Los que vivimos

Los que vivimos - Ayn Rand

Resumen del libro: "Los que vivimos" de

Kira es una joven perteneciente a la clase burguesa cuyos sueños de ser ingeniera se ven truncados por la necesidad de trabajar que le impone la revolución. A medida que las consecuencias de la revolución van haciendo mella en su familia y en el país entero, Kira encontrará su propia manera de sobrevivir en la figura de Leo. Por lo menos en un principio, los dos amantes se apoyarán el uno en el otro para sobrevivir a la asfixia de un régimen que pronto se descubre corrupto y totalitario. A pesar de que la novela no es imparcial en cuanto a lo político, tiene la gran virtud de aportar diferentes puntos de vista: no solo conocemos cómo viven el régimen soviético los mayores perjudicados, sino también altos cargos del Partido Comunista o campesinos que, aunque lucharon en el Ejército Rojo, han terminado desencantados con la dictadura. Por eso, yo diría que no se trata de una novela anticomunista sino antitotalitaria: lo que se critica es la hipocresía de un régimen que se vale de unas ideas en origen nobles para oprimir al pueblo que clama haber salvado. De ahí el título: Kira y Leo son los que viven, los que se esfuerzan por llevar una vida que no se limite a la mera supervivencia. En una sociedad para la que la anonimia y el sacrificio por la comunidad son los valores más estimados, los enamorados luchan por recordar —y por recordarle al lector— que cada individuo es único y precioso precisamente por esas características que lo diferencian del resto.

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Capítulo primero

Petrogrado olía a ácido fénico.

Una bandera de un rosa grisáceo, que en otro tiempo había sido roja, ondeaba en medio del armazón de hierro. Altas vigas se elevaban hasta un techo de claraboyas, gris como el mismo hierro a causa del polvo acumulado durante tantos años. En algunos puntos la claraboya estaba rota, horadada por golpes ya olvidados, y las agudas aristas se erguían sobre un cielo tan gris como la claraboya. La bandera terminaba, por abajo, en una franja de telarañas, debajo de la cual figuraba un gran reloj de estación de ferrocarril, con sus números negros sobre un cuadrante amarillo sin cristal. Debajo del reloj, un montón de caras pálidas y de gabanes grasientos aguardaba el tren.

Kira Argounova entraba en Petrogrado erguida, inmóvil, de pie junto a la puerta de un vagón de ganado con la elegante indiferencia del viajero de un trasatlántico de lujo. Llevaba un viejo vestido de color azul turquí, sus finas piernas bronceadas estaban desnudas, un raído pañuelo de seda le ceñía el cuello y un gorro de punto con una borla amarilla clara le protegía los cabellos. Su boca era serena, sus ojos ligeramente dilatados, su mirada incrédula, arrobada por la solemne espera, como la de un guerrero que va a entrar en una ciudad extranjera y no sabe todavía si va a hacerlo como conquistador o como prisionero.

Los vagones que iban entrando bajo la cubierta rebosaban de seres humanos y de fardos: fardos envueltos en sábanas, periódicos, sacos de harina, seres humanos enfardados en abrigos y chales harapientos. Los fardos, que habían servido de camas, habían perdido toda forma, y el polvo había surcado la piel árida y agrietada de rostros que habían perdido toda expresión.

Lentamente, como cansado, el tren se detuvo. La última parada de un largo viaje a través de las devastadoras llanuras de Rusia. Se habían necesitado dos semanas para un viaje de tres días desde Crimea a Petrogrado. En 1922 los ferrocarriles, como todo lo demás, estaban por organizar. La guerra civil había terminado y se habían borrado los últimos vestigios del Ejército Blanco. Pero la mano del Régimen Rojo que gobernaba el país había olvidado las redes ferroviarias y los hilos del telégrafo. Debido a la absoluta falta de indicaciones y de horarios nadie sabía cuándo saldría un tren ni cuándo debía llegar. Y sólo la vaga noticia de una llegada posible bastaba para atraer a todas las estaciones de la línea una multitud de viajeros ansiosos. Durante horas y aun durante días enteros aguardaban sin atreverse a dejar el lugar donde, dentro de un minuto o de una semana, podía aparecer el tren. El sucio pavimento de las salas de espera estaba impregnado de olor a humanidad: sobre los fardos echados por el suelo estaban tendidos los cuerpos de los viajeros adormecidos. Para engañar el hambre, se masticaban pacientemente duros mendrugos de pan y semillas de girasol; por espacio de semanas enteras, la gente no se mudaba la ropa. Cuando, por fin, gimiendo y jadeando, llegaba el tren, era asaltado ferozmente, a la desesperada, con los puños y con los pies. La gente se agarraba como ostras a los estribos, a los topes, a los techos de los vagones. En su afán por subir perdía el equipaje e incluso los hijos. Y el tren, sin el menor aviso, sin que sonase ni una campana, arrancaba de un momento a otro llevándose a los que habían logrado subir a él.

Kira Argounova no había iniciado el viaje en un vagón de ganado. Al principio había conquistado un buen sitio; la mesita bajo la ventana de un coche de tercera clase. La mesita era el lugar más destacado del compartimiento y Kira el punto de mira de la atención general. Un joven oficial de los soviets consideraba apreciativamente la línea de su cuerpo que se dibujaba sobre el fondo claro de la ventana sin cristal: una gruesa señora cubierta de pieles observaba indignada la actitud desafiadora de aquella muchacha que hacía pensar en una bailarina de café concierto empinada en el taburete de un bar entre copas de champaña; sin embargo, la bailarina tenía un rostro tan severo y arrogante que tal vez —pensó la señora— parecía mejor estar sobre un pedestal que sobre una mesa de café concierto. Durante largas millas, los viajeros de aquel coche habían visto desfilar ante sus ojos los campos y las llanuras de Rusia, como fondo a un altivo perfil que se destacaba de una masa de negros cabellos que el viento se llevaba hacia atrás, dejando libre una despejada frente.

Los que vivimos – Ayn Rand

Ayn Rand. Alisa Zinóvievna Rosenbaum es una filósofa y escritora rusa que firmó sus obras bajo el nombre de Ayn Rand. Es la creadora del sistema filosófico “objetivismo”, que se caracteriza por poner el derecho a la propia vida sobre el resto. Nació en 1905 en Rusia, donde se crió hasta emigrar a Estados Unidos en 1926. Antes, estudió Filosofía e Historia en la Universidad Estatal de San Petersburgo. Murió en 1982 en Nueva York a los 77 años.

Tras conseguir algunos trabajos en Hollywood como intérprete, publicó dos novelas sin mucha repercusión, pero con su tercer intento, El manantial (The Fountainhead), llegaría su primer éxito editorial (1943). Para entonces era conocida por producir dos obras de teatro para Broadway. En 1957 vio la luz La rebelión de Atlas, otro éxito tras el que se pasó a los libros de no ficción para promocionar sus ideas filosóficas. Entre estos últimos destacan Capitalismo: El ideal desconocido, La virtud del egoísmo o El manifiesto romántico.

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