El ojo sin párpado

El hándicap de la vida

Resumen del libro: "El hándicap de la vida" de

El hándicap de la vida es un conjunto de narraciones escritas por Rudyard Kipling en 1891 y publicadas previamente en The MacMillan’s Magazine. Estas historias se desarrollan en la India colonial y presentan una atmósfera misteriosa debido a la convivencia de múltiples religiones, lenguas, razas y dioses. Los relatos incluyen personajes como faquires, elefantes y viejos sabios, como el mendigo cuentista Gobind, quien inspiró a Kipling a narrar aventuras con un lenguaje vigoroso y directo. El libro muestra el peculiar sabor a especias de la India y es un reflejo de las experiencias de Kipling en sus viajes de juventud como periodista por su país natal.

Libro Impreso

A
E.K.R. de R.K.
1887-89
C.M.G.

P R E F A C I O

EN India septentrional se alzaba un monasterio conocido bajo el nombre de Chubára de Dhunni Bhagat. Nadie recordaba quién ni qué había sido Dhunni Bhagat. Ese hombre había vivido su vida, había hecho algún dinero y lo había gastado todo, como cualquier buen hindú ha de hacer, en una obra piadosa: el Chubára. Estaba lleno de celdas de ladrillo, pintadas con amenas figuras de dioses, reyes y elefantes; allí los sacerdotes cansados podían sentarse a meditar sobre el fin último de las cosas; sus caminos también eran de ladrillo, y los pies descalzos de miles de personas los habían convertido en arroyuelos. Macizos de mangos brotaban de entre las grietas del suelo; grandes higueras de Bengala sombreaban la polea del pozo, que chirriaba durante todo el día, y un ejército de loros se perseguía entre los árboles. Cuervos y ardillas eran mansos en aquel lugar, porque sabían que ningún sacerdote los tocaría jamás.

Los mendigos errantes, los vendedores de amuletos y los vagabundos sagrados de cien millas a la redonda solían hacer del Chubára su lugar de reunión y descanso. Musulmanes, sijs e hindúes se mezclaban por igual bajo los árboles. Eran hombres viejos, y cuando un hombre ha llegado al umbral de la Noche, todos los credos del mundo le resultan una maravilla de semejanza y ausencia de color.

Gobinda, el tuerto, me contó esto. Era un hombre santo que vivía en una isla, en medio del río, y daba de comer a los peces migajas de pan dos veces al día. En la estación de las inundaciones, cuando los cadáveres hinchados varaban en las playas de la isla, Gobinda se ocupaba de que fuesen piadosamente quemados, por el honor de la humanidad, y pensando en sus propias relaciones futuras con Dios. Pero cuando dos tercios de la isla fueron arrasados por una riada, Gobinda cruzó el río hasta el Chubára de Dhunni Bhagat, junto con su recipiente de latón y la cuerda para hundirlo en el pozo en torno al cuello, su muleta corta tachonada con clavos de latón, su jergón enrollado, su gran pipa, su paraguas y su sombrero cónico, en el que se mecían unas plumas de pavo real. Se arropó en su colcha de remiendos, hecha de todos los colores y materiales del mundo, se sentó en un rincón soleado del muy tranquilo Chubára y, con el brazo apoyado en su muleta de agarraderas pequeñas, aguardó la muerte. La gente le llevaba comida y ramilletes de caléndulas y él, a cambio, les daba su bendición. Estaba casi ciego y su cara se veía surcada, agrietada, arrugada más allá de lo creíble, porque había vivido su tiempo, que era el anterior a aquel en que los ingleses estuvieron a menos de quinientas millas del Chubára de Dhunni Bhagat.

Cuando llegamos a conocernos bien el uno al otro, Gobinda me contaba cuentos con una voz que recordaba el fragor de la artillería pesada sobre un puente de madera. Sus relatos eran reales, pero ni uno solo de veinte hubiese podido ser publicado en un libro inglés, porque los ingleses no piensan como los nativos. Los ingleses se recrean en asuntos que un nativo dejaría de lado hasta una ocasión adecuada; y en lo que ellos no pensarían dos veces, un nativo se recreará hasta una ocasión adecuada: de modo que el nativo y el inglés se miran uno a otro sin esperanzas a través de océanos de incomprensión.

—¿Cuál es —me dijo Gobinda un domingo por la tarde— tu honorable trabajo y cuáles son los medios por los que te ganas el pan cotidiano?

—Soy un kerani —dije—, un hombre que escribe con una pluma sobre un papel, aunque no al servicio del Gobierno.

—¿Y qué escribes, entonces? —dijo Gobinda—. Acércate, por favor, porque no puedo ver tu rostro y se va la luz.

—Escribo sobre todo aquello que está al alcance de mi entendimiento y también sobre muchas cosas que no lo están. Pero en especial escribo acerca de la Vida y de la Muerte, de hombres y mujeres, del Amor y del Destino, de acuerdo con la medida de mis habilidades, poniendo el relato en boca de una, dos o más personas. Después, con el favor de Dios, los cuentos se venden y aumenta mi dinero en lo necesario para mantenerme vivo.

—Pues incluso así —dijo Gobinda—, ese trabajo es el de un cuentista de mercado, aunque él habla directamente a hombres y mujeres y no escribe nada. Sólo cuando el cuento ha despertado expectación y las calamidades están a punto de precipitarse sobre los virtuosos, se detiene de pronto y pide que le paguen para continuar su relato. ¿Ocurre lo mismo en tu trabajo, hijo mío?

—He oído que sucede algo así cuando se trata de un cuento muy largo, que se vende como un pepino, en trozos pequeños.

—Ah, en tiempos yo fui un famoso cuentista, cuando mendigaba en la carretera que va de Koshin a Etra, antes de mi última peregrinación a Orissa. He narrado muchas historias y oído muchas más en las posadas, por la noche, cuando estábamos contentos después de la marcha. En el fondo de mi corazón sé que los adultos no son más que chiquillos en cuestión de cuentos, y el cuento más antiguo es el más preciado.

—Así es entre tu gente —dije yo—. Pero los nuestros quieren relatos nuevos y, cuando ya están escritos, se ponen en pie y declaran que esos cuentos estarían mejor hechos de tal y cual manera y ponen en duda la veracidad o la inventiva de la historia.

—¡Qué locura ésa! —dijo Gobinda alzando su mano nudosa—. Una historia que se cuenta es verdadera mientras dure el relato. Y en cuanto a eso de que habláis de los cuentos… Tú sabes que Bilas Kan, que era el príncipe de los narradores, dijo a alguien que se burlaba de él en la gran posada de la carretera de Jhelum: «Continúa, hermano, termina lo que yo he empezado» y el que se había burlado continuó con el relato pero, como no tenía voz ni talento para narrar, llegó a un punto muerto y los peregrinos que cenaban le hicieron comer insultos y golpes por partes iguales aquella noche.

—Sí, pero los nuestros, cuando ha habido dinero por medio, están en su derecho, como podemos protestar al zapatero si se nos rompen los zapatos. Si alguna vez escribo un libro, tú verás y juzgarás.

—Y el loro le dijo al árbol que caía: «¡Espera, hermano, que traeré un rodrigón!» —dijo Gobinda, con una sonrisa desconsolada—. Dios me ha dado ochenta años, y puede que algunos más. No puedo esperar sino el día que se me otorga y aun eso es un favor en estas circunstancias. Date prisa.

—¿Cuál es la mejor forma de poner manos a la obra —pregunté—, oh, máximo artesano de entre los que ensartan perlas con su habla?

—¿Cómo voy a saberlo? Sin embargo —lo pensó por un momento—, ¿cómo no voy a saberlo? Dios ha hecho muchas mentes, pero hay un único corazón en el mundo, ya sea entre tu gente o entre la mía. Todos son niños en materia de cuentos.

—Pero nadie es tan terrible como los pequeños, si un hombre usa mal una palabra o si, en una segunda versión, cambia las cosas, por poco que sea.

—Ah, también yo he narrado cuentos a los niños, pero has de hacer esto —sus ojos cansados se pasearon por las pinturas coloridas de las paredes, por la cúpula azul y roja, por las llamas de las poinsetias que lucían más allá—. Háblales primero de las cosas que tú hayas visto y que también ellos hayan visto. Así su conocimiento remediará tus errores. Háblales de lo que tú solo hayas visto; después, de lo que hayas oído y, siendo como son niños, cuéntales de batallas y de reyes, de caballos y demonios, de elefantes y de ángeles, pero no dejes de hablarles del amor y de cosas similares. Toda la tierra está llena de relatos para aquel que escucha y no aleja al pobre de su puerta. El pobre es el mejor de los cuentistas, porque cada noche debe apoyar su oído en la tierra.

Después de esta conversación, creció en mi mente la idea y Gobinda me apremiaba con sus preguntas sobre la salud de mi libro.

Tiempo después, cuando hacía ya meses que no nos veíamos, en momentos en que estaba a punto de partir hacia tierras lejanas, fui a decir adiós a Gobinda.

—Esta es la despedida, porque he de emprender un largo viaje —le dije.

—También yo. Y más largo que el tuyo. ¿Pero qué ha pasado con el libro? —me dijo.

—Nacerá a su debido tiempo, si así está decidido.

—Me gustaría poder verlo —dijo el anciano, acurrucándose bajo su manta—. Pero no podrá ser. Moriré dentro de tres días, por la noche, poco antes del amanecer. El término de mis días se ha cumplido.

En nueve de cada diez casos, un nativo no se equivoca en cuanto al día de su muerte. En ese aspecto, tiene la previsión de los animales.

—De modo que partirás en paz y es una buena noticia, porque tú has dicho que la vida no te brinda deleite.

—Sin embargo, es una pena que nuestro libro no haya nacido. ¿Cómo sé que en él estará mi nombre?

—Porque prometo que en la presentación del libro, antes que ninguna otra cosa, se escribirá: «Gobinda, sadku, de la isla en mitad del río y a la espera de Dios en el Chubára de Dhunni Bhagat, fue el primero en hablar de este libro» —le dije.

—«Y dio consejo, el consejo de un anciano. Gobinda, hijo de Gobinda de la aldea de Chumi en el tehsil de Karaon, del distrito de Mooltan». ¿También estará escrito eso?

—También estará escrito eso.

—¿Y el libro atravesará el Agua negra hasta llegar a las casas de tu gente, y todos los sahibs sabrán de mí, que tengo ochenta años?

—Todos los que lean el libro lo sabrán. No puedo prometer nada respecto de los demás.

—Esta noticia es buena. Llama a todos los que se hallan en el monasterio y se la daré.

Acudieron todos, faquires, sadhus, sunnyasisbyragis, nihangs y mullahs, sacerdotes de todos los credos, vestidos con toda clase de harapos, y Gobinda, apoyado en su muleta, les habló, y todos estaban llenos de evidente envidia, y un anciano de pelo blanco pidió a Gobinda que pensara en su fin último, en lugar de hacerlo en una reputación transitoria en boca de extranjeros. Entonces Gobinda me dio su bendición y yo partí.

Estos cuentos han sido recogidos en todos los lugares y entre toda clase de personas: sacerdotes del Chubára, Ala Yar el escultor, Jiwun Singh el carpintero, pasajeros sin nombre de vapores y de trenes de todo el mundo, de mujeres que hilan junto a la puerta de sus casas a la luz del crepúsculo, oficiales y caballeros hoy muertos y enterrados y, unos pocos —si bien los mejores— que me narró mi padre. La mayor parte de ellos han sido publicados en revistas y periódicos, con cuyos editores me siento en deuda; pero algunos son nuevos a este lado del océano, y algunos no habían visto antes la luz.

Las narraciones más notables son, por supuesto, aquellas que no están aquí, por razones obvias.

El hándicap de la vida: Rudyard Kipling

Rudyard Kipling. Nació en Bombay en 1865, y allí pasó una primera infancia feliz. Sin embargo con seis años, fue enviado a Southsea (Inglaterra) donde permaneció interno durante cinco años en una residencia para hijos de funcionarios de las colonias. Su sufrimiento de aquella época sería recogido posteriormente en un relato. De regreso a la India en 1882 comenzó a trabajar como periodista en la Civil and Military Gazette de Lahore. La publicación de su primera colección de relatos, Cuentos de las colinas (1887), y otros en los dos años posteriores le darían fama de inmediato. Viajó por Asia y Estados Unidos, donde contrajo matrimonio con Caroline Balestier, estableciéndose en Vermont hasta 1903, año en que se mudó a Inglaterra. En 1907, con cuarenta y dos años, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Sus obras más importantes son El libro de las tierras vírgenes (1894), Capitanes intrépidos (1897), Stalky & Co. (1899) y, sobre todo, Kim (1901), reconocida mundialmente como una obra maestra. Kipling falleció en Londres el 18 de enero de 1936.