Historias espeluznantes

Resumen del libro: "Historias espeluznantes" de

Historias espeluznantes reúne siete relatos cuyo hilo conductor es el espanto -esa violenta sensación que tiene su respuesta orgánica en el escalofrío-, en sus diversas gamas y matices. Así, El embudo de cuero nos sumerge, a través de un viaje onírico, en el tiempo de los horrores de los suplicios inquisitoriales. Espanto en las alturas sugiere la angustiosa posibilidad de la existencia de «criaturas del aire», seres informes y casi incorpóreos, moradores de las capas altas de la atmósfera. El espanto de la cueva de Juan Azul sugiere también la existencia de un ser abominable, sin lugar en nuestro mundo, superviviente de criaturas que vivieron en la noche de los tiempos. El parásito describe la angustia, el terror ciego de un científico víctima de un proceso de vampirización espiritual, por parte de una mujer que se ha instalado en su mente como un verdadero parásito. Por último, El caso de Lady Sannox, La catacumba nueva y El gato de Brasil, relatan horrores perpetrados por inteligencias movidas por el deseo de venganza y en ellas el espanto cobra una dimensión casi epidérmica.

Libro Impreso

EL PARÁSITO

The Parasite, 1894

24 de marzo

Ha llegado la plenitud de la primavera; el gran nogal que se yergue ante la ventana de mi laboratorio está repleto de yemas gruesas, viscosas, pegajosas; de algunas de ellas, ya desgarradas, emergen pequeños tallos verdes.

Se siente, al pasear por los senderos, operar en todas partes las rebosantes fuerzas silenciosas de la naturaleza.

La tierra húmeda emana aromas de frutos jugosos y en todos lados brotan ramitas nuevas, tensadas por la savia que las hincha; y la brumosa y pesada atmósfera inglesa tiene un cierto perfume resinoso.

Brotes sobre los sotos; bajo ellos, ovejas; en todas partes actúa la labor de la reproducción.

Ahí fuera, lo veo perfectamente; aquí dentro, lo siento en mí.

También nosotros tenemos nuestra primavera: las arterias se dilatan, la linfa fluye rebosante, las glándulas laten y filtran con energía.

La naturaleza repara cada año el mecanismo en su conjunto.

Ahora mismo siento bullir la sangre. Podría bailar como un moscardón en los lozanos rayos que el sol poniente envía a través de mi ventana.

Y, desde luego, lo haría si no fuera por el temor de que Charles Sadler subiera la escalera de cuatro en cuatro peldaños para ver qué ocurre.

Además, debo recordar que soy el profesor Gilroy.

Un profesor viejo puede permitirse el lujo de actuar según sus impulsos; pero, si la suerte ha decidido otorgar una de las cátedras más importantes de la Universidad a un hombre de cuarenta y tres años, éste ha de andar con cuidado para conservar su puesto.

¡Qué tipo, ese Wilson! Si yo pudiera aplicar a la fisiología todo el entusiasmo que él pone en la psicología, me convertiría al menos en un igual de Claude Bernard. Todo en él, vida, alma, energía, todo apunta hacia un solo objetivo. Cuando se duerme, lo hace reflexionando sobre los resultados que ha obtenido durante el día, y cuando se despierta, lo primero que hace es fraguar un plan para el día que empieza.

Sin embargo, fuera del pequeño círculo de sus amistades tiene escasa notoriedad.

La fisiología es una ciencia reconocida; si añado un ladrillo al edificio, todo el mundo se da cuenta, y aplaude.

Wilson, en cambio, se mata excavando los cimientos de una ciencia futura. Su trabajo es enteramente subterráneo y no despierta tanto interés.

Pese a todo, él sigue adelante, sin quejas. Mantiene correspondencia con un centenar de personajes medio locos, y con la esperanza de encontrar un dato indiscutible, tiene que cribar un centenar de patrañas entre las cuales la suerte puede permitirle descubrir una brizna de verdad.

Colecciona libros viejos. Los nuevos, los devora.

Lleva a cabo experimentos, da conferencias. Trata de provocar en los demás la fuerte pasión que le devora a él.

Yo me siento lleno de sorpresa y admiración cuando pienso en él; sin embargo, cuando me pide que colabore en sus investigaciones, tengo que decirle que, en su estado actual, éstas ofrecen escasos atractivos para un hombre entregado a las ciencias exactas.

Si Wilson pudiera mostrarme algo positivo y objetivo, tal vez me dejara tentar, y estudiaría el tema desde el ángulo de la fisiología. Pero mientras la mitad de sus adeptos estén tachados de charlatanes, y la otra mitad de histéricos, nosotros, los fisiólogos, tendremos que atenernos a lo corporal y dejar las cuestiones del alma a nuestros descendientes.

Soy un materialista, no cabe duda.

Agatha dice incluso que soy espantosamente materialista.

Yo le contesto que ése es un estupendo motivo para acelerar nuestra boda, ya que tengo tan apremiante necesidad de su espiritualidad.

Puedo, sin embargo, declarar que soy un caso curioso de la influencia que ejerce la educación sobre el carácter, ya que, dejando a un lado las ilusiones, soy por naturaleza un hombre esencialmente psíquico.

De muchacho era nervioso, sensible, presa de los sueños, del sonambulismo; rebosaba de impresiones e intuiciones.

Mi cabello negro, mis ojos oscuros, mi cara flaca y olivácea, mis dedos afilados, expresan mi temperamento y proporcionan a entendidos como Wilson motivos para considerarme como uno de los suyos.

Pero toda mi mente está embebida de ciencia exacta. Me he entrenado asiduamente para no admitir más que hechos, hechos probados. La conjetura, la imaginación, no tienen cabida en el marco de mi pensamiento.

Que me den una cosa que yo pueda ver en el microscopio, diseccionar con el escalpelo, y consagraré mi vida a su estudio. Pero si me piden que adopte como objetos de estudio los sentimientos, las impresiones o las sensaciones, me estarán pidiendo que me dedique a una tarea antipática e incluso desmoralizadora.

Un desvío de la pura razón me molesta como un hedor o una música discordante.

Es ésta una razón más que suficiente para entender mi poco entusiasmo por la visita que he de hacer esta noche al profesor Wilson.

Me doy cuenta, sin embargo, de que no podría eludir la invitación sin pecar de descortesía; pero, como también van a estar presentes la señora Marden y Agatha, tengo que ir aunque pudiera excusarme.

Pero preferiría encontrarme con ellas en otra parte; en cualquier otra parte.

Sé que Wilson me atraería, si pudiera, hacia esa brumosa pseudociencia a la que se dedica.

Su entusiasmo lo hace inaccesible tanto a las indirectas como a las reprimendas.

Se necesitaría ni más ni menos que una pelea abierta para hacerle comprender hasta qué punto me repugna todo este asunto.

Tengo la total seguridad de que Wilson cuenta con algún nuevo mesmerista, o clarividente, o médium; algún farsante que desea mostrarnos, ya que hasta en sus ratos de ocio se dedica a su manía predilecta.

¡Bueno! ¡Al menos Agatha se divertirá!

Estas cosas le atraen; las mujeres suelen interesarse por todo lo que es nebuloso, misterioso, indefinido.

Historias espeluznantes – Arthur Conan Doyle

Arthur Conan Doyle. (Edimburgo, Escocia, 22 de mayo de 1859 - Crowborough, Inglaterra, 7 de julio de 1930) fue un escritor y médico británico, conocido mundialmente por crear al personaje de Sherlock Holmes, uno de los detectives más famosos de la literatura. Doyle estudió medicina en la Universidad de Edimburgo, donde conoció al profesor Joseph Bell, quien inspiró el personaje de Sherlock Holmes. Después de graduarse, ejerció la medicina en diferentes lugares, incluyendo un barco ballenero y una clínica en Portsmouth, donde escribió su primera obra, Una historia de la práctica médica.

En 1887 publicó Estudio en escarlata, la primera novela de Sherlock Holmes, que tuvo un gran éxito y lo convirtió en un escritor reconocido. A lo largo de su carrera, escribió cuatro novelas y 56 cuentos protagonizados por Holmes y su ayudante, el Dr. Watson.

Además de la serie de Sherlock Holmes, Doyle también escribió novelas históricas, ciencia ficción, obras de teatro y poesía. Fue un ferviente defensor de la justicia y los derechos humanos, lo que lo llevó a escribir sobre temas como la guerra y la justicia social.

Doyle también fue un deportista apasionado, jugando al fútbol y al cricket en su juventud y practicando el boxeo y la esgrima en su edad adulta. También fue un gran viajero, visitando lugares como Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda y América del Norte.

A pesar de su gran éxito como escritor, Doyle no estaba satisfecho con su obra literaria y anhelaba ser recordado por su trabajo en el campo de la medicina. Sin embargo, su legado literario ha perdurado a través de los años y sus historias de Sherlock Holmes siguen siendo leídas y admiradas en todo el mundo.