Negrita

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Hacía tres años ya que Bruno había llegado por primera vez a la finca de don Cristóbal. Lo recordaba como si fuera ayer mismo; el dueño estaba sentado en el portal, porque era la hora del mediodía en que el sol del verano cae aplanando los campos y abrumando de calor los caminos.

Bruno venía sudoroso y ardido de sol. Había estado andando desde el amanecer y los mechones sudados de su pelo se asomaban debajo del sombrero raído. Venía visitando las fincas y haciendo la misma petición a todos los dueños de tierra. Así anduvo hasta acercarse al portal y amparándose del sol bajo el filo de sombra que proyectaba el alero, se dirigió al hombre:

—Señor, quisiera hablar con usted dos palabras.

Don Cristóbal frunció el ceño y lo miró despaciosamente de arriba abajo:

—¿Cómo te llamas?—dijo—. ¿De parte de quién vienes?

—No vengo de parte de nadie y me llamo Bruno. Solo la necesidad me trae.

El dueño advirtió el tono sereno con que hablaba. Sacó un tabaco del bolsillo de la guayabera y lo prendió dándose todo su tiempo. Luego habló sin mirarlo:

—Tú dirás.

Y Bruno dijo:

—Los tiempos son malos para los pobres. Yo, por no tener, me falta hasta el rancho donde vivir —hizo una pausa y mirando al suelo vio a sus pies una cordillera de bibijaguas cargando pedacitos de hojas verdes—: si uno tuviera la suerte de esos bichos, con hacer un agujero en la tierra tendría casa propia.

El dueño se movió y repuso:

—Bueno, no soy yo quien te hizo hombre o bibijagua.

El caminante no pareció oírlo y continuó hablando en tanto miraba el tráfico de los insectos:

—En el camino real ya la rural no deja hacer un rancho. Tiene que ser en tierra de uno —y decididamente levantó la cabeza—, pero si usted me lo permite en cuatro días hago el mío donde menos estorbe.

—En tierra mía —murmuró el hombre sin mirarlo.

—Sí —dijo Bruno y esperó.

Pasó un rato sin que el hombre dijera palabra. Hubo tiempo para que un sinsonte planeara desde el viejo ceibo hasta su nido en el naranjo. Dos hojas secas de yagruma se desprendieron del árbol y un pájaro carpintero rompió con su canto metálico al fondo de la arboleda. Luego don Cristóbal levantó el brazo con el tabaco entre los dedos y señaló allá, hacia las lomas lejanas.

—¿Ves donde vuelan aquellas auras?

—Sí —dijo Bruno.

—Es un extenso marabusal. Si lo dejo crecer invadirá los potreros —y se volvió a Bruno—: si echas abajo esa manigua puedes contar con hacerte un rancho allí.

Bruno volvió a mirar las lomas y los dos quedaron callados. Era una tarea de gigantes para un hombre solo, pero por primera vez le habían ofrecido algo. En todas las leguas que había estado caminando no le habían brindado más que café, salvo en la finca colindante a la de don Cristóbal, donde el montero le había ofrecido almuerzo. Bien sabía que nada más podía esperar ahora, y oyó de nuevo la voz del hombre:

—Te presto hacha, machete y el hierro que necesites. Tú dirás si en verdad eres hombre de necesidad y trabajo.

Bruno se volvió calmoso, mostrándole los callos de su mano.

—Esto le dirá qué clase de persona puedo ser.

—Entonces, ¿te decides? —dijo el dueño sin mirarle la mano.

—Pienso que es trabajo imposible para un hombre solo.

—Si quieres casa es porque la necesitas. Tendrás familia que te ayude, ¿no?

—Mujer y dos niños tengo, pero son pequeños todavía.

Entonces el dueño se puso de pie dando por terminada la conversación, pero Bruno habló a su espalda antes que entrara por la puerta.

—Está bien, trato hecho, mañana vengo por los hierros.

Al atardecer del otro día Bruno subió por las faldas de la loma con su mujer y dos hijos abriéndose camino por entre las zarzas y la manigua cerrada. Luego, cuando los cuatro se detuvieron frente al monte de marabú, la mujer suspiró:

—Tú solo no vas a poder, Bruno.

Él calló un instante mirando y, mientras bajaba del hombro el saco donde traía los hierros de trabajo, dijo:

—No vamos a vivir ambulantes como los gitanos. Lo haré.

Esa misma tarde levantó su vara en tierra donde albergar la familia y pasar las noches y las lluvias bajo el techo de guano, resistiendo toda estrechez y durmiendo en el suelo limpio para estar de pie al amanecer contra el inmenso marabusal de troncos añosos, donde cada arbusto nacido al pie de su vecino entrecruzaba con este sus ramas enmarañadas y espinosas. Desnudo de la cintura arriba, a machete contra la tronconera, rasponado de pecho y brazos, continuó con sol y lluvia hasta amontonar semanas que sumaron meses. Y así fue también como la mujer y los hijos iban hasta el río al pie de la loma todos los días a llenar y subir vasijas de agua. Así, hasta que un día Bruno levantó la casa cuando ya estuvo desarraigada la última raíz de marabú. Entonces bajó una mañana con el saco de los hierros al hombro y los entregó a su dueño. Luego dijo:

—Quiero que me deje hacer carbón con los troncos secos. La mayor parte me sirven.

Y esta vez el dueño dijo que sí, ocultando su satisfacción de haberse ahorrado el jornal de muchos hombres.

Hubo siempre un día de la semana que los hijos de Bruno esperaban con verdadero entusiasmo. Ese día era el domingo. El primero de los dos hermanos que despertaba llamaba al otro y ambos miraban alegres las paredes de palma por cuyas rendijas se colaba a chorros la luz del sol. Del otro lado de la puerta venían los ruidos de la casa mezclados con el cacareo de las gallinas, el canto del gallo y hasta el escándalo lejano de algún bando de cotorras en el monte. Pero lo más importante era la luz del sol, la claridad que les mostraba la temprana hora del domingo amanecido. Era, pues, el gran momento de tirarse del catre, agarrar pantalón y camisa para hacer, antes que todo, la invariable pregunta del día:

—¿Papá, hoy no vamos al río?

Bruno parecía complacerse en demorar la respuesta:

—¿Hoy dicen ustedes?

—¡Es domingo, papá!

Y el padre callaba disimulando la sonrisa con un despacioso sorbo a su taza de café, en tanto miraba los pequeños rostros pendientes de su palabra. La madre callaba también, pero un enjambre de ideas acudían a su cabeza. Pensaba lo que eran los días de siempre para sus hijos: acarrear agua desde el río. Subir a hombros latas, si no llenas, mediadas del precioso líquido para cocinar, lavar las ropas, bañarse y alguna que otra vez para que no se secaran definitivamente las cuatro matas de flores que la madre había sembrado frente al bohío. Eso porque ella tenía que bregar todo el día con los quehaceres diarios: barrer con una escoba de palma el piso de cocó, desgranar el maíz, lavar la ropa de todos, cocinar y recorrer la manigua buscando los huevos de las gallinas que preferían hacer sus nidos bien lejos y ocultos. Mientras, Bruno tenía que salir a vender lo que pudiera o conseguir algún trabajo temporal y regresar luego al atardecer para atender la pequeña siembra de viandas, lograda en un pedacito del espacio en el que estuvo el extenso marabusal. ¿Qué ratos libres les quedaban a los niños en el resto de la semana? Enyugar dos botellas a manera de bueyes, tirando de una pequeña rastra que Bruno les había hecho de una horqueta de güira. Hacer el “baile de la carolina”, puesta la flor de cabeza en el fondo del taburete, o poner a zumbar el trompo de güira que también Bruno les había hecho. Mejor irse durmiendo rápido el sábado al anochecer para amanecer de repente domingo, e irse a nadar y pescar con el pañito de red que la madre misma les había tejido. Y a ella, aunque sabía que Bruno compartía los mismos pensamientos suyos, no le gustaba que les demoraran la respuesta. Por eso se adelantaba al último sorbo de café.

—Naturalmente que hoy van al río los tres —decía. Entonces el padre, poniéndose en pie, los retaba:

—¿Qué esperan? Me voy corriendo delante a ver quién llega primero.

Y echaba, red en mano, por la colina abajo, fingiendo no dejarse pasar en la carrera.

Una pequeña cascada de agua caía en el remanso mezclando su rumor con el sonido del viento que agitaba a su vez las hojas de las pomarrosas y el follaje de una solitaria mata de mango. Los árboles sombreaban el agua de orilla a orilla. Arriba se entrelazaban las ramas formando un techo de hojas verdes que se reflejaban en la superficie del río. Así, cuando el viento fuerte movía los gajos, se colaba la luz del sol iluminando el agua transparente. Entonces si uno se acercaba a la orilla veía a los peces fugitivos sobre el fondo de arena. Este era el delicioso sitio donde, a plena carrera, largaban los muchachos la ropa y de un chapuzón entraban en el agua fresca.

En épocas de frutas caían los mangos maduros y se les veía desde la orilla allá abajo, en el fondo transparentados; verdes, amarillos y rojos. Era un goce lanzarse con las manos por delante para abrir los ojos bajo el agua y agarrar los frutos frescos y jugosos. En tanto, el padre iba desenredando la red en la orilla para cuando se cansaran de nadar y estuvieran dispuestos a la pesca.

Esa mañana precisamente, vio el padre venir por la orilla a Pedro, el montero de la finca colindante, cargando un saco a la espalda.

—¿Qué? ¿Tú también vienes a refrescar? —saludó Bruno.

—Ojalá —dijo Pedro, y se puso a mirar el agua buscando la parte más honda. Bruno le miró a la cara y luego al saco que cargaba. Le pareció que algo vivo se había removido dentro del saco.

—¿Qué traes ahí? —preguntó—. ¿Has cazado una jutía?

—No —respondió el montero—. Vengo de hacer algo que no me gusta nada.

Bruno frunció el ceño y quedó un instante callado observándolo. Luego oyó un gruñido de protesta a través del saco y dijo volviendo los ojos a Pedro:

—Traes un perro, ¿verdad?

—Una cachorrita —rectificó el montero—, un animalito de Dios.

Y entonces Bruno comprendió todo de un golpe recordando la mirada primera hacia el lugar más hondo del río.

—¿Vas a ahogarla, Pedro?

El montero se sentó en la orilla colocando el saco entre sus piernas y habló en tono apesadumbrado mientras buscaba un cordel en el bolsillo.

—Sí, tengo que hacerlo… el dueño me lo ordenó… la madre de esta perrita tuvo tres cachorros, pero los otros dos son machos. A esta no la quiere… La he tenido escondida para ver si la salvaba, pero ayer se me escapó y se presentó en la vivienda retozando como cachorra que es. La vio el dueño y ya tú sabes, tengo que hacerlo.

—Ahogarla —repitió Bruno como si ya la viera muerta dentro del saco en el fondo del río. El montero no contestó y ya iba a amarrar el saco cuando Bruno, inesperadamente, le arrebató el bulto y de un tirón le abrió la boca. De un salto la cachorrita se tiró al agua. Pedro se puso en pie y se metió en el río hasta las rodillas, pero Bruno hizo lo mismo y agarró al montero por un brazo—: ¡Espérate! Déjala. Vamos a ver qué pasa.

Los dos se quedaron mirándola. Nadaba chapoteando el agua y alejándose de los hombres. Y naturalmente, pasó lo que Bruno esperaba: el mayorcito de sus hijos la vio primero:

—¡Mira qué linda!—y echó a nadar hacia ella en tanto la perrita, ni que lo tuviera decidido, nadó hacia el más pequeño de los hermanos, quien le tendía los brazos, y se entregó a él. Ahora el niño reía sosteniéndola, y la perra, como si lo hubiera conocido toda la vida, empezó a lamerle la cara.

—¡Demontre! Esa perra sabe más que nosotros, Pedro.

—Así es —dijo el montero sonriendo por primera vez.

Luego el niño se acercó con la cachorrita en los brazos y el ombligo a nivel del agua:

—¡Oye, regálamela! —suplicó. Antes que Pedro fuera a decir que sí, Bruno atajó al pequeño enseguida.

—¿Cómo eso de óyeme? Diga cómo se dice.

Y el niño rectificó enseguida:

—¡Regálemela, señor!

Entonces Pedro dijo que sí con todo el cuerpo, y así fue como Negrita no murió ahogada en el río, sino que pasó a vivir a casa de Bruno.

Aquella mañana no se pescó, o mejor dicho se trajo “apresada” en la red a Negrita, quien saliéndosele el rabito por entre las mallas, lo movía entusiasta a las cosas de cariño que venían diciéndole los niños por el camino.

Fue la madre quien hizo la pregunta. Estaba contenta de ver a los muchachos alborozados con la presencia juguetona de la perrita:

—Bueno, ¿y qué nombre le ponemos? —dijo.

—¡Jibarita! —gritó el mayor de los hijos, pero el otro protestó enseguida:

—¡No! ¡Le ponemos Negrita!

La cachorrita, que estaba inútilmente tratando de roer un hueso a los pies de Bruno, levantó cómicamente la cabeza como si la hubieran llamado y Bruno, sonriente, terminó el asunto:

—Ha contestado ella misma —dijo. Se llamará Negrita.

Y así fue como le pusieron el nombre para siempre, porque también era negra como la noche sin estrellas.

Entonces fue enseñarla, y de eso se ocupó Bruno, quien tenía gran habilidad para educar un perro como nadie en la zona.

Comenzó por lanzarle un pedazo de madera ligero y allá iba Negrita con sus patas grandotas dando tumbos, tropezando y volviendo a pararse, hasta morder la madera y regresar orgullosa, poniéndola a los pies de Bruno. Este fue su primer aprendizaje. Pero entonces era una perra poco juiciosa todavía, pues a veces, si pasaba una mariposa mientras ella corría a buscar el madero, olvidaba su misión desviándose tras la mariposa y cayendo al fin de cabeza en la zanja. También por ignorancia y extrema curiosidad, regresaba a veces con el rabo entre las patas a todo aullar, por ponerse, inocentemente, a oler los panales de avispas ocultos entre las cercas de piña. Hubo una tarde que hizo memoria en la vida de los niños y fue cuando Negrita, mirando hacia atrás, se descubrió el rabo. Hasta ahora no sabía que el rabito era suyo y por lo mismo ni que realmente existía. Entonces se lanzó indignada contra él, persiguiéndolo y desde luego girando enloquecida como un trompo.

Los niños se morían de risa y Bruno y María comprendieron que habían conseguido al fin un verdadero juguete vivo para ellos. Y así fue creciendo, ganando seguridad en sus patas y aprendiendo que los panales de abejas y avispas son cosas muy respetables para cualquier clase de perro, no importa su tamaño. Luego, con el tiempo, cambió sus primeros dientes de leche y levantó un tanto sus orejas. En lugar de los dientes le nacieron dos arcadas bien armadas de dientes y colmillos blanquísimos, que relucían entre la lengua roja y el fondo negro de la cabeza. Además ya no resultaba cómico su ladrido ni se caía de nalgas como cuando pequeña, al intentar ladrar con todas sus fuerzas. Ahora era una perra joven y bien plantada que empezaba a inspirar respeto a los desconocidos.

Fue por aquellos días cuando Bruno realizó un prodigio de enseñanza con ella. Pacientemente consiguió que Negrita, valiéndose de sus dientes, fuera capaz de zafar la soga anudada a la puerta del gallinerito, donde María encerraba al caer la tarde su gallo y sus seis gallinas. Bruno empezó por enseñarla a zafar un simple nudo. Negrita mordía y tiraba una y otra vez, pero siempre de la misma soga, de los dos extremos que formaban el nudo; y jalando así, paciente y tercamente, conseguía aflojarlo hasta zafarlo y abrir con la pata la puerta del gallinero. Luego Bruno duplicó los nudos y el resultado fue igual: Negrita los zafaba así Bruno llegara a hacer, uno sobre otros, hasta cuatro nudos bien ceñidos. Esto costó mucho tiempo y esfuerzo, pero tuvo otra ventaja: que se fortalecieron los dientes y los colmillos de Negrita. Aprendía fácilmente la perra cuanto quisiera enseñársele. Hasta los muchachos mismos por aquellos días la enseñaron a “morirse”. Bastaba que le dijeran: “muérete, Negrita”, para que se echara boca arriba completamente inerte, fingiéndose muerta. Entonces venía “el entierro”. Le tiraban de las patas arrastrándola hasta que le ordenaban de nuevo:

—¡Vive, Negrita!

Inmediatamente abría los ojos y de un salto se ponía de pie, moviendo la cola como si aplaudiera su propia gracia. Tanta fue la fama de Negrita en la zona, que más de un interesado vino a que Bruno le vendiera su perra; sin embargo, Bruno contestaba siempre lo mismo:

—No hay dinero en el mundo para comprarme esta perra.

Y le pasaba la mano alisándole el pelo brillante de la cabeza, mientras Negrita cerraba los ojos llena de felicidad.

Ya por aquellos días Bruno la llevaba con él a cuantos trabajos conseguía. Si era conducir cerdos o reses, allá iba Negrita obedeciendo sus órdenes; saltando zanjas y troncos a todo correr y atajando el ganado, según conviniera llevarlo en una u otra dirección. Siempre inquieta y sofocada bajo el sol, aprovechaba los momentos en que el ganado abrevaba en el río para meterse en el agua refrescante. Luego, sacudiendo todo el cuerpo, soltaba mil gotas de agua en todas direcciones, y a una voz de Bruno, comenzaba a ladrar para que el ganado emprendiera de nuevo la marcha.

De los primeros trabajos Bruno guardaba a Negrita un agradecimiento imborrable. Conducía entonces un total de treinta reses a cuyo frente marchaba el toro padre capitaneando la manada. Era un robusto animal de cuello poderoso y agudos cuernos. Había estado demasiado tiempo suelto en el monte para dejarse conducir por nadie. Sacarlo del monte fue una tremenda labor. Después de dar la orden a la perra de detener la manada, se desmontó del caballo y se dirigió a abrir el portillo de la cerca. Pero no hizo Bruno más que volver la espalda cuando el toro, escarbando la tierra, se desprendió contra él en una furiosa estampida. Entonces Negrita saltó, corrió triplicando la velocidad de sus patas, y ya cuando estuvo aparejada a la bestia, giró a la derecha y con el mismo impulso, de un salto se colgó del toro mordiéndole los morros. El animal se paró en seco mugiendo de dolor y zarandeando a Negrita en el aire como si fuera un trapo. Pero la perra apretaba más los dientes hasta que Bruno cruzó la cerca, y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Suéltalo, Negrita!

De un envión la bestia lanzó a la perra por los aires, y esa fue la suerte de ella, porque cuando el toro corrió a alcanzarla, ya Negrita estaba a dos metros de la cerca y, pegándose al suelo, se arrastró ligera para cruzar bajo las púas de los alambres. Luego Bruno le estuvo pasando la mano por el cuerpo tembloroso y sofocado. Al cabo, le habló:

—Estamos en paz, Negrita. Me salvaste la vida.

Una mañana don Cristóbal mandó a ensillar su jaca dorada y por primera vez subió la loma hasta la casa de Bruno. Mientras María preparaba el café, el dueño se dirigió al montero:

—Tengo visto que eres un hombre de palabra y de trabajo.

Bruno lo miró extrañado. Era la primera vez que le reconocía su conducta.

—La gente así como tú no abunda y hace falta… —dijo y se quedó esperando que se interesara por sus palabras, mas Bruno continuó en silencio. Entonces don Cristóbal entró directo a hablar del asunto—: Necesito que pases a trabajar conmigo. Voy a empezar un negocio nuevo y quiero que tú seas mi montero.

El dueño de Negrita se quedó pensando; cualquier trabajo con sueldo fijo era mejor que encontrar un trabajito por ahí y otro mañana no se sabe dónde. Además, era difícil negarse a quien le había dado suelo para levantar su casa, y Bruno era agradecido.

—Usted dirá qué debo hacer.

—Se trata de la cría de puercos, y voy a meterme en eso. Escúchame… —y don Cristóbal empezó a hablar de sus quinientas caballerías de tierra, del monte lleno de semillas comestibles, etcétera, cuando de repente pasó frente a la casa el “entierro” de Negrita. Iban los niños tirando de la perra inerte, arrastrándola y fingidamente lamentándose: “¡Ay! ¡pobrecita Negra que se murió… que te vamos a enterrar!”

El dueño de la finca, volviendo la cabeza a Bruno, preguntó:

—¿Qué, se te ha muerto un perro?

Bruno se echó a reír y parándose del taburete, llamó:

—¡Negra, ven aquí!

De un salto la perra se puso en pie y vino moviendo la cola.

—¡Diablo! —dijo don Cristóbal—. ¿Trabajó en un circo esa perra?

—No, entre mis hijos y yo la enseñamos. Este numerito del entierro es obra de los muchachos— y sonreía observando el efecto de asombro que causaban sus palabras sobre don Cristóbal. Entonces el dueño de la finca intentó levantarse del asiento y un gruñido amenazador de Negrita lo detuvo.

—¿Qué pasa?, ¿también desconfía de los visitantes? —preguntó.

—Sospecha de quien se ponga de pie frente a mí cuando estoy sentado —dijo Bruno, y sonriendo añadió—: Pero eso se arregla enseguida, don Cristóbal. A ver —y volviéndose a Negrita le ordenó—: Negra, párate y saluda al señor.

Negrita se sentó entonces sobre sus extremidades traseras y levantó la pata derecha. Don Cristóbal a pesar de todo desconfiaba todavía de aquellos colmillos blancos y filosos. Entonces Bruno dijo:

—No le haga el desprecio. Dele la mano.

Al fin el dueño de la finca se atrevió a agarrarle la pata a Negrita, aunque su mano estuvo indecisa al hacerlo.

Un rato después cuando el dueño de la finca, montado ya en su jaca, se despedía de Bruno, habló:

—Sabes, esa perra puede llegar a ser la mejor pastora de cerdos si tú la enseñas. Así que acuérdate; el trato es que la lleves contigo.

Hincó las espuelas marchándose al trote de su jaca.

Tres meses después don Cristobal trajo los primeros cerdos colorados Duroc Hersey, para fomentar la cría de cochinos de poca grasa y abundante carne. Puso cercas de alambre a sus quinientas caballerías de tierra y los echó al monte libres, sabiendo que allí encontrarían suficiente alimento todo el año, entre las semillas de guairaje, las nueces de yaya, el palmiche y muchos otros granos silvestres abundantes.

En poco tiempo la multiplicada familia de cerdos se dividió en “trozos de cochinos”; manadas compuestas de treinta o cuarenta hembras con sus críos, presididas por el verraco semental. Era este, por cierto, un tipo solitario quien no vivía todo el tiempo en compañía de las hembras, sino solo en épocas de celo. Los demás días deambulaba libre, con sus bárbaras navajas que se le salían por los lados de la boca como los jabalíes. Al decir de los monteros, un macho adulto era capaz de abrir de un tajo el vientre de un caballo; y solo corría en defensa de su manada al escuchar los agudos chillidos de su grupo si este era atacado por los jíbaros. En ese caso bastaba su presencia para que los perros desistieran de su empeño. Nadie en el monte era más respetado que un verraco furioso.

Sin duda don Cristóbal había aumentado su riqueza con el negocio de los puercos, y Bruno y Negrita sus trabajos. En las ocasiones de los partos de las puercas, estas eran muy cuidadosas de tenerlos y ocultar sus hijos en los más intrincados sitios del monte. Y era Negrita quien tenía que descubrirlos; entonces, permaneciendo previsoramente a distancia de las madres, ladraba y ladraba una mañana entera si era necesario, hasta que su ladrido llegara a oídos de Bruno, quien acudía a caballo para anotar el número de los nacimientos y que don Cristóbal tuviera la cifra de sus cerdos. Esto era parte del trabajo de Bruno y Negrita, pero no el más difícil. Pronto apareció el primer enemigo pequeño. Se trataba del gusano que anida en las heridas y rasguños de los cerditos y cerdos jóvenes. Era la operación más difícil de realizar por Negrita; pues ninguna madre estaba dispuesta a que le tocaran un solo hijo. Ocurría que mientras Bruno sacaba de la cartuchera que llevaba al cinto el frasco de “matagusanos” con que había que untar a fondo las heridas de los pequeños, la puerca se volvía una fiera contra el atrevido. En ese momento entraba en juego Negrita. Violenta, fingiendo el ataque más lleno de rabia y de furia contra la puerca, Negrita la provocaba para distraerla. Se encimaba a ella expuesta a sus dentelladas y tan pronto la puerca intentaba agredirla, saltaba la perra y volvía al falso ataque, así haciéndola volverse de lomos contra el montero mientras este, con la mayor habilidad y en el menor tiempo posible, curaba al herido para dejarlo rápidamente en libertad. Entonces, con asombro de la puerca, Negrita cesaba sus furias, como si en realidad se hubiera tratado solo de enseñarle los colmillos.

La plaga peor apareció más tarde. Desde las montañas que se alzaban en peñascos enormes empezaron a bajar los seres más hambrientos y más audaces de los campos, atraídos por la carne rica y abundante de los cerdos. Desde los siglos habían sido canes domésticos, como lo era Negrita, pero las guerras que diezmaron las familias y dejaron las casas deshabitadas en el monte, obligaron a los perros a buscarse la vida por sus propios dientes. Desde entonces se fueron transformando. Ya no tenían las orejas caídas, sino erectas como el viejo padre lobo. El olfato se les aguzó de modo que caminaban siempre en contra del viento para descubrir a distancia el olor del enemigo y prevenirse a tiempo de su encuentro por sorpresa. El oído se hizo más fino y sensible y en su sangre dio la docilidad paso al instinto permanente de matar. Pero sobre todo les nació el odio contra los perros domésticos, eternos guardianes de los animales de carne, pertenecientes a los hombres. Era toda una estrategia de los jíbaros cuando se mudaban a zonas donde abundara la alimentación: dar muerte primero a los perros domésticos para limpiar de enemigos su campo de acción. Esta era, si no la primera, la más constante ley de los jíbaros.

Mucho antes que los hombres presintieran la llegada de la primavera, ya Negrita lo sabía. No necesitaba la descarga de los nubarrones amenazadores ni el trueno rodado en la distancia para convencerse de que había llegado la época de los grandes aguaceros, inundando cañadas y ríos hasta lograr que, poco después, brotaran millares de retoños en los árboles del monte.

Era un don que todos los animales tenían y que ella, como todos, había heredado de sus antepasados. Le bastaba apuntar su hocico contra la brisa para diferenciar enseguida los olores que el viento le traía. ¡Y qué agradable le resultaban los días de la primavera! Entonces los pájaros enloquecían de contento. Cada quien buscaba su pareja y poblaba el espacio de vuelos y trinos sobre la tierra esponjada de frescura. Los árboles y los seres cambiaban. A los animales mayores les nacía de la piel un nuevo olor atrayente que invitaba a los individuos de su especie a encontrarse entre ellos por encima de todos los obstáculos que existieran. A las grandes rocas sombreadas en los lugares húmedos les nacía un musgo verdoso de redoblado olor a humedad que atraía a cientos de insectos, ranas, mariposas y caracoles. Pero sobre todo, después de caídos los aguaceros de la tarde, brillaban más limpias que nunca las estrellas. Se renovaba el mundo como si empezara a vivir otra vez.

En una noche así dormitaba Negrita vigilante bajo el viejo ceibo del batey, cuando un olor acre, amenazador, golpeó de repente su olfato. ¿Quién podía ser y desde qué punto de la noche vendría? Resopló entonces fuertemente tratando de repeler el olor, pero este desapareció tan pronto como había llegado.

Sin duda alguien había cruzado el viento dirigido a su hocico. Permaneció, pues, inmóvil, metiendo sus ojos hacia los árboles frutales cercanos y así estuvo un tiempo olfateando y con sus orejas erguidas. Luego, acomodándose entre las raíces salientes del ceibo, volvió a tumbarse de nuevo; y ya estaba queriendo dormitar cuando el fusilazo de un relámpago alumbró la noche. Negrita aprovechó para mirar lo más distante posible, pero no vio otra cosa que el monte firme detrás de los frutales. Nadie, ni una bestia, ni un pájaro dormido en su rama. Solo la noche punzada de estrellas entre los nubarrones desgarrados. Había sido el relámpago un segundo de luz suficiente, tanto como lo que duró el maldito olor en el aire.

Mas, esta vez, Negrita no se conformó con quedarse allí. Era necesario dar un recorrido por las cosas del batey, porque, entre otras obligaciones, tenía la de vigilar la finca todas las noches. Alguien sin duda debía estarse encaminando hacia acá; de modo que se puso en pie y se dirigió primero a la gran casona donde se secaba el tabaco. Se detuvo a la entrada porque el olor, demasiado picante, de las hojas secas ofendía su olfato. Moviendo en una y otra dirección sus orejas escuchó atentamente hasta oír el ruido de los ratones hurgando entre las hojas de palma. Marchó entonces a la vivienda. Iba a ser una noche de atenta vigilancia, porque el pesado olor le daba muy malas pulgas.

Y entonces rompió a ladrar, escandaloso, el cachorro. Era un perro diminuto y lanudo hasta caerle el pelo sobre los ojos, al que el dueño de la finca había traído de la ciudad. Negrita lo despreciaba porque un perro así resultaba en el campo un animal de costumbres inútiles. A pesar de todo, ya una vez Negrita había tenido que lanzarse al río y sacar al inocente por meterse en aguas crecidas y ser arrastrado por la corriente. Así y todo abrió la boca y lo dejó caer en la orilla como si se tratara de un coco seco, llevado por el agua. Se pasaba todo el tiempo el cachorro acezando de calor o armando escándalos en la vivienda. A veces era tan torpe que le ladraba a un zapato en la oscuridad como si fuera un enemigo. Ahora mismo, tal vez, los propios pasos de Negrita sobre las hojas secas le habían llamado la atención, y “buena” la iban a pasar todos con el ladrido chillón y agudo del cachorro.

Mas, de pronto, oyó la voz áspera y regañona de don Cristóbal detrás de las paredes de tabla:

—¡Cállate, Tinke! —y sintió el golpe seco dado con la vaina del machete. El perrito corrió aullando a un rincón de la vivienda y allí estuvo quejándose hasta que enmudecieron sus lamentos.

No, no le gustaba el cachorro a Negrita, pero tampoco le gustaban los vainazos que le propinaba el amo. Siguió, pues, su recorrido. Pasó por el corral de los puercos y vio el cochino en ceba, tumbado en su chiquero y roncando como un bendito. El cerdo despertó al oír sus pasos apagados, gruñó y volvió a dormirse. Negrita siguió su camino, vio la vaca mirándola amenazadora, con su ternerito recién nacido pegado a la ubre. Se adentró por el trillo hacia el gallinero y vio las aves de corral, dormidas en sus palos.

Sin duda todo estaba en orden y, paso entre paso, regresó al pie del viejo ceibo que empezaba a asomar sus retoños. Ya había acomodado sus cuatro patas, permaneciendo aplastada contra el suelo, e iba a estirar el cuello descansando la cabeza sobre sus remos delanteros, cuando súbitamente sintió el olor más fuerte que antes. De un salto se puso en pie y se le erizaron las cerdas del cuello. Había identificado ahora el maldito tufo; resultaba de un enemigo peligroso para no estar alerta, porque además el olor no cesaba ahora en el aire. Sin duda se había detenido en alguna parte y la estaba mirando sin que ella lo advirtiera.

Negrita era lo que se dice una perra valiente; más de una vez había librado combates contra los perros de la finca colindante y si no había vencido siempre, por lo menos se había hecho acreedora al respeto de todos sus congéneres. Además ya estaba acostumbrada a provocar y evadir los colmillos de las puercas paridas. Eso la había hecho sumamente ágil y sin gota de grasa en todo su cuerpo asabalado. Sin embargo, tanto ella como todos los perros domésticos, reconocían un solo enemigo invencible, aquel que esparcía ahora su olor a muerte en el viento.

Se dispuso, pues, a vender cara su vida, pero necesitaba localizar al enemigo. Poco a poco, escudriñando las sombras, comenzó a recorrer con la vista los arbustos cercanos; en eso sorprendió dos puntos fosforescentes, separados el uno del otro algo más de lo común en un perro doméstico. Por tanto esos ojos debían corresponder a una cabeza poderosa cuya mordida no necesitaba más que un sacudón para partirle el cuello a su víctima.

El viento descorrió una nube y asomó la luna. Negrita vio que frente a ella la línea de arbustos se interrumpía permitiendo un espacio sin matojos por donde había de atacar la fiera.

Y no tardó en asomar al claro. Era un perrazo grande, mayor que Negrita; blanco de la cola al hocico. Sus orejas rectas y erguidas, terminadas en agudas puntas, se levantaban sobre una gran cabeza sostenida por el cuello ancho y corto. De la boca acezante le colgaba la lengua entre los colmillos agudos. Parado sobre sus cuatro patas firmes clavaba ahora sus ojos en ella. Negrita comprendió entonces que haría lo de siempre para lanzarse, lo que hacen los perros salvajes cuando tienen cercada su presa; dar vueltas en derredor de ella, describiendo lentamente un círculo cada vez más ceñido, hasta colocarse a distancia de un salto sobre su lomo y partirle el cuello de una sola mordida.

Pero la perra tenía a sus espaldas el tronco grueso del ceibo y esto iba a ser un gran obstáculo para la fiera. Comprendiéndolo así, Negrita decidió mantenerse alrededor del tronco e ir girando de manera que siempre le ofreciera el frente al enemigo en la medida que este comenzara a rondarla.

Y empezó el juego. El perro dio unos pasos a su derecha y Negrita giró también encañonándolo con su hocico. Otros pasos más y Negrita repitió el movimiento. Entonces el jíbaro entendió que iba a ser imposible atacarla por el lomo, pues no era una perra cualquiera la que estaba decidido a matar. Por su parte ella podía romper a ladrar despertando a Bruno en el barracón y a don Cristóbal en la vivienda, pero esta decisión iba a traerle otro inconveniente mayor, que el perrazo determinara acabar cuanto antes y se lanzara de frente. El jíbaro movió su cabeza de un lado a otro, captando con sus orejas los ruidos de la noche y luego, cauteloso, continuó su rodeo. Negrita repitió su movimiento sin dejar de dar la espalda al grueso tronco.

Entonces los ojos del perro fosforecieron de rabia, porque él también se estaba jugando la vida en los predios del hombre. Dio unos pasos más gruñendo sordamente y se detuvo de repente volviéndose. Pero ese fue su error, pues había quedado en dirección a la vivienda y el viento seguía llevando su olor.

Súbitamente Tinke, el cachorro, rompió a ladrar aterrorizado. El jíbaro levantó la cabeza y miró furioso adivinando por el ladrido el tamaño de aquel perrito al que podía matar de una sola mordida, pero no estaba al alcance de sus dientes y despertaría a los hombres. Entonces, decidiéndose a matar y huir, se plantó ante Negrita, puso en tensión sus patas traseras y olvidándose del cachorro se lanzó por el aire. La perra aplastada contra el suelo lo vio venir y hasta sintió su aliento cuando caía pero de repente con un rápido esguince, se le escapó de costado como hacía con las puercas. El perrazo dio entonces contra las raíces salientes, rodando aturdido, y en ese instante se rompió el silencio entero de la noche.

De una patada violenta se abrió la puerta de la cocina a tiempo que un fogonazo silbó su bala sobre las orejas azoradas del jíbaro.

Sorprendido por un segundo se puso en pie de un salto y mientras una nueva bala se clavaba en el tronco del ceibo, el perro emprendió la fuga desesperado, zigzagueando entre los matojos.

Un momento después, cuando las gallinas, escandalizadas, no cesaban de cacarear y flotaba en el aire el olor a pólvora todavía, el dueño llamó desde la vivienda.

—Bruno, enciende el farol y ven.

Pero ya Bruno salía del barracón con el farol encendido en la mano izquierda y el machete en la derecha:

—Qué perrazo, don Cristóbal. Se llevó la cerca de un salto.

—No puede ser, va herido.

—Lo vi con mis propios ojos.

—No acostumbro a fallar, Bruno. Llama a la perra y registra el monte. Seguro te lo encuentras muerto antes de llegar al lindero.

Bruno iba a contestar, pero ya venía Negrita moviendo el rabo, zalamera, para lamer el puño del montero. Bruno soltó el machete y le acarició la cabeza:

—¡Bribona, de buena te salvaste!

—Si no es por Tinke que ladra, la matan. Bien merecido se lo tenía —los ojos del montero parpadearon un segundo, pero no habló.

Don Cristóbal palanqueó el rifle soltando el casquillo del último disparo y repitió la orden retirándose:

—No pierdas tiempo. Registra palmo a palmo, que por lo menos mal herido está.

A la mañana siguiente Bruno fue a la vivienda. Estaba el dueño sentado a la mesa, frente a unos papeles toscamente dibujados:

—Se lo tragó la tierra, don Cristóbal.

—¡No puede ser! No harías un buen registro…

—Palmo a palmo como usted dijo. Aparecieron las huellas hasta la cerca de piña, pero desde ahí, voló.

Don Cristóbal volvió el rostro contrariado.

—Alguna mancha de sangre debes haber visto.

—Si mis ojos no la vieron, el olfato de Negrita hubiera dado con ella.

Indudablemente le contrariaban las respuestas de su montero.

Estaba orgulloso de ser un buen tirador. Por su parte Bruno no era terco, pero acostumbraba no desdecirse de una sola palabra dicha. Por eso don Cristóbal soslayó el asunto.

—A ver, dime: ¿cuántos cerdos hemos perdido?

—Ocho en cinco noches.

—¡Entonces no ha sido ese jíbaro solo!

—Natural, son un bando de ellos capitaneados por el jíbaro blanco—dijo el montero.

—Pues si no acabamos con esos perros no hay cría que aumente.

—Los otros dueños hacen contra ellos lo que pueden.

—No sé qué harán que valga la pena. Cada día es mayor el daño.

—Bueno, últimamente han entregado una escopeta a cada montero. Pero como el jíbaro siempre va contra el viento, no ofrece ocasión al cazador.

—¡Lo que no hay es inteligencia para resolver los problemas! —dijo despectivo el patrón—. ¡Que salgan juntos todos los monteros y den una buena batida!

—Eso también se ha hecho —dijo Bruno.

—¿Y qué?

—Nada tampoco. Se calman por unos días, pero vuelven. El hombre vive aquí abajo en el llano, y el perro en la montaña. Se mete el jíbaro en los rajones de piedras y no hay quien dé con ellos.

Entonces don Cristóbal respondió sarcástico:

—¡Por lo que oigo, según tú, mejor será entregarle la cría a los jíbaros y que se despachen!

De primera intención Bruno no contestó. Simplemente se quitó el sombrero y lo puso sobre sus rodillas mientras fue diciendo:

—Mire, don Cristóbal, una cosa es ser el dueño y otra el montero. Usted heredó esta finca y vino a ella sin conocer. Yo me sé del campo todo lo que hay que saber, y en cuanto al jíbaro, conoce más que usted y que yo, porque él defiende su vida y usted solo su negocio.

Esta vez el rostro de don Cristóbal se puso rojo. Bruno no pareció darse por entendido.

—Puede que sea —empezó y se fue indignando—, pero tú no sabes de técnica. Eres un ignorante y me debes respeto.

Bruno se demoró un tanto oyendo la respiración alterada del amo, pero al fin respondió con su calma habitual:

—Así es —dijo.

Don Cristóbal agarró la jarra de agua y después de llenar un vaso entero se lo bebió de un golpe.

—Escúchame y aprende —dijo apuntando a los papeles. Aquí hay un invento que no falla. Lo saqué de esa enciclopedia de caza— y señaló hacia un librero destartalado que contenía cuatro o seis libros mal parados.

“Bueno, el libro sabrá más que nosotros”, pensó el montero y el amo acabó explicándole los dibujos. Dijo que lo primero sería cerrar el batey con cerca alta de seis pelos de alambre. Dejar abierta una sola entrada frente al ceibo por donde únicamente podría pasar el perro blanco cuando volviera, si es que vivía. Solo que frente a la entrada y de la parte de la cerca, abriría un foso de cuatro metros de ancho por cuatro de fondo. “Va a salir agua”, pensó Bruno. En él caería preso el jíbaro cuando tratara de pasar sobre el falso piso cubierto de ramas…

Bruno lo estuvo escuchando atentamente hasta que el amo pareció terminar.

—Bueno, eso no se ha hecho aquí todavía —dijo—. A lo mejor resulta el librito.

—Seguro —dijo animadamente el patrón y con igual entusiasmo continuó—: Negrita estará aquí al pie del ceibo, y por supuesto como no ladró anoche no volverá a hacerlo…

Bruno frunció el ceño y miró a los ojos del amo:

—Siga —dijo.

—Pero de todas maneras habrá que asegurarse contra el ladrido y que no abandone el puesto.

Entonces hubo una secreta angustia en la voz del montero:

—¿Asegurarse de qué manera, don Cristóbal?

—Ponerle un bozal bien ceñido y además amarrarla al tronco del ceibo.

Bruno quiso tener paciencia y añadió:

—¿Y si falla el librito, don Cristóbal?

—El libro no falla…

—Y casi siempre el jíbaro tampoco… —dijo Bruno.

De nuevo el rostro del amo empezó a enrojecer, pero Bruno terminó sus palabras:

—…si el perro se huele el suelo falso y rodea, por un pretil pegado al alambre, va a entrar seguro contra Negrita indefensa para partirle el cuello.

Contra lo que esperaba Bruno, el amo no terminó de enrojecer esta vez, sino que firme y decidido se puso en pie:

—Bruno, vas a tener que escoger entre tu familia y la perra esa. Si no puede ser como yo digo, ya estás sobrando aquí desde ahora. Vete con los tuyos otra vez al camino real.

Había dicho lo último y el montero lo comprendió. Entonces vino a su memoria lo que le había confesado su mujer la primera vez junto al marabusal:

“…no vamos a vivir como los gitanos”. En ese mismo instante el dueño añadió:

—Vete y piénsalo, pero me respondes hoy mismo.

Cuando Bruno salió de la vivienda el sol había evaporado el rocío de las hojas y Negrita estaba echada a la sombra de la yagruma. No hizo más que verlo para levantarse y venir hasta él con la cabeza baja, gimiendo de cariño. Bruno le tomó el cuello con la mano izquierda mientras le acariciaba la cabeza con la derecha:

—No te preocupes, Negra. Noche a noche estaré velando cerca y con el machete. Si el jíbaro burla la trampa, lo parto en dos antes que llegue a ti —luego, como si quisiera darse a entender completo, añadió—: Tú sabes, tengo también que salvar mi casa y los míos.

El batey de la finca estaba en plena actividad. Iba y venía el dueño entre sus peones dando órdenes en todo sentido. Había señalado a Bruno para dirigir a los demás, pero él llevaba la más estrecha vigilancia sobre el trabajo. Cada estaca de la cerca fue clavada con la misma profundidad y toda de madera escogida del monte.

Los necesarios rollos de alambre fueron traídos del pueblo y brillaban ahora al sol mostrando sus agudas puntas de metal. Pero, sobre todo, el trabajo más detenido fue abrir el foso en toda su exactitud y profundidad. Dos peones con Bruno a la cabeza fueron dedicados exclusivamente para esta labor y todo el tiempo que duró el trabajo don Cristóbal permaneció vigilante hasta quedar convencido que el animal que cayera en él quedaría irremisiblemente atrapado. Luego fue tender la red como un gigantesco embudo que descansaba sobre el piso del fondo, subía pegado a las paredes de tierra y al fin se abría arriba, pegado al falso techo. Después comenzó el tendido de la cerca. Los seis pelos de alambre quedaron fuertemente tensados y clavados a las estacas.

Solo Tinke podía ahora, por su única cuarta de estatura, darse el lujo de pasar y repasar bajo la alambrada de púas.

Sin duda, para don Cristóbal no había más que un solo enemigo: el jíbaro blanco. Aquel rencor le nacía sobre todo porque habían fallado sus disparos sobre él. En el fondo se consideraba tan capaz que lo había tomado como una ofensa personal. Además, el perro había hecho tanto daño con su manada a los dueños de fincas colindantes, que cazarlo vivo sería como un trofeo de honor ante sus vecinos. Por eso había dicho:

—Lo moleré a palos, y luego de mostrarlo a todos, lo mataré de un solo disparo.

Allá, en lo más alto de la montaña como quien dice mirando al lucero del alba, donde soplaban los vientos fríos del norte y cálidos del sur, según la época del año, tenía su asiento la perrada de los jíbaros.

Medraba la vegetación de espinos y troncos retorcidos entre las moles de piedras manchadas de líquenes y musgos. Ningún árbol intentaba nacer en la cúspide donde empezaba el cielo. En aquel sitio, después de pasar la pared de rocas y cuevas, aparecía un ancho anfiteatro natural, abundante de escondrijo. Allí tenían los perros su seguro y bien oculto refugio.

Como había dicho Bruno, el cuerpo de un hombre no podía pasar entre los grandes peñascos mientras que los perros se deslizaban a rastras para penetrar y salir al soleado anfiteatro. Solo allí se distendían los nervios de los jíbaros; parían las madres y, a vuelta de sus cacerías nocturnas, podían traerles a los hijos alguna que otra cabeza de cochino.

Al caer la tarde, el jíbaro blanco subía hasta la cúspide para mirar abajo los caseríos y haciendas, hombres y bestias pequeños como insectos, entrando o saliendo debajo de las sombras de los árboles. Desde allí decidía el punto menos habitado donde no le llegaran los ruidos a sus altas orejas. Luego, cuando empezaban a salir las estrellas, descendía el grupo cazador, precedido por él. Perros y perras de variados colores lo seguían en el más completo silencio.

En tanto, allá en el monte los “trozos de cochinos” buscaban el sitio para dormir. Un gregarismo urgido por el más inmediato instinto de conservación hacía que el crío buscara a la madre y esta a su vecina para reunirse todas. Marchaban entonces hacia un claro del monte donde formaban un círculo con las cabezas hacia afuera y los hijos detrás, justamente en el centro del oscuro manchón. Así intentaban dormir, pero siempre alertas al menor ruido nocturno. La caída de un fruto las hacía levantar las cabezas gruñendo y mirando cada una a su frente. Luego volvía a reinar el canto de los grillos y las madres tornaban a dormitar.

El perro blanco detuvo sus pasos y el resto de los cazadores hizo lo mismo. Acababa de llegar a su olfato el grueso olor de los cerdos. Entonces torció a la derecha y paso a paso, sigilosamente, echó a andar para ponerse esta vez, seguido de los suyos, a favor del viento. Era la única ocasión en que lo hacían. Este era el primer paso de su estrategia; hacer que el propio olor llegara al olfato de su enemigo. Bastaría que una sola puerca despertara para que cundiera la alarma. Entonces los perros jíbaros aullarían a su modo, peculiar, aumentándoles el miedo. Después, todo sería correr en torno al círculo de madres, amenazando y tirando dentelladas.

Así, mientras la piara se mantuviera en sus puestos oponiendo los colmillos, no se atreverían a lanzarse contra el manchón alerta. Pero bastaba con que un cerdo joven aterrado intentara la fuga, para que el cazador más cercano en la carrera le clavara los dientes en el cuello y cargara con él.

Así, uno a uno de los espantados iría cayendo en poder de los jíbaros. Mas esa noche las cosas no iban a salir tan bien como siempre, al menos para el jíbaro blanco. Este se detuvo después de haberle dado muerte a uno de los jóvenes más crecidos y siguió aullando para que el resto de la manada continuara su ataque. Pero súbitamente a su espalda, brotado de la noche, surgió el verraco padre de la piara.

Si no se hubiera tratado del jíbaro blanco, si hubiese sido cualquier otro perro, también este instante habría sido el último de su vida.

Pero el perro volvió grupas de un salto y la embestida de la navaja sólo alcanzó a abrirle de un tajo el anca derecha. Inmediatamente el puerco, volviéndose, mató al primer perro que venía corriendo y tropezó con él. Los demás se dispersaron en todas direcciones a lo que le daban sus patas.

Fue al quinto día que, reptando más que caminando, el jíbaro blanco llegó al pie de las moles de piedra sobre cuya cumbre nacía el lucero del alba.

Casi desangrado por la herida que le interesó profundamente el anca derecha y teniendo que avanzar solo de noche, ocultándose de día bajo el monte cerrado, estuvo lamiéndose la herida y bebiendo del agua aposentada en las pencas de palmas caídas o en los hilos de agua que halló al azar en su camino.

Apenas despuntaba el día se echaba al suelo en los sitios más umbríos y allí dormía esperando la noche. Al tercer día sintió comezón y ardor en la herida que empezaba a infectarse de gusanos. Entonces tuvo que lamerse detenidamente, lo que le resultaba muy doloroso, pues tenía que volver la cabeza para alcanzar el bárbaro tajo en toda su extensión.

Ahora, al quinto día de camino las hambres sumadas lo desplomaron frente a los intersticios de las grandes piedras. Parecía, pues, llegado el final del audaz capitán, y ya estaba cayendo la tarde cuando oyó un ruido de pelea y reconoció el chillido de la jutía. Frente a él dos machos peleaban. Le hubiera sido fácil sorprenderlos si hubiese estado en pie, pero tuvo suerte porque los que luchan entre sí no advierten el terreno por donde ruedan, y solo cuando estuvieron cerca, asió por el cuello con sus colmillos a uno de los contrincantes y tuvo el necesario alimento.

A la mañana siguiente pudo reptar entre las piedras y de este modo llegar hasta el anfiteatro, penetrar en su cueva y tenderse a lo largo. Veinte ojos de canes se asomaron a mirar. Solo se sabía que estaba vivo por el escuálido costillaje que subía y bajaba afanosamente.

La primavera siguió lloviendo sus aguas, pero aún no había alcanzado su apogeo. Por aquellos días María prohibía terminantemente a sus hijos que fueran a bañarse al río. Cuando llueve fuerte, en la cabecera de las montañas el agua se va sumando en las laderas de modo que llega como un torrente inesperado cuya crecida arrasa con todo, animales domésticos y troncos podridos. Por eso los muchachos no iban al río. La mayor parte del tiempo se la pasaban en el rancho mirando caer los hilos de agua y algunas veces, cuando no estallaban los truenos, María los dejaba bañarse desnudos en el aguacero.

De todas maneras extrañaban a Negrita, pues ella siempre los acompañó en sus carreras y juegos bajo la lluvia. Pero desde que Bruno pasó a ser montero de don Cristóbal la cosa había cambiado para ellos.

Don Cristóbal poco a poco había hecho que Bruno fuera sumándose tareas diarias y necesariamente Negrita también, puesto que como hemos visto era el brazo derecho de Bruno en los trabajos. Esto se había recrudecido desde la noche que el jíbaro blanco quiso dar muerte a Negrita. Desde entonces Bruno solo tenía libres los sábados por la tarde y el domingo todo el día para estar con los suyos. Después, a partir de la trampa armada de don Cristóbal en espera del jíbaro, Bruno decidió quedarse todas las noches apostado como había prometido, con el machete en la mano, oculto cerca de Negrita.

De día el montero seguía atendiendo su trabajo, curando cerdos heridos y llevando cuenta de los nacimientos. A veces lo invadía el sueño y entonces se echaba al suelo dos o tres horas, mientras Negrita esperaba, sentada sobre sus patas traseras. Otras veces se sentía tan rendido que iba del monte directamente a su casa y dormía algunas horas de siesta. En estas ocasiones Negrita recobraba sus memorias de los primeros tiempos y repetía con los muchachos todas las gracias que con ellos y con Bruno había aprendido.

Por su parte don Cristóbal estaba que se lo llevaban los malos rumores. A veces se despertaba por la noche y asomándose a la ventana miraba hacia el ceibo donde permanecía amarrada Negrita y puesto el bozal, al que nunca se acostumbraba. Bruno lo veía por entre los matojos a la luz de la ventana. Pero solo los grillos y las ranas resumían la tranquilidad de la noche.

Una mañana Bruno vino con la noticia. Un montero de la finca al pie de la montaña le dio la información.

—Me han dicho que para la vuelta de La Julia encontraron los restos de puercos y un perro jíbaro muerto.

—¿El blanco?—se adelantó, ansioso, el dueño.

—No —dijo Bruno—, otro de ellos, pero parece que hubo batalla y que el verraco del “trozo de cochinos” se enfrentó con el jíbaro.

—La cosa es que no apareció muerto el blanco, ¿no?

—Cierto —dijo Bruno y aventuró—: A lo mejor salió mal herido y se murió más adelante. Quién quita.

—¿Y quién quita que me lo estés insinuando para que tape el foso y deje de amarrar a tu perra por la noche?

El montero no se alteró en lo más mínimo.

—Eso tampoco estaría mal —dijo—, pero no me negará que hay cosas que no están escritas en los libros y pueden pasar.

Don Cristóbal quedó en silencio. No se le había escapado la alusión, pero una vez más se complació en imponer su autoridad.

—Muerto o no, ahí estará el foso abierto y la perra en su lugar hasta que me canse de esperar. Eso lo decido yo.

Una gota de agua, cayendo desde el techo de roca, alimentaba una pequeña oquedad del suelo donde el jíbaro tenía su bebedero con solo levantarse de las patas delanteras. Hacía un mes que permanecía en su refugio después del bárbaro navajazo. Aún estaba imposibilitado para la cacería.

En tanto, apoyando su pata trasera solo para equilibrarse, se movía hasta las cuevas vecinas de algunas madres, alimentándose de los restos de comida desechadas por los críos. Y así iba recuperando sus carnes.

Un perro, amarillo, joven, estaba ocupando su lugar de jefe en la jauría. Desde el principio le había tomado ojeriza al herido. Esta era una ley entre los canes salvajes que venía de los tiempos remotos.

Perro que empezara a envejecer, diera pruebas de su debilidad o quedara mutilado en una pelea, debía ser sustituido por el más joven quien a la vez mostrara capacidad de audacia. El perro amarillo decidió pues, por su cuenta y riesgo, guiar al resto de la jauría en las noches de caza. Naturalmente que al principio la manada estuvo esperando el regreso del verdadero jefe. Pero al tercer día de hambre, marcharon con el amarillo a la cabeza. Aun así no se aventuraba el perro nuevo en empresas demasiado riesgosas. Poco a poco había de ganar en mayores atrevimientos, pero aún faltaba mucho tiempo para eso. Así, olfateaba alguna res enferma o moribunda para asegurarse con la víctima. Entraba a los patios de las casas pobres, dando muerte a los perros menos desarrollados que él y devoraba las gallinas. Sin duda estaba haciendo sus primeras armas.

Mas, a cada regreso, aumentaba el odio contra aquel perrazo maltrecho que vivía ahora de las sobras de los pequeños, y andaba lento, renqueando todavía. No le resultaría difícil al perro amarillo un combate con él. Podía atacarlo cuando abandonara su cubil en busca de alimento; pero tal vez esto no le sería muy provechoso aún ante el resto de la jauría. Más seguro, penetrar en su cubil y sorprenderlo dormitando.

Por eso una mañana en que estaba echándose en su cueva el herido, sintió a sus espaldas un amenazador gruñido. Entonces volviéndose vio una cabeza amarilla que le mostraba sus dientes y colmillos desde la entrada de la cueva.

La única ventaja que podía tener el jíbaro ahora era su astucia y su experiencia. Sabía que si se negaba a enfrentarse con el atrevido, este le daría muerte de cualquier modo. Pensó en salir al claro y vender cara su vida, pero entonces advirtió la tercera ventaja. La entrada al cubil era baja. De tal manera que el perro amarillo se vería un tanto obligado a aplastarse para entrar por ella. Entonces no se movería de su sitio. Y devolvió el gruñido aceptando el duelo. Bastó con esto para que por inexperiencia el amarillo se envaneciera, dando un paso adelante y tratando de morder. Pero no halló más que sombras al obstruir su cuerpo la luz que también entraba por la boca del cubil.

Súbitamente cuatro colmillos apresaron su cuello y cuando trató de recular, el resto de los dientes junto a los colmillos penetraron en su carne. El intruso ni siquiera pudo gruñir. Allí se volvió aterrado sin que el jíbaro soltara su presa hasta que quedó inmóvil. Desde ese momento los demás perros comprendieron que aún gobernaba entre ellos el fiero capitán.

La noche prometía un mundo de agua. El calor sofocante había hecho que don Cristóbal, contra su costumbre, dejara abierta la ventana del cuarto. Ni el más leve roce del aire movía una sola hoja del monte. Era como si la tierra se hubiera quedado sin el viento nocturno. Hasta Tinke por su parte se había ido a dormir en mitad de la sala, echado de patas abiertas contra el cemento, buscando la frescura del suelo.

Negrita seguía amarrada a una raíz saliente del ceibo, y más allá, oculto entre las hojas de malanga silvestre, estaba Bruno.

¿Cuántas noches habían pasado desde que el amo ordenara la trampa? Hasta una trepadora de cundiamor, nacida al pie de una estaca, subió por ella a los alambres y se extendía empezando a dar sus frutos corrugados y rojos.

“Capricho de hombre que se vale de ser el dueño”, pensaba Bruno contando una noche más de su larga vigía. A veces, cercana la madrugada ya, entre canto y canto de gallos, había llegado hasta Negrita aflojándole un tanto el bozal. Luego tornaba a su puesto y solo cuando el cielo empezaba a amarillear como un inmenso girasol, regresaba al barracón, no sin antes haber liberado a la perra de sus ataduras.

¿Cuántas noches pasarían para que don Cristóbal admitiera la desaparición definitiva del jíbaro? Últimamente solía hablarle poco a Bruno. Solo para darle las órdenes necesarias. El montero comprendía que lo esquivaba por no “dar su brazo a torcer” sobre la posible eficacia de su trampa.

Esta noche de calor era aún más peligrosa, pues de no correr la brisa a Negrita se le hacía imposible ventear su enemigo. Sin embargo, habían sucedido antes otras noches iguales y el perro salvaje no apareció por ninguna parte. “Esta sería una más”, pensaba Bruno cuando escuchó una rana primero y después un coro de ellas se dejó oír desde la cañada.

Mejor así; la noche cálida y silenciosa no era grata a los oídos del montero. Mas, de repente, la rana primera suspendió su canto. Bruno frunció el ceño y entreabrió la boca para reforzar el oído. Extraño que una rana cortara su canto ante la inminencia del aguacero. Esto sucedía si alguien, animal o persona, pasara cerca del sitio donde ella se ocultaba. Entonces el montero miró a Negrita, pero la encontró en su misma posición, echada de vientre al suelo, las patas delanteras estiradas y la cabeza descansando en ellas. El montero se alivió pensando que tal vez un jubo andaba rondando al batracio, y ya se iba a conformar con ese pensamiento cuando el ¡crac! de una rama seca al partirse llegó bien claro a su oído. Miró rápido a Negrita y simultáneamente la vio erguirse y parar las orejas mirando hacia la única entrada abierta al batey.

Allí estaba, de pronto aparecido, desafiante y alta la cabeza, firme en sus cuatro patas. La mano de Bruno tanteó el suelo buscando el machete, pero se contuvo. Cualquier movimiento suyo podía alterar al perro. Había que esperar su decisión antes que todo.

El jíbaro blanco bajó el hocico olisqueando la tierra y Bruno pensó “malo que se huela el suelo falso”. El perro había advertido la cadena sujeta al cuello de Negrita y entendió de un golpe su ventaja ahora. Mostró los dientes gruñendo y calculó que de dos trancos caería sobre ella. Entonces dio el primer salto, recto hacia la entrada. Cayó en mitad de la trampa y se fue abajo en su estruendo de ramas y hojas secas. Bruno soltó el machete y su grito atronó la noche:

—¡Lo cogimos, Negrita!

Un relámpago fulminó la noche y todos los seres y las casas se hicieron evidentes. El propio trueno que bramó su furia dio inicio a las tibias gotas de agua, cayendo por millares. En la vivienda el dueño oyó el grito del montero y saltó de la cama a la ventana por donde primero fue la luz de un nuevo relámpago copiándolo hasta el mínimo detalle de sí mismo: su ansiedad por saber más del grito victorioso, su loco deseo de comprobar por sus ojos la prisión del perrazo, el goce de tenerlo en el hueco mismo de la mano.

—¿Bruno, qué pasa? ¿Dónde está?

—¡Aquí, venga a verlo, cayó!

Eran dos goces de distinta raíz. El uno porque saciaba su vanidad y el otro porque Negrita vivía sin riesgo.

Asomados a los bordes del foso bajo la tormenta que azotaba los árboles inclinando sus copas, miraban el fondo obscuro queriendo adivinar la figura del prisionero. Pero solo alcanzaban a verlo en el nítido instante cuando estallaba un nuevo relámpago. Entonces lo hallaban abajo de pie, los ojos espantados e intentado el inútil salto por ganar el borde superior de la trampa.

Don Cristóbal agarró un extremo de la red y gritó al montero:

—¡Coge la otra punta y tira de ella! —pero antes que Bruno se dispusiera a hacerlo, cambió de pensamiento—: ¡Deja, agarra tú aquí! Voy yo… —y andaba ahora bajo la lluvia y el viento, excitado, nervioso, como si el perro tuviera alas y fuera a escapársele volando.

Luego, cuando amarraron los dos extremos, de modo que el jíbaro quedó cogido en la red mordiéndola, el amo se volvió al montero:

—Vámonos; en cuanto suba el sol trae a los peones, que vengan.

Todo el tiempo que duró la operación de tirar de la red para sacar el jíbaro del foso, estuvo don Cristóbal mirando sin hablar. Su rostro había cambiado ahora. Parecía apacible pero un rictus de crueldad se marcaba en los extremos de su boca. El mango de un rebenque de cuero trenzado bajaba de su mano derecha descansando su extensión en el suelo.

Dos peones se encargaban del trabajo. El jíbaro blanco liado ahora en las mallas, revuelto de fango y rabia, parecía extenuado. Cada vez que quiso librarse de la red, mordiendo y girando sobre sí mismo, más sujeto quedó; al extremo que cuando salió a la superficie solo podía manifestar su furia con un ronco gruñido y la mirada de odio a los hombres.

—Póngalo ahí, delante mío—ordenó el amo, y los hombres depositaron el animal prisionero a sus pies.

Entonces don Cristóbal se volvió a Bruno:

—Dio resultado el librito, ¿verdad? —Bruno hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, pero sus ojos estaban fijos en el suelo, más allá del perro.

—¿Cuántos cerdos nos ha matado? —tornó a preguntar el dueño. El montero se demoró un instante y al cabo dijo sin volver la cabeza:

—He perdido la cuenta. Así de memoria, no sé ahora.

El amo sonrió irónico y levantando el látigo sobre su cabeza, dijo:

—Entonces voy a perderla yo también.

Y descargó el primer trallazo sobre la cabeza del jíbaro. Hubo un movimiento casi imperceptible en el perro, pero su ronquido se hizo más fuerte. Y dio el segundo golpe, el tercero y nadie pudo contarle el resto, porque el brazo del amo subía y bajaba pegando como si la propia furia del perro se hubiera apoderado de él.

Entonces un ladrido fuerte y amenazador se oyó a su espalda. Don Cristóbal detuvo el brazo en el aire y giró sobre sus talones. Otro y otro ladrido se enfrentaron ahora; todos disparados de las mismas fauces de Negrita. Indignado la amenazó con el látigo.

—¡Cuidado, perra, que te hago lo mismo!

—No lo haga, don Cristóbal —había un tono frío y decidido en la voz del montero; de modo que cuando el amo giró dándole el frente, halló la misma decisión en los ojos del hombre—. No se le vaya a ocurrir —repitió Bruno sin apartar la mirada. El dueño enrojeció de rabia y cogió aire como si fuera a estallar, pero con todo, fueron otras sus palabras:

—¡Llévatela! —gritó—, ¡llévate esa perra de aquí! —y volviéndose al jíbaro siguió descargando el rebenque contra el perro indefenso.

Más tarde los peones lo llevaron al gallinero, reforzado ahora con alambres de púas, el perro estaba sin sentido. De manera que esta vez la faena resultó sin riesgo para ellos. Lo desenredaron de las mallas y lo tiraron allí cerrando la puerta y asegurándola con cuerdas de cuero crudo humedecidas, un nudo sobre otro.

Al medio día don Cristóbal mandó a buscar a Bruno y le entregó una lista de vecinos dueños de fincas:

—Visítame esa gente; que venga a comprobar lo que agarré —y poniéndose en pie terminó—: Ya verás que tampoco voy a fallar con el rifle.

Bruno cumplió la orden, pero antes se dio una vuelta por el batey y llenando un cubo de agua, se acercó al gallinero. Negrita quiso beber en el cubo, pero Bruno la apartó:

—No es para ti —dijo—. Vamos a hacer algo por ese pobre.

La perra se sentó sobre sus patas traseras y apuntó las orejas curiosas. Luego, vio al montero levantar el cubo y lanzar el agua a través de las mallas chasqueando a lo largo del cuerpo inerte cubierto de verdugones. El perro abrió un solo ojo. Tenía el otro monstruosamente hinchado. Por la boca le fluía un hilo de sangre. Todo lo que pudo hacer fue mirar con el ojo sano y tropezarse con la curiosa mirada de Negrita. Ni siquiera pudo levantar la cabeza, pero trató de gruñirle a la perra.

El viento soplaba entre los alambres a favor de Bruno y Negrita. Entonces la perra pudo percibir, entre los malos humores de las magulladuras, un matiz extraño que no se parecía en nada a aquel de la primera noche cuando vino a matarla. Bruno dio la orden:

—Arriba, Negrita —y echó a andar; pero ella siguió olisqueando el aire y el montero se volvió—: ¡Andando, Negra! —entonces dio un salto tras él y ambos se alejaron.

Aquella misma noche Bruno regresó con la contestación de los invitados. Felicitaban a don Cristóbal por la captura del jíbaro, pero no todos podían asistir para el día indicado.

Esa noche Negrita tuvo sus pesadillas. A menudo las tenía a pleno mediodía. Los muchachos de Bruno fueron los primeros que descubrieron los malos sueños de Negrita. Simplemente estaba dormida bajo la mesa, bien cerrados los ojos, cuando intentaba un ladrido que no le salía de la boca cerrada.

“¡Guorff, guorff!”, hacía estremeciéndose. Entonces los niños la despertaban y Negrita movía la cola agradecida.

Pero esa noche, alta en el cielo la luna ya, debió ser tan inquietante la pesadilla que Negrita despertó. ¿Acaso estuvo soñando que, como aquella vez, estaba prendida a los morros del toro y este la sacudía a todos los vientos, o quizás volvía a ver ante sus ojos la figura iracunda de don Cristóbal alzando el rebenque contra ella? El caso era que de tan frecuentes los sueños, acabó por levantarse del trillo y andar hacia la vasija de agua, donde estuvo bebiendo a lengüetadas el líquido refrescado por la luna. Luego volvió a su sitio en el jardín y se echó a tratar de dormir, pero le era imposible pegar los ojos. Quiso enroscarse sobre sí misma y fue peor, pues percibió su propio olor con el hocico pegado a la piel. Era así, extrañamente parecido al que sintió venir desde el jíbaro dos días atrás por entre los malos humores de su cuerpo lastimado. Entonces se puso en pie y comenzó a aullarle a la luna. Al quinto aullido oyó la voz de Bruno tras la pared de tablas:

—¡Sio, Negrita!

Y calló su desagradable lamentación, pero se volvió a mirar hacia la vivienda distante y repentinamente echó a andar hacia el batey de la finca.

Cuando Negrita asomó su cabeza plateada por el brillo de la luna, el jíbaro blanco estaba parado en medio del gallinero. La inflamación del ojo había cedido bastante, al extremo de tener ambos igualmente abiertos. Un gruñido amenazador salió de su garganta a tiempo que Negrita miraba sus fauces; estaban aún lastimadas y sin duda adoloridas. El resto de su cuerpo permanecía cruzado de verdugones, pero ya estaba en pie.

La perra tornó a mirar a otra parte como si el gruñido no fuera con ella, y el perrazo avanzó hacia los alambres animoso de que se le entendiera su odio y su desprecio.

Entonces Negrita comenzó a moverse como si intentara rodear el gallinero, pero en realidad era otro su propósito: estaba buscando ponerse en contra de la brisa ligera, suficiente para trasmitir su nuevo y peculiar aroma. El jíbaro permanecía en su puesto girando altivamente la cabeza. Ella se detuvo cuando sintió la suave corriente de aire tocándole en contra las cerdas del lomo. Un instante después el perro bajó la cabeza olisqueando desde el suelo y la fue levantando como si quisiera oler más arriba de su hocico hasta apuntar su nariz al techo mismo del gallinero. Al verlo Negrita dio súbitamente un salto juguetón y se detuvo. Luego vino paso entre paso y acabó pegando su hocico a los alambres. El jíbaro abrió su boca en un largo bostezo que terminó en un suave gemido:

—“¡Ahhuuu!” —dijo.

Dos días después Negrita salió con Bruno a cumplir los trabajos, y los hizo bien. Ladró a las puercas paridas con la furia fingida de siempre, desviándolas para que el montero pudiera curar las heridas de los cerditos sin riesgo de las madres. Sin embargo, en la generalidad de su comportamiento ese día Bruno tuvo que llamarle la atención más de una vez. A cada rato se demoraba en la marcha detrás del caballo del montero por las intrincadas veredas de la manigua. Se detenía entonces ladrando rumbo al batey.

—Negra, adelante, busca —le gritaba Bruno, y al momento, obedecía corriendo y metiéndose por entre el monte cerrado hasta oírse después su ladrido distante donde acababa de descubrir otra madre y sus críos. Luego, “atacando”, se le encimaba tanto a las puercas paridas que Bruno llegó a temer por su vida. Al fin, a eso de media mañana el montero determinó regresar a la casa:

—Vámonos, Negra, trabajas hoy de mala gana.

Esta vez, de regreso, Negrita estuvo todo el tiempo marchando a la cabeza del caballo. Luego ocurrió otro detalle que llamó la atención del montero. Fue cuando los muchachos quisieron jugar al juego de “muérete, Negrita”. La perra se mostró huraña y no quiso dejarse arrastrar por la cola.

—Déjenla, hoy no tiene un buen día —dijo Bruno.

—Perra pesada —rezongó el mayorcito, y María sonrió.

Después de la comida, cuando empezó a caer la tarde, María le llevó unos huesos a Negrita, pero no quiso comer. La mujer la miró detenidamente y pensó: “Bueno, es natural”.

Aquella noche cuando el jíbaro sintió sus leves pisadas, ya Negrita lo estaba mirando. Mas, esta vez, el perro no le gruñó siquiera: Ella echó atrás sus orejas y levantó la cabeza oliendo el aire. El perrazo se adelantó entonces y topó su hocico con el alambre frío.

En ese mismo instante asomó Tinke por el otro lado del gallinero. Venía el enanito lanudo en son de guerra. Lo había estado haciendo todos los días y por primera vez le gustaba a don Cristóbal su comportamiento. Sencillamente se acercaba al gallinero gruñendo amenazador y al cabo estallaba contra el prisionero en sinfín de ladridos insultantes, seguro de tener por medio una alambrada que le permitía toda impunidad. El jíbaro, por su parte, no se dignaba siquiera mirarlo. Entonces Negrita le hizo pasar a Tinke el susto más grande de su vida. Corrió hacia el otro lado del gallinero y cuando el perrito vino a darse cuenta tuvo ante sus ojos la visión de una boca tan abierta como casi su tamaño:

—“¡Guorff!” —roncó Negrita, y el perrito salió huyendo con el rabo entre las patas que se mataba.

El jíbaro blanco contempló la escena y echó a andar hacia la puerta del gallinero.

El día anterior había intentado morder las tiras de cuero que aseguraban la puerta. Y quiso continuar ahora, pero las lastimaduras de la boca volvieron a impedírselo. Negrita paró las orejas y ladeó la cabeza. Eso, solo ella podía hacerlo, además los nudos, uno sobre otro estaban por fuera del gallinero. Se acercó entonces a la puerta y quién sabe qué tiempo estuvo mordiendo y tirando de los ligamentos de cuero, ahora reciamente apretados por resecos. Pero allí continuó mordiendo hasta lograr ablandarlos con su propia saliva. Por eso cuando la luna comenzó a bajar desde la mitad del cielo, Negrita no necesitó abrir la puerta tal y como Bruno le había enseñado. El propio jíbaro la empujó con la cabeza lanzándose fuera del gallinero. Enseguida continuó al trote, sigiloso, hacia la noche. Negrita pensó que se iba, mas el perro se detuvo y volvió la cabeza esperando. Entonces la perra de un salto se decidió a seguirlo. Un rato más tarde Negrita atravesó un enjambre de limitas fosforescentes y millares de puntos, luminosos y diminutos, se pegaron al cuerpo negro, de modo que hasta rayar el alba, el perrazo corría y miraba asombrado la extraña silueta fosforescente de la perra, galopando incansable a su lado.

Cuando llegaron a lo alto de la montaña apenas si había salido el sol oculto tras un toldo de nubes espesas y bajas que rozaban las moles de la cúspide. Una escasa luz se derramaba sin determinar el contorno de las piedras y, menos aún, el vivo color de la vegetación. La pareja anduvo hasta el centro del anfiteatro y allí se detuvo. Entonces, como si los demás perros se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a salir de sus cubiles. El jíbaro blanco permanecía de pie en tanto Negrita se sentaba sobre sus patas, acezando todavía por el esfuerzo de la subida.

Un perro más adelantado que los otros y de jaspeado color, fijó en Negrita sus ojos estriados de venitas rojas. El jíbaro blanco levantó la cabeza alerta. Paso entre paso el resto de los cánidos fue avanzando hasta situarse justo detrás del perro verdugo e irguieron sus orejas. El perro volvió los ojos fieros hacia el jíbaro blanco y dejó oír un ronco gruñido mostrando sus dientes. A su espalda rezongó un coro de amenazas.

Bien sabía el perrazo que estaba ante el trance más difícil de su vida. Desde tiempos remotos no es posible la convivencia entre los jíbaros y los perros domésticos. Resultaba pues una afrenta la sola presencia allí de la perra servidora de los hombres, y aunque era mucho el respeto con que miraban y seguían a su jefe este había trasgredido la ley de la jauría. Eso invalida el mando entre ellos.

El jíbaro continuaba inmóvil, con los ojos clavados en el perro provocador. Era inminente la pelea. La ley solo podía ser infringida o respetada con la muerte de uno u otro, y en el caso de caer el jíbaro blanco, habría otra muerte inevitable.

Sucedería inmediatamente después. Todos los perros y perras menos el vencedor, se echarían sobre Negrita hasta destrozarla a mordidas. Era pues, absolutamente necesario dar muerte al perro jaspeado. Había que olvidar la desventaja de la boca lastimada y la magulladura de los días de prisión; sacar fuerzas de donde no las hubiera, tensar más poderosamente que nunca sus tendones y nervios.

En ese instante una nube mayor comenzó a bajar chocando con las moles de piedra e invadiendo de brumas el anfiteatro. El jíbaro blanco vio ocultarse ante sus ojos los colmillos del verdugo y desaparecer los demás perros en la oscuridad, pero seguía oyendo, cada vez más amenazador, el coro de protestas. Entonces se orientó por el gruñido cercano. Aseguró sus patas traseras y de un salto se lanzó por entre la niebla cayendo justo sobre su contrario, pero la mordida fue más arriba de lo calculado; sintió chocar sus dientes sobre el cráneo y la oreja de su enemigo. Pero este, de un desesperado sacudón se libró de él y lo mordió furiosamente en la paletilla, mientras rodaban ambos a ciegas, enroscados, tratando cada quien de apresar el cuello del otro.

Así, guiándose los demás por los ronquidos y las furias, tenían que adivinar el combate.

Al rato, se escuchó solo un gemido agonizante y, enseguida, entró un aire suave llevándose los jirones de la bruma. Entonces todos pudieron ver: el perrazo blanco estaba de pie, ensangrentado, pero sin soltar el cuello de su enemigo, quien estiró las patas y dejó de gemir. El jíbaro levantó la cabeza amenazante y los demás perros bajaron las orejas mientras emprendían la marcha, silenciosamente, hacia sus cubiles. En lo adelante Negrita viviría todo el tiempo que quisiera entre ellos, sin ser molestada.

Con delgado alambre de cobre, varetas de pencas de coco y güines de caña, Bruno había terminado su obra esa mañana: una jaula para cazar tomeguines y cuanto pájaro canoro, o de colores, se posara a comer del soleado cundiamor.

En lo que buscó los güines, peló las varetas y anduvo recogiendo el sobrante de alambre en el batey —aparte de atender su trabajo diario—, pasaron muchos días y los muchachos acuciándolo:

—¡Papá, termina la jaula, anda!

—¡Cuándo vas a acabarla, viejo!

Y María suspirando:

—Hasta yo tengo ganas para no oírlos todo el día con la matraquilla de la jaula.

Por eso, esa mañana el montero levantó en la mano la hermosa jaula olorosa a madera nueva.

—¡Vaya, ya está; ahora al monte a cazar pajaritos!

Relucían como de oro los güines amarillos y pesaba menos que un trozo seco de bagá. Los falsos suelos caían de solo tocarlos con la yema del dedo; enseguida se oía el golpe seco de la tapa cerrando la trampa y el prisionero dentro aleteando sorprendido.

Los muchachos se precipitaron a tenerla en sus manos, pero naturalmente pasó lo de siempre, el mayorcito la tuvo primero y lo que sí dijeron los dos a un mismo tiempo y con diferentes palabras, fue:

—¡Papá, préstanos hoy a Negrita!

—¡Llévensela! —dijo el padre y María se alegró, pues cada vez que los niños se alejaban de la casa le gustaba que Negrita los acompañara.

—¡Negra, Negritaaa! —corrieron a llamar los muchachos, pero la perra no apareció por ninguna parte. La buscaron hasta el río. Fueron junto al manantial donde a veces Negrita se detenía bajo el sol a beber el agua fresca, y nada: hasta que Bruno habló a los niños:

—Váyanse solos, Negrita debe andar por el batey.

Y los muchachos, que estaban locos por probar su tesoro, corrieron al monte. De lejos los miraba el padre detenerse junto a las cercas de piña acopiando cundiamores maduros.

Después, cuando los vio entrar en los primeros árboles, se volvió a su mujer:

—Me da el pálpito que Negrita nos va a traer dificultades. Anda extraña estos días.

—Es natural —dijo María—, está enamorada.

El montero sonrió y dijo:

—Y no sabes tú de qué perro precisamente; del jíbaro blanco nada menos.

Entonces ambos quedaron callados mirando chisporrotear la leña en la cocina hasta que María creyó hallar la solución:

—¿Por qué no la traes y la amarras unos días hasta que se le pase?

—Es lo que estoy pensando.

—No vaya a ser que nos traiga problemas con ese hombre —añadió la mujer.

—Eso —respondió Bruno—. Y para luego es tarde. Voy a buscarla.

Cuando Bruno llegó al batey lo primero que vio fue la puerta abierta del gallinero y no supo qué pensar. Enseguida oyó en la vivienda la voz rabiosa de don Cristóbal increpando al peón que había designado para vigilar al jíbaro:

—¿Te das cuenta que por tu culpa voy a ser la burla de todo el mundo en la zona? ¿Qué hacías cuando el perro se fugó?… Debí comprender que estás demasiado viejo para contar contigo.

Era un hombre de cabeza blanca, enteco de cuerpo y cargado de años. Se le veía a todo lo largo de su cuerpo y en el tamaño de sus manos que toda la vida no había hecho otra cosa que trabajar. Pero lo que no podía el amo advertir, por su furia y por el desconocimiento de la verdadera gente, era que detrás de aquellos ojos azules, gastados, había un límite para soportar palabras.

—Cumplo mi trabajo lo mejor que puedo, pero ¿qué quiere usted? Eso debe haber sucedido por la madrugada. ¿Qué ruido hace un animal que masca un pedazo de cuero? ¡El demonio se enteraría si es que tiene fino el oído!

Don Cristóbal sintió como una burla en las últimas palabras del viejo:

—No pregunto si lo oíste o no, te pago porque respondas a tu deber, y si no lo hiciste, ¡ya estás sobrando aquí!

—Hace mucho que estoy sobrando —dijo el peón tranquilamente—, pero siempre se me ha tratado con el respeto que la gente se merece.

—¡Anda a buscarte la comida donde puedas; conmigo no trabajas ni para abrir portillos!

El viejo levantó la cabeza, pero su voz sonó igualmente tranquila:

—No necesito que me mantenga nadie y usted menos si hay que estarle aguantando zoquetadas.

Era demasiado para don Cristóbal, por eso, apretó los dientes y dio un paso hacia el peón, pero la palabra del viejo lo detuvo:

—¡Atrévase! —y con una agilidad que nadie podía suponer, tiró del machete—: Si da un paso más y me levanta la mano, ¡le corto el brazo!

Don Cristóbal quedó clavado en su sitio, en tanto Bruno entrando por la puerta puso sus dos manos sobre los hombros del viejo:

—Deje eso, Anselmo, haga el favor.

—Qué se ha creído este de los hombres —continuaba el viejo—. ¡Vergüenza debía darme con los años que tengo trabajar de carcelero de un perro por el capricho y la soberbia del que paga!

Don Cristóbal ahora sintiéndose protegido por la presencia de Bruno solo atinó a decir:

—¡Llévatelo… sácalo de aquí!

Y el viejo se dejó llevar por Bruno, tranquilamente otra vez, como si nada hubiera dicho. Luego, cuando el montero lo acompañó hasta el lindero, habló:

—Sabes, Bruno, he estado pensando y creo que fue tu perra… ¿Tú le enseñaste, no?

—Sí —dijo el montero—. ¡Quién iba a saber! —y los dos quedaron callados hasta que el viejo dijo:

Pude decirle eso al tipo este, pero te iba a comprometer.

—Debió decirlo, don Anselmo —musitó Bruno y el viejo no pareció oír.

—Mal que bien, tú tienes familia y ya no va quedando sitio en la Isla que no se lo cojan los don Cristóbales.

—Cierto —dijo el montero, y los dos quedaron en silencio. Entonces un tocororo sonó su canto en la manigua.

Cuando el montero regresó a la vivienda don Cristóbal se había cambiado de ropa, puesto su pantalón a rayas y su guayabera de salir. Ahora parecía más calmado, pero aún se le veía en los ojos la indignación por la fuga del jíbaro blanco.

—¿Sabes a cuánto estamos hoy?

Bruno movió negativamente la cabeza.

—A primero. Hoy vienen los vecinos que te mandé a invitar para que comprobaran que cogí al jíbaro —Bruno siguió callado—. ¿Te das cuenta del ridículo que voy a hacer?

El montero continuaba en silencio.

—Por tanto me voy al pueblo, ¡y no vendré en una semana!… ¡Esa vergüenza no la paso yo!… Les dirás que se murió de los golpes… o que trató de fugarse y lo maté.

Entonces Bruno habló:

—Esa mentira no sirve, aparte de ser mentira.

El amo lo miró a los ojos:

—¿Qué tratas de decir?

—Yo nunca trato de decir nada, don Cristóbal; sencillamente digo.

—Pues habla, ¿por qué?

—Porque el jíbaro blanco va a seguir haciendo daño aquí y dondequiera, y todo el mundo se va a enterar…

Aparte de ser completamente lógica la respuesta, don Cristóbal comprendió que el montero empezaba a hablar con la misma tranquilidad del viejo y se sintió como si debiera mantener su autoridad y tal vez aminorar el tono de sus palabras.

—Di entonces lo mejor que te parezca…

Bruno no contestó. Por la ventana, allá en el cielo, se vio pasar un bando de garzas y don Cristóbal, mirándolas, halló tiempo para pensar lo que iba a decir ahora:

—Hoy no andas con tu perra, ¿verdad?

Bruno no dijo nada, pero advirtió el tono irónico de la pregunta.

—Me dijeron que se te ha perdido. ¿Es cierto eso?

—No tanto, Negrita sabe siempre el camino de su casa…

—Entonces, ¿tienes esperanza de que vuelva?

—Por supuesto.

—Lo digo porque si no aparece te vas a ver en dificultades con tu trabajo, y para mí va a ser imposible seguir pagándote el jornal si no resulta la atención con las puercas.

—Está claro —dijo Bruno.

El amo se movió entonces y fue a pararse frente a la ventana, dándole la espalda al montero:

—Francamente, Bruno, puedes seguir viviendo en tu casa, pero tendrás que trabajar otra vez por tu cuenta… El sueldo se lo ganaban entre la perra y tú.

—De acuerdo —dijo el montero. Y como hubiera entendido que se terminaba la conversación se volvió para salir, pero don Cristóbal habló:

—Espérate, no hemos terminado.

Bruno se volvió a él y el amo quedó callado un instante para mirarle luego a los ojos:

—Dicen que hay perros de batey y… perras que suelen irse con los jíbaros… ¿Qué sabes de eso?

—Es cierto —dijo Bruno.

—¿Entonces admites que tu perra se fue con el jíbaro blanco? —disparó a quemarropa el amo.

—Sí —respondió Bruno mirándole a la cara sin que sus ojos parpadearan una sola vez. Don Cristóbal se sintió entonces seguro para continuar sus preguntas:

—¿Y que no fue el jíbaro quien mordió el cuero, sino tu perra porque desde hace tiempo que la tienes enseñada?

—Desde nuevecita, cuando era cachorra todavía.

Tampoco don Cristóbal se esperaba esta respuesta y mucho menos la firmeza con que el montero había contestado y continuaba ahora:

—No tiene que darle vueltas a las cosas para hablar claro, don Cristóbal. Negrita se enamoró del jíbaro. Lo libertó con los dientes y se fugó con él, ¿qué más necesita saber?

—Una sola cosa —habló el amo.

—Pues dígala.

Y se metió entonces un silencio pesado entre los dos. Luego el hombre dijo:

—Hace un momento aseguraste que tu perra sabe siempre el camino de tu casa.

—Puede que así sea y puede que se quede para siempre con los jíbaros. No será la primera vez que una de las dos cosas sucedan.

—Pero, ¿qué desearías tú, que regresara, verdad?

—Naturalmente —dijo Bruno.

—Bien —empezó don Cristóbal y caminó hasta la ventana, dándole la espalda al montero—. Tú que sabes más que yo del campo y los perros, sabrás también que hay una ley en los bateyes contra los que se van con los jíbaros y regresan…

Bruno levantó la cabeza y el amo terminó:

—…sencillamente se les da muerte.

—¿Y eso es lo que usted me pediría?

—No tanto, por supuesto… Ese gusto me lo voy a dar yo.

El montero quedó callado, pero don Cristóbal, de espaldas a él, no pudo ver cómo se encendieron sus ojos y cómo un instante después su mirada volvió a ser como siempre era:

—En ese caso vamos a desear que Negrita no regrese nunca; pienso que va a ser lo mejor.

A fines de agosto se había ido ya el verano. Los meses de calor y lluvia dieron paso a la estación ciclónica que formó sus huracanes sin que esta vez ninguno amenazara la Isla. Entonces empezó a refrescar la temperatura dando su turno al invierno con sus largas y doradas tardes apacibles. En lo adelante el cielo fue azul y despejado de nubes con sus noches casi fosforescentes de estrellas. Algunos árboles empezaron a despojarse de sus hojas y otros recrudecieron su verdor. Secretamente fue bajando el nivel de las aguas subterráneas y luego se cuartearon de terrones los caminos y comenzaron a secarse las malas hierbas sopladas por el viento frío.

Difícil fue para Bruno y María convencer a los muchachos de que, seguramente, Negrita regresaría alguna vez. Nunca como entonces comprendieron hasta dónde era necesaria para los niños la presencia de Negrita en la casa. Por muchos días olvidaron los muchachos la jaula de trampas y en vano María los entusiasmaba diciéndoles que cuando menos lo esperasen iba a asomar Negrita seguida de tres o cuatro perritos blanquinegros de ojos desconfiados. Solo entonces parecían entusiasmarse:

—¿Y los vamos a enseñar como a Negrita?

—¿Aprenderán a “morirse” igualitos que ella?

—Pues claro que sí, porque esos van a ser tan inteligentes como su madre.

Una vez se corrió la noticia de que en la finca colindante le habían dado muerte a una perra jíbara negra. Mas Bruno se encargó de averiguar y vino a contar que la víctima tenía las cuatro patas blancas; los muchachos respiraron tranquilos.

En fin, que ya iba para tres meses la ausencia de Negrita y parecía que los niños comenzaban a resignarse, cuando ocurrió algo que le hizo ver al matrimonio la dependencia afectiva de los muchachos hacia la perra. Una noche, alta la hora ya, Bruno despertó y como oyera un ruido en la casa salió a la sala para encontrarse que el más pequeño estaba de pie junto a la ventana abierta, mirando la noche.

—¿Qué haces ahí, mi hijo? —preguntó. Al principio el niño se turbó y no pudo contestar, pero al cabo dijo:

—¿Y si viene de noche, papá?

—¿Quién?

—Ella, Negrita —dijo y levantando los ojos hacia el padre, añadió—: Hace muchos días que se fue y está el campo tan oscuro que a lo mejor no da con la casa, sigue de largo y se va…

Bruno sonrió, pero fue como un puntazo en su corazón.

—Está bien —dijo—, vigilaré desde la ventana del cuarto; acuéstate —luego cuando volvió, María lo oyó entre sueños—: ¡Mañana traigo un cachorrito del color que sea!

Pero no fue necesario —como si el muchacho la hubiera llamado con el pensamiento— a la mañana siguiente ya Bruno se había agarrado al pico de la montura y alzaba el pie izquierdo buscando el estribo cuando vio distante la mancha negra corriendo hacia la casa. Apartándose del caballo se volvió al camino. ¡No, no era posible, no podía ser otra cosa sino ella misma!

—¡Negritaa! —voceó con todas las fuerzas de sus pulmones y oyó el ladrido de respuesta. María, quien estaba en el cordel tendiendo unas ropas, habló mirando:

—¿Dónde? —dijo.

—Mírala, salió del monte y ahora va a subir al camino, ahí viene.

—¡Negra, Negrita! —gritaron los muchachos dentro de la casa y parándose de la mesa volcaron el desayuno para salir atropellados por la puerta. Corría ahora y ladraba enloquecida. Los niños se adelantaron a alcanzarla en el camino y ya cerca, de rodillas, abrieron los brazos para atajarla como si la perra fuera a esquivarlos. Pero Negrita fue directa al encuentro. La abrazaron cada uno por donde pudo mientras gemía la perra de contento y trataba de lamerles las caras como aquella primera vez en el río. Luego, de un salto se les escapó y vino donde Bruno y María. Cuando ya llegaba, el montero le puso una cara muy seria y fingió el reproche en alta voz:

—¡Qué bonito; nosotros esperándola y usted de parranda, verdad!

Claro que la perra no podía entenderlo, pero conocía demasiado bien el tono áspero de Bruno cuando de regañar se trataba. Entonces hizo lo de siempre: se detuvo bruscamente, bajó la cabeza y se aplastó contra la hierba quietecita toda menos el rabo que se movía desesperadamente alegre. Los muchachos miraron al padre contrariados por el regaño. Y ahí fue que de repente, se le ocurrió la idea al mayorcito. Lo dijo imitando, cómico, el regaño del padre:

—¡A ver, muérase, Negrita!

Ligera, la perra se volvió patas al cielo. Una pulga descubierta al sol saltó del ombligo al muslo. Negrita permanecía inerte con los ojos cerrados. Los cuatro se echaron a reír, pero a María le duró menos la risa.

—Mira, fíjate, Bruno —le señaló en voz baja y el montero vio la ubre de Negrita hinchada, harta de leche materna.

Después que María y los muchachos la espulgaron de guisasos, la metieron en la batea espumosa de jabón donde permaneció tranquila dejándolos hacer, solo abriendo y cerrando los ojos en esquiva de la jabonadura. Luego lo primero que hizo fue sacudirse soltando una lluvia de gotas y andar ligera hacia los restos de comida que los niños le trajeron. Devoró los alimentos y anduvo al paso para meterse bajo la mesa, echarse y después de un profundo suspiro, quedarse dormida. Mucho más tarde, a eso del mediodía, mirándola rendida de sueño todavía, el más pequeño se volvió a la madre:

—¿Mamá, y por qué no trajo los perritos? —esta vez María no supo qué decir.

Antes de que cayera la tarde Negrita se despertó bruscamente, levantó la cabeza como si hubiera perdido la noción del tiempo y lugar donde estaba. Rápida entonces se lanzó por la puerta emprendiendo al galope el camino de regreso. Los muchachos corrieron inútilmente tras ella. Pronto no se vio más que un punto negro avanzando hasta meterse entre los primeros árboles por donde mismo había venido esa mañana, allá donde la esperaba ahora la menuda familia de su propia sangre. Luego, cuando los niños cariacontecidos regresaban a su casa, la madre los estaba esperando:

—Ustedes tienen que entender —les habló—, Negrita no puede abandonar a sus hijos…

—¿Y para qué vino entonces? —dijo el menor, quebrada la voz y los ojos aguados.

—Para saludar, para que uno sepa que nos sigue queriendo pero que no puede dejar que sus hijos se le mueran solitos en la montaña —los muchachos callaron y la madre sintió que debía aliviar lo dicho—: Seguro cuando los perritos se valgan por sí solos, volverá con nosotros otra vez.

Esa misma noche dormían ya los muchachos cuando María sintió los pasos del caballo acercándose a la casa, abrió la puerta y oyó la voz de Bruno:

—¡La conseguí! —dijo, y se desmontó de la bestia. A la poca luz de la luna la mujer vio que el montero traía en sus manos una pequeña figura de cortas orejas y cuando entró por la puerta vio el brillante y sedoso color canela de una nueva cachorrita.

—¿Y los muchachos? —preguntó.

—Dormidos —dijo ella.

—Bien, échasela en el cuarto para que la descubran por la mañana.

Y bajó la perra al suelo, que se les quedó mirando como si en aquella casa no hubiera nada que comer.

FIN

Onelio Jorge Cardoso. (Calabazar de Sagua, Cuba, 14 de mayo de 1914 - La Habana, 29 de mayo de 1986) fue un autor cubano. Nació el 11 de mayo de 1914 en Calabazar de Sagua, en la antigua provincia de Las Villas. Cursó estudios hasta el nivel de Bachillerato, cuando tuvo que dejar por problemas económicos en su familia, teniendo que desempeñar diversos oficios para apoyar a su familia. Uno de estos empleos fue el de viajante de comercio que le permitió conocer diferentes lugares y a diversos personajes populares, que le sirvieron de modelos para los personajes de sus obras.