Los metales nocturnos

Resumen del libro: "Los metales nocturnos" de

Los metales nocturnos es una novela del escritor español Francisco Umbral, publicada en 1986. Se trata de una obra que mezcla el realismo y la fantasía, la memoria y la imaginación, para crear un retrato de la vida nocturna de Madrid en los años 70 y 80, época de la transición democrática y la movida madrileña.

El protagonista y narrador de la novela es el propio Umbral, que se presenta como un cronista de la noche, un testigo y actor de las aventuras y desventuras de los personajes que pueblan el mundo de los metales nocturnos: artistas, intelectuales, políticos, prostitutas, travestis, drogadictos, etc. Umbral utiliza un lenguaje rico y poético, lleno de metáforas, juegos de palabras, neologismos y referencias culturales, para recrear el ambiente y el espíritu de una época de cambios, libertad y decadencia.

La novela se estructura en tres partes: La noche del cobre, La noche del plomo y La noche del oro. Cada una de ellas corresponde a un metal que simboliza un aspecto de la realidad nocturna: el cobre es el metal de la pobreza, el plomo es el metal de la violencia y el oro es el metal de la gloria. A través de estas tres noches, Umbral nos ofrece una visión personal y crítica de la historia reciente de España, desde el franquismo hasta la democracia, pasando por el terrorismo y el sida.

Los metales nocturnos es una novela que no deja indiferente al lector, que se ve atrapado por el ritmo frenético y la belleza estética de la prosa de Umbral. Se trata de una obra que refleja la complejidad y la contradicción de una sociedad en transformación, que busca su identidad entre la luz y la sombra, entre el sueño y la vigilia.

Libro Impreso

COMO un barco sumergido con los camareros y el reloj en su sitio, como un ámbito del pasado, como un café soñado por el gato del café, las losas blancas y negras del suelo, la grieta o pasillo hacia los servicios, las cocinas, algo, la noche en los espejos, el tiempo en el salón vacío, pero un tiempo cansado, usado, remoto, como algo dejado por alguien en algún sitio, abandonado, acodado yo en el mostrador, miraba el lugar como un acantilado de azogue que esperaba no sin cierto horror la próxima ola de mar, de agua, de tiempo, de gente, la ola que no llegaba, ah cuando el mar se para y ya no hay más, era como si una generación de clientes se hubiese muerto de golpe, o extinguido a su caer, de una manera natural y correcta, y la otra generación, la siguiente, no hubiese llegado aún, se estuviese retardando, y allí los camareros, los relojes y el gato sumergidos en seco, petrificados por el interludio; ¿a qué he venido yo esta noche aquí, por qué he salido esta noche a la noche, qué voy buscando, qué vengo buscando, qué espero ahora, con el whisky en el mostrador, con el whisky en la mano, vuelto hacia el paisaje corto y falso de los espejos, las nobles maderas y el pasado? ¿Para eso he salido a la noche, después de tanto tiempo, para saber lo que busco en la noche, lo que busco en mí, para reencontrar la vida o reencontrarme, para encontrar a alguien?, todo alguien sólo puedo ser yo, pero la aventura ha fracasado antes de empezar y aquí no hay nadie, nada. Ya digo, es como si esta noche hubiese muerto toda una generación de tomadores de café y tardase en llegar la siguiente ¿pero es que hay una generación siguiente, pero es que después de uno viene alguien, algo?

Tomás Tomás viene desde el pasillo/grieta de sombra, le he adivinado a distancia, Tomás Tomás, más viejo en su vejez, más delgado en su delgadez, más loco en su locura, más confidencial en la confidencia vacía de su vida, el pelo como un humo negro, manecitas de ladrón que nunca ha robado nada, rostro de pájaro que fuese zorrito, que fuese serpiente, que fuese especies, pero todas muy caducas, y la boca sin labios, y la dentadura toda de colmillos, y la amistad nocturna, antigua y jamás cierta:

—Bueno, puedo pedir un whisky ¿no? Yo tampoco vengo nunca por aquí, ahora he entrado a cagar, nosotros estamos ya en otra cosa, tú y yo hemos estado siempre en otra cosa, sí, el whisky doble, que invita el señor ¿no recuerdan al señor?, lo que te decía, en otra cosa, en el apartamento he dejado a una noruega muerta, la sobredosis, lo de siempre, Nesle, se llama Nesle, algo así como el chocolate, me recuerda el chocolate, qué asco el chocolate, después del polvo, ya sabes, la sobredosis, no quiero saber nada, tía, ahí te quedas, me voy a la calle, que es agosto, por mí como si te mueres, tengo coartada, los amigos de agosto, ahora debe de estar agonizando, tú eres mi coartada, yo estaba contigo, ahora, si te parece, nos acercamos un poco a ver a la muerta, es en la autopista, ya sabes, mi casa, podemos ver a la tía retorcerse en bolas, es gigantesca y tiene nombre de tableta, Nesle, no te jode, Nesle, la cosa tiene morbo, la conocí esta mañana en el museo, ya sabes que en el Prado siempre sale algo, la noruega inmensa echando los ovarios por la boca, en mi cama de castañas y periódicos, retorciéndose como aquellas mujeronas de Miguel Angel, la miramos un rato y nos abrimos, otro whisky, por favor, ¿me has invitado a otro whisky?, o si quieres le echas uno rápido, antes de que se muera, o mejor después, ¿te vienes a ver a Nesle? Pobre Nesle, tan grande y con su nombre de merienda…

—No. Mejor luego. Vamos a dar una vuelta a la manzana.

—¿Aretino?

—Eso, Aretino.

El café, sin nosotros, se queda otra vez sumergido, es como si un rato hubiese estado a flote, es un submarino que se sumerge de nuevo en las aguas de la memoria, con los camareros en su sitio, graves, y el reloj dando una hora absurda que es la verdadera, pero nadie queremos enterarnos. La noche de agosto tiene brisa de beso y boscosidades de sombra. Lejos, en su propia luz, están las terrazas pululantes. He ahí la ola marina, brillante de sol, que no llega nunca al acantilado de espejos. La noche son muchas noches. Huele a muchedumbres que no hay, por los balcones abiertos sale un olor a campo, huele a música que no suena y Tomás Tomás se lía un pito corto, de colillas, fino y apretadito, durito, muy durito. Ahora la ciudad huele a colilla alegre y noruega muerta.

Tomás Tomás fuma echando chispas. Siempre ha fumado echando muchas chispas. No sé cómo lo hace. En Aretino, en el primer pequeño palco de la derecha, como siempre, está Defoe con Ada y Juarecito. Aretino es lo que fue, pero no es lo que fue, sino el paisaje después de la batalla de los días y las noches, un exceso inútil de oros y terciopelos, una complicación de cortinajes que enigmatiza la nada, una larguísima barra donde las altas banquetas vacías y rojas son como muescas, como almenas abandonadas por los hombres de la noche, que alguien (quizá el enemigo que nunca tuvieron) ha asesinado por la espalda. Del piso de abajo sube una sombra de música como de un infierno venial, melancólico, más rojo y más triste que este primer círculo.

—Me voy abajo, que tengo un ligue con una guarreta del teatro de al lado —me dice Tomás Tomás—. ¿Vais luego al Gran Fontalba? Pues allí nos vemos.

Tomás Tomás ya se ha olvidado de su sueca o noruega, Nesle o Neslé, que quizá duerme o muere sobre un lecho de castañas y periódicos, soñando con un Oslo provinciano y de niebla. En cualquier momento de la noche, Tomás Tomás se sentirá solo (se siente siempre solo, no es más que su soledad) y volverá a casa a ver qué ha sido de la muerta, una muerta acompaña mucho. Defoe ya me ha pedido un whisky. Defoe tiene tanta cara de gángster de película que de ninguna manera puede ser un gángster, sino un hombre bueno que ya me ha pedido un whisky. Defoe, con ojos de chino y manos de boxeador que hubiese sido ferroviario, antes o después, se está en silencio, bebiendo y fumando, pero es el suyo un silencio que comunica amistad, calidez, camaradería, conocimiento, un largo, profundo y cansado conocimiento de la noche.

Juarecito, el mejicano tímido y bueno, después de humedecerme mucho la cara con sus besos y su sudor, se va a camellear, que es la hora, entre los escasos clientes de la barra y las arruinadas o ruinosas parejas de abajo.

—Adiosito, Jonás.

Mira Jonás, tú sabes que Defoe es bueno, tú sabes vos que yo a Defoe lo quiero, cómo decirte, ché, mira, Jonás, pero está viejo el viejo, se nos ha puesto viejo, ahora sale celoso, no lo aguanto, Jonás, un demasié, vos decís que no, pero Defoe se me ha vuelto celoso y rencoroso, que él me sacó de la nada, que yo llegué acá, no más, como puta por rastrojo, que decís vos, que todo se lo debo y que le pongo cuernos, vos sabés, a una los hombres nunca se le han despegado, cómo decirte, mon cheri, ni siquiera con vos hemos tenido lo nuestro, pero ya lo tendremos, no creés vos, así que menos con otros ¿un bailecito abajo? Defoe consiente, de ti se fía, claro que no debiera fiarse, ¿un beso? le veo ya como un padre, el padre de la serrería que dejé allá, siempre con virutas en el pelo, casto como san José, oliendo asquerosamente a castidad, bailás bien esta pieza.

Ada era como una actriz italiana de hace veinte o treinta años, una belleza, sí, un bellezón, pero como en papel de estraza, y como si todo ese cine viejo, que ella no ha podido conocer, salvo por la tele, le empolvase la melena negra y violenta, la melena bruja, los párpados cargados y bellos que entornan unos ojos bellos y transparentes como un caramelo muy chupado, y todo el cuerpo de Ada está en mi cuerpo, mientras bailamos, los hombros poderosos y frágiles, los pechos como dos niños que llevo en brazos, el vientre como el de las matronas de las fuentes, pero cálido, las caderas que empujan, que invaden, los muslos lentos, anchos, de hembra antigua, sacramental y agrícola, la vieja música de Aretino, música de las viejas películas, lo que bailamos los últimos legitimistas de la noche, no puedo más, te prometo, pero le quiero, le quiero, Defoe me ha hecho lo que soy, que no soy nada, y besa en mi cara sus propias lágrimas calientes, estoy borracha, sí, un poco borracha, pero yo no me pico, como ellos, Defoe dice que los hombres me meten coca por el coño ¿habéis probado?

—No tengo coño.

—Es verdad, qué locura.

Y ríe contenta de haber hecho un chiste y variado un poco la milonga filosófica de sus amores con Defoe, el hombre que allá arriba se envenena lentamente, mi camarada de suicidio, ya veremos.

Los rostros iban saliendo de la sombra como creaciones de la noche, las caras iban apareciendo en las tinieblas rojas de Aretino como recién creadas, como un maquillaje que uno se ha dado antes de entrar. Mi viejo pasado reciente volvía a mí como en una dispersa y casual expresión y reunión, para nada, porque todo pierde sentido cien noches más tarde, o revela que nunca lo tuvo. Rodin es alto, juvenil (de siglos), con algo de señorito pampeano, de uruguayo de París, como un Gardel que nunca oyó hablar de Gardel, el pelo apaisado, la belleza macho, el talle ligero y firme, la ropa como una primera o segunda personalidad, y una difusa insolencia de sonrisa y tabaco en todo él. Rodin nos saluda al entrar con un vago y brusco gesto de cabeza, como espantando nuestra presencia, como espantando algo, se acoda en la barra y tiene ya su whisky, está de medio lado, mirando sin mirarnos (mirando a Ada), se le acerca Juarecito con el trapicheo, el material, la cosa, en Aretino ya se trafica a ojos vistas, por Aretino ya no pasa nunca la policía, porque se duermen.

Defoe está un poco ladeado, con las manos en el vientre y los ojos cerrados. Tiene un vaso cogido por arriba, por la boca. Defoe sueña, despierto o dormido, que está tendido sobre Ada, que es una miliciana, en la guerra, disparando su metralleta contra los fascistas, y Ada ríe mucho, abiertamente, porque el traqueteo de la metralleta va haciendo por sí solo el trabajo de la cópula. Pero Ada no está, ni en la guerra ni aquí (Rodin tampoco), Defoe es una roca de sueño y Juarecito me cuenta, y cómo están los chaperos, Jonás, antes, con una mijita de coca tenías un chapero, un chico majo y amable, y un caballo era un encule, pero quieren dinero, Jonás, quieren dinero, y yo no tengo dinero, tú ya sabes, Juarecito habla suave y correcto, le suda la cara, está sentado a mi lado y se pisa un pie con otro, como siempre, ya no quedan chaperitos buenos, ahora es que lo quieren todo, Jonás, no sabes lo que me hacen pasar, ya no sé qué darles, Defoe me lo tiene advertido, me fío de ti, Juarecito, pero cuidado con los chaperos, y claro que puede fiarse, pero estos chicos ya no se pican, quieren plata para gastar con sus novias, el sida, debe ser mismo del sida, el sida lo ha cambiado todo, Jonás, tú te has retirado a tiempo, aunque tú no te vas a retirar nunca, viejo, y Juarecito sonríe como una lagartija simpática, como un mendigo alabancioso e inteligente, como un sarasate educado, sociable, bueno, acabado.

Como un baile de espejos, como un ritual que huele a chanel y a orina, Rodin tiene a Ada en brazos, en vilo, y otros dos hombres se mueven en torno, lentísimamente, oficio de tinieblas, lo veo por los espejos del servicio, mientras orino, Ada penetrada por todos los penetrales, Ada fornifollada por tres hombres, Ada en el aire, como un vuelo de carne blanquísima, de brillos y flecos (Ada viste siempre de brillos y flecos), y el clima es azul azulejo, como azul esmóking, azul bragas azules, atmósfera de cópula múltiple, Ada, la mujer árbol, entre el suelo y la tierra, el gemido apagado sobre un rumor pedregoso de voces masculinas, de susurros, como lluvia ligera sobre una grava con viento, los giros de la cópula, yo no les importo, pero tampoco voy a esperar demasiado, Rodin hace su trabajo despacio, con sonrisa dulce, como de galán de anuncio, Ada invadida de hombres, entregada y sollozante, con los sollozos del placer que va o que vuelve, una cosa como de teatro, un juego silencioso y armónico, cuádruple y brutal ¿cocaína en el coño? todo viste de gala a los actores, a los actuantes, hay momentos en que Ada, mal desnuda y soñante, me mira bocabajo en cien espejos, pero sus ojos claros, de caramelo y vicio, seguro que no me ven, y la gran boca, obscena como un sexo que fuese una flor que fuese un esfínter le cuelga hasta la delicadísima barbilla triangular, invertida, blanca, pura, qué ballet o qué polvo, los espejos se entornan y no sé.

Los metales nocturnos: Francisco Umbral

Francisco Umbral. Nombre literario de Francisco Pérez Martínez, nació en Madrid en 1935. Prolífico escritor y periodista, comenzó su carrera en El Norte de Castilla, para luego trabajar para periódicos y revistas tan importantes como Interviu, El País o El Mundo, donde sus columnas de opinión alcanzaron gran popularidad.

Su obra literaria es extensa, llena de gran mordacidad, cierto cinismo y ansia por reflejar la sociedad española. Recibió diversos premios, como Las ninfas (Premio Nadal 1975) o Leyenda del César visionario (Premio de la Crítica 1992). Además, Umbral alcanzó los dos máximos galardones otorgados para las letras castellanas, el Príncipe de Asturias de las Letras en 1996 y el Premio Cervantes en el año 2000.

Francisco Umbral murió en el Madrid sobre el que tanto había escrito el 28 de Agosto de 2007.