Cartas a un joven novelista

Resumen del libro: "Cartas a un joven novelista" de

Mario Vargas Llosa, galardonado con el Premio Nobel de Literatura, ofrece a los aspirantes a escritores una profunda y cautivadora reflexión sobre el oficio de narrar en su obra «Cartas a un Joven Novelista». A través de una serie de cartas epistolares, el autor guía a los lectores que sueñan con convertirse en escritores en un viaje por el fascinante mundo de la creación literaria.

En esta obra, Vargas Llosa aborda preguntas cruciales que todo novelista novato se plantea: ¿Cómo dar vida a la vocación de escribir en forma de obras literarias? ¿Dónde encontrar la inspiración para comenzar esta apasionante aventura? ¿De qué fuentes emergen las historias que nutren las novelas? ¿Cómo surgen los temas que un novelista debe explorar? A lo largo de sus letras, el autor responde con sabiduría y experiencia a estas interrogantes, desvelando los secretos detrás de la construcción de mundos ficticios y personajes memorables.

«Cartas a un Joven Novelista» no es un manual convencional para aprender a escribir, sino más bien un ensayo que se basa en las vivencias personales del autor. Vargas Llosa comparte su perspectiva única y ofrece una discreta autobiografía literaria en la que desvela las entrañas de su propia trayectoria como escritor. Esta obra se convierte, así, en una invaluable guía para quienes desean adentrarse en el mundo de las letras y buscar su voz en la literatura.

El autor destaca que detrás de las aparentemente sencillas tramas y aventuras ficticias que cautivan a los lectores, se oculta un complejo entramado de intuición, fantasía, invención y, en ocasiones, una pizca de locura. Además, revela que la labor del novelista requiere también terquedad, disciplina, organización y estrategia. Es un oficio que involucra trampas y silencios, una urdimbre en constante evolución que sostiene en vilo la ficción, llevando a los lectores a mundos desconocidos y emocionantes.

En definitiva, «Cartas a un Joven Novelista» es una lección magistral sobre el arte de narrar, un libro que inspira a quienes sueñan con plasmar sus historias en papel. Mario Vargas Llosa, con su inigualable maestría, desvela los misterios de la creación literaria y nos recuerda que escribir es, para el escritor, la mejor manera de vivir. Este libro se convierte en un faro de sabiduría para aquellos que desean emprender el apasionante viaje de la escritura.

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Una discreta autobiografía

Éste no es un manual para aprender a escribir, algo que los verdaderos escritores aprenden por sí mismos. Es un ensayo sobre la manera como nacen y se escriben las novelas, según mi experiencia personal, que no tiene por qué ser idéntica ni siquiera parecida a la de otros novelistas.

Lo escribí a sugerencia de un editor que se proponía publicar una colección en la que practicantes veteranos de diversas disciplinas se dirigirían a un supuesto discípulo para confiarle los secretos de su oficio. Por alguna razón, ese proyecto no se llevó a cabo, pero la idea me gustó, me llevó a reflexionar sobre lo que venía haciendo desde hacía muchos años —contar historias— y éste es el resultado. Tal vez, a los lectores empecinados de novelas les pueda enriquecer la lectura saber que, detrás de esas aventuras ficticias que encienden su imaginación y los conmueven, hay no sólo intuición, fantasía, invención y una pizca de locura, sino también terquedad, disciplina, organización, estrategia, trampas y silencios, y una urdimbre compleja que levanta y sostiene en vilo la ficción.

Escribí todos estos capítulos en pocos meses, aprovechando notas y apuntes que me habían servido para dar conferencias o seminarios sobre mis autores favoritos. Se trata, pues, de un libro muy personal y, en cierto modo, de una discreta autobiografía.

MARIO VARGAS LLOSA
Lima, 26 de enero de 2011

I

Parábola de la solitaria

Querido amigo:

Su carta me ha emocionado, porque, a través de ella, me he visto yo mismo a mis catorce o quince años, en la grisácea Lima de la dictadura del general Odría, exaltado con la ilusión de llegar a ser algún día un escritor, y deprimido por no saber qué pasos dar, por dónde comenzar a cristalizar en obras esa vocación que sentía como un mandato perentorio: escribir historias que deslumbraran a sus lectores como me habían deslumbrado a mí las de esos escritores que empezaba a instalar en mi panteón privado: Faulkner, Hemingway, Malraux, Dos Passos, Camus, Sartre.

Muchas veces se me pasó por la cabeza la idea de escribir a alguno de ellos (todos estaban vivos entonces) y pedirle una orientación sobre cómo ser un escritor. Nunca me atreví a hacerlo, por timidez, o, acaso, por ese pesimismo inhibitorio —¿para qué escribirles, si sé que ninguno se dignará contestarme?— que suele frustrar las vocaciones de muchos jóvenes en países donde la literatura no significa gran cosa para la mayoría y sobrevive en los márgenes de la vida social, como quehacer casi clandestino.

Usted no ha experimentado esa parálisis puesto que me ha escrito. Es un buen comienzo para la aventura que le gustaría emprender y de la que espera —estoy seguro, aunque en su carta no me lo diga— tantas maravillas. Me atrevo a sugerirle que no cuente demasiado con ello, ni se haga muchas ilusiones en cuanto al éxito. No hay razón alguna para que usted no lo alcance, desde luego, pero, si persevera, escribe y publica, pronto descubrirá que los premios, el reconocimiento público, la venta de los libros, el prestigio social de un escritor, tienen un encaminamiento sui géneris, arbitrario a más no poder, pues a veces rehúyen tenazmente a quienes más los merecerían y asedian y abruman a quienes menos. De manera que quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura. Ambas cosas son distintas.

Tal vez el atributo principal de la vocación literaria sea que quien la tiene vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuencia de sus frutos. Ésa es una de las seguridades que tengo, entre muchas incertidumbres sobre la vocación literaria: el escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescindencia de las consecuencias sociales, políticas o económicas que puede lograr mediante lo que escribe.

La vocación me parece el punto de partida indispensable para hablar de aquello que lo anima y angustia: cómo se llega a ser un escritor. Es un asunto misterioso, desde luego, cercado de incertidumbre y subjetividad. Pero ello no es obstáculo para tratar de explicarlo de una manera racional, evitando la mitología vanidosa, teñida de religiosidad y de soberbia, con que la rodeaban los románticos, haciendo del escritor el elegido de los dioses, un ser señalado por una fuerza sobrehumana, trascendente, para escribir aquellas palabras divinas a cuyo efluvio el espíritu humano se sublimaría a sí mismo, y, gracias a esa contaminación con la Belleza (con mayúscula, por supuesto), alcanzaría la inmortalidad.

Hoy nadie habla de esta manera de la vocación literaria o artística, pero, a pesar de que la explicación que se ofrece en nuestros días es menos grandiosa o fatídica, ella sigue siendo bastante huidiza, una predisposición de oscuro origen, que lleva a ciertas mujeres y hombres a dedicar sus vidas a una actividad para la que, un día, se sienten llamados, obligados casi a ejercerla, porque intuyen que sólo ejercitando esa vocación —escribiendo historias, por ejemplo— se sentirán realizados, de acuerdo consigo mismos, volcando lo mejor que poseen, sin la miserable sensación de estar desperdiciando sus vidas.

No creo que los seres humanos nazcan con un destino programado desde su gestación, por obra del azar o de una caprichosa divinidad que distribuiría aptitudes, ineptitudes, apetitos y desganos entre las flamantes existencias. Pero, tampoco creo, ahora, lo que en algún momento de mi juventud, bajo la influencia del voluntarismo de los existencialistas franceses —Sartre, sobre todo—, llegué a creer: que la vocación era también una elección, un movimiento libre de la voluntad individual que decidía el futuro de la persona. Aunque creo que la vocación literaria no es algo fatídico, inscrito en los genes de los futuros escritores, y pese a que estoy convencido de que la disciplina y la perseverancia pueden en algunos casos producir el genio, he llegado al convencimiento de que la vocación literaria no se puede explicar sólo como una libre elección. Ésta, para mí, es indispensable, pero sólo en una segunda fase, a partir de una primera disposición subjetiva, innata o forjada en la infancia o primera juventud, a la que aquella elección racional viene a fortalecer, pero no a fabricar de pies a cabeza.

Si no me equivoco en mi sospecha (hay más posibilidades de que me equivoque que de que acierte, por supuesto), una mujer o un hombre desarrollan precozmente, en su infancia o comienzos de la adolescencia, una predisposición a fantasear personas, situaciones, anécdotas, mundos diferentes del mundo en el que viven, y esa proclividad es el punto de partida de lo que más tarde podrá llamarse una vocación literaria. Naturalmente, de esa propensión a apartarse del mundo real, de la vida verdadera, en alas de la imaginación, al ejercicio de la literatura, hay un abismo que la gran mayoría de seres humanos no llega a franquear. Los que lo hacen y llegan a ser creadores de mundos mediante la palabra escrita, los escritores, son una minoría, que, a aquella predisposición o tendencia, añadieron ese movimiento de la voluntad que Sartre llamaba una elección. En un momento dado, decidieron ser escritores. Se eligieron como tales. Organizaron su vida para trasladar a la palabra escrita esa vocación que, antes, se contentaba con fabular, en el impalpable y secreto territorio de la mente, otras vidas y mundos. Ése es el momento que usted vive ahora: la difícil y apasionante circunstancia en que debe decidir si, además de contentarse con fantasear una realidad ficticia, la materializará mediante la escritura. Si decide hacerlo, habrá dado un paso importantísimo, desde luego, aunque ello no le garantice aún nada sobre su futuro de escritor. Pero, empeñarse en serlo, decidirse a orientar la vida propia en función de ese proyecto, es ya una manera —la única posible— de empezar a serlo.

Cartas a un joven novelista: Mario Vargas Llosa

Jorge Mario Pedro Vargas Llosa. Nacido en Arequipa en 1936, es una figura destacada de la literatura hispanoamericana. Reconocido por su versatilidad, ha abordado géneros como la novela, el ensayo y el teatro con maestría. Su obra, galardonada con premios como el Nobel de Literatura en 2010 y el Cervantes en 1994, se caracteriza por su aguda mirada sobre la sociedad peruana y su estilo narrativo único.

En sus primeras obras, como "La ciudad y los perros" y "La casa verde", Vargas Llosa cautivó al público con su capacidad para explorar las complejidades del entorno peruano y la naturaleza humana. A lo largo de su carrera, ha continuado sorprendiendo con novelas emblemáticas como "La fiesta del Chivo" y "El sueño del celta", donde traslada sus tramas a otros países sin perder su perspectiva crítica y su estilo inconfundible.

Además de su prolífica carrera literaria, Vargas Llosa ha incursionado en la política y el periodismo. Desde sus simpatías juveniles con el comunismo hasta su posterior adhesión al liberalismo, su vida pública ha estado marcada por una serie de acontecimientos que han influido en su obra y su percepción del mundo.

Con una prosa magistral y una capacidad única para capturar la esencia de la condición humana, Mario Vargas Llosa continúa siendo una figura influyente en el panorama literario internacional, dejando un legado que perdurará por generaciones.