… y no se lo tragó la tierra

Foto de Maud CORREA en Unsplash

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La primera vez que sintió odio y coraje fue cuando vio llorar a su mamá por su tío y su tía. A los dos les había dado la tuberculosis y a los dos los habían mandado a distintos sanatorios. Luego entre los otros hermanos y hermanas se habían repartido los niños y los habían cuidado a como había dado lugar. Luego la tía se había muerto y al poco tiempo habían traído al tío del sanatorio, pero ya venía escupiendo sangre. Fue cuando vio llorar a su madre cada rato. A él le dio coraje porque no podía hacer nada contra nadie. Ahora se sentía lo mismo. Pero ahora era por su padre.

—Se hubieran venido luego luego, m’ijo. ¿No veían que su tata estaba enfermo? Ustedes sabían muy bien que estaba picado del sol. ¿Por qué no se vinieron?

—Pos, no sé. Nosotros como andábamos bien mojados de sudor no se nos hacía que hacía mucho calor pero yo creo que cuando está picado uno del sol es diferente. Yo como quiera sí le dije que se sentara debajo del árbol que está a la orilla de los surcos, pero él no quiso. Fue cuando empezó a vomitar. Luego vimos que ya no pudo azadonear y casi lo llevamos en rastra y lo pusimos debajo del árbol. Nomás dejó que lo lleváramos. Ni repeló ni nada.

—Pobre viejo, pobre de mi viejo. Anoche casi ni durmió. ¿No lo oyeron ustedes fuera de la casa? Se estuvo retorciendo toda la noche de puros calambres. Dios quiera y se alivie. Le he estado dando agua de limonada fresca todo el día pero tiene los ojos como de vidrio. Si yo hubiera ido ayer a la labor les aseguro que no se hubiera asoleado. Pobre viejo, le van a durar los calambres por todo el cuerpo a lo menos tres días y tres noches. Ahora ustedes cuídense. No se atareen tanto. No le hagan caso al viejo si los apura. Aviéntenle con el trabajo. Como él no anda allí empinado, se le hace muy fácil.

Le entraba más coraje cuando oía a su papá gemir fuera del gallinero. No se quedaba adentro porque decía que le entraban muchas ansias. Apenas afuera podía estar, donde le diera el aire. También podía estirarse en el zacate y revolcarse cuando le entraban los calambres. Luego pensaba en que si su padre se iba a morir de la asoleada. Oía a su papá que a veces empezaba a rezar y a pedir ayuda a Dios. Primero había tenido esperanzas de que se aliviara pronto pero al siguiente día sentía que le crecía el odio. Y más cuando su mamá o su papá clamaba por la misericordia de Dios. También esa noche los habían despertado, ya en la madrugada, los pujidos de su papá. Y su mamá se había levantado y le había quitado los escapularios del cuello y se los había lavado. Luego había prendido unas velitas. Pero, nada. Era lo mismo de cuando su tío y su tía.

—¿Qué se gana, mamá, con andar haciendo eso? ¿A poco cree que le ayudó mucho a mi tío y a mi tía? ¿Por qué es que nosotros estamos aquí como enterrados en la tierra? O los microbios nos comen o el sol nos asolea. Siempre alguna enfermedad. Y todos los días, trabaje y trabaje. ¿Para qué? Pobre papá, él que le entra parejito. Yo creo que nació trabajando. Como dice él, apenas tenía los cinco años y ya andaba con su papá sembrando maíz. Tanto darle de comer a la tierra y al sol y luego, zas, un día cuando menos lo piensa cae asoleado. Y uno sin poder hacer nada. Y luego ellos rogándole a Dios … si Dios no se acuerda de uno … yo creo que ni hay … No, mejor no decirlo, a lo mejor empeora papá. Pobre, siquiera eso le dará esperanzas.

Su mamá le notó lo enfurecido que andaba y le dijo por la mañana que se calmara, que todo estaba en las manos de Dios y que su papá se iba a aliviar con la ayuda de Dios

—N’ombre, ¿usted cree? A Dios, estoy seguro, no le importa nada de uno. ¿A ver, dígame usted si papá es de mal alma o de mal corazón? ¿Dígame usted si él ha hecho mal a alguien?

—Pos no.

—Ahí está. ¿Luego? ¿Y mi tío y mi tía? Usted dígame. Ahora sus pobres niños sin conocer a sus padres. ¿Por qué se los tuvo que llevar? N’ombre, a Dios le importa poco de uno los pobres. A ver, ¿por qué tenemos que vivir aquí de esta manera? ¿Qué mal le hacemos a nadie? Usted tan buena gente que es y tiene que sufrir tanto.

—Ay, hijo, no hables así. No hables contra la voluntad de Dios. M’ijo, no hables así por favor. Que me das miedo. Hasta parece que llevas el demonio entre las venas ya

—Pues, a lo mejor. Así, siquiera se me quitaría el coraje. Ya me canso de pensar. ¿Por qué? ¿Por qué usted? ¿Por qué papá? ¿Por qué mi tío? ¿Por qué mi tía? ¿Por qué sus niños? ¿Dígame usted por qué? ¿Por qué nosotros nomás enterrados en la tierra como animales sin ningunas esperanzas de nada? Sabe que las únicas esperanzas son las de venir para acá cada año. Y como usted misma dice, hasta que se muere uno, descansa. Yo creo que así se sintieron mi tío y mi tía, y así se sentirá papá.

—Así es, m’ijo. Sólo la muerte nos trae el descanso a nosotros.

—Pero, ¿por qué a nosotros?

—Pues, dicen que …

—No me diga nada. Ya sé lo que me va a decir—que los pobres van al cielo.

Ese día empezó nublado y sentía lo fresco de la mañana rozarle las pestañas mientras empezaban a trabajar él y sus hermanos. La madre había tenido que quedarse en casa a cuidar al viejo. Así que se sentía responsable de apurar a sus hermanos. Por la mañana, a lo menos por las primeras horas, se había aguantado el sol, pero ya para las diez y media limpió el cielo de repente y se aplanó sobre todo el mundo. Empezaron a trabajar más despacio porque se les venía una debilidad y un bochorno si trabajaban muy aprisa. Luego se tenían que limpiar el sudor de los ojos cada rato porque se les oscurecía la vista. 

—Cuando vean oscuro, muchachos, párenle de trabajar o denle más despacio. Cuando lleguemos a la orilla descansamos un rato para coger fuerzas. Va a estar caliente hoy. Que se quedara nubladito así como en la mañana, ni quién dijera nada. Pero nada, ya aplanándose el sol ni una nubita se le aparece de puro miedo. Para acabarla de fregar, aquí acabamos para las dos y luego tenemos que irnos a aquella labor que tiene puro lomerío. Arriba está bueno pero cuando estemos en las bajadas se pone bien sofocado. Ahí no ventea nada de aire. Casi ni entra el aire. ¿Se acuerdan?.

—Sí.

—Ahí nos va a tocar lo mero bueno del calor. Nomás toman bastante agua cada rato; no le hace que se enoje el viejo. No se vayan a enfermar. Y si ya no aguantan me dicen luego luego ¿eh? Nos vamos para la casa. Ya vieron lo que le pasó a papá por andar aguantando. El sol se lo puede comer a uno

Así como habían pensando se habían trasladado a otra labor para las primeras horas de la tarde. Ya para las tres andaban todos empapados de sudor. No traían una parte de la ropa seca. Cada rato se detenían. A veces no alcanzaban respiración, luego veían todo oscuro y les entraba el miedo de asolearse, pero seguían.

—¿Cómo se sienten?

—N’ombre, hace mucho calor. Pero tenemos que seguirle. Siquiera hasta las seis. Nomás que esta agua que traemos ya no quita la sed. Cómo quisiera un frasco de agua fresca, fresquecita acabada de sacar de la noria,35 o una coca bien helada. 

—Estás loco, con eso sí que te asoleas. Nomás no le den muy aprisa. A ver si aguantamos hasta las seis. ¿Qué dicen?

A las cuatro se enfermó el más chico. Tenía apenas nueve años pero como ya le pagaban por grande trataba de emparejarse con los demás. Empezó a vomitar y se quedó sentado, luego se acostó. Corrieron todos a verlo atemorizados.37 Parecía como que se había desmayado y cuando le abrieron los párpados tenía los ojos volteados al revés. El que se le seguía en edad empezó a llorar pero le dijo luego luego que se callara y que ayudara a llevarlo a casa. Parecía que se le venían calambres por todo el cuerpecito. Lo llevó entonces cargado él solo y se empezó a decir otra vez que por qué.

—¿Por qué a papá y luego a mi hermanito? Apenas tiene los nueve años. ¿Por qué? Tiene que trabajar como un burro enterrado en la tierra. Papá, mamá y éste mi hermanito, ¿qué culpa tienen de nada?

Cada paso que daba hacia la casa le retumbaba la pregunta ¿por qué? Como a medio camino se empezó a enfurecer y luego comenzó a llorar de puro coraje.39 Sus otros hermanitos no sabían qué hacer y empezaron ellos también a llorar, pero de miedo. Luego empezó a echar maldiciones. Y no supo ni cuándo, pero lo que dijo lo había tenido ganas de decir desde hacía mucho tiempo. Maldijo a Dios. Al hacerlo sintió el miedo infundido por los años y por sus padres. Por un segundo vio que se abría la tierra para tragárselo. Luego se sintió andando por la tierra bien apretada, más apretada que nunca. Entonces le entró el coraje de nuevo y se desahogó41 maldiciendo a Dios. Cuando vio a su hermanito ya no se le hacía tan enfermo. No sabía si habían comprendido sus otros hermanos lo grave que había sido su maldición.

Esa noche no se durmió hasta muy tarde. Tenía una paz que nunca había sentido antes. Le parecía que se había separado de todo. Ya no le preocupaba ni su papá ni su hermano. Todo lo que esperaba era el nuevo día, la frescura de la mañana. Para cuando amaneció su padre estaba mejor. Ya iba de alivio. A su hermanito también casi se le fueron de encima los calambres. Se sorprendía cada rato por lo que había hecho la tarde anterior. Le iba a decir a su mamá pero decidió guardar el secreto. Solamente le dijo que la tierra no se comía a nadie, ni que el sol tampoco.

Salió para el trabajo y se encontró con la mañana bien fresca. Había nubes y por primera vez se sentía capaz de hacer y deshacer cualquier cosa que él quisiera. Vio hacia la tierra y le dio una patada bien fuerte y le dijo:

—Todavía no, todavía no me puedes tragar. Algún día, sí. Pero yo ni sabré.

Fin

Tomás Rivera. (Crystal City, Texas, 22 de diciembre de 1935 – Fontana, California, 16 de mayo de 1984) fue un autor, poeta y pedagogo chicano. De 1979 hasta su muerte en 1984, fue rector de Universidad de California en Riverside. Como autor, a Rivera se le recuerda por su novela corta ...y no se lo tragó la tierra, un monólogo interior al estilo de William Faulkner.