Policial

Nadie más que el frío

Con Roberto Ampuero

«Me gustaría saber al menos dónde está enterrada». ¿Por qué recordaba esa frase dentro del silencio del auto? La mujer a la que había estado buscando por todo el mundo manejaba a su lado, y a ratos él sentía que lo observaba, otro indicio de que no mentía: Cayetano sentía sobre sí la pena de Beatriz, como si sus ojos le dijeran: «Siento que hayas tenido que andar tanto, en vano». A fin de cuentas, qué le costaba decirle que Tina era hija del poeta. Ella había sido clara: «Le dije que estaba embarazada para retenerlo; pero él no es hombre que se retenga con hijos, ni con nada». «Mire que se está muriendo. Y es rico». Aquellas palabras crueles desde su boca, pero cualquier cosa diría para arrancarle la verdad. «Lo sé, y le agradezco; pero de nada me servirá mentir ahora, si seré descubierta después. Tina no es hija de Neruda». 

Y ese fue el fin de la conversación, y Cayetano le creyó, ¿por qué no creerle? Pero ahora la desolación, la tristeza, lo obligaban al silencio, y la frase: «Me gustaría saber al menos dónde está enterrada», regresaba a él sin que pudiera entender qué hacía María Antonieta en su cabeza si nada tenía que ver con esa historia.

Entraron en Valparaíso de noche. La bahía de la ciudad se desplegó como un inmenso acordeón de luces. Ella detuvo el auto cerca del teatro Mauri, y juntos se admiraron.

—Dígale a Neruda que lo siento. Y también que lo quise, aunque eso él debe de saberlo. Cayetano asintió con la cabeza y la miró con ternura.

—Se lo diré. Ahora váyase, yo quiero ir a casa caminando.

La mujer puso una mano sobre el hombro izquierdo de Cayetano y le dijo adiós. Él sabía que no volverían a verse y sintió ganas de abrazarla, no porque le importara mucho sino para sentirse protegido. La vio montarse en el Opel y marcharse. Él le sonrió y volvió a mirar las luces, la bahía. Luego de un rato empezó a caminar. Ahora lo sabía: había extrañado.

Por la mañana una especie de energía lo lanzó de la cama; y el rostro, otrora ensombrecido, digamos que se había iluminado. El teléfono no lo asustó, y marcó a casa de Neruda.

—Poeta, soy yo, Cayetano.

—¡Hombre, ya estaba preocupado! Dígame, ¿pudo ver a Beatriz?

—Malas noticias, señor, no la encontré.

—¿Pero no me dijo que estaba acá mismo en Chile?

—Ya lo dijo, estaba, pero he tenido información de que viajó a Holanda. 

Del otro lado el sonido de una cuchara dentro de una taza.

—¿Pablo? ¿Señor?

—Desista, Cayetano, pase cuando quiera a recoger su dinero bien ganado.

—Pero si ya estamos a punto. Tengo el nombre de un amigo de ella. La encontraré.

—¿Qué nombre lleva el amigo?

―Campos. Arturo.

Mintió. Cualquier cosa menos la verdad.

—Un último intento, poeta. Después de este ya paramos.

—¿Y qué hace en Holanda? ¿Pudo saberlo?

—No, pero la mujer se quedó con algo suyo.

—¿Algo mío?

—Las revoluciones, poeta.

—Me alegro, Cayetano, me alegro.

—Entonces, ¿me deja ir a Holanda?

Neruda respiró profundamente, y Cayetano temió que tuviera que ir a Holanda casi sin dinero, sin protección y —más que todo— sin la autorización del poeta.

—Está bien, hombre, pero no ande mucho. Hay momentos en que la gente no quiere ser encontrada.

Esas palabras le dolieron al detective, tanto que pensó delatarse, gritar: «He mentido», como si lo estuvieran apuntando a la cabeza con un revólver. Pero entendía justa su actitud. Si no había una hija, al menos le cumpliría al poeta otro de sus deseos: saber dónde estaba enterrada María Antonieta, su primera esposa.

Le hubiera gustado escribir algo sobre los cambios que experimentaba su cuerpo con los climas a los que se había expuesto en las últimas semanas. Llegar a una Ámsterdam soleada solo en apariencia, porque el astro poco hacía para evitar la frialdad que se le colaba por los poros y por la respiración, ¿sería en vano? A ratos se arrepentía de estar otra vez lejos de Chile. ¿Cuándo se había vuelto tan sensible ante los problemas y dolores de los otros? O del otro. Quizás por otra persona no lo hubiera hecho, quizás solo lo hacía porque era Pablo Neruda. ¿Hasta dónde lo convertía eso en una mala persona? Claro, también lo hacía por el dinero, pero estaba seguro de que la motivación principal era ayudar al poeta chileno que, moribundo, quería reconciliarse con la vida.

Ámsterdam era una ciudad de un movimiento particular, podía decir que hasta bello. No quería comparar, pero definitivamente había cosas que le faltaban a Chile. No parecía aquella tierra haber sufrido los impactos de la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, Chile no se había recuperado del todo de la crisis, y ahora los carabineros, al mando de Pinochet, permanecían ocupando Santiago. 

Los tranvías en las calles y las tiendas de flores que abundaban por todas las aceras le llamaron muchísimo la atención cuando se dirigió a la estación de ferrocarril, pero debía concentrarse: su principal propósito no era recorrer la ciudad, sino embarcarse hacia La Haya y localizar a los Julsing. 

El apellido se le había quedado grabado de aquella conversación donde Neruda se arrepentía del maltrato a su primera esposa. El poeta nunca más había sabido de ellos desde una carta que había recibido donde la familia le exigía ayuda económica a María Antonieta. Él no les respondió en ese momento, pero luego de la muerte de Maruca les envió una carta disculpándose. No recibió respuesta. Quizás ya no vivían en aquella dirección.

Aquel apellido era lo único que Cayetano tenía. Esperaba no encontrar en el directorio telefónico demasiados Julsing que lo hicieran cansarse. Si no estuviera mintiéndole a Neruda, podría preguntarle el nombre de alguno de los Julsing, pero qué excusa le daría que no lo delatara, que no descubriera que ya no estaba buscando una hija, sino la tumba de su primera mujer.

Apareció lo citadino con una modernidad inesperada. Hermoso sitio, limpio hasta la vergüenza. Supuso que con ese nombre iba a encontrarse un pueblito minúsculo, de pocas casitas y calles de tierras, pero nada que ver. 

El vendedor de periódicos en la estación gritó: «¡Prensa!», en varios idiomas. Era evidente que La Haya era visitada por turistas. Hacia allá se dirigió esperanzado de que pudiera conocer otras palabras en español.

—¿Habla español?

—¿Prensa?

—¿Habla español?

—Poco. ¿Prensa?

—Necesito ayuda. ¿Quiere ganar un dinero extra?

Cayetano habló sin pensar. El hombrecito lo miró dudoso.

—Busco a una familia. Julsing. Y necesito un hotel. Pagaré bien. ¿Comprendes?

El hombrecito miró los periódicos en sus manos. Eran muchos. Y ya pasaban las doce del mediodía.

—Henry —dijo, y le extendió la mano a Cayetano, quien también brindó la suya y su nombre.

Caminaron sin hablarse todo el trayecto hasta la calle. El vendedor detuvo un taxi y dijo el nombre de lo que Cayetano supuso un hotel. Dentro del carro volvieron a hablarse. 

—¿País?

—Chile. Soy cubano, pero vivo en Chile hace…

—Los Julsing, ¿por qué?

—¿Conoce usted a Pablo Neruda?

Henry asintió. Y encogió los hombros. No encontraba relación entre lo que el detective le decía.

—Se está muriendo, en Chile. Y necesito encontrar a esa familia. Él quiere disculparse. Perdón, ¿sabe? Por cosas suyas del pasado.

—El pasado. ¿Julsing qué?

—Ese es el problema. No tengo nombres, solo ese apellido.

Henry lo volvió a mirar, desconfiado.

—Le aseguro que no hay malas intenciones. ¿Comprende? Necesito dormir. Luego encontrar a los Julsing.

El hotel era pequeño, de solo dos plantas y al menos veinte habitaciones, pero los cuartos tenían calefacción, y en la planta baja había un buen restaurante con una barra en la que ofrecían cerveza y bebidas más fuertes. Allí entraron antes de que Cayetano subiera a su habitación. Henry lo invitó a una jarra de cerveza.

—Buscaré la dirección. A las siete nos vemos aquí. Usted monta bicicleta. 

—¿Bicicleta? Sí, ¿por qué?

—Descanse y aliméntese. A las siete, aquí.

Y se fue el vendedor con paso apurado, y Cayetano pensó que el destino lo estaba ayudando demasiado: ¿había encontrado al único hombre que podía entender el español? ¿Un único hombre que podía ayudarlo? ¿No sería una señal de que las cosas no resultarían como él esperaba?

Cayetano no se entristeció cuando en la tercera casa visitada la respuesta también fue negativa. No sabían de María Antonieta. Ni siquiera el apellido Neruda les sonaba conocido. Debía creerles. Debía confiar en su intuición al ver los rostros indiferentes y cuando en cada familia la lista de Julsing crecía.

Henry sí se notaba desilusionado, tal vez pensó que sería más fácil. Cayetano creyó conveniente darle algo de dinero y pedirle regresar al hotel.

—Es tarde —le dijo mientras señalaba su reloj—. Mañana será un mejor día.

—Mañana a las ocho.

Se despidieron con un apretón de manos que Cayetano acentuó: realmente le agradecía haber dejado su venta de periódicos para unirse a él en su casi ilógica búsqueda.

A las ocho de la mañana, Cayetano encontró a Henry sentado en el contén de la acera. Las bicicletas que les habían dejado en el parqueo del hotel volvieron a rodar entusiasmadas. Cayetano aprovechaba para disfrutar el paisaje de aquella ciudad fría pero hermosísima, como las mujeres a las que pasaba por el lado.

Ya estaba por arrepentirse cuando en la cuarta casa visitada tampoco sabían de Neruda. La señora que los atendió les brindó un café claro y dijo que ni siquiera sabía quién era ese Pablo Neruda. La hija de la señora, una muchacha alta y derecha, escuchaba la conversación, y a Cayetano le pareció sospechosa su actitud cabizbaja, pero salió por la puerta sin insistir.

No fue hasta que llegaron a la esquina que Cayetano comprendió que siempre debía confiar en su intuición. Sintió que le agarraron el abrigo y al girar descubrió a la muchacha alta y abatida. Sin decir palabras, puso en las manos del detective un papel estrujado. Cayetano leyó lo que decía y se lo entregó a Henry.

—¿Es muy lejos? —preguntó al vendedor.

— No, pero la bicicleta no sirve.

En los casi cuarenta minutos que duró el viaje de La Haya hasta Gouda, casi no hablaron. Henry disfrutó el paisaje como un niño, como si en algún momento lo hubiera extrañado. Cayetano no se equivocó.

—Viví en Colombia. Muchos se quedaron, pero yo no podía vivir. ¿Ve la llovizna? Cuando el calor es fuerte se extraña mucho. 

Y eso fue todo. 

Cayetano no quiso decir más y lo dejó con sus recuerdos, en parte porque también necesitaba pensar qué diría cuando llegara a esa casa. ¿Realmente estaba tan cerca de saber la verdad? ¿De descubrir una tumba que le retardaría la muerte a Pablo Neruda?

Se detuvieron frente a una casa moderna pero pequeña. Cayetano sabía que en esa casa estarían todas sus respuestas. La euforia no lo dejaba pensar. «¿Cómo abordar a la tal Nelly? ¿Quién era? ¿Qué relación habría entre esa mujer y la primera esposa de Neruda?».

Fue Henry el que preguntó por la señora Nelly a la mujer de pelo cano que abrió la puerta. Ella asintió, dudosa.

Cayetano, sin quitarle la mirada a la mujer, le habló al vendedor.

—Dile que vinimos a saber de María Antonieta…

No hizo falta preguntar, al escuchar el nombre la señora intentó cerrar la puerta mientras pedía, supuso Cayetano, que se largaran.

—Dice que va a llamar a la policía.

—Dile que solo queremos saber dónde está enterrada —Henry se apuró en decirle, y la mujer se tranquilizó.

—Dile que Neruda se está muriendo, que quiere saber de la tumba de su primera esposa y pedirle perdón, dile.

La mujer se calmó y les abrió lentamente la puerta. Detrás de ella, un largo pasillo que dejaba ver un pedazo de portal y de un sillón que se mecía. La mujer los invitó a sentarse y habló. Henry traducía.

—Pregunta quiénes somos.

—Dile que soy un detective privado. Que Neruda me contrató para averiguar dónde está enterrada su primera esposa.

Henry habló despacio y agregó que les habían dicho que ella podía ayudarlos.

—¿Quién?

Cayetano se concentró en aquel rostro de mujer, que se arrugó como si no creyera la respuesta que había escuchado. Y no se equivocaba. En aquella casa le habían mentido. Solo algún cargo de conciencia, algún malestar, había logrado que la chica rompiera el silencio dando la dirección de Nelly. «¿Qué verdad quería descubrir aquella muchacha? ¿Qué secreto familiar? ¿Tendría que ver con la muerte de María Antonieta?». Esta mujer frente a ellos lo sabía. Su primera reacción fue cerrar la puerta. «¿Por qué la abrió cuando mencionaron lo de la tumba?». Cayetano creyó que solo cuando supo que no iban averiguando sobre lo que ocultaba, fue que les permitió el paso. Cayetano no se dejaría engañar.

—No sé por qué lo enviaron aquí. Cierto es que conocí a María Antonieta. Pero ella no murió en esta ciudad. Murió en La Haya. Ellos debieron decirle eso. Ella está enterrada allí.

Cayetano no podía creer lo que escuchaba de boca de Henry, quien traducía para él las palabras, agregando incluso el tono calmado de la mujer. Por unos segundos se quedó sin saber qué decir y le pareció escuchar el ritmo del sillón que había visto mecerse al final de la casa.

—¿Qué relación existe entre usted y la primera esposa del poeta?

La mujer suspiró.

—Usted, para haber sido contratado por Pablo Neruda, sabe muy poco.

Henry repitió la frase en español y se quedó mirando al detective esperando también la respuesta. Era cierto, y solo ahora el hombrecito se daba cuenta.

—Neruda no sabe que estoy aquí por esto…

Y contó brevemente la historia de su búsqueda inútil, por varios países, de una supuesta hija del poeta, de la mentira a Neruda para que le diera permiso de viajar y poder entonces cumplir otro de sus deseos: saber de la tumba de María Antonieta.

—¿Quería Neruda tener una hija? ¿Ahora que se está muriendo?

La mujer se puso de pie. Caminó por el estrecho recibidor.

—Yo cuidé a la hija de Neruda y María Antonieta. La pequeña Malva Marina. Ella vivió conmigo. Pero como ya sabrá…supongo que eso sí lo sabe, la niña murió hace ya… treinta años. Y él no… nunca se interesó lo suficiente. ¿Ahora para qué?

Cayetano no sabía qué responder. Decidió entonces concentrarse en lo que había ido a averiguar.

—Dice usted que María Antonieta está enterrada en La Haya. ¿Sabe dónde? 

La mujer volvió a sentarse en uno de los butacones color vino.

—Es uno de esos cementerios…tumbas generales como le llaman. No sé, nunca he ido. No estuve. Por eso no entendí que ellos lo mandaran acá.

—¿Por qué se asustó cuándo dijimos el nombre de María Antonieta?

Henry lo miró cuestionando esa pregunta que le pareció demasiado directa. El detective la repitió. Ella habló por lo bajo.

—Hay cosas que uno preferiría olvidar. El destino de esa mujer cambió cuando se casó con ese poeta. 

Y con ese comentario se puso de pie y caminó hacia la puerta. Con ella abierta habló.

—Les pido que se vayan. Ya les dije lo que querían saber. Y algo más les ruego. No le digan a nadie que saben de mí. Imaginen lo que sería mi vida.

Henry fue el primero en ponerse de pie. Extendió la mano a la señora, y Cayetano supuso que le dio las gracias.

El vendedor de periódicos salió a la acera. Cayetano pareció acercarse para despedirse, sin embargo, hizo todo lo contrario: sin que nadie lo esperara, se lanzó a correr por el pasillo y llegó hasta el portal, justo frente al sillón que se detuvo. Sentada sobre él, una mujer trigueña se sobresaltó al verlo, no se puso de pie. Sus grandes ojos lo miraban, algo detrás de ellos estaba perdido. Como si verdaderamente no lo miraran. Era una mujer joven de más de treinta años, pero con rostro infantil. La boca se movió; sin embargo, no dijo nada. A Cayetano le pareció familiar el gesto.

La anciana llegó a su lado y lo empujó hacia el pasillo. Continuaba gritando. Cayetano no se movía. Henry se colocó a su lado. Respiraba profundamente.

—Ella llamará a la policía. Vamos.

—Pregúntale quién es esta mujer. ¡Pregúntale!

El hombrecito le habló a la vieja mujer que se veía más ágil. Ella le respondió.

—Una muchacha que cuida. Una familia le paga. Vamos… Va a llamar a la policía.

Cayetano solo atinó a agacharse frente al sillón y mirar fijamente a la joven mujer.

—Henry, pregúntale cómo se llama.

—Pero ella no habla.

—No importa, pregúntale.

Henry se acercó y le susurró la pregunta. La muchacha quiso mover los labios, pero solo un sonido gutural salió de ellos. La vieja mujer, que los había dejado solos, seguramente para buscar un teléfono, regresó con el anuncio de que en unos momentos la policía estaría allí, y Henry no tuvo otra opción que agarrar fuertemente al detective por debajo de los hombros, levantarlo y obligarlo, a empujones, a salir de la casa.

Se montaron en el taxi, que los estaba esperando, y pidieron al chofer alejarse lo más pronto posible. Henry le habló al taxista, supuso Cayetano que para tranquilizarlo por lo raro de aquella actitud.

—¿Qué pasó, hombre!

Cayetano no podía hablar. Miraba el cristal. Así estuvo por varios minutos.

—Algo está mal, Henry. Ella nos está engañando.

—Ella dijo lo que usted quería saber. Ahora buscaremos la tumba y usted regresará con el poeta. Haremos foto de prueba.

—Hay algo más. Necesitamos hablar con la chica Julsing. La que nos dio la dirección. ¿Por qué tanto misterio solo por una tumba?

—Dijo la mujer, si los periodistas supieran que cuidó a la niña de Neruda, no la dejarían vivir. ¿Por qué no cree?

—Hay que hablar con esa chica. Ella puede decirnos qué pasa.

—¿Qué tiene en la cabeza?

Cayetano pasó la tarde en la cama. Almorzó una ensalada, algo de carne, cerveza y una taza de café. Henry le había pedido descansar un poco. Él se encargaría de averiguar dónde estaba el cementerio, y si la llovizna se calmaba lo iría a buscar, si no, esperarían al día siguiente. Cayetano no dejaba de pensar. Cerca de las siete de la noche volvió a la calle. Dijo en la recepción del hotel que si iban a buscarlo les dijera que estaba durmiendo y no quería ser molestado. Se montó en un taxi y aguzó la memoria para recordar dónde vivían los Julsing. Con algo de trabajo logró dar con la dirección. Le dijo al taxista que lo esperara, pensó que podía salir corriendo otra vez.

Le abrió la puerta un hombre completamente calvo. «El padre de familia», pensó, «al que no había visto en la mañana». Solo cuando lo tuvo enfrente se dio cuenta de que no podrían entenderse. Trató de que el hombre lo comprendiera mediante señas que intentaban decir que necesitaba hablar con su hija. Pero el hombre no entendía. Cayetano vio a la chica asomarse por detrás de su padre y sin pensarlo intentó entrar. La chica desapareció, y Julsing padre empujó afuera a Cayetano, que gritaba en español que lo dejara hablar con la muchacha. Pero la puerta se cerró, y el taxista, al ver el bullicio, encendió su auto y se fue. La llovizna se había convertido en aguacero. 

Cayetano llegó al hotel mojado y con dolor en los pies. Lo esperaban dos policías. Él mostró sus documentos, su carné que lo avalaba como detective privado en Chile. Conversaron tranquilamente. Uno de ellos entendía el español y dejó bien en claro que al día al siguiente debía salir del país; si no, sería detenido. Tanto Nelly en Gouda como los Julsing lo habían acusado de intentar entrar en sus viviendas sin permiso. Cayetano explicó que todo era por causa de una investigación, pero que no había encontrado nada, que había sido una falsa pista. Al día siguiente se largaría de Holanda. 

—Este lugar es enorme. Pasaremos el día aquí.

—No puedo pasar el día aquí, Henry. Debo volver hoy a Chile.

—¿Por qué?

—Anoche la policía me visitó en el hotel.

Henry entristeció la mirada y dijo que entonces no había tiempo que perder.

Anduvieron varias horas por entre los pedazos de loza escondidos en la alta hierba. Algunas dejaban ver iniciales y fechas, otras no decían nada. ¿Y si alguna de esas pertenecía a la desdichada mujer que había terminado en un cementerio para indigentes? 

En algún momento Cayetano se dejó caer: 

—Es inútil. Esto no tiene ningún sentido.

Henry trató de animarlo, pero él se negó. 

—Te agradezco todo lo que has hecho, pero no tiene sentido. Siento que voy tras un sueño… No hay nada del otro lado.

Salió de Holanda cerca de las ocho de la noche.

Casi dos semanas duró el encierro. Nunca supo por qué lo encarcelaron. Rumbo a Isla Negra lo detuvieron unos carabineros sin que mediara explicación. Bastó con decirles que iba a visitar a Pablo Neruda para que resultara sospechoso. Con uno de ellos se enteró de que el poeta estaba hospitalizado en una clínica en Santiago. Debía llegar hasta él. Debía decirle que había encontrado el cementerio donde… ¿Y después qué? ¿Cómo presentarse frente al poeta si le había mentido y ni siquiera había valido la pena? Salió de Holanda sin haber encontrado la tumba de María Antonieta. ¿De qué servía un cementerio donde había cientos de personas enterradas? ¿Cómo ayudaría al poeta saber que su primera esposa había muerto como una indigente? De nada serviría, pero tenía que decirle la verdad de las últimas semanas, le diría lo de Beatriz, que Tina no era hija suya, le diría todo. Sobre todo, le contaría de «aquella mujer sentada en el sillón con sus mismos ojos y su misma boca». Eso le diría. Y quizás Neruda podría hacer algo. No sería absurdo pensar que su hija Malva no murió, que solo fue ocultada para que Neruda no la reclamara. Después de tanto abandono, eso hicieron, quizás, María Antonieta, los Julsing y Nelly. ¿Sería absurdo pensarlo? ¿Tonto?

Primero debía llegar a su casa. Cambiarse de ropa. Darse un baño. Ya estaban anunciando por las calles que en par de horas empezaría el toque de queda. Debía apurarse. Abrió la puerta y enseguida vio el sobre en el suelo. El nombre de Henry se alumbró desde el remitente. Cayetano se alegró. Habían intercambiado direcciones, y ya a solo dos semanas el holandés le escribía, no era para saludarlo. Dentro del sobre había un diminuto papel: «Demoré solo un día en encontrarla», y la foto de lo que ciertamente era la tumba de María Antonieta; las iniciales de su nombre y apellidos y el número 1965, fecha de su muerte, estaban grabados en una losa; la mano de Henry había salido en la foto apartando la hierba. 

En la calle lo sorprendió el toque de queda. Tuvo que sortear varios jeeps militares hasta llegar a la clínica Santa María. Una vez dentro, lo enviaron al tercer piso; pero no encontró al poeta en su cuarto. Cayetano lo encontró vestido sobre una camilla, sin nadie más que el frío. El detective solo atinó a sacar la foto de la tumba de María Antonieta y colocársela en el bolsillo interior del saco. En el pasillo oscuro le sería imposible no llorar. 

Era 23 de septiembre de 1973.

Liany Vento García. Santa Clara, 1982.

Narradora y poeta. Sus textos han aparecido en numerosas revistas de Cuba y varios países; y en antologías como Todo un cortejo caprichoso (2011), L@s nuev@s caníbales. Microcuento del caribe hispano (2015), Sombras nada más. 36 escritoras cubanas contra la violencia hacia la mujer (2017), Isla en rosa. Historias cubanas del amor y sus desdichas” (2017), Tres Toques Mágicos. Antología de la minificción cubana (2017). Ha publicado los libros de cuentos Close up (2010), El olor de los fulanos (2012) y Nubes (2014), y la novela breve Algo de sangre (2018). Galardonada con los premios de cuento Pinos Nuevos (2012) y Celestino (2013) y el Ciudad del Che de Poesía (2011). Reside en Chile, donde se hizo Doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Concepción y se desempeña como editora en varias editoriales independientes y ofrece talleres de creación literaria. En 2021 recibió el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara con los cuentos de Lo que ocultan las rocas de la orilla.