La peste

Resumen del libro: "La peste" de

«La Peste» es una novela escrita por el autor francés Albert Camus, publicada por primera vez en 1947. La historia se desarrolla en la ciudad de Orán, en Argelia, y sigue los eventos de una devastadora plaga de peste bubónica que azota a la ciudad y a sus habitantes.

La narrativa comienza cuando Rieux, un médico local, comienza a notar casos inusuales de muertes por ratas en la ciudad. Pronto, la enfermedad se propaga rápidamente entre los ciudadanos, y las autoridades de la ciudad se ven obligadas a tomar medidas drásticas para contener la plaga. Se impone una cuarentena y la ciudad se cierra, quedando aislada del resto del mundo.

El protagonista, el Dr. Rieux, trabaja incansablemente para atender a los enfermos y hacer frente a la situación. A medida que la peste se extiende, la ciudad se ve sumida en el caos y la desesperación, y los personajes se enfrentan a la naturaleza humana en tiempos de crisis. Camus retrata hábilmente cómo la plaga pone a prueba las convicciones, la moral y las relaciones humanas.

El libro profundiza en temas existenciales, como el absurdo de la vida, la inevitabilidad de la muerte y la lucha contra la adversidad sin garantías de un significado superior. Los personajes representan diversas actitudes frente a la peste: la indiferencia, el heroísmo, la negación, la desesperación y la resignación.

«La Peste» no solo es una alegoría de los estragos de una epidemia, sino también una metáfora de las sociedades contemporáneas y sus luchas internas. Camus utiliza la plaga como una metáfora de las injusticias sociales, la opresión política y la alienación humana en un mundo aparentemente sin sentido.

En última instancia, «La Peste» es una obra poderosa que invita a la reflexión sobre la naturaleza humana, la solidaridad, la compasión y la importancia de mantener la dignidad en medio de la adversidad. A través de su prosa magistral, Camus explora el valor y la fragilidad de la existencia humana, ofreciendo una profunda meditación sobre la condición humana y los desafíos que enfrenta la humanidad en un mundo impredecible.

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Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe.

DANIEL DEFOE

I

Los curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica se produjeron en el año 194… en Orán. Para la generalidad resultaron enteramente fuera de lugar y un poco aparte de lo cotidiano. A primera vista Orán es, en efecto, una ciudad como cualquier otra, una prefectura francesa en la costa argelina y nada más.

La ciudad, en sí misma, hay que confesarlo, es fea. Su aspecto es tranquilo y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace diferente de las otras ciudades comerciales de cualquier latitud. ¿Cómo sugerir, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro, en una palabra? El cambio de las estaciones solo se puede notar en el cielo. La primavera se anuncia únicamente por la calidad del aire o por los cestos de flores que traen a vender los muchachos de los alrededores; una primavera que venden en los mercados. Durante el verano el sol abrasa las casas resecas y cubre los muros con una ceniza gris; se llega a no poder vivir más que a la sombra de las persianas cerradas. En otoño, en cambio, es un diluvio de barro. Los días buenos solo llegan en el invierno.

El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra ciudad, por efecto del clima, todo ello se hace igual, con el mismo aire frenético y ausente. Es decir, que se aburre uno y se dedica a adquirir hábitos. Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse. Se interesan sobre todo por el comercio, y se ocupan principalmente, según su propia expresión, de hacer negocios. Naturalmente, también les gustan las expansiones simples: las mujeres, el cine y los baños de mar. Pero, muy sensatamente, reservan los placeres para el sábado después de mediodía y el domingo, procurando los otros días de la semana hacer mucho dinero. Por las tardes, cuando dejan sus despachos, se reúnen a una hora fija en los cafés, se pasean por un determinado bulevar o se asoman al balcón. Los deseos de la gente joven son violentos y breves, mientras que los vicios de los mayores no exceden de las francachelas, los banquetes de camaradería y los círculos donde se juega fuerte al azar de las cartas.

Se dirá, sin duda, que nada de esto es particular de nuestra ciudad y que, en suma, todos nuestros contemporáneos son así. Sin duda, nada es más natural hoy día que ver a las gentes trabajar de la mañana a la noche y en seguida elegir, entre el café, el juego y la charla, el modo de perder el tiempo que les queda por vivir. Pero hay ciudades y países donde las gentes tienen, de cuando en cuando, la sospecha de que existe otra cosa. En general, esto no hace cambiar sus vidas, pero al menos han tenido la sospecha y eso es su ganancia. Orán, por el contrario, es en apariencia una ciudad sin ninguna sospecha, es decir, una ciudad enteramente moderna. Por lo tanto, no es necesario especificar la manera de amar que se estila. Los hombres y mujeres o bien se devoran rápidamente en eso que se llama el acto del amor, o bien se crean el compromiso de una larga costumbre a dúo. Entre estos dos extremos no hay término medio. Eso tampoco es original. En Orán, como en otras partes, por falta de tiempo y de reflexión, se ve uno obligado a amar sin darse cuenta.

Lo más original en nuestra ciudad es la dificultad que puede uno encontrar para morir. Dificultad, por otra parte, no es la palabra justa, sería mejor decir incomodidad. Nunca es agradable estar enfermo, pero hay ciudades y países que nos sostienen en la enfermedad, países en los que, en cierto modo, puede uno confiarse. Un enfermo necesita alrededor blandura, necesita apoyarse en algo; eso es natural. Pero en Orán los extremos del clima, la importancia de los negocios, la insignificancia de lo circundante, la brevedad del crepúsculo y la calidad de los placeres, todo exige buena salud. Un enfermo necesita soledad. Imagínese entonces al que está en trance de morir como cogido en una trampa, rodeado por cientos de paredes crepitantes de calor, en el mismo momento en que toda una población, al teléfono o en los cafés, habla de letras de cambio, de conocimientos, de descuentos. Se comprenderá fácilmente lo que puede haber de incomodo en la muerte, hasta en la muerte moderna, cuando sobreviene así en un lugar seco.

Estas pocas indicaciones dan probablemente una idea suficiente de nuestra ciudad. Por lo demás, no hay por qué exagerar. Lo que es preciso subrayar es el aspecto frívolo de la población y de la vida. Pero se pasan los días fácilmente en cuanto se adquieren hábitos, y puesto que nuestra ciudad favorece justamente los hábitos, puede decirse que todo va bien. Desde este punto de vista, la vida, en verdad, no es muy apasionante. Pero, al menos aquí no se conoce el desorden. Y nuestra población, franca, simpática y activa, ha provocado siempre en el viajero una razonable estimación. Esta ciudad, sin nada pintoresco, sin vegetación y sin alma acaba por servir de reposo y al fin se adormece uno en ella. Pero es justo añadir que ha sido injertada en un paisaje sin igual, en medio de una meseta desnuda, rodeada de colinas luminosas, ante una bahía de trazo perfecto. Se puede lamentar únicamente que haya sido construida de espaldas a esta bahía y que al salir sea imposible divisar el mar sin ir expresamente a buscarlo.

Siendo así las cosas, se admitirá fácilmente que no hubiese nada que hiciera esperar a nuestros conciudadanos los acontecimientos que se produjeron a principios de aquel año, y que fueron, después lo comprendimos, como los primeros síntomas de la serie de acontecimientos graves que nos hemos propuesto señalar en esta crónica. Estos hechos parecerán a muchos naturales y a otros, por el contrario, inverosímiles. Pero, después de todo, un cronista no puede tener en cuenta esas contradicciones. Su misión es únicamente decir: «Esto pasó», cuando sabe que pasó en efecto, que interesó la vida de todo un pueblo y que por lo tanto hay miles de testigos que en el fondo de su corazón sabrán estimar la verdad de lo que dice.

Por lo demás, el narrador, que será conocido a su tiempo, no tendría ningún título que arrogarse en semejante empresa si la muerte no lo hubiera llevado a ser depositario de numerosas confidencias y si la fuerza de las cosas no lo hubiera mezclado con todo lo que intenta relatar. Esto es lo que lo autoriza a hacer trabajo de historiador. Por supuesto, un historiador, aunque sea un mero aficionado, siempre tiene documentos. El narrador de esta historia tiene los suyos: ante todo, su testimonio, después el de los otros, puesto que por el papel que desempeñó tuvo que recoger las confidencias de todos los personajes de esta crónica, e incluso los textos que le cayeron en las manos. El narrador se propone usar de todo ello cuando le parezca bien y cuando le plazca. Además, se propone… Pero ya es tiempo, quizá, de dejar los comentarios y las precauciones de lenguaje para llegar a la narración misma. El relato de los primeros días exige cierta minuciosidad.

La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero. Ante la reacción del viejo señor Michel vio más claro lo que su hallazgo tenía de insólito. La presencia de aquella rata muerta le había parecido únicamente extraña, mientras que para el portero constituía un verdadero escándalo. La posición del portero era categórica: en la casa no había ratas. El doctor tuvo que afirmarle que había una en el descanso del primer piso, aparentemente muerta: la convicción de Michel quedó intacta. En la casa no había ratas; por lo tanto, alguien tenía que haberla traído de afuera. Así, pues, se trataba de una broma.

Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble, buscando sus llaves antes de subir a su piso, cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el equilibrio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto. El doctor lo contempló un momento y subió a su casa.

No era en la rata en lo que pensaba. Aquella sangre arrojada lo llevaba de nuevo a su preocupación. Su mujer, enferma desde hacía un año, iba a partir al día siguiente para un lugar de montaña. La encontró acostada en su cuarto, como le tenía mandado. Así se preparaba para el esfuerzo del viaje. Le sonrió.

—Me siento muy bien —le dijo.

El doctor miró aquel rostro vuelto hacia él a la luz de la lámpara de cabecera. Para Rieux, esa cara, a pesar de sus treinta años y del sello de la enfermedad, era siempre la de la juventud; a causa, posiblemente, de la sonrisa que disipaba todo el resto.

—Duerme, si puedes —le dijo—. La enfermera vendrá a las once y las llevaré al tren a las doce.

La besó en la frente ligeramente húmeda. La sonrisa lo acompañó hasta la puerta.

La peste – Albert Camus – Novela Psicológica

Albert Camus. Novelista, filósofo, periodista y dramaturgo francés, está considerado una de las figuras intelectuales más importantes de Europa tras el fin de la II Guerra Mundial. Nacido en Argel, donde creció y comenzó sus estudios, trabajó como periodista y actor, ligado a movimientos políticos de izquierda. Viajó por Europa y publicó una primera colección de artículos, Bodas, en 1933. Debido a presiones estatales, Camus viaja a París, donde se instala en 1940.

Sigue trabajando como periodista hasta la llegada de la II Guerra Mundial en la que participa como miembro de la Resistencia Francesa.

Su obra literaria comienza ligada al existencialismo, como se aprecia en El extranjero (1942) cuyo trasfondo, al igual que muchas de sus obras, está situado en su Argelia natal. Poco a poco, Camus va alejándose tanto del marxismo como del existencialismo y va adoptando posiciones en lo que se denominaría Filosofía del Absurdo, lo que le llevó a manter una agria polémica con Jean Paul Sartre.

En 1951 publicaría La peste -obra que sería posteriormente adaptada al cine- en la que el autor refleja el auge del fascismo por toda la Europa de preguerra. Otras obras importantes de Camus a partir de entonces son La Caída (1956), El verano (1954) o El exilio y el reino (1957). La mayoría de su trabajo periodístico también fue recopilado en diversos volúmenes.

Albert Camus recibió el máximo galardón de las letras, el Premio Nobel de Literatura, en 1957, apenas tres años antes de que muriera en un accidente de carretera, en 1960. Contaba con 46 años de edad.

Cine y Literatura
Película: La peste

La peste

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