Teleny

Resumen del libro: "Teleny" de

En 1893, el editor británico Leonard Smithers publicaba por primera vez en Londres Teleny or the Reverse of the Medal, en dos volúmenes y sin nombre de autor. La polémica sobre la verdadera autoría de la obra no quedaría zanjada hasta 1958, cuando el experto wildeano Maurice Girodias publica en Olympia Press la edición de Teleny con la atribución definitiva a Oscar Wilde.

En Teleny, la obra maldita de Wilde, el autor hace un dibujo de sí mismo y de su contrafigura: un seductor insistente y un infiel constante, un celoso enamorado y un amante enardecido, un iniciador en los juegos eróticos y un discípulo aventajado. Si su desprecio por las leyes de la sociedad victoriana habían de costarle la cárcel y el entierro en vida, la confesión novelada de sus amores iba a convertir a Teleny en la obra más prohibida y en vano silenciada del autor de El retrato de Dorian Gray.

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Capítulo 1

Mi interlocutor, con tono muy interesado y algo impaciente, dijo:

—Des Grieux, me gustaría conocer todos los detalles de esa apasionante historia, pero desde el principio. Le ruego que me cuente todo lo que pasó desde el mismo momento que se inició la relación.

—De acuerdo. Para mí será como volverlo a vivir. Todo empezó en Queen’s Hall, durante un concierto de caridad en que él actuaba. Es conocido por todos que considero a los artistas amateurs como una de las numerosas plagas de nuestra moderna civilización, pero en esta ocasión como era mi madre una de las organizadoras del evento,  tenía la obligación de acudir.

—Ya, pero me parece que él no era un simple aficionado. ¿No es así…?

—Tiene razón. No lo era; por esta época empezaba ya a tener un cierto nombre.

Suspiró Des Grieux, y a continuación dijo:

—Volvamos a mi relato. Llegué algo tarde. Ya estaba sentado delante del piano cuando yo ocupé mi asiento en mi palco de orquesta.

Reconozco que no estaba muy animado a seguir hasta el final. Primero empezó a tocar una de mis melodías preferidas, una de esas ligeras y graciosas que parecen estar impregnadas de un perfume de lavanda ambarina y que recuerdan a Lulli, A Watteau y a esas bellas marquesas demasiado empolvadas, cubiertas de satén, que nerviosamente juegan con su abanico.

Observé, que antes de finalizar su pieza, paseó varias veces su mirada por el lado de las damas organizadoras, y en el momento de ir a levantarse mi madre, que se hallaba sentada detrás de mí, me tocó el hombro para hacer una de esas inútiles e intempestivas observaciones con que a menudo suelen importunarnos las mujeres, de modo que cuando al fin pude volverme de nuevo para aplaudir, él había desaparecido.

—¿Y qué ocurrió?

—Déjeme recordar un momento. No estoy totalmente seguro, pero creo que luego hubo algunos cantos.

—¿Y él ya no actuó más?

—¡Oh sí! Volvió a mitad del concierto, y mientras saludaba antes de sentarse, sus ojos parecían buscar a alguien por entre las jardineras, fue entonces cuando nuestras miradas se encontraron por primera vez.

—¿Qué tipo de hombre era?

—Era un joven al que le yo le calcule que tendría unos veinticuatro años, de talle esbelto, cabellos alisados de un extraño color rubio ceniza, matiz éste debido, como más tarde pude saber, a un ligera capa de polvo, y que contrastaba de manera demasiado dramática, con el negro de sus pestañas y de su fino bigote. Su tez tenía esa blancura mate propia de los jóvenes artistas. Sus ojos, que a primera vista parecían negros, eran en realidad de un color azul muy sombrío y, aunque a primera vista parecían tranquilos, cualquier profundo observador hubiera notado que en ellos, a veces tenía una espantosa fijeza, como si se hallaran capturados por alguna lejana y terrible visión, para seguidamente pasar a tener una expresión de terrible hastío y pesar.

—Pero ¿por qué esa tristeza?

—Cuando yo le hice esta misma pregunta, él alzó un poco los hombros. Después, respondió riendo: «¿Nunca ha visto usted fantasmas…?» Luego, cuando hubimos alcanzado un mayor grado de intimidad, me respondió: «¡Este es mi destino…! Pero, ¡Es un terrible destino el mío…!» Después, reponiéndose de inmediato y frunciendo las cejas, añadió: «Nunca me rendiré».

—Esta claro que tenía un carácter muy sombrío y reconcentrado.

—No; en absoluto. Sólo muy supersticioso, como lo son casi todos los artistas.

—Por un comentario anterior, ¿es que tenía él es su mirada algún poder magnético?

—En lo que a mí concierne, ciertamente sí. Pero sus ojos no eran lo que podrían llamarse unos ojos hipnóticos: eran mucho más soñadores que penetrantes, pero con un poder de penetración tal, no obstante, que la primera vez que nuestras miradas se encontraron, los sentí hundirse hasta el fondo de mi corazón; y aunque su expresión no era excesivamente sensual, tengo que reconocer, que cada vez que él fijaba sus ojos en los míos, yo sentía hervir la sangre en mis venas.

—No ha dicho nada sobre su belleza, pero yo he oído muchas veces decir que era verdaderamente hermoso. ¿Es esto cierto? Yo no puedo estar seguro de ello porque solo le vi en una ocasión.

—Bueno… No era de una belleza asombrosa, aunque tenía un rostro agradable. Su manera de vestir, aunque iba siempre muy correcto, demostraba bastante excentricidad. Aquella tarde, por ejemplo, llevaba en el ojal una ramita de heliotropo blanco [*], a pesar de ser la moda entonces las camelias y las gardenias. Sus maneras eran las de un perfecto caballero, pero en escena, como ocurre con los extranjeros, exhibía algo de rigidez.

[*] Heliotropo: Planta boraginácea, originaria de Perú, de muchas ramas de hojas verdes perennes, con flores blancas o azules  pequeñas y olorosas.

—¿Y después de haberse cruzado sus miradas?

—Se sentó y comenzó a interpretar su partitura. Yo consulté el programa. Era una rapsodia húngara, obra de uno de esos compositores desconocidos, cuyo nombre puede desencajarle a uno la mandíbula; el efecto, sin embargo, era fascinante. En realidad, no hay música en el mundo tan excitante como la de los tziganos. Ésta, por ejemplo, partiendo de una nota menor.

—¡Oh, por favor! No siga… Puede usted evitar todos los tecnicismos; sabe que no soy capaz de distinguir una nota ‘mi’ de un ‘sol’.

—Pero eso no importa. Si alguna vez ha escuchado usted una tsardas, habrá notado sin duda alguna que la música húngara, a pesar de tienen muchos y excelentes efectos rítmicos, se aparta bastante de nuestras reglas armónicas y choca bastante con nuestros oídos. Pero, estas melodías que al principio nos resultan algo absurdas, poco a poco van enamorándonos, hasta terminar por fascinarnos con su extraordinaria belleza. Están llenos de adornos envolventes que les otorgan un carácter  totalmente lascivo  y sensual.

—Por favor, le ruego que deje todas esas explicaciones y siga con su relato.

—Es que todo lo que tenga que ver con la música es muy importante, ya que es totalmente imposible separar a mi personaje de la melodía de su país; aunque no le guste, tengo que aclararle que, para comprenderlo, primero es preciso sentir el encanto que desprenden los cantos tziganos. Le aseguro que cualquier persona que haya sido impresionada alguna vez por una tsardas, responderá siempre con voluptuosos sobresaltos a estas notas mágicas.

Estas melodías empiezan generalmente con un andante suave y bajo, algo que recuerda al sentimiento de una esperanza perdida; luego, cambiando de ritmo, y cruzando con toda celeridad, se entrecortan con algo parecido a los sollozos de los amantes que se dicen adiós y, sin perder un átomo de dulzura, antes bien, ganando cada vez más en vigor y solemnidad, alcanzan en un prestissimo entrecortado de suspiros el paroxismo de una pasión misteriosa que, primeramente, termina en un canto fúnebre, para estallar después en un sonido ardiente y guerrero.

Él, en persona, representaba en belleza y carácter esta música asombrosa y placentera. Al escucharlo, yo me sentía como hechizado; sin embargo, sería incapaz de decir si mi encantamiento provenía de la composición, de la ejecución o del artista como tal. En aquel mismo momento, empezaron a surgir delante de mí los más extraños cuadros. Primeramente, la Alhambra en toda la magnificencia de su arquitectura morisca, maravillosa sinfonía de piedras y ladrillos, tan similar a los arabescos de estas extrañas melodías de Bohemia. Poco a poco, un fuego devorador fue encendiéndose en mi pecho. Una sensualidad irresistible se iba apoderando de mí, y empezaba a sentir las mordeduras de un amor indomable y casi criminal. Sin poderlo evitar, empezaba a abrasarme con la pasión ardiente de los hombres que viven en los climas muy tórridos; estaba sediento de lujuria, y hubiera querido apurar hasta la última gota aquella copa de filtro afrodisíaco y excitante.

Pero, de pronto, la visión cambió. No era ya España, sino una tierra árida y desnuda; las arenas ardientes de Egipto, entre las cuales transcurre lentamente el agua del Nilo, allí donde el emperador Adriano, inconsolable, estaba llorando al amante tan ardientemente amado pero ya perdido para siempre. Sacudido por la música embriagadora, comenzaba a comprender lo que hasta entonces me había parecido tan extraño: la pasión del poderoso monarca por el bello esclavo griego, por aquel Antínoo que murió por amor de su amo.

La sangre me afluía del corazón a la cabeza, y corría por mis venas como una colada de plomo fundido.

Nuevo cambio de decorado. Nos encontramos en las suntuosas mansiones de Sodoma y Gomorra, soberbias, graciosas, feéricas [*] mientras la notas del pianista susurraban en mi oídos, con un sofoco de ardiente concupiscencia, el atronar de una cascada de besos.

[*] Feéricas: Son entidades con voluntad, sensibilidad y conciencia que podrían estar en otras dimensiones distintas que las del ser humano.

Fue en este momento de mi visión cuando el artista se volvió hacia mí y me lanzó una larga y muy lánguida mirada, que de nuevo se cruzó con la mía. ¿Era el mismo, Antínoo, o bien uno de los ángeles enviados a Lot por el Eterno…? El encanto completamente irresistible de su belleza era tal, que yo quedé fascinado, mientras la música parecía cantar en mi oídos:

Teleny – Oscar Wilde

Oscar Wilde. Fue un escritor, poeta y dramaturgo irlandés que vivió entre 1854 y 1900. Fue uno de los más destacados representantes del esteticismo y el decadentismo, movimientos que defendían el arte por el arte y la belleza como fin supremo. Wilde se hizo famoso por su ingenio, su elegancia y su escandalosa vida personal.

Wilde nació en Dublín, en una familia acomodada e intelectual. Su padre era un prestigioso médico y su madre una escritora y activista política. Wilde estudió en el Trinity College de Dublín y en el Magdalen College de Oxford, donde se distinguió por su talento literario y su excentricidad. En 1878 ganó el premio Newdigate de poesía por su obra Ravenna.

En 1881 publicó su primer libro de poemas, titulado simplemente Poemas, que tuvo una buena acogida. Al año siguiente viajó a Estados Unidos, donde dio una serie de conferencias sobre el renacimiento inglés y el arte moderno. A su regreso, se casó con Constance Lloyd, con quien tuvo dos hijos, Cyril y Vyvyan.

Wilde se dedicó al periodismo y a la edición de una revista femenina, Woman’s World, mientras escribía cuentos, ensayos y obras de teatro. En 1888 publicó El príncipe feliz y otros cuentos, una colección de relatos fantásticos y morales para niños y adultos. En 1890 apareció en una revista su única novela, El retrato de Dorian Gray, una historia sobre la corrupción del alma por la vanidad y el hedonismo. La novela causó gran controversia por sus alusiones al homosexualismo y al culto a la juventud.

Wilde alcanzó la cima de su éxito como dramaturgo en la década de 1890, con obras como Salomé (1891), escrita en francés y prohibida en Inglaterra por su temática bíblica; La importancia de llamarse Ernesto (1895), una comedia de enredos y equívocos sobre la identidad y las apariencias; o El abanico de Lady Windermere (1892), una sátira sobre la moralidad y el matrimonio en la sociedad victoriana.

Sin embargo, su carrera se vio truncada en 1895, cuando fue acusado de conducta indecente por el padre de su amante, lord Alfred Douglas. Wilde intentó defenderse con un proceso judicial contra el marqués de Queensberry, pero las pruebas presentadas por este demostraron su culpabilidad. Wilde fue condenado a dos años de prisión y trabajos forzados.

En la cárcel escribió De profundis (1897), una larga carta dirigida a Douglas en la que reflexionaba sobre su vida, su amor y su arte. También compuso la Balada de la cárcel de Reading (1898), un poema sobre la pena de muerte inspirado en un compañero de prisión.

Tras cumplir su condena, Wilde se exilió en Francia, donde vivió bajo el seudónimo de Sebastian Melmoth. Allí escribió algunas obras menores, como La casa de las granadas (1891), otro libro de cuentos; o La santa cortesana (1893), un drama inacabado. Wilde murió en París el 30 de noviembre de 1900, a los 46 años, víctima de una meningitis. Se convirtió al catolicismo en su lecho de muerte. Está enterrado en el cementerio del Père-Lachaise.

Oscar Wilde es considerado uno de los escritores más influyentes e innovadores del siglo XIX. Su obra combina el humor, la ironía, la crítica social y la sensibilidad estética con una profunda visión del ser humano y sus contradicciones. Wilde es recordado por sus epigramas, sus cuentos, sus obras de teatro, su novela y la tragedia