La noche buena

Foto de Rodion Kutsaev en Unsplash

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La noche buena se aproxima y la radio igualmente que la bocina de la camioneta que anunciaba las películas del Teatro Ideal parecían empujarla con canción, negocio y bendición. Faltaban tres días para la noche buena cuando doña María se decidió comprarles algo a sus niños. Esta sería la primera vez que les compraría juguetes. Cada año se proponía hacerlo pero siempre terminaba diciéndose que no, que no podían. Su esposo de todas maneras les traía dulces y nueces a cada uno, así que racionalizaba que en realidad no les faltaba nada. Sin embargo cada navidad preguntaban los niños por sus juguetes. Ella siempre los apaciguaba con lo de siempre. Les decía que se esperaran hasta el seis de enero, el día de los reyes magos y así para cuando se llegaba ese día ya hasta se les había olvidado todo a los niños. También había notado que sus hijos apreciaban menos y menos la venida de don Chon la noche de Navidad cuando venía con el costal de naranjas y nueces.

—Pero, ¿por qué a nosotros no nos trae nada Santo Clos? 

—¿Cómo que no? ¿Luego cuando viene y les trae naranjas y nueces?

—No, pero ése es don Chon.

—No, yo digo lo que siempre aparece debajo de la máquina de coser. 

—Ah, eso lo trae papá, a poco cree que no sabemos. ¿Es que no somos buenos como los demás?

—Sí, sí son buenos, pero… pues espérense hasta el día de los reyes magos. Ese es el día en que de veras vienen los juguetes y los regalos. Allá en México no viene Santo Clos sino los reyes magos. Y no vienen hasta el seis de enero. Así que ése sí es el mero día.

—Pero, lo que pasa es que se les olvida. Porque a nosotros nunca nos han dado nada ni en la noche buena ni en el día de los reyes magos. 

—Bueno, pero a lo mejor esta vez sí. 

—Pos sí, ojalá.

Por eso se decidió comprarles algo. Pero no tenían dinero para gastar en juguetes. Su esposo trabajaba casi las diez y ocho horas lavando platos y haciendo de comer en un restaurante. No tenía tiempo de ir al centro para comprar juguetes. Además tenían que alzar cada semana para poder pagar para la ida al norte. Ya les cobraban por los niños aunque fueran parados todo el camino hasta Iowa. Así que les costaba bastante para hacer el viaje. De todas maneras le propuso a su esposo esa noche, cuando llegó bien cansado del trabajo, que les compraran algo.

—Fíjate, viejo, que los niños quieren algo para Crismes. 

—¿Y luego las naranjas y las nueces que les traigo?

—Pos sí, pero ellos quieren juguetes. Ya no se conforman con comida. Es que ya están más grandes y ven más.

—No necesitan nada.

—¿A poco tú no tenías juegetes cuando eras niño?

—Sabes que yo mismo los hacía de barro

—caballitos, soldaditos…

—Pos sí, pero aquí es distinto, como ven muchas cosas… ándale vamos a comprarles algo… yo misma voy al Kres.

—¿Tú?

—Sí, yo.—¿No tienes miedo de ir al centro? ¿Te acuerdas allá en Wilmar, Minesora, cómo te perdiste en el centro? ¿’Tas segura que no tienes miedo?

—Sí, sí me acuerdo pero me doy ánimo. Yo voy. Ya me estuve dando ánimo todo el día y estoy segura que no me pierdo aquí. Mira, salgo a la calle. De aquí se ve la hielería. Son cuatro cuadras nomás, según me dijo doña Regina. Luego cuando llegue a la hielería volteo a la derecha y dos cuadras más y estoy en el centro. Allí está el Kres. Luego salgo del Kres, voy hacia la hielería y volteo para esta calle y aquí me tienes. 

—De veras que no estaría difícil. Pos sí. Bueno, te voy a dejar dinero sobre la mesa cuando me vaya por la mañana. Pero tienes cuidado, vieja, en estos días hay mucha gente en el centro.

Era que doña María nunca salía de la casa sola. La única vez que salía era cuando iba a visitar a su papá y a su hermana quienes vivían en la siguiente cuadra. Sólo iba a la iglesia cuando había difuntito y a veces cuando había boda. Pero iba siempre con su esposo, así que nunca se fijaba por dónde iba. También su esposo le traía siempre todo. Él era el que compraba la comida y la ropa. En realidad no conocía el centro aun estando solamente a seis cuadras de su casa. El camposanto quedaba por el lado opuesto al centro, la iglesia también quedaba por ese rumbo. Pasaban por el centro sólo cuando iban de pasada para San Antonio o cuando iban o venían del norte. Casi siempre era de madrugada o de noche. Pero ese día traía ánimo y se preparó para ir al centro. 

El siguiente día se levantó, como lo hacía siempre, muy temprano y ya cuando había despachado a su esposo y a los niños recogió el dinero de sobre la mesa y empezó a prepararse para ir al centro. No le llevó mucho tiempo.

—Yo no sé por qué soy tan miedosa yo, Dios mío. Si el centro está solamente a seis cuadras de aquí. Nomás me voy derechito y luego volteo a la derecha al pasar los traques. Luego, dos cuadras, y allí está el Kres. De allá para acá ando las dos cuadras y luego volteo a la izquierda y luego hasta que llegue aquí otra vez. Dios quiera y no me vaya a salir algún perro. Al pasar los traques que no vaya a venir un tren y me pesque en medio… Ojalá y no me salga un perro… Ojalá y no venga un tren por los traques.

La distancia de su casa al ferrocarril la anduvo rápidamente. Se fue en medio de la calle todo el trecho. Tenía miedo andar por la banqueta. Se le hacía que la mordían los perros o que alguien la cogía. En realidad solamente había un perro en todo el trecho y la mayor parte de la gente ni se dio cuenta de que iba al centro. Ella, sin embargo, seguía andando por en medio de la calle y tuvo suerte de que no pasara un solo mueble, si no, no hubiera sabido qué hacer. Al llegar al ferrocarril le entró el miedo. Oía el movimiento y el pitido de los trenes y esto la desconcertaba. No se animaba a cruzar los rieles. Parecía que cada vez que se animaba se oía el pitido de un tren y se volvía a su lugar. Por fin venció el miedo, cerró los ojos y pasó sobre los rieles. Al pasar se le fue quitando el miedo. Volteó a la derecha.

Las aceras estaban repletas de gente y se le empezaron a llenar los oídos de ruido, un ruido que después de entrar no quería salir. No reconocía a nadie en la banqueta. Le entraron ganas de regresarse pero alguien la empujó hacia el centro y los oídos se le llenaban más y más de ruido. Sentía miedo y más y más se le olvidaba la razón por la cual estaba allí entre el gentío. En medio de dos tiendas donde había una callejuela se detuvo para recuperar el ánimo un poco y se quedó viendo un rato a la gente que pasaba. 

—Dios mío, ¿qué me pasa? Ya me empiezo a sentir como me sentí en Wilmar. Ojalá y no me vaya a sentir mal. A ver. Para allá queda la hielería. No, para allá. No, Dios mío, ¿qué me pasa? A ver. Venía andando de allá para acá. Así que queda para allá. Mejor me hubiera quedado en casa. Oiga, perdone usted, ¿dónde está el Kres, por favor?… Gracias.

Se fue andando hasta donde le habían indicado y entró. El ruido y la apretura de la gente era peor. Le entró más miedo y ya lo único que quería era salirse de la tienda pero ya no veía la puerta. Sólo veía cosas sobre cosas, gente sobre gente. Hasta oía hablar a las cosas. Se quedó parada un rato viendo vacíamente a lo que estaba enfrente de ella. Era que ya no sabía los nombres de las cosas. Unas personas se le quedaban viendo unos segundos, otras solamente la empujaban para un lado. Permaneció así por un rato y luego empezó a andar de nuevo. Reconoció unos juguetes y los echó en la bolsa. De pronto ya no oía el ruido de la gente aunque sí veía todos los movimientos de sus piernas, de sus brazos, de la boca, de sus ojos. Pero no oía nada. Por fin preguntó que dónde quedaba la puerta, la salida. Le indicaron y empezó a andar hacia aquel rumbo. Empujó y empujó gente hasta que llegó a empujar la puerta y salió.

Apenas había estado unos segundos en la acera tratando de reconocer dónde estaba, cuando sintió que alguien la cogió fuerte del brazo. Hasta la hicieron que diera un gemido.

—Here she is… these damn people, always stealing something, stealing. I’ve been watching you all along. Let’s havethat bag.

—¿Pero… ?

Y ya no oyó nada por mucho tiempo. Sólo vio que el cemento de la acera se vino a sus ojos y que una piedrita se le metió en el ojo y le calaba mucho. Sentía que la estiraban de los brazos y aun cuando la voltearon boca arriba veía a todos muy retirados. Se veía a sí misma. Se sentía hablar pero ni ella sabía lo que decía pero sí se veía mover la boca. También veía puras caras desconocidas. Luego vio al empleado con la pistola en la cartuchera y le entró un mideo terrible. Fue cuando se volvió a acordar de sus hijos. Le empezaron a salir las lágrimas y lloró. Luego ya no supo nada. Sólo se sentía andar en un mar de gente. Los brazos la rozaban como si fueran olas.

—De a buena suerte que mi compadre andaba por allí. Él fue el que me fue a avisar al restaurante. ¿Cómo te sientes? 

—Yo creo que estoy loca, viejo.

—Por eso te pregunté que si no te irías a sentir mal como en Wilmar.

—¿Qué va a ser de mis hijos con una mamá loca? Con una loca que ni siquiera sabe hablar ni ir al centro.

—De todos modos, fui a traer al notario público. Y él fue el que fue conmigo a la cárcel. Él le explicó todo al empleado. Que se te había volado la cabeza. Y que te daban ataques de nervios cuando andabas entre mucha gente.

—¿Y si me mandan a un manicomio? Yo no quiero dejar a mis hijos. Por favor, viejo, no vayas a dejar que me manden, que no me lleven. Mejor que no hubiera ido al centro.

—Pos nomás quédate aquí dentro de la casa y no te salgas del solar. Que al cabo no hay necesidad. Yo te traigo todo lo que necesites. Mira, ya no llores, ya no llores. No, mejor, llora para que te desahogues. Les voy a decir a los muchachos que ya no te anden fregando con Santo Clos. Les voy a decir que no hay para que no te molesten con eso ya.

—No, viejo, no seas malo. Diles que si no les trae nada en la noche buena que es porque les van a traer algo los reyes magos. 

—Pero… Bueno, como tú quieras. Yo creo que siempre lo mejor es tener esperanzas.

Los niños que estaban escondidos detrás de la puerta oyeron todo pero no comprendieron muy bien. Y esperaron el día de los reyes magos como todos los años. Cuando llegó y pasó aquel día sin regalos no preguntaron nada.

Fin

Tomás Rivera. (Crystal City, Texas, 22 de diciembre de 1935 – Fontana, California, 16 de mayo de 1984) fue un autor, poeta y pedagogo chicano. De 1979 hasta su muerte en 1984, fue rector de Universidad de California en Riverside. Como autor, a Rivera se le recuerda por su novela corta ...y no se lo tragó la tierra, un monólogo interior al estilo de William Faulkner.