Libro II: Los hijos del aire

El rey del aire

Resumen del libro: "El rey del aire" de

En el estrecho de Tartaria un pequeño grupo de valientes desembarca en la isla de Sajalin, cerca de las costas de Siberia Meridional. El objetivo es liberar a Boris Starinsky, hermano de Wassili y antiguo comandante del acorazado Pobieda, que esta en prisión gracias a las falsas acusaciones vertidas contra el por el barón de Teriosky. A Wassili Starinsky, jefe del grupo que se adueña de la cárcel, le acompañan Rokoff, Fedor y el polaco Ranzoff, el «Rey del aire», comandante del «Gavilán», una maravillosa máquina voladora de la que se servirán para escapar de la prisión y conseguir rescatar a la hija de Boris Starinsky de las garras del barón de Teriosky.

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CAPÍTULO I

Una expedición misteriosa

—¡Alto!… ¡Vista a la costa a proa!

—¡Ah!… ¡Malditos tiburones!… ¡Están por todas partes alrededor de la isla endemoniada!…

—Pues va a ser la tercera noche que nos volvemos al Gavilán con las manos vacías. Pues qué, ¿tienen acaso cien ojos?

—¿Y el bonachón de Bedoff, qué hace?

—Se habrá dormido encima de su botella de aguardiente de centeno mi querido Liwitz.

—Pues a él le han pagado, Ursoff.

—Y espléndidamente; el capitán del Gavilán tiene siempre la bolsa abierta.

—¡Silencio, charlatanes! —dijo una tercera voz—. ¿Creéis que no hay centinelas alrededor de la isla o que ponen sordos para guardar las barracas? Cuidado, porque corremos peligro de que nos fusilen como a salvajes de América.

Un hombre de formas hercúleas, con larga barba rojiza, se levantó a popa de la chalupa, que se deslizaba dulcemente, sin casi producir ningún rumor, sobre las foscas aguas del estrecho de Tartaria, aplacadas por la nevasca que caía en abundancia.

Era un hermoso tipo de anciano del norte, entre los cincuenta y los sesenta años, pero sobre el que parecía que el tiempo no hubiera aún hecho destrozos notables.

Tenía todavía hermosos cabellos, la frente espaciosa, aunque es verdad que cubierta de profundas arrugas, los ojos de un azul oscuro que aún no había perdido nada de su esplendor. Viéndole levantarse y hacer una seña con la diestra, los seis marineros que tripulaban la chalupa, seis jóvenes de poderosa musculatura, interrumpieron su conversación.

Todas las miradas se dirigieron hacia levante donde a través de las oleadas de nieve se veía delinearse confusamente una línea oscura que ocupaba todo el horizonte.

—¿Habéis visto, muchachos? —preguntó el viejo, haciendo una seña de inteligencia

—Sí, señor Wassili —respondieron a una los seis remeros.

—Tú, Liwitz, que tienes la vista más penetrante que un albatros, ¿has visto dónde se ha escondido?

—Detrás de aquel islote, señor Wassili.

—¿O en el fondo de la bahía?

—No, señor. Conozco demasiado bien la isla de Sajalin para engañarme. He estado dos artos con los cosacos vigilando a los pobres galeotes.

—Aún nos cerrará el paso el maldito guardacostas —dijo el señor Wassili con sorda rabia—. Sin embargo, es preciso desembarcar y dar el golpe esta noche. ¡Ah! Si mi amigo Ranzoff quisiera, con una de sus terribles bombas enviaríamos por el aire a todas las barracas, a todos los cosacos y a todos los carceleros y, probablemente, mataríamos también al coronel —añadió luego—. Y eso no nos vendría bien. Aquel perro del barón se pondría muy contento si se librara de un adversario tan peligroso, cuando ahora va a empezar la venganza.

—Señor Wassili —dijo un marinero—, ¿lanzo la chalupa a toda velocidad?

—No; esperemos la señal.

—Entonces daremos el golpe sin él. Lo que me preocupa es el maldito guardacostas que maniobra ante nosotros. Si el capitán quisiera, bien podría despacharlo. Apostaría a que le sigue desde lo alto.

—¿Qué hacemos entonces?

—Esperemos un poco aún. Entretanto preparad las armas; probablemente tendremos que hacer uso de ellas.

La chalupa permanecía inmóvil, balanceándose fuertemente, porque las aguas del estrecho, no encontrando salida entre la costa asiática y la isla de Sajalin, estaban muy movidas.

Una profunda oscuridad envolvía a los navegantes, y el viento, soplando de levante con violencia, lanzaba espesas cortinas de nieve, arrancada probablemente de las vecinas montañas de la isla.

Pasaron algunos minutos de angustiosa espera. Wassili, que tenía la diestra apoyada en la barra del timón, escudriñaba atentamente el mar y tendía el oído. No lograba, sin embargo, distinguir más que el rumor de las olas destrozándose contra los escollos de la isla.

—El guardacostas ha desaparecido —dijo por último—. ¿No ves nada, Liwitz?

—No, señor Wassili.

—Entonces podemos avanzar. Si el guardacostas nos quiere dar caza, le haremos correr, ¿no es verdad, maquinista?

—El carbón no vale lo que el aire líquido —respondió Liwitz, sonriendo.

—¡Ahora, muchacho!

Se oyó un ligero silbido, después la chalupa volvió a emprender su carrera, dejando detrás una estela espumante que se alejaba indefinidamente.

Rápidas y tortísimas pulsaciones producidas por una máquina que no daba humo y que no esparcía el desagradable y penetrante olor del carbón, hacían vibrar sonoramente el casco de la ballenera con un rumor metálico.

A popa turbinaba velocísimamente la hélice, imprimiendo al pequeño barco un impulso irresistible.

Los marineros, sentados en los bancos, callaban, teniendo entre sus rodillas fusiles de retrocarga. Aquella carrera duró unos diez minutos; después Wassili, que tenía siempre la barra del timón, dijo brevemente:

—Basta, Liwitz.

Se dejó oír el mismo silbido que al principio, después la chalupa se paró casi de pronto, levantando ante sí una oleada superficial.

—¿Qué hay de nuevo, señor Wassili? —preguntó el maquinista.

—La señal.

—¿Dónde?

—Delante de nosotros.

—¿Se habrá despertado al fin ese animal de Bedoff?

—Así parece.

El maquinista miró; luego, volviéndose hacia uno de los cinco marineros, preguntó:

—El verde era la señal de peligro, ¿no es verdad, Ursoff?

—Sí —respondió el interrogado.

—Entonces la ejecución del coronel debe ser mañana por la mañana.

—Si se les da tiempo —dijo Wassili—. El Gavilán, aunque nosotros no lo veamos, debe estar siempre sobre nosotros. En caso desesperado hará saltar las murallas y las prisiones. Creo, sin embargo, que no habrá necesidad de hacer saltar, al mismo tiempo que las construcciones, a los pobres diablos que hay encerrados dentro de ellas. No debemos matar a ciento por salvar a uno, y, además, se les ha avisado, ¿no es así, Ursoff?

—Sí, señor Wassili —respondió el marinero—. Y están dispuestos a ayudarnos eficazmente: lo han jurado.

—¿Estás seguro de ello?

—Todos son presos políticos, es decir, hombres que tienen palabra de honor.

Wassili estuvo un momento silencioso, después miró a lo alto. El cielo estaba cubierto de espesas nubes y la nevada era abundantísima, pero le pareció, no obstante, al viejo, que distinguía vagamente, suspendida entre el mar y la atmósfera, una masa oscura de forma oblonga, provista de dos enormes alas.

—Está ahí encima —murmuró—. Seguramente observa los movimientos del guardacostas.

Miró una última vez hacia la isla, que únicamente estaba alejada unos cuantos cables. Entre la profunda oscuridad brillaba, a cierta altura, un punto verdoso, semejante a una farola de vigía.

—No perdamos más tiempo amigos —dijo volviéndose a los marineros siempre impasibles—. Si perdemos también esta noche, mañana habrá muerto el coronel… Del guardacostas ya se encargará el capitán del Gavilán… Liwitz, un poco de presión.

La chalupa reanudó, casi de pronto, su marcha, pero no demasiado velozmente. Había ante la playa escollos, y encallar con aquel mar tan movido podía producir consecuencias desastrosas, incalculables.

Saghalien o Sajalin, o mejor Tarrakai, porque éste es su nombre indígena verdadero, es la mayor isla que se extiende cerca de las costas de la Siberia meridional, y no es otra cosa que la continuación del vasto archipiélago japonés, del cual la separa el estrecho de La Perouse.

Tiene una longitud no menor de mil kilómetros, una anchura de cerca de ciento setenta, tiene bahías abrigadas y profundas como las de Extanig y de Langhe y altas montañas que llevan nombres en su mayoría franceses, como Lamanou, Mouger y Lamartiniére, y fue explorada por primera vez por La Perouse el infortunado navegante francés que más adelante había de morir devorado, justamente con su tripulación, por los caníbales de Vanikoro.

Rica en minería y con bosques inmensos, los rusos, después de haber destruido con ferocidad moscovita las pequeñas colonias japonesas establecidas alrededor de la bahía de Tuina y haber sistemáticamente diezmado a los insulares, los pacíficos ainos, crearon allí un lugar de deportación para sentenciados políticos, una especie de Nueva Caledonia francesa, para quitar a aquellos desgraciados toda esperanza de volver a la patria a través de la inmensidad de la Siberia.

La chalupa, hábilmente dirigida por Wassili, quien parecía tener mucha práctica de aquellos lugares, atravesó felizmente una doble línea de escollos y entró a poca velocidad en una profunda bahía cuyas orillas estaban cubiertas por altísimos abetos que se inclinaban bajo el peso de la nieve que blanqueaba sus ramas.

El rey del aire – Emilio Salgari

Emilio Salgari. (Verona, 1863 - Turín, 1911). Escritor italiano, autor de numerosas novelas de aventuras que han gozado siempre de gran éxito, sobre todo entre el público juvenil, por el dinamismo casi cinematográfico de la acción, que evoca sugerentes atmósferas fantásticas y épicas.

Inició sus estudios en el instituto técnico y naval de Venecia, aunque no llegó a terminarlos. En ese período sus experiencias como hombre de mar se limitaron a breves excursiones a lo largo de las costas del Adriático. En 1882 regresó a Verona, donde organizó una biblioteca ambulante y se dedicó al periodismo. Sus primeras producciones literarias fueron pequeñas composiciones líricas, relatos breves y memorias, pero un año después se inició en la novela con «I selvaggi della Papuasia» (1883), publicada por entregas en el periódico milanés La valigia.

Dio comienzo así a una intensa actividad que le llevó a publicar 130 cuentos y 85 novelas, que desde el primer momento obtuvieron gran acogida pública y han sido traducidas a muchísimas lenguas. En 1892, después de casarse, se trasladó a Turín y escribió La cimitarra de Buda (1892), Los pescadores de ballenas (1894) y Los misterios de la jungla negra (1895). Tras una estancia de dos años en Sampierdarena, donde entró en contacto con los ambientes marítimos de la Liguria para obtener nuevas ideas para sus libros, regresó a Turín y produjo los llamados ciclos de «los piratas de Malasia» y de «los corsarios del Caribe».