El mar de la fertilidad

Nieve de primavera

Nieve de primavera - Yukio Mishima

Resumen del libro: "Nieve de primavera" de

Considerada como el testamento ideológico y literario de Yukio Mishima (1925-1970), «El mar de la fertilidad» es una tetralogía en la que el autor abarca a través de su inconfundible mundo narrativo la evolución del Japón desde comienzos del siglo XX hasta los años 1970, expresando su rebeldía contra una sociedad que él consideraba sumida en la decadencia moral y espiritual. Articulada en torno a la trágica historia de amor entre los jóvenes Kiyoaki y Satoko, NIEVE DE PRIMAVERA (1968) es la primera novela de esta serie que vertebra como testigo y protagonista a Shigekuni Honda. En ella, Mishima retrata con una acritud no reñida con su singular estética la rápida apertura hacia formas de vida occidentales y burguesas que propició en Japón la restauración Meiji en detrimento de la cultura tradicional.

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I

Cuando la conversación en el colegio cambió a la guerra ruso-japonesa, Kiyoaki Matsugae preguntó a su más íntimo amigo, Shigekuni Honda, cuánto podía recordar sobre el particular. Los recuerdos de Shigekuni eran vagos; escasamente recordaba haber sido llevado una vez hasta la puerta de la verja para ver pasar un desfile de antorchas. El año en que terminó la guerra, los dos habían cumplido los once años, y a Kiyoaki le parecía que debían poder recordar con un poco más de exactitud. Sus compañeros de clase que hablaban de la guerra con tanta habilidad, se limitaban en su mayoría a embellecer unos recuerdos borrosos con informaciones que habían recogido de los mayores.

En la guerra habían muerto dos miembros de la familia Matsugae, tíos de Kiyoaki. Su abuela recibía una pensión del Gobierno, gracias a estos dos hijos que había perdido, pero ella nunca hizo uso de ese dinero; dejaba los sobres sin abrir sobre el anaquel del santuario de la casa. Tal fue por lo que la fotografía que más impresionó a Kiyoaki de toda la colección de fotografías de guerra de la casa fue una titulada «Proximidades del Templo de Tokuri; servicios religiosos por los muertos de la guerra», fechada el 26 de junio de 1904, el año treinta y siete de la era Meiji. Esta fotografía en sepia, era totalmente distinta de los habituales mementos de guerra. Había sido realizada con la vista del artista puesta en la estructura: en realidad parecía como si los millares de soldados presentes estuvieran preparados deliberadamente, como las figuras de un cuadro, para centrar toda la atención del observador en el alto cenotafio de madera sin pintar situado en el centro. En la distancia, las montañas se recortaban suavemente en la neblina, alzándose en pequeños estrados a la izquierda del cuadro, lejos de la amplia llanura. A la derecha, emergían en la distancia diseminados grupos de árboles, perdiéndose en el polvo amarillento del horizonte. Y aquí, en lugar de montañas, había una fila de árboles que se hacían más altos a medida que la mirada se dirigía a la derecha; un cielo amarillo se dejaba ver por entre los claros de las ramas. En primer plano destacaban seis árboles muy altos a intervalos estudiados, colocados de forma que complementaban la armonía general del paisaje. Resultaba imposible determinar qué clase de árboles eran. Sus espesas ramas superiores tenían al inclinarse con el viento una grandeza trágica.

La extensión de la llanura resplandecía débilmente; por este lado de las montañas, la vegetación era baja y escasa. En el centro del cuadro, diminuto, estaba el cenotafio de madera y el altar con flores, doblado por el viento el blanco paño.

En el resto no se veían más que soldados, millares de soldados. En el fondo se habían separado de la cámara para dejar ver las blancas borlas de sus gorros y las correas de cuero que cruzaban sus espaldas. No estaban formados en filas rigurosas, sino amontonados en grupos, con la cabeza inclinada. Un pequeño grupo del ángulo inferior izquierdo había vuelto la cara entristecida hacia la cámara, como figuras de una pintura del Renacimiento. Más al fondo, detrás de ellos, una multitud de soldados se prolongaba en un inmenso semicírculo hasta los extremos de la llanura en número tan crecido que era imposible distinguir unos de otros. Todavía parecían más agrupados en la lejanía, entre los árboles.

Las figuras de estos soldados, tanto en el primer plano como en el fondo, estaban bañadas con una extraña media luz, que perfilaba las polainas y las botas y destacaba las curvas de los hombros rendidos, así como la parte de la nuca. Esta luz cargaba toda la fotografía con una sensación de dolor indescriptible.

De estos hombres emanaba una emoción tangible, que irrumpía en oleadas contra el pequeño altar blanco, las flores y el cenotafio central. De esta enorme masa que se extendía hasta el borde de la llanura brotaba una idea única, por encima de todo el poder de la expresión humana, como un grande y pesado anillo de hierro.

Kiyoaki tenía dieciocho años. Nada de la casa donde había nacido explicaría su sensibilidad, su inclinación a la melancolía. Hubiera sido muy difícil encontrar en aquella extensa casa, construida en un altozano cerca de Shibuya, a una persona que en algún modo compartiera su sensibilidad. Se trataba de una vieja familia samurai, pero el padre de Kiyoaki, marqués de Matsugae, confuso por la humilde posición que habían ocupado sus antepasados recientemente al final del shogunato, cincuenta años atrás, había enviado al muchacho, cuando todavía era un niño muy pequeño, para ser educado en la casa de un noble de la Corte. De no haberlo hecho así, Kiyoaki no hubiera sido un joven tan sensible.

La residencia del marqués de Matsugae ocupaba un gran espacio de terreno más allá de Shibuya, en los arrabales de Tokio. Los muchos edificios se extendían sobre una extensión de más de cien acres, alzándose sus tejados en un impresionante equilibrio. La cara principal era de arquitectura japonesa, pero en un rincón del parque sobresalía una imponente casa de estilo occidental diseñada por un inglés. Se decía que era una de las cuatro grandes residencias del Japón. La primera, sin duda, era la del mariscal Oyama, en la que podía entrarse con zapatos de calle.

En medio del parque se extendía un gran estanque que llegaba al pie de una colina cubierta de árboles. El estanque tenía espacio suficiente para cruzarlo en barco. Había una isla en el centro con lirios de agua y flores aromáticas, que podían ser recogidas para la cocina. El salón de la casa principal daba al estanque, lo mismo que el salón de banquetes de la casa de estilo occidental.

Unos trescientos mojones de piedra estaban diseminados al azar a lo largo de los márgenes y en la propia isla, en la que también había tres grúas de hierro, dos extendiendo sus largos cuellos hacia el cielo y la tercera con la cabeza inclinada hacia abajo.

El agua brotaba del manantial, en la cresta de la colina, y descendía por las laderas formando varias cascadas; luego la corriente pasaba por debajo de un puente de piedra, entraba en una piscina matizada con rocas de color rojo de la isla de Sado, para ir a caer en el estanque por un lugar donde en su tiempo florecían mil plantas silvestres. En el estanque había carpas de invierno. Dos veces al año permitía el marqués a los escolares entrar allí durante sus jiras.

Cuando Kiyoaki era niño los criados le asustaban con historias sobre tortugas voraces. Hacía mucho tiempo ya, cuando su abuelo estuvo enfermo, un amigo le había regalado un centenar de tortugas con la esperanza de que su carne restableciera sus fuerzas. Echadas en el estanque se multiplicaron rápidamente. Los criados habían dicho a Kiyoaki que si una tortuga lograba alcanzarle un dedo con la boca significaría el final del dedo.

Nieve de primavera – Yukio Mishima

YUKIO MISHIMA. De nombre Kimitake Hiraoka, se licenció en Derecho en la Universidad de Tokio, trabajando durante un año como funcionario en el Ministerio de Hacienda, dedicándose a la escritura a continuación. Apadrinado por Kawabata, publicó un relato corto en la revista Ningen, y más tarde ensayos en Kindai Bungaku. Publicó su primera novela en 1948, alcanzando inmediatamente el éxito en Japón, y ya tras su segunda novela, fue traducido en Europa y Estados Unidos, obteniendo gran reconocimiento. Amante del ejército y de las artes marciales, era un experto en Kendo, se alistó en 1967 en las Fuerzas de Autodefensa de Japón, recibiendo formación militar, lo que le permitió fundar más tarde el Tatenokai, un ejército privado al servicio del emperador, formado por jóvenes estudiantes. En la última etapa de su vida, escribió obras de gran extensión y actuó como actor en varias películas. En un intento de golpe de estado muy particular, protagonizado junto a cuatro miembros de Tatenokai, y de evidente fracaso, se suicidó por el procedimiento del seppuku, siendo decapitado por un compañero.

Fue autor de poemas, ensayos, obras de teatro, relatos cortos y novelas.