La piel del tambor

Resumen del libro: "La piel del tambor" de

Un pirata informático que se infiltra en el Vaticano. Una iglesia barroca, en Sevilla, que mata para defenderse. Tres pintorescos malvados que aspiran a mantener viva la copla española. Una bella aristócrata andaluza. Un apuesto sacerdote-agente especialista en asuntos sucios. Un banquero celoso y su secretario ludópata. Una septuagenaria que bebe coca-cola. La tarjeta postal de una mujer muerta un siglo atrás. Y el misterioso legado del capitán Xaloc, último corsario español, desaparecido frente a las costas de Cuba en 1898. Con esos ingredientes, Arturo Pérez—Reverte construye en La piel del tambor una ingeniosa, compleja y fascinante trama novelesca. Con su imaginación desbordante, su espectacular dominio de la ingeniería narrativa y de los diversos géneros superpuestos —misterio, policíaco, historia, romanticismo, aventura, folletín— el autor nos sumerge sin aliento en una historia que corta al lector cualquier posible retirada, arrastrándolo a un enigma cuya clave se esconde a la sombra de los viejos muelles del Guadalquivir; donde todavía hoy, en las noches de luna llena, sombras de mujer agitan sus pañuelos y goletas tripuladas por fantasmas siguen zarpando rumbo a las Antillas.

Libro Impreso EPUB

A Amaya, por su amistad.
A Juan, por su acoso.
A Rodolfo, por la parte que le toca.

Clérigos, banqueros, piratas, duquesas y malandrines, los personajes y situaciones de esta novela son imaginarios, y cualquier relación con personas o hechos reales debe considerarse accidental. Todo aquí es ficticio, excepto el escenario. Nadie podría inventarse una ciudad como Sevilla.

El pirata informático se infiltró en el sistema central del Vaticano once minutos antes de la medianoche. Treinta y cinco segundos más tarde, uno de los ordenadores conectados a la red principal dio la alarma. Fue sólo un parpadeo en la pantalla del monitor, anunciando la puesta automática en funcionamiento del control de seguridad ante una intromisión exterior. Después, las letras HK aparecieron en un ángulo de la pantalla, y el funcionario de guardia, un jesuita que en ese momento trabajaba en la incorporación de datos sobre el último censo del Estado Pontificio, descolgó el teléfono para avisar al jefe de servicio.

—Tenemos un hacker —anunció.

Abrochándose la sotana, el padre Ignacio Arregui, otro jesuita, salió al pasillo para recorrer los cincuenta metros hasta la sala de ordenadores. Era huesudo y flaco, con zapatos que crujían bajo los frescos en penumbra. Mientras caminaba echó un vistazo a través de las ventanas, hacia la desierta Vía della Tipografía y la fachada oscura del palacio Belvedere, y murmuró discretamente, entre dientes. Su malhumor provenía más de haber sido despertado mientras descabezaba un sueño que de la aparición del intruso. Las incursiones de éstos eran frecuentes, pero inofensivas. Solían limitarse al perímetro de seguridad exterior, dejando leves huellas de su paso: mensajes o pequeños virus. A un pirata informático —hacker en jerga técnica— le gustaba que los demás supieran que había estado allí. Por lo general se trataba de chicos muy jóvenes, aficionados a viajar a través de las líneas telefónicas explorando los sistemas ajenos en busca del más difícil todavía. Para los yonquis del chip, adictos de la alta tecnología, probar suerte con el Chase Manhattan Bank, el Pentágono o el Vaticano, suponía siempre una excitante aventura.

El funcionario de guardia era el padre Cooey, otro jesuita irlandés, joven y grueso, que usaba lentes. Fruncía el ceño con preocupación, inclinado sobre las teclas de su ordenador tras el rastro informático del pirata. Cuando llegó a su lado, el padre Arregui vio que levantaba los ojos con expresión de alivio. La luz de su lámpara de trabajo le iluminaba la parte inferior del rostro.

—No sabe lo que me alegra verlo, padre.

El superior se situó a un lado, apoyando las manos bajo la luz en la mesa, atento a la pantalla donde parpadeaban iconos en azul y rojo. El sistema de búsqueda automática mantenía contacto permanente con la señal del intruso.

—¿Es grave?

—Puede que sí.

Sólo una vez en los últimos dos años había sido grave, cuando un pirata logró infiltrar un gusano informático en la red vaticana. Los gusanos eran ficheros destinados a multiplicarse en el espacio del sistema hasta bloquearlo, y en aquel caso limpiar la red y reparar los daños fue cuestión de medio millón de dólares. Identificado tras una larga y compleja búsqueda, el pirata resultó un chico de dieciséis años residente en un pueblecito de la costa holandesa. Otros intentos serios de infiltrar virus o programas asesinos habían sido abortados en su inicio: un joven mormón de Salt Lake City, una sociedad islámica integrista con sede en Estambul, un cura loco, enemigo del celibato, que utilizaba por las noches el ordenador del manicomio. El cura, un francés, los tuvo en jaque durante mes y medio, y lograron neutralizarlo cuando ya había infectado cuarenta y dos ficheros con un virus que bloqueaba las pantallas a base de insultos en latín.

El padre Arregui puso un dedo sobre el cursor que parpadeaba en rojo:

—¿Es nuestro hacker?

—Sí.

—¿Qué nombre le ha asignado?

Siempre le daban un nombre a cada uno, a efectos de identificación y seguimiento; muchos eran viejos conocidos. El padre Cooey señaló una línea en el ángulo inferior derecho de la pantalla:

Vísperas, por la hora. Es lo primero que se me ocurrió.

En el monitor se apagaron unos ficheros y se encendieron otros. Cooey los miró con atención y después llevó el cursor del ratón hasta uno de ellos para pulsar dos veces. Ahora que tenía cerca a un superior en quien descargar la responsabilidad, su actitud era distinta: más relajada y a la expectativa. Para un veterano informático, y aquel joven lo era, la actuación de un pirata suponía siempre un desafío profesional.

—Hace diez minutos que está ahí —dijo, y el padre Arregui creyó percibir un eco de admiración contenida—. Al principio se limitó a recorrer las distintas entradas, explorando. De pronto se coló dentro. Ya conocía el camino; sin duda nos ha visitado antes.

—¿Qué intenciones tiene?

Cooey se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero trabaja bien y rápido, con un triple sistema para eludir nuestras defensas: empieza probando permutaciones simples de nombres de usuario conocidos, y después nombres de nuestro propio diccionario y una lista de 432 contraseñas —al llegar a este punto el jesuita torció ligeramente la boca, como para reprimir una sonrisa inoportuna—. Ahora está explorando las entradas a INMAVAT.

Inquieto, el padre Arregui tamborileó con las uñas sobre uno de los manuales técnicos que cubrían la mesa. INMAVAT era una lista reservada de altos cargos de la Curia vaticana. Sólo se entraba en ella mediante una clave personal y secreta.

—¿Escáner de seguimiento? —sugirió.

Cooey señalaba con el mentón la pantalla de otro monitor encendido en la mesa contigua. Ya he pensado en eso, decía el gesto. Conectado con la policía y con la red telefónica vaticana, aquel sistema registraba todos los datos relativos a la señal del infiltrado; incluso disponía de una trampa para hackers, una serie de recorridos señuelo en cuyos meandros se demoraban los intrusos dejando pistas que permitían su localización e identificación.

—No conseguiremos gran cosa —opinó Cooey al cabo de unos instantes—. Vísperas ha disfrazado su punto de entrada en el sistema saltando por diversas redes telefónicas. Cada vez que hace un bucle a través de una de ellas, hay que rastrearla hasta el conmutador de entrada… Tendría que quedarse mucho tiempo para que consigamos algo. Y a pesar de eso, si lo que pretende es hacer daño, lo hará.

—¿Qué otra cosa puede querer?

—No sé —la mueca entre curiosa y divertida volvió a insinuarse en la boca del joven, desvaneciéndose apenas alzó la cabeza—. A veces se contentan con curiosear, o dejan un mensaje. Ya sabe: Capitán Zap estuvo aquí, y cosas por el estilo —hizo una pausa, observando el monitor—. Aunque éste se toma mucho trabajo para un simple paseo.

El padre Arregui afirmó dos veces mientras seguía, absorto, las incidencias de la señal en la pantalla. Después pareció volver en sí, miró el teléfono iluminado en el cono de luz de la lámpara e hizo gesto de alargar una mano hacia el auricular; pero se detuvo a medio camino.

—¿Cree que va a entrar en INMAVAT?

Cooey señaló la pantalla de su ordenador.

—Acaba de hacerlo —dijo.

—Cielo santo.

Ahora el cursor rojo parpadeaba a toda velocidad, recorriendo rápidamente una larga fila de archivos que desfilaban por la pantalla.

—Es bueno —dijo Cooey, ya sin disimular su admiración—. Que Dios me perdone, pero este hacker es muy bueno —hizo una pausa y sonrió—. Endiabladamente bueno.

Se había olvidado del teclado y, de codos sobre la mesa, observaba. La lista de acceso restringido estaba ante sus ojos, al descubierto. Ochenta y cuatro cardenales y altos funcionarios, cada uno representado con su correspondiente código. El cursor recorrió la lista de arriba abajo, dos veces, y después se detuvo con un parpadeo en la línea marcada V01A.

—Ah, el maldito —murmuró el padre Arregui.

El registro de transferencia indicaba un aumento progresivo en la memoria interna; eso indicaba que el intruso había hecho saltar la clave de seguridad e infiltraba un archivo pirata en el sistema.

—¿Quién es V01A? —preguntó Cooey.

No obtuvo respuesta inmediata. Desabrochándose el cuello redondo de la sotana, el padre Arregui se pasó una mano por la nuca y miró de nuevo, incrédulo, la pantalla del monitor. Después descolgó el teléfono muy despacio y, tras dudar todavía un instante, marcó el número de urgencia de la secretaría del Palacio Apostólico. El timbre sonó siete veces antes que una voz respondiese en italiano. Entonces el padre Arregui se aclaró la garganta, e informó que un intruso había entrado en el ordenador personal del Santo Padre.

La piel del tambor – Arturo Pérez-Reverte

Arturo Pérez-Reverte. (Cartagena, 25 de noviembre de 1951). Escritor y licenciado en Periodismo, cursó también tres años de Ciencias Políticas. Actualmente se dedica en exclusiva a la literatura con especial atención a la novela histórica. Miembro de la Real Academia Española desde 2003, reportero de prensa, radio y televisión durante 21 años (1973-1994), cubriendo conflictos internacionales. Trabajó durante doce años en el diario Pueblo como reportero y nueve en Televisión Española cubriendo los servicios informativos relacionados con conflictos armados.

Entre los conflictos más destacados que ha cubierto el escritor se encuentran la guerra de Chipre, fases de la guerra del Líbano, la guerra de Eritrea, la guerra del Sahara, las Malvinas, El Salvador, Nicaragua, Chad, Libia, Sudán, Mozambique, Angola, el Golfo Pérsico, Croacia y Bosnia. La guerra que más le marcó fue la Guerra de Eritrea de 1977, la cual cita en algunos de sus artículos y en su novela Territorio Comanche, en la que estuvo desaparecido durante varios meses y a la que consiguió sobrevivir.

Escribe desde 1991 en una página de opinión de XL Semanal, un suplemento del grupo Vocento. Dicha sección es una de las más leídas de la prensa española y supera los 4.500.000 lectores. La primera novela que publicó fue El húsar (1986), seguida de El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1900), El Club Dumas (1993), La sombra del águila (1993), Territorio Comanche (1994), Un asunto de honor (1995), Obra Breve (1995), La piel del tambor (1995), Patente de corso (1998), La carta esférica (2000), Con ánimo de ofender (2001), La Reina del Sur (2002), Cabo Trafalgar (2004), No me cogeréis vivo (2005), Un día de cólera (2007), Ojos azules (2009), Cuando éramos honrados mercenarios (2009), El Asedio (2010). El tango de la Guardia Vieja (2012), El francotirador paciente (2013), Perros e hijos de perra (2014) y La guerra civil contada a los jóvenes (2015). Obras internacionales galardonadas y traducidas en más de 40 idiomas.

También es autor de una de las series de mayor éxito de las últimas décadas en el mercado español: Las aventuras del capitán Alatriste (1996). Alatriste encarna a un capitán español de los tercios de Flandes y la novela está minuciosamente situada geográfica e históricamente.

Miembro de la Real Academia Española desde el 12 de junio de 2003, día en que leyó un discurso titulado El habla de un bravo del siglo XVII. Arturo Pérez-Reverte también fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad Politécnica de Cartagena, el primero otorgado por la Universidad, el 18 de febrero de 2004.

A lo largo de su carrera ha recibido numerosos premios y galardones, de entre los que habría que destacar algunos tan importantes como el Goya, el Grand Prix de Literatura Policiaca de Francia, el Ondas, la Orden Nacional del Mérito, el Jean Monnet o el Palle Rosenkranz, por mencionar solo algunos.

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