Un drama de caza

Resumen del libro: "Un drama de caza" de

«Un drama de caza» de Antón Chéjov es una obra fascinante que nos sumerge en un misterio intrigante y nos presenta un retrato vívido de una sociedad corrupta. La trama gira en torno a la misteriosa muerte de una joven durante una partida de caza en la propiedad del conde Alekséi Karnéiev, un hombre de dudosa reputación.

El autor nos presenta al magistrado, quien es llamado para investigar el caso y pronto se encuentra inmerso en una investigación cada vez más complicada. A medida que profundiza en el crimen, los personajes presentes en la escena se convierten en sospechosos, y se descubren turbias relaciones entre la víctima, el conde, el marido anciano de la joven e incluso el propio magistrado.

Lo que hace que esta novela sea única es su estructura original. El relato nos llega a través de un manuscrito escrito por el magistrado, que narra la historia del crimen. Sin embargo, el manuscrito es enviado a un editor, quien a medida que lo lee y lo juzga, se convierte en un detective por derecho propio. Esta estructura, adelantada a su tiempo, permite al lector sumergirse en la mente del editor-narrador, quien también puede ser considerado como un sospechoso en la trama.

Antón Chéjov demuestra su maestría narrativa en «Un drama de caza». A través de una prosa elegante y evocadora, logra crear una atmósfera de intriga y tensión que envuelve al lector desde las primeras páginas. El autor no se limita a presentarnos las pistas del crimen, sino que también nos brinda un retrato profundo y crítico de una sociedad corrupta, donde las pasiones y los secretos ocultos de los personajes se entrelazan peligrosamente.

Es interesante destacar que esta obra es la única novela que Chéjov escribió en su carrera, lo cual la convierte en un tesoro literario. Además, es notable cómo anticipa elementos de la narrativa policial que se desarrollaron décadas después, como las famosas novelas de Agatha Christie. Chéjov demostró una vez más su habilidad para adelantarse a su tiempo y dejar una marca duradera en la literatura.

En resumen, «Un drama de caza» es una novela cautivadora que combina hábilmente el misterio del crimen con una crítica social perspicaz. Los personajes complejos y la estructura narrativa innovadora hacen de esta obra una lectura imprescindible para los amantes del género policial y los admiradores de Antón Chéjov.

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En un mediodía de abril de 1880 entró en mi despacho el guarda Andréi y, enigmático, me informó que en la redacción se había presentado un señor que pedía encarecidamente ver al redactor en jefe.

—Debe ser un funcionario, señor —añadió—; lleva una insignia…

—Dile que venga en otro momento —dije yo—. Hoy estoy ocupado. Dile que el jefe atiende solo los sábados.

—Anteayer también vino y preguntó por usted. Dice que es un asunto importante. Suplica casi con lágrimas en los ojos. Dice que los sábados no puede liberarse… ¿Manda usted recibirlo?

Suspiré, dejé la pluma y me puse a esperar al señor con insignia. Los escritores principiantes, al igual que las personas no iniciadas en los secretos de nuestra labor, son presas de un temblor sagrado cuando escuchan la palabra «redacción», y se hacen esperar no poco tiempo. Después de que el redactor dice: «Hazlo pasar», tosen un buen rato, se suenan la nariz, abren la puerta despacio, entran más despacio aún y así quitan bastante tiempo. Sin embargo, el señor con insignia no se hizo esperar. La puerta no llegó a cerrarse tras Andréi cuando vi en mi despacho a un hombre alto y ancho de hombros con un paquete de papel en una mano y una gorra con insignia en la otra.

Esta persona que así llegó a mí desempeña un papel destacado en mi relato. Es preciso describir su aspecto.

Como ya he dicho, era alto, ancho de hombros y robusto como un caballo de carga. Todo su cuerpo respiraba salud y vigor. Rostro rosado, manos grandes, pecho ancho y musculoso, cabellos espesos como los de un niño sano. Tenía unos cuarenta años. Vestía con gusto, a la última moda; llevaba un traje nuevito de punto de lana, recién confeccionado. Sobre el pecho lucía una gran cadena de oro con colgantes; en el dedo meñique le brillaba una sortija de diminutos diamantes. Pero lo más importante y que no deja de ser valioso para cualquier protagonista mínimamente digno de una novela o relato: era de una belleza extraordinaria. No soy yo mujer ni artista. Entiendo poco de belleza masculina, pero la apariencia de aquel señor con insignia me impresionó. Su cara grande y musculosa se grabó para siempre en mi memoria. En ese rostro verían ustedes una auténtica nariz griega, encorvada, unos labios finos y unos ojos celestes y hermosos que irradiaban bondad y algo más para lo que es difícil hallar nombre. Ese «algo» puede advertirse en los ojos de los animales pequeños cuando están tristes o sienten dolor. Algo suplicante, infantil, sumiso, sufriente… Las personas astutas y muy inteligentes no tienen esos ojos.

Todo su semblante despedía sencillez, generosidad, simpleza, verdad… Si es cierto que el rostro es el espejo del alma, ya desde la primera vez que vi a ese señor con insignia podría haber dado mi palabra de que no era capaz de mentir. Podría incluso haberlo apostado.

Si habría ganado o no la apuesta, el lector lo verá a continuación.

Su cabello y barba castaños eran espesos y suaves como la seda. Dicen que el cabello suave es señal de un alma suave, tierna, «sedosa»… Los criminales y los malvados, los caracteres obstinados tienen cabellos ásperos en la mayoría de los casos. Si eso es verdad o no, el lector también lo verá a continuación… Ni la expresión del rostro, ni la barba, nada era tan suave y tierno en aquel señor con insignia como los movimientos de su cuerpo grande y pesado. Esos movimientos traslucían educación, ligereza, gracia e incluso —perdón por la expresión— cierta femineidad. Sin mayor esfuerzo, mi protagonista se plegaba como una herradura o se aplastaba como una lata de sardinas en un puño, a la vez que ninguno de sus movimientos lo hacía parecer físicamente fuerte. Tomaba el sombrero o el picaporte igual que a una mariposa: con ternura, cuidado, apenas apoyando los dedos. Sus pasos eran silenciosos, sus apretones de mano blandos. Al verlo, uno olvidaba que era fuerte como Goliat, que con un solo brazo podía levantar lo que no levantaban cinco Andréi de redacción. Al observar sus ligeros movimientos uno no creía que fuera fuerte y pesado. Spencer lo habría llamado un modelo de gracia.

Cuando ingresó en mi despacho se azoró. Su naturaleza tierna y sensible, por lo visto, se vio afectada ante mi aspecto enfurruñado y descontento.

—¡Discúlpeme, por Dios! —dijo con voz suave y sonora de barítono—. Irrumpo en su oficina a cualquier hora y lo obligo a hacer una excepción. ¡Está tan ocupado! Pero vea de qué se trata, señor redactor: mañana viajo a Odesa por un asunto muy importante… Si pudiera aplazar ese viaje hasta el sábado, créame que no le habría solicitado que hiciera una excepción conmigo. Yo me atengo a las reglas porque me gusta el orden…

«¡Caramba, cuánto habla!», pensé yo, estirando la mano hacia la pluma para dar a entender que no tenía tiempo. (¡Estaba hasta la coronilla de los visitantes!).

—¡Le sacaré solo un minuto! —continuó mi protagonista con voz de disculpas—. Pero antes déjeme presentarme… Soy el licenciado en Derecho Iván Petróvich Kámishev, antiguo juez de instrucción… No tengo el honor de contarme entre quienes escriben, pero, sin embargo, he venido aquí con fines puramente literarios. He aquí a una persona que desea ser un escritor principiante, a pesar de sus casi cuarenta años. Más vale tarde que nunca.

—Me alegro mucho… ¿En qué puedo serle útil?

El candidato a principiante se sentó y continuó, mirando el suelo con ojos implorantes:

—Le he traído un pequeño relato que quisiera publicar en su periódico. Se lo diré con franqueza, señor redactor: no lo he escrito para alcanzar la gloria ni para oír palabras dulces… Ya estoy viejo para esos encantos. Inicio mi camino de escritor por motivos puramente mercantiles… Quiero ganar dinero… En este momento no tengo ninguna ocupación. Fui juez de instrucción en el distrito de S***, trabajé allí cinco años y pico, pero no me hice de capital ni supe conservar mi inocencia…

Kámishev alzó sus bondadosos ojos hacia mí y lanzó una risa queda.

—Un trabajo fastidioso… Trabajé y trabajé hasta que desistí y abandoné. Ahora no cuento con ninguna ocupación, no tengo casi qué comer… Y si usted publica mi relato, más allá de sus méritos, me hará más que un favor… Me ayudará… El periódico no es un asilo de inválidos ni un refugio para indigentes… Eso lo sé, pero… tenga usted la bondad…

Un drama de caza: Antón Chéjov

Antón Pávlovich Chéjov. (1860-1904), un ícono literario ruso, fue mucho más que un maestro del relato corto y un dramaturgo innovador; su influencia trascendió fronteras y generaciones. Nacido en Taganrog, Rusia, Chéjov provenía de una familia humilde. Su abuelo, Yegor Mijáilovich Chéjov, logró comprar la libertad de su familia en 1841, un hecho que marcó las raíces de Chéjov en la realidad rusa.

Graduado en medicina en 1884, Chéjov ejerció como médico, pero su verdadera pasión radicaba en la escritura. Su carrera literaria comenzó con relatos humorísticos y caricaturas que abordaban la vida rusa bajo el seudónimo "Antosha Chejonté". Sus primeros éxitos literarios llegaron con la publicación de cuentos y la obra de teatro "Ivánov" en 1887.

Chéjov, a pesar de sus estrecheces económicas iniciales, pronto se convirtió en una figura respetada. Su técnica narrativa revolucionaria se destacó en la colección de relatos "Al anochecer" (1887) y la cruda visión de la vida rural rusa en "Los campesinos" (1897). Su viaje a la isla de Sajalín en 1890 marcó un hito en su conciencia social, dejándolo con una profunda aversión hacia la cárcel como consecuencia del despotismo.

La incursión de Chéjov en el teatro, con obras como "La gaviota," "Tío Vania," y "El jardín de los cerezos," lo consolidó como un dramaturgo influyente. Su técnica de "acción indirecta," centrada en los detalles de los personajes, cambió la percepción teatral convencional.

A lo largo de su vida, Chéjov enfrentó críticas por su aparente frialdad y objetividad hacia sus personajes. Sin embargo, él se consideraba un "testigo imparcial," reflejando la realidad humana sin juzgar. Su impacto en la literatura universal se consolidó tras la Primera Guerra Mundial, cuando las traducciones de Constance Garnett popularizaron su obra internacionalmente.

Falleció en Badenweiler en 1904 debido a la tuberculosis, una enfermedad que lo había afectado a lo largo de su vida. Su legado perdura, influyendo en autores como Tennessee Williams y Arthur Miller, y su habilidad para "decir todo escribiendo como diciendo nada," según las palabras de Eduardo Galeano, lo mantiene como una voz esencial en la literatura mundial.