Libro I: Los hijos del aire

Los hijos del aire

Resumen del libro: "Los hijos del aire" de

Rokoff y Fedor acuden a Pekín buscando cerrar un jugoso negocio de sedas con un rico mercader chino. Sin embargo, los amigos son tomados por asesinos al descubrir en la mañana que el mercader ha sido víctima de un atentado y ha muerto a cuchilladas. En el momento en que la sentencia va a ser llevada a cabo por una turba de chinos enardecidos, milagrosamente aparece en el cielo una maquina descomunal que todos confunden con un gigantesco pájaro. Es la nave “Gavilán” y gracias a su capitán que ha decidido rescatarlos nuestros amigos logran salvarse de una cruel muerte. A partir de este momento Rokoff y Fedor comienzan una aventura que les llevara por las llanuras de China, el desierto de Gobi y la cordillera del Himalaya mientras intentan averiguar quien es el misterioso capitán del «Gavilan».

Libro Impreso

I

La fiesta de las linternas

Pekín, la inmensa capital del más poblado imperio del mundo que, como Roma, se levanta como un desafío al tiempo, se sumergía poco a poco en las tinieblas.

Las enormes cúpulas azuladas por los reflejos dorados de los gigantescos templos budistas; los mil detalles de porcelana del templo del espíritu marino que comprende las tres encarnaciones del filósofo Lao Tsé; los blancos mármoles del templo del cielo; las verdes tejas del templo de la filosofía; la inmensa selva de agujas y de antenas que sostienen monstruosos dragones dorados; las puntas arqueadas del metal dorado de las torres, de los bastiones, de las murallas enormes de la ciudad prohibida, desaparecían entre la bruma del atardecer. Sin embargo, el fragor que repercutía por todas las esquinas de la monstruosa ciudad, aquel fragor sordo y prolongado producido por el movimiento de tres millones de habitantes, por el ruido de miríadas de carros, pequeños y grandes, y por el galope de caballos, aquella noche parecía no querer cesar, a pesar del proverbio chino que dice: «la noche está hecha para dormir».

Contrariamente a la costumbre de los flemáticos chinos, parecía aumentar de un modo ensordecedor.

En las torres, en las terrazas, en los patios, en los jardines, en las plazas, en las calles y callejuelas más lejanas, perdidos en los confines de la inmensa capital, resonaban el gong y los tam-tam, retumbaban los caracoles marinos con roncos sonidos, tronaban los petardos, estallaban las bombas, silbaban cohetes y chirriaban las ruedas, echando al aire infinidad de chispas.

Caía la noche, pero Pekín se enardecía cubriéndose de luz.

Por todas partes se encendían millones de linternas de todas formas y de todo tipo, de papel de cera de mil colores, de cuerno, de talco, de vidrio, de seda, de madreperla, grandes como habitaciones o pequeñas como una naranja, en hileras, en grupos, en columnas, en arcos, en galerías, provocando clamores de maravilla en el pueblo que se volcaba como un aluvión, sobre las diez mil calles de la ciudad. Brillaban las torres, las casas de los ricos, las chozas de los pobres, los muros macizos, las terrazas, los templos, los maravillosos jardines del emperador, los puentes, los pináculos, las barcas del viejo canal, mientras, en lo alto, se alzaban sin cesar cohetes de todos colores y los cometas, cubiertos de linternas, deambulaban por el aire obscuro rivalizando con las primeras estrellas. Los habitantes de Pekín saludan con esta orgía de luz la primera luna del año nuevo. Es la fiesta de las linternas a la que todo el mundo debe de tomar parte, desde el omnipotente emperador hasta el pobre coolie muerto de hambre que gastará su último sapeke (pequeñas monedas que valen menos de un céntimo) o que venderá su última chaqueta para encender delante de su ruinosa y miserable choza, su modesta linterna de papel de cera.

En medio de esta muchedumbre que se apretujaba en las calles para admirar las iluminaciones de las casas señoriales o para gozar del delicioso crepitar del P’ao Ku, que simula a la perfección el ardor de los bambúes verdes, o para extasiarse ante los grupos de árboles erigidos en las plazas, que arden derramando a su alrededor mil resplandores distintos, gracias a una goma especial que los recubre, dos hombres que no vestían los barrocos trajes chinos, se abrían paso con dificultad, a base de empujones y puñetazos, precedidos por un joven chino que llevaba una lámpara monumental de cristales de talco azul.

Ambos hombres vestían a la europea, con chaquetas y pantalones de grueso paño azul, altas botas de montar y gorras de piel como las que usan los rusos en Siberia meridional. Aparentemente iban desarmados pero por cierto abultamiento que se distinguía bajo sus chaquetas, se suponía que llevaban revólveres o al menos, pistolas.

El que iba detrás del joven chino era un hombre de unos treinta años, pálido y sonrosado como una muchacha, de ojos azules, bigote rubio, frente ancha y despejada y unas facciones regulares y muy hermosas.

En cambio, el otro, tenía aspecto de oso. La cara ancha y algo chata, nariz gruesa, mandíbulas muy salientes, ojos negros, barba y cabello larguísimos y de un rojo ardiente y una piel casi morena.

Mientras que su compañero tenía aspecto algo afeminado y estatura apenas superior a la mediana, el otro tenía un torso de bisonte, pecho de oso, unas extremidades macizas y las manos vellosas. Sus movimientos eran algo pesados y duros y contrastaban vivamente con la agilidad y decisión de su compañero.

—Bueno, Fedoro, ¿llegamos? —preguntó de repente el hombre recio, resoplando como una foca—. Estoy harto de los chinos y de sus linternas.

—¿No te entusiasma este espectáculo, Rokoff? —preguntó riendo el joven—. Esta noche Pekín ofrece un aspecto magnífico.

—Prefiero mis estepas del Don con su espesa vegetación; allí por lo menos se puede ver el sol y la luna, quemar el monte y encender pozos de petróleo sin que la muchedumbre te aplaste.

—Los cosacos sois todos iguales —contestó el joven—. La estepa y su río, sus amaneceres y sus ocasos. Nada más.

—Es cierto, Fedoro —contestó el hombre barbudo haciendo una mueca que quería ser una sonrisa—. Somos un poco salvajes.

—¿De manera que Pekín no te seduce?

—Hace tres horas que estamos aquí y no he visto más que linternas y fuegos artificiales, fuegos artificiales y linternas. ¡Ah! Y también cabezas peladas y coletas; coletas y cabezas peladas. ¿Es esto lo que tú llamas espectáculo, Fedoro? Estoy ya harto de ello, te lo aseguro.

—Cuando lleguemos a casa de Sing-Sing no dirás lo mismo.

—¿Habrá al menos algo que comer? —preguntó el cosaco, moviendo ferozmente las mandíbulas.

—¿Cómo no? A un hombre que llega para comprar quinientas toneladas de «té polvo de cañón», ¿quieres que no se le ofrezca comida? Incluso podremos asistir a uno de esos banquetes fenomenales que jamás pueden olvidarse, amigo mío.

—Te aseguro que voy a hacer honor a la comida, porque desde que salí de Taku hasta hoy no he conseguido calmar completamente mi hambre, a pesar de la enorme cantidad de terrinas de arroz, de extrañas pociones y de millares de tazas de té que he llegado a tragar. Si nos quedamos en China durante un mes más voy a adelgazar muchísimo.

—Dentro de diez días regresaremos a Taku y embarcaremos rumbo a Europa.

—Hacia Odesa, amigo mío. Si hubiese sabido que la China era así no hubiera abandonado mi escuadrón de caballería para acompañarte.

—Sí, hacia Odesa —contestó Fedoro.

—¡Hacia las estepas del Don! ¿No va a terminar nunca esta marcha? ¡Y el número de chinos no disminuye! Empiezo a perder la paciencia y, entonces, pobres las coletas que se encuentren al alcance de mis manos.

Fedoro interpeló al joven que llevaba la linterna, medio chafada por los continuos choques de la muchedumbre.

—De prisa señor, llegamos enseguida —contestó el muchacho en un pésimo inglés—. La casa de Sing-Sing está ya cerca.

—Hace media hora que este chaval nos repite la misma frase —dijo el irascible hijo de las estepas, acariciándose la hirsuta barba—. Creo que se está burlando de nosotros.

—Paciencia, Rokoff —dijo Fedoro—. En China no es conveniente tener prisa. Los hijos del Celeste Imperio no tienen una medida exacta del tiempo.

—¡Bah! ¡Y esta muchedumbre!

Las calles sucedían a las calles, flanqueadas por chozas o por templos, por espléndidas casas de techos puntiagudos y paredes cubiertas de porcelana o por claustros maravillosamente trabajados, por pabellones y jardines en donde llameaban linternas multicolores.

Los hijos del aire – Emilio Salgari

Emilio Salgari. (Verona, 1863 - Turín, 1911). Escritor italiano, autor de numerosas novelas de aventuras que han gozado siempre de gran éxito, sobre todo entre el público juvenil, por el dinamismo casi cinematográfico de la acción, que evoca sugerentes atmósferas fantásticas y épicas.

Inició sus estudios en el instituto técnico y naval de Venecia, aunque no llegó a terminarlos. En ese período sus experiencias como hombre de mar se limitaron a breves excursiones a lo largo de las costas del Adriático. En 1882 regresó a Verona, donde organizó una biblioteca ambulante y se dedicó al periodismo. Sus primeras producciones literarias fueron pequeñas composiciones líricas, relatos breves y memorias, pero un año después se inició en la novela con «I selvaggi della Papuasia» (1883), publicada por entregas en el periódico milanés La valigia.

Dio comienzo así a una intensa actividad que le llevó a publicar 130 cuentos y 85 novelas, que desde el primer momento obtuvieron gran acogida pública y han sido traducidas a muchísimas lenguas. En 1892, después de casarse, se trasladó a Turín y escribió La cimitarra de Buda (1892), Los pescadores de ballenas (1894) y Los misterios de la jungla negra (1895). Tras una estancia de dos años en Sampierdarena, donde entró en contacto con los ambientes marítimos de la Liguria para obtener nuevas ideas para sus libros, regresó a Turín y produjo los llamados ciclos de «los piratas de Malasia» y de «los corsarios del Caribe».