El viejo sistema

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Era un día de reflexión para el doctor Braun. Invierno. Sábado. Finales de diciembre. Estaba solo en su apartamento y se despertó tarde, quedándose en la cama hasta el mediodía, en la habitación a oscuras, dándole vueltas a una idea… una sensación: ahora lo ves, ahora no lo ves. Ahora es un contenido, ahora un vacío. Ahora una persona importante, una fuerza, una existencia necesaria; de pronto nada; Un marco sin el cuadro, un espejo sin luna. La sensación de la necesaria existencia podría ser la vitalidad agresiva e instintiva que compartimos con un perro o con un mono. La diferencia radica en el poder de la mente o del espíritu para declarar «yo existo». Además de la conclusión inevitable de «yo no existo». El doctor Braun no era más feliz con la existencia que con lo contrario. Para él parecía empezar una edad de equilibrio. ¡Qué agradable! En todo caso, no tenía ninguna intención de ordenar de forma racional el mundo, y sin ningún motivo especial se levantó de la cama. Se lavó el arrugado pero no viejo rostro con agua helada del grifo, que mudó el blanco nocturno por un color más aceptable. Se cepilló los dientes. De pie, muy recto, se frotó los dientes como si estuviera buscando en ellos a un ídolo. Después corrió a la gran y anticuada bañera para frotarse con la esponja, dándole a la espalda con el grueso chorro que salía del grifo romano, enjabonándose debajo con el mismo jabón que aplicaría más tarde en la barba. Bajo la hinchazón de su estómago veía la punta de sus partes, en algún sitio en medio de sus talones. Necesitaba frotarse los talones. Se secó con la camisa de ayer, para hacer economías. De todos modos, la iba a mandar a la lavandería. Sí, hizo todo esto con la expresión de respeto por sí mismos que los seres humanos heredan de sus ancestros, para los cuales el baño era algo solemne. Qué tristeza.

Pero hoy día todo hombre civilizado cultivaba un despego poco sano. Había aprendido del arte el arte de la observación y objetividad divertidas con respecto a sí mismo. Lo cual, como tenía que haber algo divertido que ver, requería cierto arte en la propia conducta. La existencia solo por estas prácticas no parecía muy provechosa. La humanidad estaba en una fase confusa, incómoda y desagradable de la evolución de su conciencia. Al doctor Braun (Samuel) no le gustaba. Lo entristecía sentir que la idea, el arte, la creencia de las grandes tradiciones se malgastaran de esa manera. ¿Elevación? ¿Belleza? Todo destrozado, hecho jirones para hacer vestidos de niñas o pisoteado como el rabo de una cometa en una celebración. Platón y Buda en manos de los acreedores. Las tumbas de los faraones profanadas por la chusma del desierto. Todo eso pensaba el doctor Braun mientras se dirigía a su pequeña cocina. Le complacía el azul y blanco de los platos holandeses, las tazas colgadas y los platillos colocados en sus ranuras.

Abrió una lata nueva de café y aspiró el aroma que salía de la abertura. Fue solo por un instante, pero no había que perdérselo. A continuación cortó pan para tostarlo, sacó la mantequilla, se comió una naranja; y estaba admirando los largos carámbanos de hielo que salían del enorme tanque rojo circular de la lavandería del otro lado de la calle, con el cielo tan despejado, cuando descubrió que empezaba a tener una sensación. Ocasionalmente se decía de él que no amaba a nadie. Esto no era cierto. No amaba a nadie permanentemente. Pero de modo no permanente sí que amaba, según creía, como casi todo el mundo.

La sensación, mientras tomaba su café, era por dos primos que vivían en Nueva York, en el valle de Mohawk. Estaban muertos. Isaac Braun y su hermana Tina. La primera en morir fue Tina. Dos años después murió Isaac. Braun descubría ahora que él y el primo Isaac se habían querido. Fuera cual fuese el uso o el significado de este hecho dentro del peculiar sistema de luz, movimiento, contacto y condena en el que trataba de encontrar su equilibrio. Con respecto a Tina, los sentimientos del doctor Braun eran menos claros. En un momento habían sido más apasionados, pero en la actualidad eran más distantes.

La mujer de Isaac, después de que muriera, le había dicho a Braun:

—Isaac estaba orgulloso de ti. Me decía: «A Sammy lo han mencionado en Time, en todos los periódicos, por sus investigaciones. ¡Y él nunca dice nada sobre su reputación científica!».

—Ya veo. Bueno, la verdad es que son los ordenadores los que hacen el trabajo.

—Pero uno tiene que saber lo que mete en los ordenadores.

Esto era más o menos cierto. Pero Braun no había proseguido la conversación. No le importaba mucho ser el primero en su terreno. En América la gente era fanfarrona. Matthew Arnold, que no era una figura muy apetitosa, había notado correctamente esta tendencia de Estados Unidos. El doctor Braun consideraba que esta fanfarronería de los norteamericanos había agravado cierta debilidad de los inmigrantes judíos. Pero una reacción proporcionada de modestia no era digna de elogio. El doctor Braun no quería interesarse por esta cuestión en absoluto. Sin embargo, las opiniones de su primo Isaac tenían algún valor para él.

En Schenectady había otros dos Braun de la misma familia, vivos. ¿Los amaba también el doctor Braun, mientras se tomaba su café esa tarde? No suscitaban los mismos sentimientos. Entonces, ¿amaba más a Isaac porque Isaac estaba muerto? Quizás en eso había algo de verdad.

Sin embargo, en la niñez, Isaac se había mostrado muy amable con él. Los otros, no tanto.

Ahora Braun empezó a recordar algunas cosas. Un sicomoro junto al río. Por aquella época, el río no podría haber sido más feo. En todo caso, era verde y era poderoso y oscuro, con una fuerza tranquila y desapasionada: ondulada, verde, negruzca, vidriosa. Un árbol enorme como un acontecimiento complicado, con muchas ramas y extensiones gruesas. Es posible que dominara media hectárea de terreno, marrón y blanco. Y bien lejos de las hojas, en una rama muerta, se posaba un halcón gris y azul. Isaac y su primito Braun paseaban con el vagón: tirado por el viejo y basto caballo, con la firme cabeza tapada por las anteojeras. Braun, que por entonces tenía siete años, llevaba puesta una camisa gris con grandes botones de hueso y el pelo muy corto para el verano. Isaac llevaba ropas de trabajo, porque en aquella época los Braun se dedicaban al negocio de la segunda mano: muebles, alfombras, cocinas, camas. Isaac, que le llevaba quince años, tenía un rostro maduro marcado por el trabajo. Había nacido para ser un hombre, en el sentido del Antiguo Testamento, igual que el pájaro que se posaba en el sicomoro, había nacido para pescar peces. Isaac era todavía un niño cuando llegó a América. Sin embargo, su dignidad judía era muy firme y fuerte. Tenía la actitud de las viejas generaciones con respecto al Nuevo Mundo: con tiendas y ganado y esposas y sirvientas y sirvientes. Isaac era guapo, o al menos eso creía Braun: rostro oscuro, ojos negros, pelo vigoroso y una larga cicatriz en la mejilla. Esta se debía, según le dijo a su primo científico, a que en su tierra su madre le había dado leche de una vaca tuberculosa. Mientras su padre hacía el servicio militar en la guerra entre rusos y japoneses. Muy lejos. Como en la metáfora yídish, en la tapadera del infierno. Como si el infierno fuera un caldero o una cacerola con su tapadera. Cómo despreciaban los judíos antiguos las guerras de los goy, sus vanaglorias y su obstinada Dummheit. Servicio militar obligatorio, llamada a filas, marchas, ejercicios de tiro, abandono de cadáveres por todas partes. Enterrados y sin enterrar. Un ejército contra el otro. Gog y Magog. El zar, ese hombre de bigotes débil, arbitrario y dominado por mujeres, decretó que el tío Braun debía ser desterrado a Sakhalin. De manera que, por un decreto irracional, como en Las mil y una noches, el tío Braun, con su gran abrigo y sus cortas y humilladas piernas, la pequeña barca y los grandes ojos, dejó a su mujer y a su hijo para que comieran cerdo con gusanos. Y cuando se perdió la guerra, el tío Braun escapó por Manchuria. Llegó a Vancouver en un barco sueco y se puso a trabajar en las líneas de ferrocarriles. No parecía tan fuerte, tal y como lo recordaba Braun en Schenectady. Tenía el pecho hundido y los brazos largos, pero sus piernas parecían de trapo, demasiado flojas, como si la huida de Sakhalin y las caminatas con dificultad por Manchuria hubieran sido demasiado para ellas. Sin embargo, en el valle del Mohawk, convertido en el rey de las cocinas usadas y los colchones fumigados: ¡querido tío Braun! Tenía una barba pequeña y puntiaguda, como Jorge V y Nicolasito de Rusia. Como Lenin, si me apuras. Pero los ojos grandes y pacientes de su marchito rostro llenaban todo el espacio que había para ojos. Braun estaba teniendo una visión de la humanidad mientras se tomaba su café aquella tarde de sábado. Empezando por aquellos judíos de 1920.

Cuando Braun era un niño pequeño, lo protegía el especial afecto de su primo Isaac, que le acariciaba la cabeza y lo llevaba de paseo al campo en el carro, que más tarde fue el camión. Cuando la madre de Braun se puso de parto para tenerlo, fue a Isaac al que la tía Rose envió a buscar al médico. Encontró al médico en el bar. El viejo Jones, tambaleante y borracho, que practicaba la medicina con los inmigrantes judíos antes de que esos inmigrantes hubieran educado a sus propios médicos. Hizo que Isaac le diera a la manivela del viejo Ford T y se pusieron en camino. Al llegar, Jones ató las manos de la madre Braun a los barrotes de la cama, como era costumbre en aquella época.

El propio doctor Braun, cuando trabajaba como estudiante en los laboratorios y perreras, había ayudado a dar a luz a perros y gatos. Él sabía que el hombre entraba en la vida como esas otras criaturas, en una bolsa transparente o placenta. Metido en una bolsa llena de un fluido transparente, un agua rojiza. Un color que haría pensar al filósofo más racional: ¿quién es esta criatura que lucha por nacer metida en su membrana y su fluido acuoso? Como cualquier perrito en su bolsa, en el ciego terror de la salida, cualquier ratón saliendo al mundo exterior procedente de aquella transparencia brillante, azulada y de aspecto inocente.

El doctor Braun nació en una pequeña casa de madera. Lo lavaron y lo cubrieron con una red contra los mosquitos. Lo acostaron al pie de la cama de su madre. El duro del primo Isaac quería mucho a la madre de Braun. Sentía mucha pena por ella. A ratos, cuando sus negocios judíos se lo permitían, se le ocurrían estas reflexiones sentimentales sobre sus personas más queridas.

La tía Rose era la madrina del doctor Braun: fue ella la que lo sostuvo para la circuncisión. El viejo Krieger, barbudo y corto de vista, con los dedos manchados de sangre de pollo, retiró el trozo de piel.

En opinión de Braun, la tía Rose era la dura mater original: la primitiva. No era una mujer muy grande. Tenía un amplio busto, anchas caderas y unos muslos a la antigua con esas formas extrañas que ahora pertenecen a la historia. Esto le impedía andar normalmente, junto a sus pobres pies, rotos por el excesivo peso que soportaban. Tenía el rostro rojo, y el negro cabello fuerte. La nariz recta y puntiaguda. Para cortar la piedad como si fuera un hilo de algodón. En la luz de sus ojos, Braun reconocía el placer que le producía su propia dureza: dureza en el juicio, dureza en las tácticas, dureza en el trato y dureza en el habla. Se dedicaba a construir un reino con el trabajo del tío Braun y la fuerza de sus obedientes hijos. Los Braun tenían su negocio, poseían terrenos. Poseían una horrible sinagoga de un ladrillo rojo tan feo que parecía crecer en el norte de Nueva York por voluntad del demonio que se encargaba de mantener la frialdad de América en aquella época, procuraba que una frialdad especialmente cómica influyera en el alma del hombre. En Schenectady, en Troy, en Gloversville, en Mechanicville, incluso hasta llegar a Buffalo. En esta sinagoga olía a humedad y a agrio. El tío Braun no solo tenía dinero sino que también tenía sabiduría y era respetado. Pero la congregación era pendenciera. Todas las cuestiones se disputaban. Había rivalidades y peleas; se daban bofetadas, las familias se dejaban de hablar. Parias, pensaba Braun, con la dignidad que adoptan los príncipes para hablarse entre ellos.

En silencio, con ojos silenciosos que cruzaban una y otra vez el rojo tanque de agua atado por cables retorcidos y del que colgaban enormes carámbanos de hielo y se elevaba un vapor blanco, el doctor Braun recordó un momento, cuarenta años antes, en el que el primo Isaac le había dicho, con una de aquellas miradas arcaicas que tenía, que los Braun descendían de la tribu de Neftalí.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Esas cosas las saben las familias.

El doctor Braun se resistía, incluso a la edad de diez años, a creer en esas cosas. Pero Isaac, que casi tenía edad para ser su tío, le dijo:

—Será mejor que no lo olvides.

Por lo general, Isaac era alegre con el joven Braun. Se reía para luchar contra la tensión de la cicatriz que forzaba su sonrisa hacia un lado. Sus ojos eran negros y amables, pero también escépticos. Su aliento tenía una fragancia amarga que para Braun significaba la seriedad y la tristeza masculinas. Todos los hijos de la familia tenían el mismo estilo de risa.

Los domingos se sentaban en el porche abierto, riéndose, mientras el tío Braun les leía en voz alta los anuncios matrimoniales en yídish. «Viuda atractiva, treinta y cinco años, con encantos ocultos, propietaria de su propio negocio de ultramarinos en Hudson, excelente cocinera, ortodoxa, bien educada, refinada. Toca el piano. Dos hijos inteligentes y educados, ocho y seis años.»

Todos menos Tina, la hermana obesa, participaban en estos placeres satíricos del domingo. Ella permanecía en la cocina, detrás de la persiana. Abajo estaba el patio, donde crecían flores rudimentarias: zinnia, lilas, viñas de adorno cerca del gallinero.

Ahora vio Braun la casita del campo, en medio de los Adirondacks. Un arroyo. ¡Tan hermoso! Árboles, llenos de fuerza. Fresas salvajes, pero había que tener cuidado con la hiedra venenosa. En los diques de drenaje había renacuajos. Braun dormía en la buhardilla con el primo Mutt. Por las mañanas, Mutt bailaba en camiseta, sin nada debajo, y cantaba canciones obscenas:

Metí la nariz en el culo de la cabra
y solo con el olor me puse ciego.

Saltaba con los pies descalzos, y su cosa se balanceaba entre un muslo y el otro. Esto lo había aprendido cuando iba a los bares a recoger botellas vacías. Era una cancioncilla para pasar un buen rato. Su origen: Liverpool o la orilla del Tyne. El arte de las clases trabajadoras en la era de las máquinas.

Un viejo molino. Una pradera cubierta de tréboles. Braun, con siete años, trataba de hacer una corona de tréboles, tallando un agujero en los tallos para que pasasen otros por ellos. La corona la estaba haciendo para la gorda Tina. Para ponerla en su gruesa y limpia cabeza, en el vasto pelo negro salpicado de blanco. Pero allí, en el prado, el pequeño Braun tropezó con un tronco podrido. Salieron de allí unos avispones que lo persiguieron y le picaron. Él gritó. Tenía hinchazones dolorosas y rojizas por todo el cuerpo. La tía Rose lo metió en la cama y Tina entró con todo su tamaño de cordillera para consolarlo. Tenía una cara gorda y enojada, los ojos negros y la nariz dilatada que respiraba encima de él. El pequeño Braun, todo dolorido y picado. Ella se levantó el vestido y la enagua para refrescarlo con su cuerpo. La barriga y los muslos se inflaron ante él. Braun se sintió demasiado pequeño y frágil para este éxtasis. Junto a la cama había una silla en la que ella se sentó. Bajo el calor sofocante del tejado de piedra, le puso las piernas encima y las abrió mucho, mucho. Él vio el pelo salvaje y del color del carbón. Vio lo rojo que había dentro. Ella separó los pliegues con los dedos. Mientras lo hacía, los agujeros de la nariz se le hincharon cada vez más, los ojos se le pusieron en blanco. Le dijo que apretara sus genitales de niño contra los gordos muslos de ella. Cosa que, con agonías de incapacidad y de placer al mismo tiempo, él se apresuró a hacer. La casa estaba en silencio. El silencio del verano. El olor sexual de ella. Las moscas y mosquitos estimulados por el calor o por el olor. El hoyo como una masa de moscas se separaba del cristal de la ventana. Sonó como si despegaran un adhesivo. Tina no lo besó ni lo abrazó. Tenía una expresión amenazadora. Desafiante. Estaba tirando de él, lo llevaba a algún sitio con ella. Pero no le prometía nada ni le decía nada.

Cuando se recuperó de las picaduras, una vez más jugando en el patio, Braun vio a Isaac con su prometida, Clara Sternberg, paseando entre los árboles, abrazándose dulcemente. Braun trató de ir con ellos, pero el primo Isaac lo despidió. Cuando insistió en seguirlos, el primo Isaac lo envió con rudeza a la casa. Entonces el pequeño Braun trató de matar a su primo. Con toda su alma deseaba golpear a Isaac con un trozo de madera. Seguía anonadado por la felicidad incomparable, el lujo de aquel deseo. Se echó a correr en dirección de Isaac, quien lo agarró por el cuello, le retorció la cabeza y lo colocó bajo la bomba de agua. Después decretó que el pequeño Sam Braun debía irse a casa, a Albany. Era demasiado salvaje. Había que darle una lección. La prima Tina le dijo en privado: «Mejor para ti, Sam. Yo también lo odio». Agarró a Braun con su mano torpe y llena de hoyuelos y caminó con él por la carretera en medio del polvo de los Adirondacks. Aquella masa envuelta en tela de cuadros. Aquellos hombros encorvados, echados hacia delante como la tierra de la carretera. Juntos, le dificultaban avanzar. El excesivo peso de su cuerpo era demasiado para sus pies.

Más adelante, Tina se puso a dieta. Durante un tiempo, fue más delgada y más civilizada. Todos eran más civilizados. El pequeño Braun se convirtió en un niño dócil y un ratón de biblioteca. Le fue muy bien en la escuela.

¿Está todo claro? Demasiado claro para él como adulto, si tenía en cuenta que su destino no era más que el de los otros. Ante su mirada tranquila, los hechos se arreglaban solos: surgían, se recomponían, permanecían un tiempo en un estado concreto y después volvían a cambiar. Aquí estábamo:> llegando a algo.

El tío Braun murió enfadado con la tía Rose. Volvió la cara a la pared con el último aliento para reprenderla por su dureza. Todos los hombres, sus hijos, se echaron a llorar. Las lágrimas de las mujeres fueron distintas. Más tarde, también, su pasión tomó otras formas. Negociaron para tener más bienes. Y la tía Rose desafío el testamento del tío Braun. Cobraba rentas en los barrios bajos de Albany y Schenectady de edificios que él les había dejado a sus hijos. Se vestía a la antigua usanza, y visitaba a los inquilinos negros o a la chusma judía de zapateros y sastres. Para ella, las antiguas palabras judías que designaban estos oficios —«Schneider», «Schuster»— eran términos despreciativos. Unas rentas que pertenecían sobre todo a Isaac las metía en el banco a su propio nombre. Iba en antiguos tranvías a los barrios de las fábricas, y no tenía que comprarse ropas de viuda. Siempre había llevado trajes de chaqueta, y siempre habían sido negros. Tenía un sombrero de tres picos, como el del pregonero. Se dejaba la negra trenza colgando detrás, como si estuviera en su propia cocina. Tenía problemas con la vejiga y las arterias, pero estos achaques no la mantenían encerrada en casa y no le servían de nada los médicos ni las medicinas. Le echaba la culpa de la muerte del tío Braun al Bromo-Seltzer que, según ella, le había ensanchado el corazón.

Isaac no se casó con Clara Sternberg. Aunque era fabricante, después de una investigación resultó que su padre había empezado como cortador y su madre como doncella. La tía Rose no habría tolerado un matrimonio así. Hizo largos viajes para hacer sus investigaciones genealógicas.

Y vetó a todas las jóvenes, con juicios severos sin límite. «Esa es un perro falso.» «Veneno en forma de caramelo.» «Un pozo abierto. Una alcantarilla. ¡Una puta!»

La mujer con la que por fin se casó Isaac era agradable, suave, redonda, respetable: la hija de un granjero judío.

La tía Rose dijo:

—Un ignorante. Un hombre corriente.

—Es honrado y trabaja duro la tierra —dijo Isaac—. Recita los salmos incluso cuando va conduciendo. Los guarda debajo del asiento de su carro.

—No me lo creo. Un hijo de Ham así. Un vendedor de ganado. Apesta a estiércol.

Y a la novia le dijo en yídish:

—Sé tan amable de lavar a tu padre antes de traerlo a la sinagoga. Agarra un cubo de agua caliente, bórax del calibre veinte y amoniaco, y un cepillo de caballo. La suciedad está incrustada. Asegúrate de que le frotas las manos.

La rigidez insensata de los ortodoxos. Su estilo altanero, estúpido y loco.

Tina no trajo al hombre de Nueva York que la cortejaba para que fuera examinado por la tía Rose. De todas formas, no era ni joven ni guapo ni rico. La tía Rose decía que era un matón de poca monta, un gorila. Ella había ido a Caney lsland a inspeccionar a su familia: el padre vendía pretzels y castañas en un carrito, la madre hacía comidas para banquetes. Y el novio era tan grueso, tan calvo y tan feo, según ella, tenía las manos muy bastas y la espalda y el pecho llenos de pelo. Era una bestia, le dijo ella al joven Sammy Braun. Por aquel entonces, Braun estudiaba en el Politécnico Rensselaer e iba a visitar a su tía en su vieja cocina: el gran fogón negro y metálico allí en medio, la mesa redonda en su pedestal de roble, los cuadros azul oscuro y blanco del hule, un bodegón de melocotones y cerezas rescatado de la tienda de segunda mano. Y la tía Rose, más femenina con el corsé quitado y una bata de colores charros encima de sus gruesas camisetas, camisolas y bombachos victorianos. Tenía las medias agarradas con ligas por debajo de la rodilla y las amplias partes de arriba, que estaban hechas para colocarlas sobre los muslos, colgaban flojas cerca de las zapatillas.

Por aquel entonces, Tina era hermosa, aunque no bonita. En el instituto perdió treinta y cinco kilos. Después fue al New York City y no consiguió el diploma. ¡Qué le importaban a ella esas cosas!, dijo Rose. ¿Y cómo llegó a Caney lsland ella sola? Porque era perversa. Tenía instinto para buscar a los tipos raros. Y allí encontró a esa bestia. A ese asesino a sueldo, a ese segundo Lepke de Asesinatos y Cía. En el norte, la vieja leía los melodramas de la prensa yídish, que bordaba con sus propias ideas sobre la maldad.

Pero cuando Tina trajo a su marido a Schenectady, y lo instaló en la tienda de segunda mano de su padre, resultó ser un hombre grandullón e inocente. Si alguna vez había tenido malicia, la perdió con el pelo. Su calvicie era total, como una purga. Tenía un aspecto sentimental y dependiente. Tina lo protegía. Aquí al doctor Braun le vinieron ideas sexuales, sobre él cuando era niño y el novio infantil de ella. Y pensó en la Tina provocativa del ceño fruncido, en su ternura airada en los Adirondacks y cómo, cuando estaba debajo, respiraba tan fuerte aquí en la buhardilla, y en la fuerza violenta y en la obstinación de su pelo negro y rizado.

Nadie podía influir en Tina. Ese, pensó Braun, era probablemente el secreto. Se había consultado a sí misma, había guardado silencio durante tanto tiempo que no podía aceptar ninguna otra orientación. Cualquiera que escuchara a los demás le parecía débil.

Cuando la tía Rose murió, Tina le quitó de la mano el anillo que Isaac le había regalado hacía muchos años. Braun no recordaba la historia completa del anillo, solo que Isaac le había prestado dinero a un inmigrante que desapareció, dejando esta joya, que supusieron que no tenía valor pero resultó que sí. Braun no recordaba si era un rubí o una esmeralda; tampoco la montura. Pero era el único adorno femenino que llevaba la tía Rose. Y se suponía que lo iba a heredar la mujer de Isaac, Silvia, que lo deseaba enormemente. Tina lo quitó del

cadáver y se lo puso en su propio dedo.

—Tina, dame ese anillo. Dámelo —dijo Isaac.

—No. Era de ella. Ahora es mío.

—No era de mamá. Tú eso lo sabes. Devuélvemelo.

Ella lo desafió por encima del cadáver de la tía Rose. Ella sabía que él no iba a pelear junto al lecho de muerte. Silvia estaba furiosa. Hizo lo que pudo. Es decir, susurró:

—¡Oblígala!

Pero no sirvió de nada. Él sabía que no podía recuperarlo. Además, había muchas más disputas por otros objetos de valor. Él tenía sus rentas depositadas en la cuenta de ahorros de la tía Rose.

Sin embargo, solo Isaac se hizo millonario. Los otros simplemente acapararon bienes, al viejo estilo de los inmigrantes. Él nunca se sentó a esperar su herencia. Para el momento en que murió la tía Rose, Isaac ya tenía mucho dinero. Se había hecho con un feo edificio de apartamentos en Albany. Para él, eso era un logro. Salía con sus hombres al amanecer. Antes de eso había rezado en voz alta mientras su mujer, con los rulos puestos, bonita pero hinchada por el sueño, adormilada pero obediente, ya estaba en la cocina preparando el desayuno. La ortodoxia de Isaac únicamente aumentó con su riqueza. Pronto se convirtió en un pater familias judío a la antigua usanza. Con su familia hablaba en un yídish desacostumbradamente lleno de expresiones en antiguo eslavo y hebreo. En vez de «personas importantes, ciudadanos ejemplares», él decía: Anshe ha-ir, «hombres de la ciudad». También tenía los salmos a mano, como los judíos activos y mundanos habían hecho durante siglos. Siempre había una copia en la guantera de su Cadillac. Su pesimista hermana hablaba de ello con un mohín de la cara. Se había vuelto a poner obesa, después que pasaron los días de los Adirondacks. Decía de él: «Lee en voz alta el Tehillim dentro de su Cadillac de aire acondicionado cuando pasa un tren largo por un cruce. ¡Valiente pillastre! ¡Le robaría a Dios del bolsillo!».

Uno no podía evitar pensar en la fertilidad de metáforas que había en todos estos Braun. El doctor Braun no era ninguna excepción. Y no sabría decir cuál podría ser la explicación, a pesar de llevar veinticinco años especializándose en el aspecto químico de la herencia. De qué modo la molécula de una proteína que se originaba en un fermento invisible podía llevar consigo la inclinación a la ingenuidad, la malicia creativa y el poder negativo, o ser capaz de imprimir un talento o un vicio en un billón de corazones. No era extraño que Isaac Braun le rezara a su Dios mientras estaba metido en su gran coche negro y los trenes de mercancías pasaban haciendo estruendo en medio del brillo contaminado de este valle que una vez había sido hermoso.

«Contesta mi llamada, Dios de mi camino.»

—¿Qué es lo que piensas tú? —decía Tina—. ¿Se acuerda de sus hermanos cuando tiene un trato a la vista? ¿Le da a su única hermana una oportunidad de participar?

No es que hubiera una gran necesidad. El primo Mutt, después de que lo hirieran en Iwo Jima, volvió al negocio de los electrodomésticos. El primo Aaron era un CPA. El marido de Tina, Fenster el calvo, se dedicó a los productos para el hogar en su tienda de segunda mano. Tina sabía todo eso, por supuesto. No había nadie pobre. Lo que irritaba a Tina era que Isaac no introdujera a la familia en los negocios inmobiliarios, en los que las ventajas fiscales eran mayores. Estaban los grandes beneficios de la depreciación, que ella entendía como chanchullos legales. Tenía su dinero en una cuenta de ahorros a un miserable dos y medio por ciento, pagando todos los impuestos. No se fiaba del mercado bursátil.

De hecho, Isaac había intentado meter a los Braun cuando construyó el centro comercial de Robbstown. En un momento arriesgado lo abandonaron. Era un momento desesperado, en que había que saltarse la ley. En una reunión familiar, cada uno de los Braun había aceptado reunir veinticinco mil dólares, la cantidad total que había que dar por debajo de la mesa a Ilkington. El viejo Ilkington presidía la junta directiva del club de campo de Robbstown. Como lo estaban rodeando las fábricas, el club se iba a mudar más para el campo. Isaac se había enterado de esto por el viejo responsable de los caddies una vez que lo llevó en su coche, en una mañana de niebla. Mutt Braun había llevado caddies en Robbstown a principios de los años veinte, había llevado incluso los palos de golf de Ilkington. Isaac también conocía a Ilkington, y tuvo una conversación privada con él. El viejo goy, que ahora tenía setenta años, y se iba a retirar a las Indias occidentales británicas, le había dicho a Isaac: «Entre nosotros. Cien mil. Y no quiero tener que preocuparme por los impuestos». Era un hombre alto y austero con la cara de mármol. Había estudiado en Cornell alrededor de 1910. Era frío pero iba al grano. Y, en opinión de Isaac, era justo. Si se convertía en centro comercial, con la debida planificación, el campo de golf de Robbstown podría valer medio millón para cada uno de los Braun. La ciudad, con el boom de la posguerra, estaba creciendo rápido. Isaac tenía un amigo en la junta de planificación que le arreglaría todos los papeles por cinco de los grandes. En cuanto al contrato, se ofreció a hacerlo todo él solo. Tina insistió en que los Braun formasen una empresa aparte para asegurarse de que los beneficios se compartían por igual. Isaac estuvo de acuerdo con esto. Como cabeza de familia, se encargó personalmente. Iba a tener que organizarlo todo. Solo Aaron y el CPA podían ayudarlo con los libros. La reunión, que tuvo lugar en el despacho de Aaron, duró desde mediodía hasta las tres de la tarde. Se examinaron todos los problemas. Eran cuatro jugadores, especialistas en el juego duro del dinero, estudiando unas reglas. Al final, estuvieron de acuerdo en jugar.

Pero, cuando llegó el momento, a las diez de la mañana de un viernes, Aaron se mostró reacio. No iba a hacerlo. Y Tina y Mutt también se negaron. Isaac le contó la historia al doctor Braun. Como estaba previsto, él fue a la oficina de Aaron con los veinticinco mil dólares para Ilkington en un viejo maletín. Aaron, que entonces tenía cuarenta años, un tipo silencioso, astuto y oscuro, tenía la costumbre de escribir números pequeños en su agenda mientras te hablaba. Sus oscuros dedos consultaban rápidamente las últimas publicaciones sobre impuestos. Bajó la voz para hablarle a la secretaria por el interfono. Llevaba unas camisas blanquísimas y corbatas de brocado de seda, con la firma «Condesa Mara». De todos ellos, era el que más se parecía al tío Braun. Pero sin la barba, sin el sombrero regio de paria, sin el reflejo dorado en su ojo castaño. En muchos de sus aspectos externos, pensó el doctor Braun, Aaron y el tío Braun venían del mismo origen genético. Químicamente, él era el hermano pequeño de su padre. Era posible que las diferencias internas se debieran a la herencia. O quizá a la influencia de la América de los negocios.

—¿Y bien? —dijo Isaac, de pie en el alfombrado despacho. El imponente escritorio estaba maravillosamente limpio.

—¿Cómo sabes que puedes fiarte de Ilkington? —Tú crees. Pero podría coger el dinero y decir que nunca ha oído hablar de ti en toda su vida.

—Sí, podría. Pero ya hemos hablado de eso. Hay que arriesgarse.

Probablemente por instrucciones suyas, la secretaria de Aaron lo llamó por el interfono. Él se inclinó sobre el instrumento y con la boca de medio lado le habló muy despacio y bajo.

—Bueno, Aaron —dijo Isaac—. ¿Quieres que garantice tu inversión? ¿Y bien? Habla.

Hacía tiempo que Aaron había dominado su tono agudo de voz y hablaba con el estilo bronco de un hombre seguro de sí mismo. Pero los arranques agudos, que había dominado hacía veinticinco años, seguían ahí. Se levantó con ambos puños encima del cristal de la mesa, tratando de controlar su voz.

Le dijo con los dientes apretados:

—¡No he dormido esta noche!

—¿Dónde está el dinero?

—No tengo tanto dinero en efectivo.

—¿No?

—Maldita sea, lo sabes muy bien. Tengo una licencia. Soy contable oficial. No estoy en posición de…

—¿Y qué pasa con Tina? ¿Y Mutt?

—No sé nada de ellos.

—Los has convencido para que se retiren, ¿verdad? Tengo que encontrarme con Ilkington a las doce en punto. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

Aaron no dijo nada.

Isaac marcó el número de Tina y dejó sonar el teléfono. Seguro que estaba allí, escuchando con todo su volumen el sonido metálico y redondo del teléfono. Lo dejó sonar, según él, alrededor de cinco minutos. No se molestó en llamar a Mutt. Mutt iba a hacer lo mismo que hiciera Tina.

—Tengo una hora para conseguir esa pasta.

—Con mi nivel de ingresos —dijo Aaron—, los veinticinco me costarían más de cincuenta.

—Esto me podrías haber dicho ayer. Sabías lo que significa para mí.

—¿Le vas a dar más de cien mil dólares a un hombre que no conoces? ¿Sin recibo? ¿A ciegas? No lo hagas.

Pero Isaac estaba decidido. En nuestra generación, pensó el doctor Braun, ha surgido una especie de playboy capitalista. No le importa comprar alegremente piezas de mobiliario de oficinas rehechas en el Brasil, moteles en África oriental o componentes de alta fidelidad en Tailandia. Para él cien mil dólares no significan mucho. Viaja en jet con una chica al lado para ver el panorama. El gobernador de una provincia está esperando en su Thunderbird para llevar a sus invitados por autopistas construidas en la jungla por peones y medio esclavos a pasar un fin de semana bebiendo champán en el que el ejecutivo, de aspecto juvenil a pesar de sus cincuenta años, cierra el trato. Pero el primo Isaac había construido su negocio centavo a centavo, a la antigua, empezando con trapos y botellas desde niño; después continuó con los bienes salvados de los incendios; después, coches usados; después aprendió los oficios de la construcción. Movimiento de tierras, cimientos, hormigón, evacuación de aguas, electricidad, construcción de tejados, sistemas de calefacción. Ganó su dinero duramente. Y ahora se dirigió al banco y pidió prestados setenta y cinco mil dólares, con todos los intereses. Sin ninguna garantía, se los dio a Ilkington en el salón de su casa. Estaba amueblado al viejo estilo goy y despedía un olor a viejo goy y a cosas aburridas, tontas y respetables. Estaba claro que Ilkington estaba muy orgulloso de ellas. Las mesas y vitrinas de madera de manzano, de cerezo, los sillones de orejas, las tapicerías con olor a pasta seca, los colores de cerdo pálido de los gentiles. Ilkington no tocó el maletín de Isaac. Era evidente que no tenía intención de contar los billetes, ni siquiera de mirar. Le ofreció a Isaac un Martini. Isaac, que no bebía, se tomó aquel líquido claro. A mediodía. Como si fuera algo destilado en el espacio exterior. No tenía color. Se quedó allí sentado con aspecto enérgico pero se sintió perdido: perdido para su gente, su familia, Dios, perdido en el vacío de América. Ilkington con un cóctel en la mano, educado y frío, como un bloque muy alto de algo que genéricamente era humano, pero tenía pocos rasgos humanos que Isaac pudiera reconocer. Cuando lo acompañó a la puerta, no le dijo que fuera a mantener su palabra. Solo le estrechó la mano y lo llevó hasta el coche. Isaac se fue a su casa y se sentó en la puerta de su bungalow. Dos días enteros. Por fin, el lunes, Ilkington le telefoneó para decirle que la junta directiva del Robbstown había decidido aceptar su oferta de compra. Hubo una pausa. Entonces Ilkington añadió que nada escrito podía sustituir a la confianza y la decencia entre caballeros. Isaac tomó posesión del club de campo y lo llenó con un centro comercial. Todos esos sitios son feos. El doctor Braun no sabría decir por qué este en concreto le tocaba como especialmente brutal en su fealdad. Quizá era porque recordaba el club de Robbstown. Era reservado, por supuesto, pero los judíos podían mirarlo desde la carretera. Y los olmos que había dentro eran preciosos: de un siglo o más de antigüedad. La luz era suave. Y los sedanes de la época de Coolidge entraban allí, con cortinillas en la ventana de atrás, y floreritos para flores artificiales. Hudsons, Auburns, Bearcats. Aquello eran solo máquinas. Nada por lo que sentir nostalgia.

Sin embargo, a Braun le sorprendía lo que había hecho Isaac. Quizá era una afirmación inconsciente del triunfo: en medio de la embriaguez de la victoria. La superficie verde y reservada, es cierto, para hacer el vago tranquilamente, para golpear una pelotita con un palo, estaba ahora llena de espacios de aparcamiento para quinientos coches. Supermercado, pizzería, restaurante chino, lavandería, tienda de ropa, tienda de diez centavos.

Y etso era solo el principio. Isaac se hizo millonario. Llenó el valle del Mohawk de proyectos de vivienda. Y empezó a hablar de «mi gente», refiriéndose a las personas que vivían en los edificios que había construido. Con la tierra era tacaño —es cierto que construía las casas muy cerca unas de otras—, pero también lo es que construía con benevolencia. A las seis de la mañana ya estaba fuera con sus equipos. Vivía de manera muy simple. Caminaba humildemente con su Señor, como decía el rabino. Para esa época era ya un rabino de la avenida Madison. La pequeña sinagoga había sido arrasada. Estaba tan muerta como los pintores holandeses que habrían apreciado su penumbra y los gremios y los vendedores ambulantes. Ahora había un templo como el pabellón de la Feria Mundial. Isaac era el presidente, tras haber vencido al padre de un famoso matón, que en otra época había sido verdugo para la mafia en el noreste. El mundano rabino, con su voz modulada y sus trajes hechos a medida, como un ministro cristiano a excepción del destello de astucia judía que aparecía en su rostro, indicó a la parte más anticuada de la congregación que tenía que hacerlo así por el bien de los jóvenes. Aquello era América. Vivían unos tiempos extraordinarios. Si uno quería que las jóvenes bendijesen las velas del Sabbath, tenía que empezar con un rabino de veinte mil dólares, y añadirle una casa y un Jaguar.

Mientras tanto, el primo Isaac se fue volviendo más anticuado. Su coche tenía diez años. Pero era un hombre fuerte. Seguro de sí, el pelo oscuro que apenas clareaba en la cima de la cabeza. Las mujeres del norte decían que despedía el tipo de energía masculina positiva que estaban empezando a echar de menos en los hombres. Y él la tenía. Se notaba en la forma en que agarraba un tenedor en la mesa, en cómo servía el vino. Por supuesto, el mundo había sido para él exactamente lo que él le había pedido. Eso significaba que había hecho la petición adecuada y en el momento adecuado. Significaba también que su lectura de la vida era metafísicamente correcta. O que el Antiguo Testamento, el Talmud y la ortodoxia ashkenazi polaca eran irresistibles.

Pero eso no lo explicaba todo, pensó el doctor Braun. Había algo más que piedad. Recordó los dientes blancos y la sonrisa torcida por la cicatriz de su primo, cuando bromeaba. «Yo luché en muchos frentes», decía el primo Isaac, y se refería a los vientres de las mujeres. Algunas veces decía las cosas de una manera norteamericana muy sensata. Se conocía las escaleras de atrás que en Schenectady conducían a las sábanas, los brazos abiertos y los muslos preparados de las mujeres obreras. El Ford T lo dejaba aparcado abajo. Anteriormente, había sido el caballo el que lo esperaba enganchado. Le complacían mucho sus reminiscencias masculinas. Recordó a Deborah, con el «novata» escrito en las rodillas, la cabeza escondida entre las almohadas mientras sacaba las nalgas, y una explosión de pelo picarón que asomaba por entre aquellos muros de blancura, mientras ella, con su débil voz, gritaba: Nein. Pero en realidad sí quería.

El primo Mutt no tenía anécdotas de ese estilo. En lwo Jima le habían disparado en la cabeza, y volvió a casa después de pasar un año en el hospital para vender electrodomésticos Zenith, Motorola y Westinghouse. Se casó con una chica respetable y prosiguió su vida calladamente mientras a su alrededor su lugar de nacimiento se ampliaba y transformaba de forma desconcertante. Una tienda de ordenadores ocupó el parque de matorrales en el que un scout lo encontró antes de la guerra. Para las cuestiones más importantes, Mutt se dirigía a Tina. Ella le decía lo que tenía que hacer. E Isaac lo buscaba a él, y en la medida de lo posible compraba los electrodomésticos para sus edificios a Mutt. Pero Mutt le hablaba de sus problemas solo a Tina. Por ejemplo, su mujer y la hermana de ella apostaban a los caballos. En cuanto tenían ocasión, iban a Saratoga, a las carreras. Probablemente no había gran daño en esto. Dos hermanas con lápiz de labios de color alegre y hermosos vestidos. Y riendo siempre con sus hermosos dientes prominentes. Y echando abajo la capota del convertible.

Tina no veía esto con ojos muy convencidos. ¿Por qué no deberían ir al hipódromo? Su fiereza se concentraba, toda ella, en Braun el millonario.

—¡Ese rufián! —solía decir.

—Oh, no. Hace años y años que no —decía Mutt.

—Venga ya, Mutt. Yo sé a quién ha estado tirándose. Siempre echo un ojo a las ortodoxas. Créeme, lo sé. Y ahora el gobernador le ha puesto en una comisión. ¿Cuál es?

—Contaminación.

—Contaminación del agua, es verdad. El amigo de Rockefeller.

—No deberías decir eso, Tina. Es nuestro hermano.

—Él te quiere a ti.

—Sí que es verdad.

—Y él es multimillonario, ¿y deja que tú sigas trabajando como un esclavo en un pequeño negocio? No tiene corazón. Es un hombre sin corazón.

—Eso no es verdad.

—¿Cómo? Nunca le ha salido una lágrima en el ojo a menos que le molestara el viento —dijo Tina.

La hipérbole era el principal defecto de Tina. Eran todos así. Su madre se las había inculcado.

Si no, era simplemente una mujer sombría y obesa, bastante inclinada, con el pelo echado hacia atrás desde la frente, tirante, de manera que la línea que formaba era una barrera. Tenía aspecto totalitario, y no solo con los demás. También con ella misma. Estaba absorbida en la dictadura de su enorme persona. Con un vestido blanco y con el anillo que le había quitado a su madre muerta. Había dado un golpe de Estado en el dormitorio.

En su generación —el doctor Braun había renunciado a la tarde para dedicarla al placer inútil de pasarla pensando con afecto en sus muertos—, en su generación, Tina también estaba chapada a la antigua a pesar de la palabrería moderna que utilizaba. La gente de su clase, y no solo las mujeres, cultivaba el encanto personal. Pero Tina sistemáticamente no deseaba nada, ni tener atractivo ni encanto. Absolutamente ninguno. Nunca trataba de agradar. Su objetivo debía ser la majestad. ¿En qué se basaba? No tenía ideas grandiosas. Tenía que basarse en su propia naturaleza. En una idea primordial, enormemente hinchada. De algún modo era como su carne metida en aquel vestido de seda blanca, como la había visto por última vez su primo Braun unos años antes, hinchada. Era una especie de sub-suboficina de la personalidad, detrás de una puertecita del cerebro donde aquella alma inquieta nunca dejaba de trabajar y había ordenado a esta enorme mujer, a toda ella, que se manifestara. Con el pelo oscuro de los antebrazos, las llamativas ventanas de la nariz en el rostro blanco, y los ojos negros que te miraban fijamente. Tenía en los ojos una expresión ofendida; a veces una mirada sulfúrica; una mirada inteligente, incluso maliciosa. Sus ojos tenían todas las miradas, incluso la mirada de amabilidad que le venía del tío Braun. La dulzura del viejo. Los que tratan de interpretar la humanidad a través de sus ojos están destinados a encontrar muchas cosas extrañas y a quedarse perplejos.

La pelea entre Tina e Isaac duró años. Ella lo acusaba de sacudirse a la familia cuando se presentó la principal oportunidad. Él se había negado a que ellos participaran. Él decía que todos ellos lo habían abandonado en el momento preciso. Al final, los hermanos se reconciliaron. Tina no. No quería nada con Isaac. En la primera fase de enemistad se encargó de que supiera exactamente lo que pensaba de él. Hermanos, tías y viejos amigos le contaron lo que ya decía de él: que era un sinvergüenza, que mamá le había prestado dinero; que él no había pagado; por eso es por lo que ella se había quedado con aquellas rentas. Además, Isaac había colaborado en silencio con Zaikas, el griego, el mafioso de Troy. Iba contando por ahí que Zaikas había cubierto a Isaac, que estaba implicado en el escándalo del hospital estatal. Zaikas lo cubrió, pero Isaac tuvo que meter cincuenta mil dólares en el depósito que tenía Zaikas en el banco. Es decir, el banco Stuyvesant. Tina decía que conocía incluso el número de cuenta. Isaac decía poco ante estas calumnias, y después de un tiempo cesaron.

Y fue cuando cesaron que Isaac empezó a sentir realmente la furia de su hermana. Él se consideraba el cabeza de la familia, ya que era el Braun más viejo con vida. Después de no haber visto a su hermana durante dos o tres años, empezó a acordarse del afecto que sentía el tío Braun por Tina. La única hija. La más joven. La hermanita. Al recordar los viejos tiempos, su corazón se ablandó. Como había conseguido lo que quería, como le decía Tina a Mutt, podía pintar el pasado del color que quisiera. Era un sentimental. Isaac recordaba por ejemplo que en 1920 la tía Rose quería leche fresca, y los Braun tenían una vaca en los pastos junto al río. Qué sitio tan hermoso. Y qué agradable era conducir el viejo Ford T al atardecer para ir a ordeñar la vaca junto al agua verdosa. Por el camino cantaban canciones. Tina, que entonces tenía diez años, debía de pesar alrededor de noventa kilos, pero la forma de su boca era muy dulce, femenina; quizá era la presión de la grasa, que aceleraba su madurez. De algún modo, era más femenina en la niñez de lo que fue más tarde. Era verdad que a los nueve o diez años se sentó encima de un gatito en la butaca, sin darse cuenta, y lo aplastó. La tía Rose lo encontró muerto cuando su hija se levantó del asiento. «Eres enorme —le dijo a su hija—, eres un animal.» Pero incluso esto Isaac lo recordaba con una tristeza divertida. Y, como no pertenecía a ningún club, nunca jugaba a las cartas, nunca pasaba la noche bebiendo, nunca fue a Florida, nunca fue a Europa, nunca fue a ver el Estado de Israel, Isaac tenía mucho tiempo para reminiscencias. Los respetables olmos que rodeaban su casa suspiraban con él por el pasado. Las ardillas eran ortodoxas. Cavaban y ahorraban. La señora de Isaac Braun no llevaba maquillaje. A excepción de un toque de lápiz de labios cuando salía a la calle. Nada de abrigos de visón. Una confortable foca del Hudson, sí. Con un gran botón de piel en el estómago. Para mantenerla cálida, como a él le gustaba. Era rubia, pálida, redondeada, con una mirada franca e inocente, y el pelo corto y simétrico. Marrón claro, con destellos dorados. Uno de sus ojos grises, quizá, expresaba o se acercaba a expresar malicia. Debía de ser puramente involuntario. Al menos no había ni un indicio de crítica u oposición consciente. Isaac era el amo. La cocina, los postres, el lavado, todas las cosas de la casa, tenían que estar a la altura que él ponía. Si a él no le gustaba cómo olía la lavandera, la despedían. Era una vida doméstica cómoda y respetable a la antigua basada en el modelo de Europa Oriental que destruyeron completamente en 1939 Hitler y Stalin. Aquellos dos se encargaron de acabar con la vida antigua, se aseguraron de que ciertas ideas modernas sobre la raza se convirtieran en realidades sociales. Quizá la ambigüedad confusa que podía percibirse en uno de los ojos de la prima Silvia era efecto de un comentario histórico contenido. Como mujer, en opinión del doctor Braun, ella tuvo más que un atisbo de esta transformación moderna. Su marido era multimillonario. ¿Dónde estaba la vida que podría haber comprado? ¿Las casas, criados, ropas y coches? En la granja ella había manejado las máquinas. Cuando se casó, se vio obligada a olvidar cómo se conducía. Era una mujer dócil y agradable, y se metía en la cocina a hacer bizcochos y a cortar filetes, como había hecho la madre de Isaac. O como debería haber hecho. Sin la cara furibunda de la madre, ni la mirada severa, la nariz rigurosa y la tira de prensa que descansaba en su espina dorsal. Sin las maldiciones que decía todo el tiempo la tía Rose.

En América, se enderezaron los abusos del Viejo Mundo. Estaba destinada a ser la tierra de la reparación histórica. Sin embargo, reflexionó el doctor Braun, nuevos alborotos llenaban el alma. Los detalles materiales habían cobrado una gran importancia. Pero seguía siendo el espíritu el que daba los mayores golpes. ¡Tenía que ser así! La gente que decía esto tenía razón.

Las ideas del primo Isaac: una red de cómputos, fachadas, elevaciones, hipotecas, dinero de ida y vuelta. Y como, además, cuando era joven había sido fuerte y atrevido, y esto nunca lo había abandonado del todo —permanecía únicamente en forma de comentario ingenioso—, de hecho su piedad parecía fingida. Añadida. Aquello de recitar los salmos en las obras. «Cuando examino los cielos, el trabajo de Tus dedos… ¿qué es el hombre para que Tú te preocupes por él?» Pero estaba claro que lo decía de buena fe. Se tomaba libre la tarde entera antes de las fiestas importantes. Mientras su rubia mujer, acalorada por la cocina, tomaba nota con el aire ligeramente bíblico que se esperaba de ella, él estaba en el piso de arriba bañándose y cambiándose de ropa. Había visitado las tumbas de sus padres y anunciaba a su regreso:

—He ido al cementerio.

—Ah —decía ella con simpatía, y el ojo bonito lleno de candor. El otro seguía despidiendo un diminuto destello de astucia.

Los padres, ahogados en arcilla. Dos cajas, una al lado de la otra. Una hierba de un verde fortísimo se extendía sobre ellas, e Isaac repetía una oración al Dios de la misericordia. Además, en hebreo con acento báltico, cosa de la que se burlaban los israelíes modernos. Los árboles de septiembre, amarillentos después de una o dos noches de helada, ahora que el cielo estaba azul y cálido, daban luz en vez de sombra. Isaac estaba preocupado por sus padres. Allí abajo, ¿cómo estaban? Le preocupaba la humedad, el frío, y sobre todo los gusanos. Cuando había helada, se le encogía el corazón al pensar en la tía Rose y el tío Braun, aunque como constructor supiera que estaban por debajo de la línea del hielo. Pero había una fuerza humana, su amor, que afectaba a su criterio, tan práctico para otras cosas. Desaparecía. Quizá, como constructor y experto en viviendas —y miembro de dos, no una, de las comisiones del gobernador— sentía especialmente que esos muertos no estaban bien protegidos. Pero Tina —al fin y al cabo también eran sus muertos— consideraba que él seguía explotando a papá y mamá y que la habría explotado a ella también si se hubiera dejado.

Durante varios años, en la misma estación, se producía una escena entre ellos. Lo piadoso antes del día de expiación consistía en visitar a los muertos y perdonar a los vivos: perdonar y pedir perdón. Por consiguiente, Isaac iba una vez al año a la vieja casa. Aparcaba su Cadillac. Llamaba al timbre, con el corazón latiendo fuerte. Esperaba al pie de la larga y encerrada escalera. El pequeño edificio de ladrillo, que ya era viejo en 1915 cuando lo compró el tío Braun, fue heredado por Tina, quien intentó modernizarlo. Había sacado las ideas de la revista House Beautiful. El papel con el que empapeló los inclinados muros de la escalera era inadecuado. No importaba. Tina, desde arriba, abría la puerta, veía la figura masculina y la cara llena de señales de su hermano y decía:

—¿Qué quieres?

—¡Tina! Por Dios santo, he venido a hacer las paces.

—¿Qué paces? Nos privaste a todos de una fortuna.

—Los otros no están de acuerdo. Venga, Tina, somos hermanos. Acuérdate de papá y mamá. Recuerda…

Ella le gritaba desde arriba:

—¡Hijo de puta! ¡Claro que me acuerdo! Ahora lárgate. Dando un portazo, ella marcaba el número de su hermano Aaron, mientras encendía uno de sus cigarrillos.

—Ha vuelto a venir —le decía—. ¡Vaya mierda! No va a practicar su maldita religión conmigo.

Ella decía que odiaba su actitud ortodoxa rastrera. A ella no la engañaba. En un trato o en una estafa.-Pero no soportaba aquel sentimentalismo.

En cuanto a ella, es posible que tuviera un cuerpo de mujer, pero actuaba como un hombre. Y con un vestido puesto, mientras llegaba una música tierna de la radio, se fumaba un cigarrillo después de que Isaac se hubiera marchado, tronando por dentro con grandes sacudidas de sentimiento. Para las cuales, de otro modo, no había ocasión. Es posible que maldijera a su hermano, pensaba el doctor Braun, pero le debía mucho. La tía Rose, que había sido una defensora tan dura del dinero, le había dejado a su hija necesidades, ¡vaya necesidades! La decencia tranquila de la vida doméstica de una mujer de mediana edad —marido, hija, cosas de casa— no hacía nada para calmar unas necesidades como las suyas.

De manera que, cuando Isaac Braun le dijo a su mujer que había visitado las tumbas de la familia, ella supo que había vuelto a ir a ver a Tina. Se había repetido la escena. Isaac, con una voz y unos gestos que pertenecían a la historia y que no tenían lugar ni paralelo en el Nueva York industrial del norte, apeló a su hermana ante los ojos de Dios y, en nombre de los que ya no estaban, le rogó que acabase con su rabia. Pero ella le gritó desde lo alto de las escaleras: «¡Nunca! Hijo de puta, ¡nunca!», y él se marchó.

Isaac se iba a casa a buscar consuelo y más tarde caminaba hasta la sinagoga con el corazón dolido. Era un líder de la congregación, lastrado por la pena. Se golpeaba el pecho con el puño en un gesto anticuado de penitencia. El modo moderno era el del comedimiento. La moderación anglosajona. El rabino, con sus aires de relaciones públicas de la avenida Madison, no aprobaba aquellas lágrimas europeas y dramáticas acompañadas de golpes de pecho. Hacía que el solista bajara el tono. Pero Isaac Braun, cubierto por el chal de oraciones de su padre, con sus rayas negras y sus flecos, apretaba los dientes y se iba a llorar cerca del arca.

Estas visitas anuales a Tina continuaron hasta que ella se puso enferma. Cuando la hospitalizaron, Isaac telefoneó al doctor Braun y le pidió que averiguara cómo iban realmente las cosas.

—Pero yo no soy médico.

—Eres científico. Tú lo comprenderás mejor.

Cualquiera lo podía haber comprendido. Se estaba muriendo de cáncer de hígado. Habían probado con la radiación de cobalto. La quimioterapia. Ambas la pusieron más enferma todavía. El doctor Braun le dijo a Isaac:

—No hay esperanzas.

—Lo sé.

—¿La has visto?

—No. Me lo ha dicho Mutt.

Isaac le envió con Mutt el recado de que quería visitarla en el hospital. Tina se negó a verlo.

Y Mutt, con su cara larga y oscura, feo pero amable, con ojos de perro, la apremió dulcemente:

—Deberías verlo, Tina. Pero Tina dijo:

—No. ¿Por qué? Lo que él quiere es ver un lecho de muerte judío. No.

—Venga, Tina.

—No —dijo ella, aún con más firmeza. Entonces añadió—: Lo odio —como si le explicara que Mutt no debía esperar que ella renunciase a ese sentimiento. Y un poco más tarde añadió, en voz más baja, como si hablase en general—: Yo no puedo ayudarlo.

Pero Isaac llamaba por teléfono a Mutt todos los días, y le decía:

—Tengo que ver a mi hermana.

—No consigo que acepte.

—Tienes que explicárselo. Ella no sabe lo que está bien. Isaac llegó incluso a telefonear a Fenster, aunque, como todo el mundo sabía, tenía una opinión muy pobre sobre la inteligencia de este último. Y Fenster le contestó:

—Ella dice que nos hiciste una jugarreta.

—¿Yo? Ella se asustó y se retiró. Yo tuve que hacerlo todo solo.

—Te sacudiste de encima a toda la familia.

De manera bastante simple, con la franqueza del tonto de la Biblia (así es como lo veía Isaac, y Fenster lo sabía), le dijo:

—Tú lo querías todo para ti, Isaac.

Era demasiado esperar, le dijo Isaac al doctor Braun, que lo dejasen disfrutar su gran fortuna sin protestar. Y admitió que era muy rico. No le dijo cuánto dinero tenía. Esto era un misterio para la familia. Los viejos decían: «Ni él mismo lo sabe».

Isaac le confesó a su primo, el doctor Braun: «Nunca la he comprendido». Incluso así, le afectó mucho más al año siguiente.

La prima Tina había descubierto que no era necesario obligarse con las viejas reglas. Que, como se le negaba a Isaac el doloroso deseo de ver el rostro de su hermana, todo se colocaba en una esfera distinta de conocimiento superior, doloroso pero más verdadero que el antiguo. Parecía como si ella, desde su lecho, estuviese dirigiendo esta investigación.

—Deberías dejarlo que viniera —le decía Mutt.

—¿Porque me estoy muriendo?

Mutt, simple y oscuro, la miró, sus negros ojos momentáneamente vacíos mientras buscaba una respuesta:

—La gente se recupera —le dijo.

Pero ella le dijo, con una rara indiferencia con respecto al hecho:

—Esta vez no.

Ya se le había puesto la cara demacrada y el vientre hinchado. Se le estaban hinchando también las piernas. Ella había visto esos signos en otros y los comprendía.

—Llama todos los días —le dijo Mutt.

Ella pidió que le hicieran las uñas. De un color rojo oscuro, casi marrón. Era una de esas rarezas de la necesidad o del deseo. El anillo que le había quitado a su madre lo tenía ahora suelto en el dedo. E, incorporándose en la cama levantada, como si hubiera encontrado un momento de paz, cruzó los brazos y dijo, apretando el encaje de la sábana con las puntas de los dedos:

—Entonces transmítele a Isaac mi mensaje, Mutt: lo recibiré, pero le costará dinero.

—¿Dinero?

—Me tendrá que pagar veinte mil dólares.

—Tina, eso no está bien.

—¿Por qué no? Son para mi hija. Los va a necesitar.

—No, no necesita ese tipo de dinero. —Él sabía lo que había dejado la tía Rose—. Hay suficiente y tú lo sabes.

—Si quiere venir, ese es el precio de entrada —dijo ella—.

Es solo una parte de lo que nos quitó.

Mutt dijo sencillamente:

—A mí nunca me quitó nada.

Curiosamente, tenía en el rostro la astucia de los Braun, pero nunca la practicaba. Esto no se debía a que hubiese resultado herido en el Pacífico. Siempre había sido así. Le envió a Isaac el mensaje de Tina en un papel comercial, ELECTRODOMÉSTICOS BRAUN, 4 2 CLINTON, como si fuera una oferta de contrato. Ni un comentario, ni siquiera una firma.

«Tina acepta por veinte de los grandes en efectivo. Si no, no»

En opinión del doctor Braun, su prima Tina se había aprovechado de la fuerza de la muerte para crear una situación dramática, que al mismo tiempo era cómica. Mientras se decía esto a sí mismo, le llegó una reacción de burla. La muerte, esa novia horrible, esperaba con una consumación que nunca había ofrecido la vida. Devaluaba, por tanto, la vida, llenando el espacio vacío que quedaba (que debería haber estado reservado para la belleza, lo milagroso, la nobleza), con una monstruosidad obesa, rencor, fracaso y tortura autoinfligida.

Isaac, el día que recibió las condiciones de Tina, tenía previsto salir al río con la comisión anticontaminación del gobernador. El Departamento de Caza y Pesca había enviado un barco para llevar a los cuatro miembros de la comisión al Hudson. Iban a ir hacia el sur, hasta Germantown, donde parecía ser que el río, con las montañas al este, medía más de un kilómetro de ancho. Y de vuelta a Albany, Isaac había querido cancelar esta inspección, tenía muchas cosas en que pensar, su cabeza estaba llena. «Abarrotado» era el término que le gustaba utilizar a Braun para hablar de ello, el que mejor le parecía que expresaba el estado mental de Isaac. Pero Isaac no pudo liberarse de esta visita oficial. Su mujer le hizo ponerse el sombrero de paja y un traje fresco. Se inclinó a un costado del barco, con las manos fuertemente agarradas a la barandilla de color rojo oscuro con ensambladuras de bronce. Respiró entre dientes. Por detrás de las piernas y en el cuello, el pulso le latía con fuerza; y en la cabeza una arteria hinchada le hacía tomar conciencia, a él solo, del aire que pasaba por su lado y del agua tan hermosa. Dos jóvenes profesores de Rengelaer les dieron una charla sobre la geología y la fauna del alto Hudson y sobre los problemas industriales y comunitarios de la región. Las ciudades estaban arrojando aguas residuales sin tratar al Mohawk y al Hudson. Se veía salir el flujo de unas tuberías de tamaño gigante. Cloacas, dijo el profesor de la barba roja y los dientes estropeados. Tenía mucho metal oscuro dentro de la boca, encías de peltre en vez de hueso. Y una tubería con la que señalaba los trozos de basura que volvían el río amarillento. Las ciudades esparcían sus desperdicios. ¿Cómo podían eliminar aquello? Se habló de algunos métodos: plantas de tratamiento; energía nuclear. Por último el profesor presentó un ingenioso proyecto de ingeniería para enviar todos los desperdicios al interior de la Tierra, muy por debajo de la corteza, a miles de metros, en las capas más profundas. Pero incluso aunque un día se pusiera freno a la contaminación, se tardarían cincuenta años en hacer que el río volviese a ser lo que era. Los peces habían sobrevivido mucho tiempo pero al final abandonaron los viejos lugares de desove. Solo quedaba una anguila salvaje y carroñera dominando las aguas. Aquel río seguía siendo grande a pesar de las lagunas de desechos y de lo retorcido de las anguilas. Uno de los miembros de la comisión tenía un rostro vagamente familiar, largo y estrecho, la boca como un pestillo, las mejillas hundidas, el hueso de la nariz deformado, y el pelo que empezaba a escasear. Amable. Delgado. Como estaba pensando en Tina, Isaac no se había enterado de cómo se llamaba. Pero al mirar las páginas impresas que les había preparado el personal, vio que se trataba de Ilkington junior. Ese hombre tranquilo y agradable que te miraba de manera tan profunda con aquella cabeza blanca, los largos pantalones retorcidos por la brisa mientras agarraba la barandilla de metal detrás de él.

Era evidente que sabía lo de los cien mil dólares.

—Me parece que yo conocí a su padre —le dijo Isaac, en voz muy baja.

—Desde luego que sí —dijo Ilkington. Era delgado para su altura; tenía la piel tirante, que le brillaba en las sienes, y un liquen rojizo de sangre se extendía por sus mejillas. Los capilares.

—El viejo está bien.

—Me alegro.

—Sí. Está bien. Muy débil, sin embargo. Lo pasó mal, ¿sabe?

—No sabía.

—Oh, sí. Invirtió en la construcción de un hotel en Nassau y perdió su dinero.

—¿Todo? —dijo Isaac.

—Todo el legítimo.

—Lo siento mucho.

—Es una suerte que tuviera alguna cosita en la que apoyarse.

—Ah, ¿sí?

—Desde luego.

—Ya veo. Eso fue una suerte.

—Le durará.

Isaac se alegró de saberlo y apreció la amabilidad de Ilkington al decírselo. También sabía lo que el club de campo de Robbstown había representado para él, pero no se lo echó en cara, sino que se comportó cortésmente. Por lo que a Isaac, lleno de gratitud, le habría gustado mostrar su agradecimiento. Pero con esa gente lo que uno mostraba lo mostraba en silencio. De esto le parecía a Isaac que estaba empezando a apreciar el valor. La sabiduría nativa y diferente de los gentiles, que tenían mucho que decir pero se contenían. ¿A qué se dedicaba este Ilkington junior? Volvió a mirar los papeles y encontró un párrafo con su biografía. Especialista en seguros. Diversas comisiones del gobierno. Probablemente Isaac podría haber hablado de Tina con ese hombre. Sí, en el cielo. En la tierra nunca iban a hablar de una cosa así. Tendrían que conformarse con impresiones silenciosas. Variaciones incomunicadas, un contacto amable pero callado. Parecía que la gente, cuantas más cosas tenía en la cabeza, menos sabía cómo comunicarlas.

—Cuando le escriba a su padre, dele recuerdos de mi parte. Mientras tanto, el profesor seguía diciendo que las comunidades que vivían a la orilla del río no iban a pagar ningún tipo de planta de tratamiento de aguas residuales. Tendría que costearlas el gobierno federal. Eso era lo justo, pensó Isaac, ya que el Departamento de Hacienda se llevaba a Washington miles de millones en impuestos y no dejaba mucho localmente. De manera que ellos echaban los excrementos en los ríos. Isaac, que había construido muchas casas a lo largo del Mohawk, siempre había dado esto por sentado. Había construido edificios sórdidos de los que estaba tan orgulloso… Había estado orgulloso.

Saltó a la orilla cuando amarraron el barco. El comisionado del Estado había cogido una anguila del agua para mostrársela al grupo de inspección. La anguila se escapó retorciéndose hacia el río formando círculos rápidos y enérgicos, rascándose la piel en las planchas, con la cresta en pie. ¡Plop! Negra y viscosa, con la boca abierta para perecer.

La brisa había cesado y el agua apestaba. Isaac se fue a casa en su Cadillac, con el aire acondicionado puesto. Su mujer le dijo:

—¿Qué tal ha estado?

Él no tenía respuesta que dar.

—¿Y qué vas a hacer con Tina? Una vez más, no dijo nada.

Pero, conociendo a Isaac, y viendo cómo estaba de excitado, ella previó que iría a Nueva York para pedir consejo. Más tarde se lo dijo al doctor Braun, y él no vio razón alguna para impedírselo. Las esposas inteligentes tienen el don de predecir las cosas. A los maridos afortunados se les perdona su previsibilidad.

Isaac tenía un rabino en Williamsburg. Era tan ortodoxo como eso. Y no fue en avión. Tomó un compartimento en el tren Twentieth Century, que salió de Albany justo antes del amanecer.

Únicamente había luz suficiente para ver el río. Pero no se veía la orilla oeste. Un tanque cubierto de humo y gases dividía el agua bituminosa. Por fin surgieron las montañas en el horizonte.

Querían jubilar el viejo tren. Las alfombras estaban sucias y los retretes apestaban. Los camareros del coche restaurante eran desaseados. Isaac tomó tostadas y café, rechazando los olores de jamón y tocino respirando fuerte. Comió con el sombrero puesto. Era racialmente distinto, como sabía bien el doctor Braun. El grupo sanguíneo era característico del mediterráneo oriental. Incluso sus huellas digitales pertenecían a un modelo distinto. La nariz, los ojos grandes y oscuros, la piel tostada, rajada por un médico ruso en los viejos tiempos. Y, mirando por la ventanilla cuando pasaban a toda velocidad por Rhinecliff, Isaac vio, con la familiaridad de cientos de viajes, aquella enorme superficie de agua, la espesa masa de árboles, el espacio iluminado. Dentro del compartimento, en una cautividad ociosa, encerrado con aquella tapicería horrible y la puerta que traqueteaba. El viejo arsenal, la isla de Bannerman, el juguetón castillo, con los sauces de color verde amarillento retozando a su alrededor, y el agua brillante, tan verde como él la recordaba de 1910, cuando era uno de los cuarenta millones de extranjeros que llegaban a América. Recordó las vías, tal y como eran entonces, las corrientes retorciéndose y la montaña con su cima redondeada, y la pared de roca descendiendo curvada hacia el río.

Desde la estación Grand Central, llevando un maletín con todo lo necesario en su interior, Isaac tomó el metro para ir al lugar de su cita. Esperó en la antesala, donde los barbudos seguidores del rabino salían y entraban con sus largas chaquetas. Isaac iba vestido con traje de negocios, pero eso no hacía que pareciera menos arcaico que el resto. El suelo estaba desnudo. Los asientos eran de madera y las paredes blancas y punteadas. Pero las ventanas estaban sucias, como si el exterior no importara. De estas personas, muchas eran supervivientes del Holocausto alemán. El propio rabino lo había padecido de niño. Después de la guerra, había vivido en Holanda y Bélgica y había estudiado ciencias en Francia. En Montpellier. Bioquímica. Pero había sentido la llamada a estos deberes espirituales en Nueva York; Isaac no estaba seguro de cómo había sucedido esto. Y ahora llevaba la barba completa. En su despacho, sentado ante una pequeña mesa con un cuaderno de notas verde y un bolígrafo, la conversación se desarrolló en la jerga, en yídish.

—Rabino, mi nombre es Isaac Braun.

—De Albany. Sí, lo recuerdo.

—Soy el mayor de cuatro hermanos. Mi hermana, la más joven, la muzinka, se está muriendo.

—¿Estás seguro de esto?

—De un cáncer del hígado, con muchos dolores.

—Entonces es cierto. Sí, se está muriendo.

En aquel rostro tan blanco y redondo, la barba del rabino crecía larga y espesa en rizos ensortijados. Era un hombre fuerte y joven, con el grueso cuerpo abotonado apretadamente en el hábito negro y brillante.

—Hay cierta cosa que se produjo poco después de la guerra. La oportunidad de comprar un terreno valioso para la construcción. Yo invité a mis hermanos y a mi hermana a invertir conmigo, rabino, pero el día…

El rabino escuchó, con el blanco rostro levantado hacia una esquina del techo, pero totalmente atento, con las manos apretadas contra las costillas, por encima de la cintura.

—Comprendo. Trataste de ponerte en contacto con ellos aquel día y te sentiste abandonado.

—Me abandonaron, rabino.

—Pero aquello también fue una suerte para ti. Ellos te volvieron la espalda, y eso te hizo rico. No tuviste que compartir.

Isaac admitió esto pero añadió:

—Si no hubiera sido en un trato, habría sido en otro.

—¿Crees que estabas destinado a ser rico?

—Yo estaba seguro de que así sería. Y había muchas oportunidades.

—Tu hermana, la pobre, es muy dura. Se equivoca. No tiene motivos de queja contra ti.

—Me alegra oír eso —dijo Isaac. No obstante, «me alegra» era solo una expresión, porque en realidad estaba sufriendo.

—Tu hermana no es pobre, ¿verdad?

—No, heredó algunos bienes. Y a su marido le va bastante bien. Aunque supongo que una enfermedad tan larga cuesta dinero.

—Sí, es una enfermedad agotadora. Pero los vivos solo pueden desear vivir. Yo hablo de los judíos. Quisieron aniquilarnos. Consentir habría sido dar la espalda a Dios. Pero volviendo a tu problema: ¿has pensado en tu hermano Aaron? Él aconsejó a los demás que no se arriesgaran.

—Lo sé.

—A él le interesaba que ella se enfadara contigo y no con él.

—Comprendo.

—Él es el culpable. Está pecando contra ti. Tu otro hermano es un buen hombre.

—¿Mutt? Sí, lo sé, es un hombre decente. Casi no sobrevivió a la guerra. Le dispararon en la cabeza.

—¿No ha perdido la cabeza?

—Eso creo.

—A veces es necesario algo como eso, una bala en la cabeza.

El rabino hizo una pausa y volvió la redonda cara, con la negra barba inclinada sobre los pliegues del brillante hábito. Y entonces, mientras Isaac le contaba cómo siempre iba a ver a Tina antes de las grandes fiestas, empezó a ponerse impaciente, moviendo la cabeza hacia delante, pero con los ojos vueltos de lado.

—Sí. Sí. —Estaba seguro de que Isaac había hecho lo correcto—. Sí. Tú tienes el dinero. Ella te guarda rencor. Eso no es razonable. Pero así es como ella lo ve. Tú eres un hombre. Ella es solo una mujer. Tú eres un hombre rico.

—Pero, rabino —dijo Isaac—, ahora está en su lecho de muerte, y yo he querido verla.

—Sí. ¿Y bien?

—Quiere que pague por ello.

—¿Ah? ¿De verdad? ¿Dinero?

—Veinte mil dólares. Para que me dejen entrar en la habitación.

El corpulento rabino se quedó parado, con los blancos dedos en los reposabrazos de la silla de madera.

—Supongo que ella sabe que se está muriendo, ¿verdad? —dijo.

—Sí.

—Sí. A todos los judíos les encantan las bromas en el momento de la muerte. Yo conozco muchas. Bien. América no lo ha cambiado todo, ¿verdad? La gente cree que Dios tiene sentido del humor. Esas bromas que gastan los moribundos muestran que tienen un alma fuerte y valiente, pero escéptica. ¿Qué tipo de mujer es tu hermana?

—Fuerte. Grande.

—Ya veo. Una mujer gorda. Un trozo de carne con ojos, como se suele decir. Y mira a las que tienen más suerte, como un animal en una jaula, quizá. Aislada. Por el deseo y la desesperación. Una niña gorda así: a veces la gente se comporta como si estuvieran solos cuando hay presente un niño así. De manera que esas pequeñas almas monstruosas tienen un destino extraño. Ven a la gente como es cuando nadie está mirando. Tienen una visión muy triste de la humanidad.

Isaac respetaba al rabino. Lo reverenciaba, según el doctor. Pero quizá no era lo suficientemente anticuado para él, a pesar del sombrero, la barba y la gabardina. Tenía el tono antiguo, las maneras, el corte corpulento, el juicio tranquilo universal del genio moral judío. Suficiente para satisfacer a cualquiera. Pero había también en él algo extraño, es decir, contemporáneo. De vez en cuando, mostraba un signo del estudiante de ciencias, el bioquímico del sur de Francia, de Montpellier. Probablemente hablaba inglés con acento francés, mientras que el primo Isaac hablaba como todos los demás en el norte del estado. En yídish tenía el mismo dialecto: ruso blanco, de la región de Minsk. Los pantanos de Pripet, pensó el doctor Braun. Y entonces volvió a observar el halcón encima del sicomoro blanco a orillas del Mohawk. Sí, quizá. Entre estos pájaros recientes, pinzones, zorzales, estaba el primo Isaac con más escamas que plumas en sus alas. Él era un tipo más a la antigua. El ojo castaño y rojizo, los fuertes músculos del mentón que no dejaban de trabajar bajo la piel. Hasta la herida era preciosa para él. A Braun le parecía que lo conocía, o más bien, tenía el deseo de haberlo conocido. Porque todas aquellas personas estaban muertas. Era un amor inútil.

—¿Puede usted permitirse pagar ese dinero? —preguntó el rabino. Y, cuando Isaac dudo, le dijo—: No le estoy preguntando a qué cifra se eleva su fortuna. Eso no es asunto mío. Pero ¿podría usted pagarle los veinte mil?

Isaac, con un aspecto muy cansado, le dijo:

—Si tuviera que hacerlo.

—¿Sería eso un gran golpe para su fortuna?

—No.

—En ese caso, ¿por qué no lo paga?

—¿Cree usted que debería?

—No soy yo quien tiene que decirle que entregue tanto dinero. Pero usted ya dio, apostó y confió en aquel otro hombre, el goy.

—¿Ilkington? Aquello era un riesgo de negocios. Pero ¿y Tina? ¿Cree usted que debo pagar?

—Ceda. Yo diría, juzgando a la hermana por el hermano, que no hay otra solución.

Entonces Isaac le dio las gracias por su tiempo y su opinión. Salió a la plena luz de la calle, que olía a estiércol. El aburrido cemento de los edificios, desalineados, los bloques torcidos, la mugre encima de más mugre como si estuvieran hechos de zapatos viejos y no de ladrillos. Allí era el contratista el que miraba. El aroma de azúcar y café tostado era fuerte, pero el aire veraniego se movía deprisa en medio de la humedad y debajo del enorme puente pisoteado por las máquinas. Andaba buscando la entrada del metro, pero vio en su lugar un taxi amarillo con la luz encendida en el techo. Primero le dijo al chófer: «Grand Central», pero en la primera esquina cambió de opinión y dijo: «Lléveme al aeropuerto de West Side». No había ningún tren rápido para Albany hasta el final de la tarde. No podía esperar en la calle Cuarenta y dos. Hoy no. Debía haber sabido todo el tiempo que tendría que pagar el dinero. Solo había venido a confirmar su opinión consultando con el rabino. Para tener la ley y la sabiduría de su parte. Pero Tina, desde su lecho de muerte, había hecho un movimiento demasiado fuerte. Si él se negaba a pagar, nadie se lo iba a echar en cara. Pero él se sentiría muy dañado. ¿Cómo iba a soportarse a sí mismo? Porque él ahora ganaba fácilmente esas cantidades. Si el precio hubiera sido de cincuenta mil dólares, Tina habría estado diciendo que no quería verlo más, pero veinte mil, esa cifra era una elección astuta. Y la ortodoxia no le ofrecía otra solución. Ahora todo dependía de él.

Habiendo decidido capitular, sentía una especie de temeridad mortal. Nunca había volado antes. Pero quizá ya iba siendo hora. Todos habían vivido bastante. Y en todo caso, mientras el taxi reptaba por entre la muchedumbre de la hora de la comida en la calle Veintitrés, le pareció que de todas formas ya había bastante gente en el mundo.

En el autobús del aeropuerto abrió el ejemplar de los salmos que había heredado de su padre. Las negras letras en hebreo únicamente lo miraban como bocas abiertas con la lengua fuera, señalando hacia arriba, como llamas estúpidas. Lo intentó, intentó obligarse a hacerlo. No le sirvió de nada. El túnel, los humanos, los esqueletos de automóviles, las entrañas de las máquinas, los basureros, las gaviotas, todo ello le pintaba una imagen de una Newark temblorosa en medio del verano, concentrando su atención en el detalle. Como si él no fuera Isaac Braun sino un hombre que tomaba fotografías. Después, cuando el avión empezó a correr con furia concentrada para despegar, con toda la fuerza que necesitaba para despegarse del magnetismo de la tierra, y más, cuando vio que la tierra se quedaba detrás y la máquina se elevaba, desde la pista, se dijo a sí mismo en su interior con claridad: Shema Yisroel. «Óyeme, Israel, ¡solo Dios es Dios!» A su derecha se extendía Nueva York como un gigante hacia el mar, y el avión, con un salto de las ruedas retráctiles, se volvió hacia el río, el Hudson, verde por las mareas y por el viento. Isaac exhaló el aliento que había estado conteniendo, pero no se quitó el cinturón. Por encima de los maravillosos puentes, de las nubes, cuando navega por la atmósfera, uno se da cuenta mejor que nunca de que no es ningún ángel.

El vuelo fue corto. Desde el aeropuerto de Albany, Isaac telefoneó a su banco. Le dijo a Spinwall, que era con quien hacía los negocios, que necesitaba veinte mil dólares en efectivo.

—No hay ningún problema —le dijo Spinwall—. Los enemos.

Isaac le explicó al doctor Braun:

—Tengo varias libretas de ahorro en el depósito del banco.

Probablemente tenía varias cuentas individuales de diez mil dólares, protegidas por el seguro federal de depósitos. Debía de tener muchas.

Entró en la cámara acorazada por la redonda puerta, la puerta delicada, circular y enorme, como la luna que se acerca tal y como la ven los navegantes del espacio. Un taxi lo esperaba en la puerta cuando sacó el dinero y los llevó a él y a los dólares de su maletín al hospital. Llegaron al hospital, con sus llagas purulentas y el olor a carne sin esperanza y a drogas, las ostentosas flores y los vestidos arrugados. En el gran ascensor en forma de jaula en el que podían meterse camas enteras, motores y máquinas de laboratorio, los ojos se le iban a la hermosa y silenciosa negra que controlaba los mandos mientras se movían lentamente desde la entrada al entresuelo, del entresuelo al primero. Estaban los dos solos, y, como no iban a ir más rápido, se encontró observando las hermosas y fuertes piernas de ella, su busto, el brillo y el metal dorado de sus gafas, y la hinchazón sensual de su garganta, justo debajo de la barbilla. A pesar de sí mismo, todo esto lo impresionó mientras se dirigía despacio al lecho de muerte de su hermana.

En la puerta del ascensor, mientras se abría, lo esperaba su hermano Mutt.

—¡Isaac!

—¿Cómo está?

—Muy mal.

—Bien, pues aquí estoy. Con el dinero.

Confundido, Mutt no sabía cómo mirarlo. Parecía asustado. El control que Tina ejercía sobre Mutt siempre había sido grande. Aunque era tres o cuatro años mayor que ella. Isaac entendía de algún modo sus motivos y le dijo:

—Está bien, Mutt. Si tengo que pagar, estoy dispuesto.

Lo que ella diga.

—Puede que ni siquiera se dé cuenta.

—Llévaselo. Dile que estoy aquí. Quiero ver a mi hermana, Mutt.

Incapaz de mirarlo a la cara, Mutt cogió el maletín y entró en la habitación de Tina. Isaac se retiró de la puerta sin mirar por la rendija. Como no podía estarse quieto, se paseó por el pasillo, con las manos a la espalda. Pasó por la fila de sillas de ruedas vacías. Le repelían estas cosas fabricadas para la debilidad. Odiaba esos objetos, odiaba el olor de los hospitales. Tenía sesenta años. Sabía el camino que él también tendría que tomar, y pronto. Pero solo lo sabía, aún no lo sentía. Para él la muerte todavía estaba lejos. En cuanto a la entrega del dinero, por la que Mutt estaba avergonzado, participando sin querer en algo injusto y grotesco (sí, era algo exagerado, como las cosas que se les ocurría pedir a las mujeres durante el embarazo, que querían comer melocotones, o tomar cerveza, o comer yeso de las paredes). Pero él, tan pronto como entregó el dinero, no se preocupó más por él. Aquello no era nada. Se alegraba de soltarlo. Apenas podía entender esto de sí mismo. Una vez entregó el dinero, cesó el tormento. Nada de nada. Aquello lo habían hecho para castigarlo, para aislarlo, para condenarlo por algo, para meterlo en una categoría. Pero el efecto fue exactamente el contrario. ¿Qué categoría? ¿Dónde estaba? Si ella creía que lo hacía sufrir, no lo hacía. Si ella creía que comprendía el alma de él mejor que nadie (su pobre hermana moribunda), no, no la comprendía.

Y el doctor Braun, sintiendo junto a él esta labor de diseño y desesperación, este último intento de intercambiar los sentidos, se levantó, se quedó de pie mirando los trozos de hielo, los jirones de vapor en el cielo azul invernal.

Entonces la enfermera privada de Tina abrió la puerta e indicó a Isaac que entrara. Él se apresuró a hacerlo y se quedó parado con una mirada ahogada. La parte de arriba del cuerpo de su hermana estaba demacrada y amarilla. Tenía el estómago hinchado y las piernas y tobillos de un grosor grotesco. Los deformes pies se habían liberado de la colcha. Tenía las plantas como tierra. La piel de las sienes estaba tirante. El pelo, blanco. Tenía una aguja intravenosa pegada al brazo y otros tubos iban de su cuerpo a unos recipientes de excrementos que había debajo de la cama. Mutt le había colocado el maletín delante. No lo había abierto. Descarnada, con el pelo ralo y los negros ojos imposibles de descifrar, ella lo miraba fijamente.

—¡Tina!

—Me preguntaba qué harías —dijo ella.

—Está todo aquí.

Pero ella apartó el maletín de un manotazo y dijo, con voz ahogada:

—No, quédatelo.

Él se inclinó para besarla. Ella levantó el brazo que tenía libre y trató de abrazarlo. Estaba demasiado débil, demasiado medicada. Él sintió los huesos de su obesa hermana. La muerte. El final. La tumba. Se echaron a llorar. Y Mutt también, colocándose al pie de la cama, con la boca retorcida y las lágrimas rodándole por las mejillas. Las lágrimas de Tina eran más gruesas y lentas.

El anillo que Tina le había quitado a la tía Rose estaba atado a aquel dedo consumido con hilo dental. Ella levantó una mano hacia la enfermera. Todo estaba preparado. La enfermera cortó el hilo. Tina le dijo a Isaac:

—El dinero no. No lo quiero. Toma tú el anillo de mamá. Y el doctor Braun, profundamente conmovido, trató de entender qué era la emoción. ¿Para qué servía? ¿Cuál era su finalidad? Y ahora nadie la quería. Quizá era mejor mantenerse frío. En la vida y en la muerte. Pero, una vez más, esa frialdad sería proporcional al grado de calor que uno llevara dentro. No obstante, una vez que la humanidad hubiese comprendido su propio sentido, que era humano pasar por esas pasiones, empezaría a explotar, jugar, molestar para excitarse, hacer ruido y formar un circo con los sentimientos. De manera que los Braun lloraron por la muerte de Tina. Isaac sostuvo el anillo de su madre en la mano. También el doctor Braun tenía lágrimas en los ojos. Estos judíos, ¡estos judíos! ¡Sus sentimientos, sus corazones! A menudo el doctor Braun solo quería frenar todo esto. Porque, ¿para qué servía? Uno detrás de otro se iban yendo los moribundos. Así se fueron, uno por uno. Uno mismo se iba. La infancia, la familia, la amistad y el amor se ahogaban en la tumba. ¡Y esas lágrimas! Cuando uno lloraba con el corazón, le parecía que justificaba algo o que comprendía algo. Pero ¿qué es lo que comprendía? Una vez más, ¡nada! Era solo un sentimiento de comprensión. La promesa de que la humanidad podía —podía, y digo bien— al final, gracias a este don que podía —podía, ¡otra vez!— ser un don divino, comprender el sentido de la vida. De la vida y de la muerte.

Y una vez más, ¿por qué adoptaron estas formas en concreto Isaac y Tina? Cuando el doctor Braun cerró los ojos, vio, rojo sobre negro, algo parecido a los procesos moleculares, la única heráldica auténtica del ser. Igual que, más tarde, en la oscuridad del día que acababa, se dirigió hacia la oscura ventana de la cocina para echar una mirada a las estrellas. Esas cosas despedidas por una gran sacudida engendradora hace miles de millones de años.

FIN

Saul Bellow. Nació en una familia judía de origen ruso, que emigró a Canadá; con nueve años marchó a Chicago. Estudió Literatura Inglesa en la Universidad de Chicago, estudios que abandonó para licenciarse en Antropología y Sociología en la Universidad Northwestern. Hizo estudios de postgrado en la Universidad de Wisconsin que abandonó tras su primer matrimonio. Trabajó como profesor en el Colegio Pestalozi-Froeble en Chicago y en la editorial de la Enciclopedia Btritánica.

Llegada la Segunda Guerra Mundial, Bellow fue rechazado por el ejército, sirviendo en la marina mercante. Tras la guerra, fue profesor en las universidades de Minnesota, Nueva York, Princeton y Puerto Rico. Había publicado por primera vez en 1944, y marchó a París con una beca, escribiendo allí sus primeras novelas importantes.

Tras su regreso, Bellow fue coeditor de la revista El Noble Salvaje y profesor en la Universidad de Chicago, que años más tarde abandonaría para enseñar en la de Boston. Recibió numerosos premios, destacando el Pulitzer en 1976, el mismo año en que obtuvo el Nobel de Literatura. También le concedieron la Medalla Nacional de las Artes y en tres ocasiones el Premio Nacional del Libro.

Bellow fue autor de novelas de ficción, algo autobiográficas, con personajes de origen judío, muy bien retratados, en las que no es difícil encontrar cambios radicales como del humor a la tragedia.

De entre su obra habría que destacar títulos como La víctima, Carpe Diem, El legado de Humboldt, Ravelstein o Son más los que mueren de desamor.