La borra del café

Resumen del libro: "La borra del café" de

«La borra del café» de Mario Benedetti es una obra literaria que destaca por su capacidad de explorar la intersección entre el destino y las casualidades en la vida de un individuo. La trama se inicia con Claudio, el protagonista, quien, de manera fortuita, descubre imágenes sugestivas en los residuos de su café, dando origen a una narrativa llena de introspección y autodescubrimiento.

El autor, conocido por su maestría en capturar las sutilezas de la vida cotidiana, utiliza este punto de partida aparentemente trivial para tejer una trama rica en matices y emociones. Claudio, a través de esta experiencia inesperada, se embarca en un viaje introspectivo hacia su pasado, un viaje que lo conduce a revivir su niñez y explorar los momentos clave que han forjado su vida adulta.

Benedetti no solo destaca por su destreza narrativa, sino también por su habilidad para explorar los temas universales que resuenan en cada lector. La pérdida de la madre, el despertar del amor, los desafíos de la adolescencia, la conciencia social y la inevitable experiencia del dolor son solo algunos de los elementos que conforman el tejido de esta historia. Con una narrativa que fluctúa entre el pasado y el presente, Benedetti logra capturar la complejidad de la experiencia humana y la evolución de un individuo a lo largo del tiempo.

A medida que Claudio reconstruye su pasado, Benedetti se sumerge en la naturaleza humana con una profundidad sorprendente. Las experiencias que moldearon a Claudio resuenan con la universalidad de las luchas y los triunfos que todos enfrentamos. La travesía de Claudio trasciende lo individual y se convierte en una exploración compartida de la identidad, la nostalgia y el propósito.

Con su estilo característico y evocador, Benedetti capta la esencia misma de la existencia a través de los momentos aparentemente insignificantes que componen la vida diaria. «La borra del café» es una invitación a mirar más allá de la superficie y a apreciar la belleza y la complejidad en lo mundano. A través de esta obra, Benedetti nos recuerda que el camino de la vida está tejido con hilos de casualidades y elecciones, formando un tapiz único y conmovedor que abarca desde la niñez hasta la adultez, y que conecta a cada individuo con una historia compartida de humanidad.

Libro Impreso EPUB

A mis traductores, que han tenido
la paciencia y el arte de reconstruir
el habla y los silencios de mis
montevideanos en más de veinte lenguas.

¿A dónde van las nieblas, la borra del café,
los almanaques de otro tiempo?

JULIO CORTÁZR

Nada es mentira, Basta con un poco de fe
y todo es real.

LOUIS JOUVET

estamos libertados como niños,
inminentes para lo duradero

MILTON SCHINCA

Las mudanzas

Mi familia siempre se estaba mudando. Al menos, desde que tengo memoria. No obstante, quiero aclarar que las mudanzas no se debían a desalojos por falta de pago, sino a otros motivos, quizá más absurdos pero menos vergonzantes. Confieso que para mí ese renovado trajín de abrir y cerrar cajones, baúles, grandes cajas, maletas, significaba una diversión. Todo volvía a acomodarse en los armarios, en los estantes, en los placards, en las gavetas, aunque buena parte de las cosas (no siempre las mismas) permanecían en los cofres y baúles. La nueva casa (nunca éramos propietarios sino inquilinos) adquiría en pocos días el aspecto de morada casi definitiva, o por lo menos de albergue estable, y pienso que eso era lo que mis padres sinceramente creían, pero antes de que transcurriera un año mi madre y/o mi padre, nunca ambos a la vez, empezaban a sembrar comentarios (al comienzo sutiles, pero luego cada vez más explícitos) que en el fondo eran propuestas de un nuevo cambio. Por lo general, las razones invocadas por mi padre eran la falta de sol, la humedad de las paredes, los corredores muy angostos, el alboroto exterior, los vecinos que fisgoneaban, etcétera. Las aducidas por mi madre eran más variadas, pero normalmente figuraban en la nómina motivos como exceso de sol, sequedad en el ambiente, espacios interiores demasiado amplios, incomunicación con los vecinos, calles sin movimiento, etcétera. Por otra parte, a mi padre le gustaba la tranquilidad de los barrios periféricos, en tanto que mi madre prefería la agitación del Centro.

No teman. No les voy a contar toda la historia de mis casas, sino a partir de aquellas en que me pasaron cosas importantes (o, como dijo el poeta, en un arranque de genial cursilería, «cosas chicas para el mundo / pero grandes para mí»). Nací en una casa (planta alta) de Justicia y Nueva Palmira, en la cual, como excepción, vivimos tres años. Tengo pocos recuerdos, salvo que había una claraboya particularmente ruidosa cuando se la abría o cerraba, algo que no acontecía con frecuencia ya que la manija, situada en la pared del patio, era durísima y sólo podía funcionar mediante el esfuerzo mancomunado de dos personas suficientemente robustas. Además, los días de lluvia la dichosa manija propinaba unas terribles patadas de corriente eléctrica, de modo que aquella claraboya sólo podía abrirse o cerrarse en tiempo seco.

Luego, sin abandonar el barrio, nos trasladamos a Inca y Lima. Allí lo más recordable era el inodoro, pues cuando alguien tiraba de la cadena, el agua, en lugar de cumplir su función higiénica en el water, salía torrencialmente del remoto tanque empapando no sólo al infortunado usuario sino todo el piso de baldosas verdes. Después nos fuimos a Joaquín Requena y Miguelete, donde había más ruido callejero pero el inodoro funcionaba bien y no era imprescindible hacer las necesidades con impermeable y sombrero. De esa casa, bastante más modesta que las anteriores, sólo merece ser evocada una vitrola, en la que mi madre, cuando mi padre estaba ausente, ponía un disco con clases de gimnasia que siempre arrancaba con una voz muy castiza: «¡Atención! ¡Lisssssto! ¡Empeceeemos!». Y mi madre, obediente, empezaba. Yo, que ya andaba por los cinco y medio, la admiraba mucho cuando se tendía en el suelo y levantaba las piernas o se ponía en cuclillas y estiraba los brazos, ocasiones en que solía desmoronarse hacia un costado, pero yo creía que eso también era ordenado por el gallego del disco. (Debo aclarar que sólo pude identificar el acento de aquel animador muchos años después, concretamente una tarde en que hallé aquella reliquia de 78 rpm en un baúl y la volví a escuchar en un tocadiscos.) De todas maneras, la aplaudía con ganas, y ella, cuando terminaba la lección oral, en reconocimiento a mi comprensión y estímulo, me alzaba en brazos y me daba un beso, más sonoro pero menos agradable que otros ósculos maternales, ya que, como era previsible después de tanta calistenia, estaba espantosamente sudada.

La siguiente vivienda (más modesta aún) estaba en Hocquart y Juan Paullier. Quedaba a sólo cuatro cuadras de la anterior de modo que no fue fácil conseguir un camión que aceptara encargarse de una mudanza de tan corto recorrido, algo que a mi padre, con toda razón, le parecía absurdo, ya que las faenas de carga y descarga eran las mismas que si la distancia fuera de quince kilómetros. Por fin apareció un camionero que, gracias a una buena propina, se avino a un desplazamiento tan poco tradicional, pero su malhumor y el de sus dos colaboradores fue tan notorio, que a nadie le sorprendió que un ropero perdiera todas sus patas menos una, y un espejo se escindiera en dos lunas: una menguante y otra creciente. En el nuevo domicilio estábamos un poco apretados y casi siempre comíamos en la cocina. Lo mejor de la casa era la azotea, que virtualmente se comunicaba con la del vecino, y donde había un perro enorme, que a mí me parecía feroz y que se convirtió en mi primer enemigo. Para peor, las pocas veces que yo subía, el pobre animal gruñía casi por compromiso, pero no bien advertí que estaba sujeto con una cadena, yo también, en el primer signo de cobardía de que tengo memoria, decidí gruñirle, y aunque mi alarde resultaba apenas una caricatura, debo admitir que no contribuyó a que mejoraran nuestras ya deterioradas relaciones.

Hubo más casas en aquellos tiempos. Siempre por los mismos barrios: Nicaragua y Cufré, Constitución y Goes, Porongos y Pedernal. A esas alturas, los cambios de domicilio ya obedecían a una obsesión corporativa. Las mudanzas habían pasado de la categoría de pesadilla a la de ensueño. Cada vez que una nueva vivienda aparecía en el horizonte, pasaba a ser, con sus luces y sus sombras, una utopía, y cuando por fin traspasábamos el nuevo umbral, aquello era como entrar en el Elíseo. Por supuesto, la fase celestial caducaba muy pronto, verbigracia cuando un trozo del cielo raso caía sobre nuestros cappelleti alla carusso o una disciplinada vanguardia de cucarachas invadía la cocina a paso redoblado en medio de los histéricos alaridos de mi madre. Sin embargo, el hecho de que un mito se desvaneciera en la niebla de nuestras frustraciones, no impedía que todos empezáramos a colaborar en un nuevo borrador de utopía.

La borra del café: Mario Benedetti

Mario Benedetti (Paso de los Toros, 1920 – Montevideo, 2009), cuyo nombre completo era Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia, fue un destacado poeta, novelista, dramaturgo, cuentista y crítico, y, junto con Juan Carlos Onetti, la figura más relevante de la literatura uruguaya de la segunda mitad del siglo XX. En 2001 recibió el Premio Iberoamericano José Martí en reconocimiento a toda su obra. Fue profesor de literatura en su país, donde colaboró en el semanario Marcha. En los años setenta sufrió exilio en Buenos Aires, Lima, La Habana y España, residiendo alternativamente, en Madrid y Montevideo. Desarrolló una intensa actividad en el periodismo y en recitales poético-musicales junto a intérpretes como Nacha Guevara y Juan Manuel Serrat.

Ha cultivado todos los géneros, con iniciación en la poesía en libros como Poemas de oficina (1956), de tono cotidiano y existencial. Con los cuentos Montevideanos (1960) incursionó en el realismo, asociado al costumbrismo, centrado en las clases modestas de la ciudad. En 1960 ensayó la crítica político-social con El país de la cola de paja. Sus novelas La tregua (1960) y Gracias por el fuego (1965) amplían el realismo a la observación de vicios sociales de la clases media y la sociedad de consumo. Luego, su narrativa se politizó en favor de las opciones de la guerrilla urbana con El cumpleaños de Juan Angel (1971) y Primavera con una esquina rota (1982), incorporando el tema del exilio y el retorno en La casa y el ladrillo (1977), Vientos del exilio (1982), Geografías (1984) y Las soledades de Babel (1991). Su obra de teatro Pedro y el capitán (1979) aborda la problemática moral de la tortura. Recogió su tarea crítica en varias misceláneas, como Letras del continente mestizo, De artes y oficios, El desexilio y otras conjeturas y Crítica cómplice, así como la evocación autobiográfica en La borra del café. Recibió numerosos galardones, entre los que destacan el Premio Jristo Botev de Bulgaria (1986), el Premio Llama de Oro de Amnistía Internacional (1987), la Medalla Haydeé Santamaría de Cuba (1989), el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (1999) y la Condecoración Francisco de Miranda venezolana (2007).