La impresionante aventura de la misión Barsac

Resumen del libro: "La impresionante aventura de la misión Barsac" de

La impresionante aventura de la misión Barsac (L’Étonnante aventure de la mission Barsac) es la última novela de las atribuidas en principio a Julio Verne, publicada de manera póstuma por entregas en «Le Matin» desde el 18 de abril hasta el 6 de julio de 1914, y de manera íntegra en un volumen doble en 1918. La historia fue reescrita totalmente por el hijo de Julio, Michel Verne, basándose en dos esbozos del padre: Una villa Sahariana (Une ville saharianne) y Viaje de estudio (Voyage d’étude). Es una de las más completas y enigmáticas novelas del escritor francés. En ella, de una manera muy dinámica, se conjuntan los elementos que hicieron famosos los viajes extraordinarios: un viaje, adelantos científicos y anticipaciones, una trama de suspenso, casi policíaco y héroes vernianos listos a toda prueba. Barsac y un grupo de funcionarios franceses viajan a las colonias francesas con el fin de ver la condición de los nativos y verificar si se les puede conceder el voto. Una extraña pareja de tía y sobrino, Juana y Agnes, se les unen, y se complica así la expedición de una manera asombrosa. Al final se sabrá el origen de está pareja y su razón de viajar, a la vez que descubren una de las mas fabulosas ciudades creadas por el escritor francés: Blackland.

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El caso del Central Bank

A pesar de los años transcurridos, seguramente aún no se ha olvidado el audaz robo que, conocido como caso del Central Bank, ocupara tanto a la prensa y mereciera durante quince días el honor de sus primeras planas. Efectivamente, pocos delitos suscitaron tanto la curiosidad del público, pues no son demasiados los que han congregado en tal grado el atractivo del misterio y la envergadura de la fechoría, y cuya ejecución ha requerido una audacia tan increíble, una energía tan indómita.

Tal vez resulte interesante leer el relato, incompleto pero escrupulosamente verídico, de aquel suceso. Si el mismo no aclara absolutamente todos los puntos hasta ahora oscuros, por lo menos aportará nuevas precisiones y rectificaciones o coordinará las informaciones, a veces contradictorias, publicadas por los periódicos en su momento.

Como se sabe, el robo tuvo por escenario la Agencia DK del Central Bank, situada cerca de la Bolsa de Londres, en el cruce de Threadneedle Street y Old Broad Street, dirigida en aquel entonces por Mr. Lewis Robert Buxton, hijo del lord de ese apellido.

La agencia se compone esencialmente de un vasto ambiente dividido en dos partes desiguales por un largo mostrador de roble que se extiende paralelo a ambas calles, las que se cruzan en ángulo recto. Precisamente en la esquina se encuentra la entrada, una puerta de vidrio precedida por un cancel al mismo nivel de la acera. Al entrar se advierte, a la izquierda, detrás de una malla de fuerte enrejado, la caja, que comunica mediante una puerta igualmente enrejada con la oficina propiamente dicha donde están los empleados. A la derecha, el mostrador de roble termina en una puerta batiente que permite el paso desde la parte destinada al público a la reservada a los empleados y viceversa. Al fondo de este último sector se abre en primer término, cerca del mostrador, el despacho del jefe de la agencia, despacho que es un reducto sin otra salida y luego, siguiendo la pared perpendicular a Threadneedle Street, se encuentra un corredor que da acceso al vestíbulo común a todo el inmueble del que forma parte el local.

De un lado, ese vestíbulo pasa delante de la portería y lleva a Threadneedle Street. Por el otro, luego de acercarse a la gran escalera, conduce a una puerta de vidrio de dos hojas que oculta a la curiosidad del exterior la entrada a los sótanos y la escalera de servicio que queda frente a ella.

Ésos son los lugares donde se desarrollaron las principales peripecias del drama.

En el momento de comenzar, es decir a las cinco menos veinte exactamente, los cinco empleados de la agencia se ocupan de sus trabajos habituales. Dos están enfrascados en sus anotaciones. Los otros tres atienden a otros tantos clientes acodados al mostrador. Por su parte, el cajero, protegido tras el enrejado, cuenta el dinero que en ese día de liquidación alcanza al imponente total de setenta y dos mil setenta y nueve libras, dos chelines y cuatro peniques, o sea, un millón ochocientos dieciséis mil trescientos noventa y tres francos con ochenta centavos.

Como se ha dicho, el reloj de la agencia indica las cinco menos veinte minutos: la cortina metálica del frente pronto se bajará y poco después, terminada la jornada de trabajo, los empleados se dispersarán. El sordo rezongo de los vehículos y el ruido de la muchedumbre llegan desde afuera a través de las vidrieras oscurecidas por el crepúsculo de aquel último día de noviembre.

Es en ese momento cuando se abre la puerta y entra un hombre. Después de echar una rápida ojeada a la oficina, el recién llegado se vuelve a medias y dirigiéndose hacia afuera, sin duda a algún acompañante que ha quedado en la acera, hace un gesto con la mano derecha en la que el pulgar, el índice y el medio tiesos indican de manera inequívoca el número 3. Aunque hubieran sospechado algo, los empleados no habrían podido advertir aquel gesto que quedaba oculto por la puerta entreabierta, y si lo hubiesen visto evidentemente no habrían pensado en establecer ninguna relación entre el número de personas que estaban acodadas al mostrador y el del número trasmitido con los dedos.

Una vez pasado el mensaje, si es que se trataba de un mensaje, el hombre terminó de abrir la puerta, la cerró cuando estuvo adentro de la oficina y se colocó en posición de espera detrás de uno de los clientes, demostrando de este modo su intención de aguardar hasta que aquel cliente terminara y se retirara.

Uno de los empleados, que estaba desocupado, se levantó y dirigiéndose hacia él le preguntó:

—¿Qué desea, señor?…

—Gracias señor, esperaré —respondió el recién llegado, acompañando las palabras con un movimiento de la mano que daba a entender que deseaba ser atendido precisamente por el empleado cerca del cual se había detenido.

El empleado que amablemente lo había interpelado volvió a sentarse sin insistir y reanudó el trabajo, con la conciencia aplacada por aquella demostración de celo, aunque, en definitiva, satisfecho de que hubiera tenido resultados negativos. Así que el hombre permaneció esperando sin que nadie más le prestara atención.

Sin embargo, la singularidad de su aspecto hubiera justificado el más atento de los exámenes. Se trataba de un hombre joven y robusto, de elevada estatura, el cual, a juzgar por su contextura, debía tener una fuerza poco común. Una magnífica barba rubia encuadraba su rostro bronceado. En cuanto a su posición social, era imposible deducirla de su aspecto; un largo guardapolvo de seda cruda lo cubría hasta los pies.

Cuando el cliente, detrás del cual se había colocado, terminó lo que lo había llevado a la agencia, el hombre del guardapolvo ocupó su lugar y com1micó al representante del Central Bank las operaciones que deseaba realizar. Mientras tanto, la persona que había sido atendida llegaba a la puerta exterior y salía de la agencia.

Esa puerta se reabrió inmediatamente y dio paso a un segundo personaje tan singular como el primero, del que de algún modo parecía ser una copia. Misma estatura, misma robustez, misma barba rubia enmarcando un rostro sensiblemente cobrizo, mismo largo guardapolvo de seda cruda para disimular la otra ropa.

Con este último personaje ocurrió lo mismo que con su sosías. Como aquél, esperó pacientemente detrás de una de las dos personas acodadas al mostrador, cuando llegó su turno entabló conversación con el empleado que se había desocupado, mientras el cliente ganaba la calle.

Al igual que antes, la puerta volvió a abrirse de improviso. Un tercer individuo hizo su entrada y fue a ponerse en fila detrás del único de los tres clientes iniciales que aún permanecía en la agencia. Este último individuo era de estatura mediana, más bien bajo y rechoncho, de rostro también bronceado e igualmente ensombrecido por una barba negra, llevaba las vestimentas disimuladas por un sobretodo gris muy largo; este último personaje presentaba al mismo tiempo diferencias y analogías con los que antes se habían librado a manejos parecidos.

Finalmente, cuando la última de las tres personas que se encontraban desde un primer momento en la agencia terminó sus asuntos y abandonó el lugar, la puerta se reabrió de inmediato dando paso a dos hombres. Esos dos hombres, uno de los cuales parecía dotado de un vigor hercúleo, estaban vestidos con esos largos sacos-gabanes comúnmente llamados úlsters, prendas cuyo uso aún no justificaba el rigor de la estación, y al igual que los tres primeros una barba abundante adornaba su rostro bastante subido de tono.

Se introdujeron al local de modo extraño: el más alto entró primero y apenas lo hizo se detuvo en una posición tal que ocultaba a su compañero, quien, mientras tanto, fingiendo haberse enganchado en la cerradura, la hacía objeto de un misterioso trabajo. Por lo demás, esa actividad no duró más que un instante y pronto la puerta volvió a quedar cerrada. Pero, a partir de aquel momento si bien conservaba su pomo del lado de adentro, lo que permitía salir, en cambio el pomo del lado de afuera había desaparecido. En consecuencia, desde afuera nadie podía entrar a la oficina. Y en cuanto a la posibilidad de golpear en el vidrio para hacerse abrir, nadie lo hubiera intentado, ya que un anuncio había sido colgado en la puerta comunicando al público que la agencia quedaba irrevocablemente cerrada por el resto del día.

Los empleados no tenían ni la menor sospecha de que se los había aislado de aquel modo del resto del mundo. Por otra parte, si alguien se los hubiera dicho, habrían echado a reír. ¿Por qué preocuparse en plena ciudad, en el momento de mayor actividad de la jornada, cuando llegaba hasta ellos la intensa vida de la calle, de la que los separaba una delgada película de vidrio?

Los dos últimos empleados se adelantaron hasta los recién llegados en actitud amable, puesto que habían notado que el reloj marcaba casi las cinco. Esas molestas visitas serían breves, ya que tendrían derecho a expulsarlas en menos de cinco minutos. Uno de los tardíos clientes aceptaba los servicios que le eran ofrecidos, mientras que el otro, el más alto, los declinaba y pedía hablar con el director.

—Voy a ver si está —le respondieron.

El empleado desapareció por la puerta que estaba en el fondo de la parte de la oficina prohibida al público, pero volvió casi de inmediato.

—Si desea molestarse… —le propuso abriendo la puertita batiente que estaba en el extremo del mostrador. El hombre del úlster aceptó la invitación y entró al despacho del director, mientras el empleado, cerrando la puerta tras de si, volvía a su trabajo.

¿Qué pasó entre el jefe de la agencia y su visitante? Más tarde, el personal declaró ignorarlo, incluso ni siquiera habérselo preguntado, lo que debe ser considerado cierto. Ulteriormente, la investigación sobre este punto se vio reducida a hipótesis, y actualmente continúa en la mayor oscuridad la escena que se desarrolló entonces tras aquella puerta cerrada.

Al menos una sola cosa es cierta; no habían transcurrido dos minutos cuando la puerta volvió a abrirse y el hombre del úlster reapareció en el umbral.

De modo impersonal y sin dirigirse particularmente a ninguno de los empleados dijo:

—Por favor… el señor Director desearía hablar con el cajero.

—Bien señor —respondió un empleado que no estaba ocupado.

Volviéndose llamó:

—¡Store!

—¿Señor Barclay…?

—El jefe lo llama.

—Ya voy —respondió el cajero.

Con la puntualidad inherente a la gente de su profesión, arrojó un portafolio y tres bolsas que contenían en efectivo y valores la recaudación del día dentro de la caja fuerte, cuya pesada puerta golpeó con ruido sordo, luego bajó la ventanilla, salió de su despacho enrejado que cerró cuidadosamente tras él y se dirigió hacia el despacho del jefe, frente al cual esperaba el desconocido, quien rápidamente volvió a ingresar al recinto.

La impresionante aventura de la misión Barsac – Julio Verne

Julio Verne. Escritor francés, fue uno de los grandes autores de las novelas de aventuras y ciencia ficción del siglo XIX. Destaca por su capacidad de anticipación tecnológica y social, que le ha llevado a ser considerado como uno de los padres del género de la literatura de ciencia ficción y la "moderna" novela de aventuras de su época, prediciendo muchos de los inventos tecnológicos del siglo XX en sus obras.

Nacido en una familia adinerada y siendo el mayor de cinco hermanos, Verne disfrutó de una buena educación y ya de joven comenzó escribir narraciones y relatos, sobre todo de viajes y aventuras. Tuvo una relación conflictiva con su padre debido a su gran autoridad, llegando a no volver a visitar su hogar al alcanzar independencia económica. Debido a su prematuro enamoramiento no correspondido por su prima a los once años, desarrolló una gran aversión hacia las mujeres. No fue hasta 1857 que se casó con una viuda rica, madre de dos hijas, y cuatro años después tuvieron su único hijo juntos, Michael Verne.

Antes de ingresar a la universidad, estudió Filosofía y Retórica en el Liceo de Nantes. Posteriormente, viajó a París y se licenció en Derecho. En 1848 escribió sonetos y algunos libretos de teatro y conoció a la familia Dumas, la cual influenció mucho en sus futuras obras y le ayudó a difundirlas. En 1849 aprobó la tesis doctoral de Derecho pero se decidió por la escritura consiguiendo la decepción y aversión de su padre que quería que ejerciera como abogado.

Verne se dedicó a la literatura pese a no contar con apoyo económico alguno, lo que minó su salud gravemente. Sus primeras obras no tuvieron mucho éxito, por lo que tuvo que compaginar su pasión por la escritura con la docencia para sobrevivir. Emprendió varios oficios como secretario o agente de bolsa antes de poder vivir de sus escritos.

A partir de 1850 comenzó a publicar y trabajar en el teatro gracias a la ayuda de Alejandro Dumas. Sin embargo, es con su viaje de 1859 a Escocia que Verne inicia un nuevo camino gracias a su serie de los Viajes extraordinarios, de los que destaca Cinco semanas en globo o La vuelta al mundo en 80 días. El éxito de las novelas de Verne fue en aumento y con el apoyo de su amigo y editor Hetzel tuvo grandes ventas. Verne era un auténtico adicto al trabajo, pasaba días y días escribiendo y revisando textos.

En 1886 Verne fue atacado por su sobrino, con el cual tenía una relación cordial, sin motivo alguno. Este ataque le causó graves heridas, provocándole una cojera de la que no se recuperaría. Después de esto, y de la muerte de su madre y de su amigo y editor, Verne publicó sus últimas obras con un toque más sombrío que la alegre aventura de sus inicios. En 1888 fue elegido concejal del Ayuntamiento de la ciudad de Amiens, ejerciendo el cargo por 15 años.

Julio Verne murió en Amiens el 24 de marzo de 1905 con 77 años. Tras su muerte, su hijo Michael Verne siguió publicando algunas obras bajo el nombre de su padre, lo que ha creado cierta confusión en la autoría de algunos libros.

Sus novelas han sido y siguen siendo publicadas y traducidas en todo el mundo, siendo uno de los autores más traducidos de la historia. Títulos tan famosos como De la Tierra a la Luna, Viaje al Centro de la Tierra, 20.000 leguas de viaje submarino, Miguel Strogoff, Escuela de Robinsones... hacen de Verne un clásico atemporal de la novela de aventuras y ciencia ficción, con muchas de sus obras adaptadas al cine y la televisión.