de los Anillos, la Tierra Media nunca será otra cosa que una mise-en-scène de la historia, y disfrutarían de la sensación de «profundidad» sin deseos de explorar esos espacios. Pero la «profundidad» no es, por supuesto, una ilusión, como una estantería de lomos falsos sin libros dentro; y el Quenya y el Sindarin son estructuras completas. Hay exploraciones por llevar a cabo en este mundo con perfecto derecho, fuera de toda consideración crítico-literaria; y es correcto intentar captar la estructura de todo ese mundo, a partir del mito de la creación. Cada persona, cada rasgo del mundo imaginado que pareció significativo al autor es, pues, digno de atención por derecho propio, Manwë o Fëanor no menos que Gandalf o Galadriel, las Silmarils no menos que los Anillos; la Gran Música, las jerarquías divinas, las moradas de los Valar, el destino de los Hijos de Ilúvatar son elementos esenciales para la comprensión del conjunto. Tales investigaciones no son ilegítimas en principio; nacen de una aceptación del mundo imaginado como objeto de contemplación o estudio tan válido como muchos otros objetos de contemplación o estudio de este otro mundo, demasiado poco imaginario a decir verdad. Fue con esta opinión y el conocimiento de que otros la compartían, que hice la recopilación llamada Cuentos Inconclusos.

Pero la visión del autor de su propia visión fue mudando y cambiando, en una alteración y una ampliación lentas y continuas: sólo en El hobbit y en El Señor de los Anillos emergieron partes de esa visión y fueron letra escrita durante el curso de la vida de Tolkien. El estudio de la Tierra Media y Valinor es, pues, complejo; porque el objeto del estudio no era estable, y existe, por así decir, «longitudinalmente» en el tiempo (el curso de la vida del autor), y no sólo «transversalmente» en el tiempo como libro impreso que ya no cambiará en nada esencial. Mediante la publicación de «El Silmarillion» lo «longitudinal» se cortó transversalmente, y tuvo de ese modo un cierto carácter definitivo.

***

Esta exposición más bien errática es un intento de explicar los motivos principales que me han impulsado a publicar El libro de los Cuentos Perdidos. Es el primer paso para presentar la perspectiva «longitudinal» de la Tierra Media y Valinor: cuando la inmensa expansión geográfica, que fue creciendo desde el centro empujando (por así decir) Beleriand hacia el oeste, estaba todavía en un futuro distante; cuando no había «Días Antiguos» que terminaron con la inundación de Beleriand porque no existían aún Edades del Mundo; cuando los Elfos eran todavía «hadas», y aun Rúmil, el sabio Noldo, estaba muy alejado de los «maestros de ciencia» de los años posteriores de mi padre. En El libro de los Cuentos Perdidos los príncipes de los Noldor no han aparecido todavía, ni tampoco los Elfos Grises de Beleriand; Beren es un Elfo, no un Hombre, y quien lo captura, el principal precursor de Sauron en ese papel, es un gato monstruoso poseído por un demonio; los Enanos son un pueblo malvado; y las relaciones históricas de Quenya y Sindarin estaban concebidas de modo muy diferente. Éstos son unos pocos rasgos especialmente notables, pero la lista podría prolongarse aún mucho más. Por otra parte, había ya una firme estructura subyacente. Además, en la historia de la historia de la Tierra Media rara vez había desarrollo por descarte directo: mucho más a menudo se producía por sutiles transformaciones en etapas, de modo que la formación de las leyendas (el proceso por el que la historia de Nargothrond entra  en contacto con la de Beren y Lúthien, por ejemplo, un contacto que ni siquiera se sugiere en los Cuentos Perdidos, aunque ambos elementos estaban presentes en él) se parece a la formación de las leyendas entre los pueblos: el producto de muchas mentes y muchas generaciones.

Mi padre empezó El libro de los Cuentos Perdidos en 1916-1917 durante la Primera Guerra, cuando tenía veinticinco años, y lo dejó incompleto por largo tiempo. Era el punto de partida, cuando menos en forma acabadamente narrativa, de la historia de la Tierra Media y Valinor; pero antes de que los Cuentos estuvieran acabados, se dedicó a la composición de poemas largos, la Balada de Leithian, en dísticos rimados (la historia de Beren y Lúthien), y Los hijos de Húrin, en versos aliterativos. La forma en prosa de la «mitología» empezó una vez más desde un nuevo punto de partida en una sinopsis muy breve, o «Esbozo» como lo llamó, escrito en 1926, y que tenía la intención expresa de procurar el marco de referencia necesario para la comprensión del poema aliterativo. El posterior desarrollo escrito de la forma en prosa se originó en ese «Esbozo» y avanzó en línea directa hasta la versión de «El Silmarillion», que hacia fines de 1937 se acercaba a su forma acabada; mi padre interrumpió entonces el trabajo y lo envió tal como estaba a Allen y Unwin en noviembre de ese año; pero en la década de 1930 fueron compuestos también textos colaterales y subordinados importantes, como los Anales de Valinor y los Anales de Beleriand (de los que subsisten fragmentos en la traducción al inglés antiguo hecha por Ælfwine [Eriol]), la crónica cosmológica llamada Ambarkanta, la Forma del Mundo, de Rúmil, y la Lhammas o «Crónica de las lenguas», de Pengolod de Gondolin. Luego la historia de la Primera Edad fue abandonada durante muchos años, hasta que completó El Señor de los Anillos, pero mientras transcurrieron los años que precedieron a la publicación de este libro, mi padre volvió a «El Silmarillion» y otras obras afines con decidida dedicación.

Esta edición de los Cuentos Perdidos será, espero, el principio de una serie que desarrollará la historia por medio de estos escritos posteriores, en verso y en prosa; y con esta esperanza he dado a este libro un título «omnicomprensivo» que intenta abarcar también a los que quizá lo sigan, aunque me temo que «La historia de la Tierra Media» sea quizá en exceso ambicioso. De cualquier modo este título no implica una «historia» en el sentido convencional: mi intención es ofrecer textos completos o en gran parte completos, de modo que los libros parecerán más una serie de publicaciones. No me propongo como objetivo primordial desenmarañar muchos hilos singulares y separados, sino más bien volver asequibles obras que pueden y deben leerse como totalidades.

El rastreo de esta larga evolución tiene para mí profundo interés, y espero que lo tenga también para los que sienten agrado por esta especie de búsqueda: sea las transformaciones generales de la trama, la teoría cosmológica, o detalles tales como la aparición premonitoria de Legolas Hojaverde, el de vista penetrante, en el cuento La Caída de Gondolin. Pero estos viejos manuscritos no sólo tienen interés para el estudio de los orígenes. Mi padre (que yo sepa) nunca rechazó expresamente gran parte de lo que allí se encuentra, y es preciso recordar que «El Silmarillion», desde el «Esbozo» de 1926 en adelante, se escribió como un resumen o epítome, dando la sustancia de obras mucho más extensas (existieran de hecho o no) en un marco más breve. El estilo sumamente arcaico utilizado con este propósito no era pomposo: sugerente y de mucho vigor, parecía particularmente adecuado para transmitir la naturaleza mágica y feérica de los Elfos primitivos, pero con igual facilidad se hacía sarcástico, burlándose de Melko o los asuntos de Ulmo y Ossë. En estos casos parece nacer a veces una concepción cómica, y el lenguaje, rápido y vivaz, no sobrevivió en la gravedad de la prosa utilizada por mi padre en el posterior «Silmarillion» (así, Ossë «viaja de aquí para allá en la espuma de sus empresas» cuando ancla las islas en el fondo del mar, los acantilados de Tol Eressëa que acaban de poblarse de las primeras aves marinas «se llenan de cháchara y de olor a pescado, y sobre las rocas se celebran grandes cónclaves», y cuando los Elfos de la Costa se hacen por fin a la mar hacia Valinor, Ulmo prodigiosamente «viaja a la zaga en un carro con olor a pescado y toca con fuerza la trompeta para desconcierto de Ossë»).

Los Cuentos Perdidos no alcanzaron nunca, ni se aproximaron siquiera, a una forma que mi padre hubiera considerado publicable; eran experimentales y provisorios, y los cuadernos en que fueron escritos se encuadernaron y guardaron durante años sin que se les volviera a echar una mirada. Presentarlos en un libro impreso ha planteado espinosos problemas editoriales. En primer lugar, los manuscritos son intrínsecamente difíciles: en parte porque los textos en su mayoría fueron escritos de prisa con lápiz y ahora cuesta leerlos, y a veces requieren el uso de una lupa y mucha paciencia no siempre recompensada. Pero además en ciertos lugares mi padre borró el texto original en lápiz y escribió encima una versión corregida en tinta; y como en ese tiempo utilizaba cuadernos cosidos y no hojas sueltas, a veces no tenía lugar, de modo que partes de los cuentos aparecen escritas en medio de otros cuentos, y a veces el lector se encuentra con un terrible rompecabezas textual.

En segundo lugar, los Cuentos Perdidos no fueron escritos uno después del otro, según la secuencia de la narración; e (inevitablemente) mi padre se puso a organizar y corregir el texto cuando la obra aún no estaba acabada. La Caída de Gondolin fue el primero de los cuentos contados a Eriol que se escribió, y el Cuento de Tinúviel el segundo, pero los acontecimientos de esos cuentos tienen lugar cerca del final de la historia; por otra parte, los textos existentes son revisiones posteriores. En algunos casos no es posible leer ahora nada anterior a la forma revisada; en otros existen ambas formas en su totalidad o en parte; hay a veces sólo un borrador preliminar; y en otros casos en fin no hay ninguna narración, sino sólo notas y proyectos. Después de variados intentos, comprobé que no era posible ningún otro método de presentación que ir ofreciéndolos en la secuencia de la narrativa.

Y, finalmente, a medida que la escritura de los Cuentos iba avanzando, hubo cambios de relaciones, aparecieron concepciones nuevas, y el desarrollo de las lenguas parí passu con el de la narración condujo a una continua revisión de los nombres.

Una edición que, como ésta, tiene en cuenta semejantes complejidades, en lugar de disimularlas artificialmente, puede llegar a ser un texto intrincado y exasperante, donde ni por un instante se deja solo al lector. He intentado que los Cuentos mismos resulten accesibles y puedan leerse sin obstáculos, procurando al mismo tiempo de forma bastante acabada para los que lo deseen, detalles concretos de los textos. Para lograrlo, he reducido drásticamente el número de anotaciones, de tres maneras: los muchos cambios hechos a los nombres se registran todos, pero se los agrupa al final de cada cuento, no se registran individualmente cada vez que aparecen (los lugares en que aparecen los nombres pueden encontrarse en el índice); casi todas las anotaciones que se refieren al contenido se incorporan en un comentario o un breve ensayo que sigue a cada uno de los cuentos; y casi todos los comentarios lingüísticos (primordialmente la etimología de los nombres) se incluyen en un Apéndice sobre los Nombres al final del libro, donde abunda la información acerca de las primeras etapas de las lenguas «élficas». Así, pues, las notas numeradas se limitan en gran parte a variantes y divergencias que se encuentran en otros textos, y el lector que no quiera molestarse por ellas, puede leer los cuentos sabiendo que eso es casi todo lo que se pierde.

Los comentarios son de alcance limitado, centrándose sobre todo en exponer las implicaciones de lo que se dice dentro del contexto de los Cuentos y en compararlas con las del Silmarillion publicado. Me he abstenido de paralelos, fuentes e influencias; y he evitado sobre todo las complejidades que separan los Cuentos Perdidos de la obra publicada (pues indicarlas aun de paso, pienso, distraería al lector) tratando la cuestión de manera simplificada, como entre dos puntos fijos. Ni por un momento supongo que mis análisis sean del todo justos o exactos, y es posible que haya signos que podrían aclarar los puntos desconcertantes de los Cuentos que quizá a mí se me han escapado. Se incluye también un breve glosario de palabras que aparecen en los Cuentos y poemas que son anticuadas, arcaicas o raras.

Los textos se presentan en una forma que se aproxima mucho a la del manuscrito original. Sólo los deslices menores más evidentes han sido corregidos en silencio; donde las oraciones se coordinan con torpeza o hay falta de coherencia gramatical, como ocurre a veces en los Cuentos que no eran más que un rápido borrador, no he intervenido. Me he permitido mayor libertad en el empleo de los signos de puntuación, pues cuando mi padre escribía de prisa, puntuaba de manera errática o no lo hacía en absoluto; y he ido más lejos que él en el uso coherente de las mayúsculas. He adoptado, aunque con vacilaciones, un sistema coherente de acentuación para los nombres élficos. Mi padre escribió, por ejemplo, Palûríen, Palúrien, Palurien; Onen, Onen; Kôr, Kor. He utilizado el acento agudo para indicar vocal larga, y los acentos circunflejo y agudo (y algún grave ocasional) de los textos originales, pero reservé el circunflejo para los monosílabos: así, Palúrien, Ónen, Kôr; el mismo sistema, al menos visualmente, que el del Sindarin posterior.

Por último, haber editado este libro en dos partes es consecuencia de la extensión de los Cuentos. La edición está concebida como una totalidad, y espero que la segunda parte aparezca antes de un año; pero cada parte tiene su propio índice y un Apéndice sobre los Nombres. La segunda parte contiene los que, en muchos aspectos, son los cuentos más interesantes: Tinúviel, Turambar (Túrin), La Caída de Gondolin, y el Cuento del Nauglafring (el Collar de los Enanos); esbozos del Cuento de Eärendel y la conclusión de la obra; y Ælfwine de Inglaterra.

El libro de los Cuentos Perdidos I – J. R. R. Tolkien

J.R.R. Tolkien. Escritor y lingüista británico, Tolkien es conocido principalmente por su trilogía de El señor de los anillos, obra de fantasía considerada como todo un clásico de la literatura universal y que comparte escenario con otra de sus grandes novelas, El hobbit. Nacido en Sudáfrica, Tolkien creció en Inglaterra y estudió en el Exeter College, destacando ya por su facilidad para las lenguas, algo que corroboraría a nivel universitario con sus estudios en Oxford.

Tolkien luchó en la Primera Guerra Mundial donde pasó una larga convalecencia, ocasión que aprovechó para comenzar su serie de relatos que se convertiría en El libro de los cuentos perdidos.

De vuelta a Oxford con su esposa e hijos, Tolkien inició una carrera como lingüista, siendo profesor en el Pembroke College, etapa en la que siguió escribiendo en el mundo que ya había esbozado en sus anteriores relatos, llegando a publicar El Hobbit (1937), obra que, si bien en principio iba dedicada a un público más juvenil, consiguió la atención de un mercado más amplio.

Es en esta época de Oxford en la que Tolkien formaría parte del grupo literario conocido como los Inklings, en el que entablaría una amistad con el escritor C. S. Lewis, autor de Las crónicas de Narnia.

De 1945 a 1959, Tolkien pasó a ocupar un puesto como profesor en la Universidad de Merton. Tras la publicación de El Hobbit, Tolkien había estado en su continuación, orientado esta vez a un público adulto. El resultado fue El señor de los anillos, obra que, por decisión editorial, acabó siendo publicada en tres partes. El señor de los anillos resultó un grandísimo éxito de crítica y público, convirtiéndose en un claro referente para toda la literatura fantástica posterior, siendo traducido a numerosos idiomas y alcanzando unas impresionantes cifras de ventas en todo el mundo.

De vuelta a Oxford, Tolkien recibió numerosos homenajes y reconocimientos académicos a lo largo de su carrera, así como distinciones como la Cruz del Imperio Británico o numerosos honoris causa. Durante esta última etapa Tolkien siguió escribiendo relatos y ensayos que han sido recopilados, en su mayor parte, gracias a la labor de su hijo Christopher.

De entre la obra de Tolkien, además de los ya mencionados El hobbit y El señor de los anillos, habría que destacar títulos como Los cuentos inconclusos, El Silmarillion, Los hijos de Hurin o, dentro de sus cuentos más infantiles, Roverandom o El herrero de Wootton Mayor.

La adaptación de El señor de los anillos al cine en 2001 por Peter Jackson -aunque Ralph Baski ya lo había intentado en los años 70 sin demasiada suerte-, supuso un éxito mundial, consiguiendo el récord de Premios Oscar para una trilogía y revitalizando el estudio de la obra de Tolkien.

Tolkien murió en Bournemoth el 2 de septiembre de 1973.