La luciérnaga

Foto de Erik Karits en Unsplash

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Hace mucho tiempo (por más que lo diga, apenas han transcurrido catorce o quince años) yo vivía en una residencia de estudiantes. Tenía dieciocho años y acababa de entrar en la universidad. No conocía Tokio y era la primera vez que vivía solo, así que mis padres, intranquilos, me metieron en aquella residencia. La cuestión monetaria también contaba, por supuesto. Alojarme en una residencia era considerablemente más barato que vivir solo. Yo hubiera preferido alquilar un apartamento y vivir a mi aire, pero, teniendo en cuenta el importe de la matrícula, el coste de las clases y el de mi manutención, que mes tras mes me enviaban mis padres, la verdad es que no podía quejarme.

La residencia se encontraba en el distrito Bunkyô, en lo alto de una loma que tenía unas vistas magníficas. Ocupaba un extenso terreno rodeado por un alto muro de cemento. Al cruzar el portal te topabas con un olmo gigantesco. Decían que tenía ciento cincuenta años, o quizá más. Cuando, al pie del árbol, mirabas hacia lo alto, no podías vislumbrar el cielo, oculto por completo tras el verde follaje.

El camino de cemento daba un rodeo para evitar el gigantesco olmo y luego cruzaba el patio formando una larga línea recta. A ambos lados del patio se alineaban, en paralelo, dos bloques de hormigón de tres pisos: los dormitorios. Eran unos edificios enormes. A través de las ventanas abiertas se oía al disc-jockey de la radio. Las cortinas de las ventanas eran todas del mismo tono crema, el color que mejor resistía la decoloración solar.

El camino moría ante el pabellón principal, de dos pisos de altura. En la planta baja estaban el comedor y un baño grande; en la primera planta, el paraninfo, algunas salas de reuniones e, incluso, un salón para la recepción de huéspedes importantes. Al lado del pabellón principal se levantaba el tercer bloque. También éste constaba de tres plantas. El patio era grande y, en medio del verde césped, un sistema automático de riego por aspersión daba vueltas de modo que las gotitas de agua reflejaban los rayos de sol. Detrás del pabellón principal había un campo para jugar al béisbol y al fútbol, y seis pistas de tenis. En fin, que a la residencia no le faltaba de nada.

El único problema que tenía —aunque supongo que habrá división de opiniones respecto a si esto se podía considerar, o no, un problema— era que la residencia la dirigía una fundación poco transparente que incluía a sujetos de extrema derecha. Bastaba con leer los folletos informativos para los nuevos residentes y el reglamento para darse cuenta. «El principio rector de la enseñanza reside en la formación de hombres de valía para servir a la patria». Ésta era la filosofía que regía la fundación del centro. Y muchos empresarios que comulgaban con ella habían hecho importantes donaciones de capital. Así rezaba la fachada, pero detrás había algo turbio. Nadie conocía la verdad a ciencia cierta. Había quien afirmaba que la fundación era un medio para desgravar impuestos, o que la construcción de la residencia había sido un mero pretexto, rayando la estafa, para hacerse con aquel terreno. También había quien decía que era pura propaganda. Pero qué más daba. Lo cierto es que viví en aquella residencia de la primavera de 1967 al otoño del año siguiente. Y, en lo que atañe a la vida cotidiana, no hay gran diferencia entre la derecha y la izquierda o entre intentar parecer mejor o peor de lo que se es en realidad.

El día empezaba con la solemne ceremonia de izamiento de la bandera. Himno nacional incluido, por supuesto. Porque una cosa no puede desligarse de la otra. Tal como sucede con las noticias deportivas y con la melodía que abre el programa. El podio estaba en el centro del patio para que pudiera verse desde las ventanas de todos los bloques.

Izar la bandera era función del celador del bloque este (el bloque donde vivía yo). Era un hombre de unos cincuenta años, alto y de mirada acerada. En su pelo duro se entreveían algunas canas y lucía una larga cicatriz en la nuca tostada por el sol. Se rumoreaba que el sujeto procedía de la Escuela Militar del Ejército de Tierra de Nakano. A su lado, un alumno oficiaba de ayudante en la ceremonia. Nadie sabía quién era. Llevaba la cabeza rapada y siempre vestía uniforme. No sé cómo se llamaba ni en qué habitación vivía. Jamás había coincidido con él en el comedor o en el baño. Ni siquiera estoy seguro de que fuera estudiante. En fin, ya que llevaba uniforme, debía de serlo. Era lo único que cabía pensar. Y, al contrario de don Escuela-Militar-de-Nakano, éste era bajo, rollizo, de tez pálida. Cada día a las seis de la mañana, aquella pareja izaba el sol naciente en el patio.

Durante la primera época que pasé en la residencia solía contemplar la escena por la ventana. A las seis de la mañana, junto con la señal horaria de la radio, aparecían por el patio. Uniforme llevaba una delgada caja de madera de paulonia. Escuela-Militar-de-Nakano, un magnetófono portátil de la casa Sony. Escuela-Militar-de-Nakano depositaba el magnetófono a los pies del podio. Uniforme abría la caja de madera de paulonia. Dentro estaba la bandera nacional, doblada con esmero. Uniforme entregaba la bandera a Escuela-Militar-de-Nakano. Éste la ensartaba en la cuerda. Uniforme pulsaba el botón del magnetófono.

«Que tu reinado…».

Y la bandera ascendía deslizándose por el asta.

«… perdure hasta que…».

En ese instante, la bandera se hallaba a media asta.

«… las pequeñas piedras…».

Una vez había alcanzado lo más alto, ambos se cuadraban adoptando la posición de «¡Firmes!», alzaban la vista y miraban la bandera de frente. Si el cielo estaba despejado y tenían la suerte de que soplara el viento, aquél era un hermoso espectáculo.

Al atardecer se arriaba la bandera siguiendo el mismo ritual. Sólo que en orden inverso al matutino. Se arriaba la bandera y se guardaba dentro de la caja de paulonia. Durante la noche no ondeaba.

¿Por qué tenían que arriarla de noche? Las razones se me escapaban. La nación sigue existiendo durante la noche, y hay mucha gente que trabaja a esas horas. Me parecía injusto que todas esas personas no contaran con la tutela de la bandera nacional. Aunque quizá no tuviera mucha importancia. Tal vez no preocupara a nadie. Posiblemente yo fuera el único que había reparado en ello. Y a mí, en realidad, sólo se me había pasado por la cabeza de pronto y tampoco le otorgaba un significado más profundo.

Las habitaciones se distribuían, por sistema, de la siguiente manera: las dobles, para los estudiantes de primero y segundo; las individuales, para los de tercero y cuarto curso.

Las habitaciones dobles, de forma estrecha y alargada, tenían una superficie de seis tatami. En la pared del fondo había una ventana con el marco de aluminio. Los muebles eran austeros hasta la exageración, y resistentes. Dos mesas y dos sillas, una litera de dos camas, dos taquillas y, luego, una estantería empotrada en la pared. En los estantes de la mayoría de las habitaciones se alineaban transistores, secadores del pelo, hervidores eléctricos de agua, café instantáneo, azúcar y varias ollas para preparar râmen instantáneo, platos y vasos. En las paredes de yeso había pegadas pin-ups del Playboy. Sobre las mesas se alineaban manuales, diccionarios y novelas de moda.

Al ser habitaciones donde sólo residían hombres, solían estar terriblemente sucias. En el fondo de las papeleras había pegadas mondas de mandarina enmohecidas, y las latas que hacían las veces de cenicero estaban atiborradas de colillas hasta una altura de unos diez centímetros. En las tazas había residuos de café fuertemente pegados. El suelo estaba sembrado de envoltorios de celofán de râmen instantáneo y de latas de cerveza vacías. Las ráfagas de aire levantaban nubes de polvo del suelo. Apestaba. Porque todos arrojaban la ropa sucia debajo de la cama. Como a nadie se le ocurría airear periódicamente los futones, éstos estaban empapados en sudor y despedían un hedor nauseabundo.

Mi habitación, por el contrario, estaba limpia como una patena. No había ni una mota de polvo en el suelo, los ceniceros siempre estaban limpios. Los futones se tendían al sol una vez a la semana, los lápices estaban metidos dentro de su pote. De nuestra pared, en vez de una pin-up, colgaba una fotografía de uno de los canales de Amsterdam. Porque mi compañero de habitación era patológicamente limpio. Él hacía toda la limpieza. Incluso me lavaba la ropa. Yo no tenía que mover un dedo. A la que dejaba la lata de cerveza que acababa de beberme sobre la mesa, un instante después ya había ido a parar a la papelera.

Mi compañero estudiaba geografía en la universidad.

—Es-estoy estu-tudiando ma-mapas —me dijo primero.

—¿Te gustan los mapas? —le pregunté.

—Sí. En el futuro, quiero entrar en el Instituto Nacional de Geografía y hacer ma-mapas.

Me admiró la gran diversidad de deseos que hay en este mundo. Jamás me había parado a pensar qué tipo de personas hacen mapas y qué les motivaba a ello. Pero me extrañaba que una persona que tartamudeaba cada vez que pronunciaba la palabra «mapa» quisiera entrar en el Instituto Nacional de Geografía. A veces tartamudeaba y a veces no, pero cuando se trataba de la palabra «mapa» tartamudeaba con toda seguridad el cien por cien de las veces.

—¿Qué es-estudias? —me preguntó.

—Teatro —contesté.

—¿O sea que haces teatro?

—No. No hago teatro. Se trata de leer obras de teatro, de investigar. Ya sabes, Racine, Ionesco, Shakespeare…

Repuso que, aparte de Shakespeare, no había oído hablar jamás de los otros autores. Tampoco yo los conocía casi. Sólo que figuraban en el índice de materias del curso.

—Bu-bueno, sea como sea, eso es lo que te gusta —dijo.

—No especialmente —repuse.

Mi respuesta le desconcertó. Y, cuando se desconcertaba, su tartamudeo se agravaba. Me sentí culpable.

—Me daba igual una cosa que otra —le expliqué—. Filosofía india, historia de Asia, me era lo mismo. Al final elegí teatro un poco por casualidad. Sólo eso.

—No lo entiendo —dijo—. En mi caso, me gustan los mapas y, por eso, estudio mapas. Por eso he entrado en la Universidad de Tokio y mis padres hacen lo que pueden y me envían dinero. Pero tú dices que a ti no te pasa lo mismo que a mí…

Su argumento era más lógico que el mío, así que desistí de seguir dándole explicaciones. Luego nos jugamos a suertes qué litera usaría cada uno. A mí me tocó la de arriba y a él la de abajo.

Él vestía siempre camisa blanca y pantalones negros. Llevaba la cabeza rapada, era alto, de pómulos marcados. Para ir a la universidad se ponía siempre el uniforme de estudiante. Tanto los zapatos como la cartera los llevaba negrísimos. Tenía toda la pinta de ser un estudiante de derechas y eso es lo que le parecía a la mayoría de gente que lo rodeaba, pero lo cierto es que no le interesaba en absoluto la política. Le daba pereza elegir la ropa y, en consecuencia, vestía siempre así. Su interés se limitaba a las transformaciones de la línea costera, a la construcción de un nuevo túnel de ferrocarril, a ese tipo de cosas. Cuando empezaba a hablar de esos temas, podía pasarse una o dos horas tartamudeando y encallándose, hasta que yo acababa soltando un alarido o me dormía.

Cada mañana se levantaba a las seis. Usaba el «Que tu reinado…» como despertador. Así que no puede decirse que aquella ceremonia ostentosa de izamiento de la bandera no sirviera para nada. Se vestía, iba al baño y se lavaba la cara. Tardaba mucho rato, tanto que yo me preguntaba si se quitaba los dientes y se los lavaba uno por uno. Cuando volvía a la habitación, alisaba con esmero las arrugas de la toalla y la ponía a secar sobre el radiador, depositaba el cepillo de dientes y el jabón en la repisa. Luego encendía la radio y empezaba su sesión de gimnasia radiofónica.

Yo solía acostarme tarde y, además, tenía el sueño pesado, así que por más que empezara la gimnasia de la radio, yo seguía durmiendo como si nada. Sin embargo, cuando llegaba la parte de los saltos, siempre me despertaba asustado. Porque cada vez que brincaba en realidad, daba unos saltos enormes, mi cabeza subía y bajaba unos cinco centímetros de la almohada. Y así no había quien durmiera.

—Perdona —le dije al cuarto día—. ¿No podrías hacer la gimnasia en la azotea? Es que me despiertas.

—No puede ser —replicó—. Si la hago en la azotea, los del tercer piso se quejarán. Como nosotros estamos en la planta baja, no molestamos a nadie.

—Entonces hazlo en el patio.

—Tampoco puede ser en el patio. Como no tengo transistor, no puedo escuchar la música. Y, sin la música, no puedo hacer la gimnasia de la radio.

Lo cierto era que su radio tenía que enchufarse y, por otro lado, la mía, que sí era transistor, sólo sintonizaba FM.

—Entonces, lo siento, pero puedes bajar el volumen de la radio y suprimir la parte de los saltos.

—¿Saltos? —repitió asombrado—. ¿Saltos? ¿Y eso qué es?

—Saltos son saltos. Levantar una pierna y otra, saltar…

—De eso no hay.

Empezó a dolerme la cabeza. Sentí que tanto me daba una cosa como otra. Pero ya que había sacado el tema a colación, decidí que lo mejor era zanjarlo. Y, tarareando la música de apertura del programa radiofónico de gimnasia de la cadena de televisión NHK, empecé a dar saltos en el suelo.

—¡Mira! Es esto. Hay, ¿no?

—Sí que los hay. No me había dado cuenta.

—Así pues —proseguí—, quiero que te saltes esta parte. El resto lo soportaré.

—Imposible —me dijo con la mayor naturalidad del mundo—. No puedo saltarme ninguna parte. Hace diez años que hago lo mismo. En cuanto empiezo, me sale una cosa tras otra. Pero si me saltara una parte, no me saldría nada.

—Entonces no hagas nada.

—No está bien que hables de este modo. No puedes ir dando órdenes a la gente.

—No te estoy ordenando nada. Sólo que yo quiero dormir, como mínimo, hasta las ocho. Y si tengo que levantarme antes, me gusta despertarme solo. No como si tuviera que empezar una carrera de obstáculos. Sólo eso. ¿Lo entiendes?

—Sí, lo entiendo —dijo.

—Entonces, ¿cómo podemos solucionarlo?

—¿Por qué no te levantas y hacemos gimnasia los dos juntos?

Resignado, volví a dormirme. Y él continuó haciendo gimnasia todos los días sin saltarse ni uno.

Naoko soltó una risita cuando le conté el incidente de la gimnasia radiofónica con mi compañero de habitación. No se lo había contado con la intención de divertirla, pero al final me reí con ella. Aunque su risa duró un instante, hacía mucho tiempo que no la veía reír. Naoko y yo nos habíamos apeado en la estación de Yotsuya e íbamos andando por el malecón paralelo a la vía, en dirección a Ichigaya. Era una tarde de domingo de mediados de mayo. Por la mañana había llovido, antes de mediodía la lluvia había cesado y, en ese momento, el viento del sur barría los grises y pesados nubarrones que cubrían el cielo. Las hojas de los cerezos, de un fresco color verde, se mecían al viento y reflejaban los destellos de los rayos del sol. La luz solar ya contenía el olor de principios de verano. Las personas con quienes nos cruzábamos se habían quitado los jerséis y las chaquetas y los llevaban sobre los hombros. En la pista de tenis, un hombre joven blandía la raqueta vestido con unos sucintos pantalones cortos. El borde metálico de la raqueta despedía destellos bajo el sol de la tarde.

Únicamente dos monjas sentadas en un banco, la una al lado de la otra, vestían con pulcritud sus negros hábitos invernales. Aunque ambas charlaban muy animadas, sus figuras anunciaban que el verano aún quedaba lejos.

Tras quince minutos de caminata tenía la camisa bañada en sudor. Me quité la gruesa camisa de algodón y me quedé en camiseta. Naoko se había arremangado hasta los codos la chaqueta de su chándal de color perla. La prenda había adquirido una bonita tonalidad al desteñirse a fuerza de lavados. Tenía la impresión de haber visto a Naoko enfundada en un chándal parecido mucho tiempo atrás, pero tal vez me equivocara. Eran muchas las cosas que no lograba recordar. Me parecía que todo había sucedido en un pasado remoto.

—¿Es divertido vivir con otra gente? —me preguntó.

—Todavía no lo sé. Llevo poco tiempo.

Ella se detuvo delante de una fuente, bebió un sorbo de agua, se sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones y se secó los labios. Luego se agachó y se anudó los cordones de las zapatillas de tenis.

—¿Crees que yo también podría vivir así?

—¿Con otra gente?

—Sí —dijo Naoko.

—No lo sé. Hay más cosas molestas de lo que parece. Reglas muy estrictas, o la gimnasia matutina, por ejemplo.

—Claro —asintió ella y, durante unos instantes, pareció darle vueltas a algo. Luego me clavó la mirada. Sus ojos eran increíblemente cristalinos. No me había dado cuenta de que tuviera una mirada tan clara. De una transparencia tan especial que asombraba a quien la miraba. Parecía que estuvieras contemplando el cielo.

—Pero a veces no, ¿verdad? Es decir… —Al pronunciar estas palabras, aún con la mirada clavada en la mía, se mordió los labios—. No sé, da igual.

Así acabó la conversación. Ella volvió a reemprender la marcha.

Hacía medio año que no la veía. Durante ese medio año, Naoko había adelgazado tanto que apenas la reconocí. La carne había desaparecido de las mejillas antes rollizas que la caracterizaban, y su nuca se había afinado. Sin embargo, no se la veía huesuda. Estaba mucho más hermosa de lo que recordaba. Estuve a punto de decírselo, pero no supe cómo y, al final, me callé.

No habíamos ido a Yotsuya por nada en concreto. Nos habíamos encontrado por casualidad en un tren de la línea Chûo. Ni ella ni yo teníamos planes. Naoko propuso que nos apeáramos del tren y así lo hicimos. Y casualmente era la estación de Yotsuya. No teníamos nada especial que decirnos. No entendía por qué Naoko me había propuesto ir juntos. Desde un principio, ya no teníamos ningún tema de conversación.

En cuanto salimos de la estación, ella empezó a andar, resuelta, sin decir una palabra. Yo la seguí. Manteniendo un metro de distancia. Andaba todo el tiempo mirándole la espalda. De cuando en cuando se volvía y me decía algo. A veces era capaz de darle una respuesta adecuada; otras, no tenía ni idea de qué contestarle. Y otras ni siquiera entendía lo que me estaba diciendo. Pero a ella parecía importarle muy poco si la oía o no. Cuando acababa de expresar lo que pensaba, volvía a darme la espalda y reemprendía la marcha en silencio.

En Lidabashi giró hacia la derecha, cruzó el foso, atravesó el cruce de Jinbochô, subió la cuesta de Ochanomizu y llegó a Hongô. Después prosiguió hasta Komagome bordeando la línea férrea. Un itinerario nada desdeñable. Cuando llegamos a Komagome, el sol ya se había puesto.

—¿Dónde estamos? —preguntó Naoko.

—En Komagome —dije—. Hemos dado una vuelta enorme.

—¿Y cómo es que hemos venido hasta aquí?

—Has sido tú quien me ha traído. Yo me he limitado a seguirte.

Entramos en una soba-ya que había cerca de la estación y tomamos un tentempié. Desde que pedimos la comida hasta que acabamos de comer no dijimos una palabra. Yo estaba agotado por la caminata, me sentía como si me hubiesen descuartizado; ella se hallaba sumida de nuevo en sus reflexiones.

—Estás en forma, ¿eh? —le dije al acabar de comer.

—¿Sorprendido?

—Pues sí.

—En el instituto era corredora de fondo. Además, como a mi padre le gusta el montañismo, cuando era pequeña, todos los domingos me llevaba con él de excursión. Por eso tengo las piernas fuertes.

—Pues no lo parece.

Ella rió.

—Te acompaño a casa —le dije.

—No hace falta —dijo ella—. Puedo volver sola. No te preocupes.

—No me importa acompañarte.

—No, de veras. No hace falta. Estoy acostumbrada a regresar sola.

A decir verdad, se me quitó un peso de encima al oírla. En tren se tardaba más de una hora para ir a su casa, y no me apetecía nada pasarme todo ese tiempo sentado a su lado en silencio. Al final, ella regresó sola. A cambio, yo pagué la comida.

—Oye, si quieres…, si no te va mal…, si no fuese una molestia…, podríamos vernos otra vez. Ya sé que no tengo ningún derecho a proponértelo, pero… —me dijo en el momento de separarnos.

—¿Derecho? —me extrañé—. ¿A qué te refieres con «derecho»?

Ella enrojeció. Tal vez se hubiera dado cuenta de mi asombro.

—No sé explicarlo —comentó en tono de disculpa. Se subió las mangas del chándal hasta los codos y volvió a bajárselas. La luz de la lámpara confería un bonito color dorado al suave vello de sus brazos—. No es «derecho» lo que quería decir. Es otra cosa muy distinta.

Naoko hincó los codos en la mesa, cerró los ojos y buscó las palabras apropiadas. Pero no las halló.

—No importa —dije.

—No puedo hablar bien —me explicó Naoko—. Últimamente me pasa mucho. De verdad que no puedo hablar bien. Cuando intento decir algo, sólo se me ocurren palabras que no vienen a cuento. Que no vienen a cuento o que expresan todo lo contrario de lo que quiero decir. Y, si intento corregirlo, me lío más aún, y más equivocadas son las palabras. Y al final acabo por no saber qué quería decir al principio. Es como si tuviese el cuerpo dividido por la mitad y las dos partes estuviesen jugando a perseguirse. La sensación es ésa. En medio hay una columna muy gruesa, ¿sabes?, y las dos partes van dando vueltas a su alrededor jugando a perseguirse. Una parte de mí tiene la palabra adecuada, pero la otra parte nunca puede atraparla de ninguna de las maneras.

Naoko depositó ambas manos sobre la mesa y me clavó la mirada.

—¿Entiendes lo que quiero decir?

—Esto, en mayor o menor medida, nos sucede a todos —respondí—. Y nos impacientamos cuando no encontramos las palabras apropiadas.

Naoko pareció decepcionada por mi comentario.

—No era eso —repuso, pero no añadió nada más.

—No me importa quedar contigo —dije—. Los domingos nunca tengo nada que hacer, y andar es bueno para la salud.

Nos separamos en la estación. Yo le dije adiós y ella también me dijo adiós.

Conocí a Naoko durante la primavera de mi segundo año de bachillerato. Ella tenía mi misma edad y estudiaba en un exclusivo colegio de monjas. Me la presentó un muy buen amigo mío que salía con ella. Los dos eran compañeros de juegos, se conocían desde primaria, y sus casas quedaban a menos de doscientos metros la una de la otra.

Al igual que muchas parejas que han crecido juntas, no sentían grandes deseos de estar a solas. Se visitaban con frecuencia en sus respectivas casas, salían a cenar con la familia del uno o del otro. A mí me habían invitado a varias citas dobles. Pero mis amores nunca cuajaban, así que empezamos a salir los tres: mi amigo, ella y yo. Era lo más cómodo y lo que mejores resultados daba. Ocupábamos las siguientes posiciones: yo era el invitado, mi amigo, el anfitrión talentoso, y Naoko compartía el papel estelar como ayudante.

Él sabía muy bien cómo llevarlo. Ciertamente tenía una vena sarcástica, pero en esencia era una persona amable y justa. Hablaba y bromeaba con Naoko y conmigo de manera equitativa. Si uno de los dos permanecía largo rato callado, sabía cómo sacarle las palabras. Tenía la capacidad de analizar al instante la atmósfera del lugar y de adaptarse a ella. Además, tenía el talento de sacar a relucir las partes interesantes de la charla de un interlocutor que no lo era tanto. Cuando hablaba con él, a veces me daba la impresión de llevar una vida de lo más interesante.

Sin embargo, en cuanto él se levantaba y nos quedábamos solos ella y yo, jamás lográbamos mantener una conversación fluida. No se nos ocurría nada de que hablar. En realidad, no teníamos ningún tema de conversación en común. Y nos limitábamos a beber agua o a juguetear con el cenicero que había encima de la mesa sin dirigirnos apenas la palabra, esperando a que él regresara. En cuanto aparecía mi amigo se reanudaba la conversación.

Naoko y yo volvimos a vernos una única vez, tres meses después del funeral de mi amigo. Teníamos un asunto que tratar y quedamos en una cafetería, pero una vez solventamos el problema no supimos qué más decirnos. Saqué varios temas, pero la conversación languideció enseguida. Además, noté en la manera de hablar de Naoko cierta agresividad. Parecía enfadada conmigo, aunque yo desconocía el motivo. Luego nos separamos.

Quizás el motivo del enfado de Naoko fuera el hecho de que la última persona que habló con él fuese yo, y no ella. Ésta no es la mejor manera de expresarlo, pero creo que entiendo cómo se sentía. De haber podido, me hubiera cambiado por ella. Sin embargo, era imposible. Una vez había sucedido, era imposible volver atrás.

Aquella tarde de mayo, él y yo, a la salida de la escuela (más que a la salida, a decir verdad, nos fuimos antes de que acabara) entramos en un billar y jugamos cuatro partidas. Yo gané la primera, él las tres restantes. Y a mí me tocó pagar el importe del juego tal como habíamos quedado.

Se mató aquella misma noche en el garaje de su casa. Conectó una manguera al tubo de escape de su N-360, selló los resquicios de las ventanillas con cinta adhesiva y puso en marcha el motor. No sé cuánto tiempo tardó en morir. Cuando sus padres volvieron del hospital adonde habían ido a visitar a un pariente, él ya estaba muerto. La radio del coche permanecía encendida; había un recibo de la gasolinera prendido en el limpiaparabrisas.

No había motivos aparentes, ni dejó escrita ninguna carta. Fui la última persona que habló con él, y la policía me llamó a declarar. Les expliqué que su actitud no me había hecho sospechar nada, que se había comportado como siempre. Normalmente, una persona que ha decidido suicidarse no gana tres partidas seguidas al billar. La policía no parecía que se hubiese formado una buena opinión ni de él ni de mí. Por lo visto, creían que no era extraño que un chico que se saltaba las clases para ir a jugar al billar se suicidara. Salió publicada una pequeña nota en el periódico y con eso quedó zanjado el asunto. Se deshicieron del N-360 rojo. En el colegio, sobre su pupitre, lucieron durante un tiempo unas flores blancas.

Desde que me gradué en el instituto hasta que me fui a Tokio, no hice nada de lo que tenía que hacer. Intentaba no pensar profundamente en nada. Eso fue lo único que hice. Y decidí olvidar por completo la mesa de billar forrada de fieltro de color verde, el N-360 rojo y las flores blancas de su pupitre. Y todo lo demás: la alta columna de humo alzándose desde lo alto de la chimenea del crematorio, el pisapapeles de forma achaparrada en la sala de interrogatorios de la policía. Todo. Al principio, pensé que iba a lograrlo. Sin embargo, en mi interior permanecía una masa de aire de contornos imprecisos. Con el paso del tiempo, esa masa empezó a definirse. Ahora ya puedo traducirla en palabras. Serían éstas:

«La muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella».

Expresado en palabras, es tan vulgar que resulta desagradable. Un topicazo. Pero yo, en aquel momento, no lo sentía en forma de palabras sino como una masa de aire en mi interior. La muerte estaba presente en el pisapapeles, en las cuatro bolas rojas y blancas alineadas sobre la mesa del billar. Y nosotros vivimos respirándola, llenándonos los pulmones de ese polvo fino.

Hasta entonces había concebido la muerte como una existencia independiente, separada por completo de todo lo demás. «Algún día la muerte nos tomará de la mano. Pero, hasta el día en que nos atrape, nos veremos libres de ella». Yo pensaba así. Me parecía un razonamiento lógico. La vida está en esta orilla; la muerte, en la otra.

A partir de la noche en que murió mi amigo, fui incapaz de concebir la muerte de una manera tan simple. La muerte no se contraponía a la vida. La muerte había estado implícita en mi ser desde un principio. Y ése era un hecho que no pude olvidar. Aquella noche de mayo, cuando la muerte se llevó a mi amigo a los diecisiete años, también se me llevó a mí.

Yo tenía plena conciencia de ello. Y, al mismo tiempo, intentaba no tomármelo demasiado en serio. Era una labor ardua. Porque yo sólo contaba dieciocho años y era demasiado joven para ser capaz de hallar el punto medio de las cosas.

A partir de entonces, Naoko y yo nos citábamos una o dos veces al mes. Si es que a aquello puede llamársele cita. Es que a mí no se me ocurre otra palabra.

Ella estudiaba en una universidad femenina en las afueras de Tokio. Una pequeña y prestigiosa universidad. Su apartamento estaba a quince minutos escasos a pie. Cerca del camino discurría un canal de riego de aguas cristalinas por donde solíamos pasear. Ella apenas tenía amigos. Seguía hablando de forma entrecortada. No teníamos casi nada que decirnos, así que yo tampoco hablaba demasiado. En cuanto nos encontrábamos, nos dedicábamos exclusivamente a andar.

Sin embargo, no puede decirse que la relación entre Naoko y yo no evolucionara. Cuando finalizaron las vacaciones de verano, automáticamente Naoko reemprendió los paseos a mi lado como si fuera lo más natural del mundo. Y seguimos andando el uno al lado del otro. Subíamos cuestas, bajábamos pendientes, cruzábamos puentes y calles. Continuamos andando. Caminábamos sin rumbo, deambulando de aquí allá. Después de un rato entrábamos en una cafetería a tomar un café, y luego reemprendíamos la marcha. Y, como si fuera una sucesión de diapositivas, la estación del año era lo único que cambiaba. Llegó el otoño y el suelo del patio de la residencia se cubrió de hojas de olmo. Al ponerme el primer jersey, me llegó el olor de la nueva estación. Me compré un par de zapatos nuevos de ante.

A finales de otoño, cuando el gélido viento barría la ciudad, ella se arrimaba a veces a mi brazo. Notaba su respiración a través de la gruesa tela de mi abrigo cruzado. Pero no era más que eso. Yo continuaba andando con las manos metidas en los bolsillos, como siempre. Como los dos calzábamos zapatos de suela de goma, nuestros pasos apenas se oían. Sólo un leve crujido cuando pisábamos las hojas secas y arrugadas de los plátanos. No era mi brazo lo que ella buscaba, sino el brazo de alguien. No era mi calor lo que ella necesitaba, sino el calor de alguien. Al menos, eso me parecía a mí.

Los ojos de Naoko habían ganado en transparencia. Una transparencia que no iba a ninguna parte. A veces, sin razón aparente, clavaba sus ojos en los míos. Cada vez que ocurría, a mí me embargaba la tristeza.

Los compañeros de la residencia me tomaban el pelo cada vez que recibía una llamada de Naoko o que salía con ella los domingos por la mañana. En fin, puede que fuera lo más natural que supusieran que me había echado novia. Yo no sabía cómo explicárselo y tampoco encontraba la necesidad de hacerlo, así que dejé que pensaran lo que quisieran. Cuando volvía de una cita, siempre había alguien que me preguntaba algo sobre cómo había ido el sexo. «Pues bien», les contestaba yo siempre.

Así pasé mis dieciocho años. El sol salía y se ponía; izaban la bandera y la arriaban. Y, al llegar el domingo, salía con la novia de mi amigo muerto. No tenía ni idea de qué estaba haciendo ni de qué vendría a continuación. En las clases de la universidad leía a Claudel, a Racine y a Eisenstein. Todos ellos habían escrito libros muy interesantes, pero nada más. En clase no había hecho ningún amigo. En la residencia, tenía simples conocidos. Como siempre me veían leyendo, los de la residencia pensaban que quería ser escritor, cosa que jamás se me había pasado por la cabeza. Yo no quería ser nada.

Intenté varias veces explicarle mis sentimientos a Naoko. Tenía la sensación de que ella podría entenderme con exactitud. Sin embargo, no fui capaz de expresarme claramente. De la misma forma que ella me había dicho al principio, al buscar las palabras apropiadas, éstas siempre se sumergían en el fondo de las tinieblas donde era imposible alcanzarlas.

Los sábados por la noche me sentaba en el vestíbulo al lado del teléfono, esperando la llamada de Naoko. A veces estaba tres semanas sin llamar, a veces llamaba dos semanas seguidas. Por eso, los sábados por la noche yo esperaba su llamada sentado en una silla. Como los sábados por la noche casi todos salían a divertirse, el vestíbulo estaba generalmente tranquilo. Contemplando las motas de luz que brillaban suspendidas en el aire silencioso, me esforzaba siempre en analizar mis sentimientos. Todo el mundo buscaba algo de alguien. Eso era cierto. Pero lo que vendría a continuación, yo no lo sabía. Al alargar la mano, lo único que encontraba, un poco más allá, era una vaga pared de aire.

En invierno encontré un trabajo de media jornada en una pequeña tienda de discos de Shinjuku. Por Navidad le regalé a Naoko un disco de Henry Mancini que incluía su adorada Dear Heart. Se lo envolví yo mismo y le puse una cinta de color rosa. El envoltorio era un papel de regalo navideño con un dibujo de abetos. Naoko me regaló unos guantes de lana que había tricotado para mí. El dedo gordo era un poco pequeño, pero, lo que es calentar, calentaban.

Ella no volvió a su casa durante las vacaciones, así que por Año Nuevo me invitó a comer a su apartamento.

Aquel invierno pasaron bastantes cosas.

A finales de enero, mi compañero de habitación estuvo dos días en cama a casi cuarenta grados de fiebre. Por esta razón tuve que anular una cita con Naoko. Él estaba retorciéndose de dolor en la cama con aire de ir a morirse de un momento a otro y no era cuestión de dejarlo en aquel estado. No encontré a ninguna alma caritativa dispuesta a cuidarlo durante mi ausencia. Total, que fui a comprar hielo hice unas compresas metiendo el hielo dentro de unas bolsas de plástico, le enjugué el sudor con una toalla fría, le tomé la temperatura cada hora. La fiebre no remitió durante todo el día. Pero a la mañana siguiente, él se levantó de repente como si nada hubiera ocurrido. La temperatura le había bajado a treinta y seis grados y dos décimas.

—¡Qué extraño! —dijo—. Pero si yo nunca había tenido fiebre.

—Pues ahora la has tenido —dije. Y le enseñé las entradas desperdiciadas por culpa de su calentura.

—¡Menos mal que eran invitaciones! —exclamó.

En febrero nevó en varias ocasiones.

A finales de febrero tuve una pelea estúpida con uno de los alumnos mayores que vivía en la misma planta que yo. Se golpeó contra el muro de cemento. Por suerte, no fue grave, pero el director de la residencia me llamó a su despacho y me riñó. A partir de entonces me sentí terriblemente incómodo en la residencia.

Cumplí diecinueve años, pronto empecé el segundo año de universidad. Suspendí algunos créditos. Saqué muchas C y D, alguna que otra B. Ella pasó a segundo sin suspender un solo crédito. Habíamos completado el ciclo de las estaciones.

En junio, ella cumplió veinte años. Yo no acababa de hacerme a la idea. Me daba la impresión de que lo más normal sería que, tanto ella como yo, viviéramos eternamente entre los dieciocho y los diecinueve años. Después de los dieciocho, cumplir diecinueve; después de los diecinueve, cumplir otra vez dieciocho. Eso sí tendría sentido. Pero ella había cumplido veinte años. Y yo también los cumpliría en invierno. Sólo un muerto podía quedarse en los diecisiete años para siempre.

El día de su cumpleaños llovió. Compré un pastel en Shinjuku, cogí el tren y me dirigí a su apartamento. El tren estaba lleno y, además, traqueteaba mucho. De modo que, cuando llegué a su casa por la noche, el pastel parecía el Coliseo romano. Con todo, le puse las veinte velitas y las encendí con una cerilla. Cuando corrimos las cortinas y encendimos la luz, pareció una fiesta de cumpleaños. Ella descorchó una botella de vino. Nos comimos el pastel, tomamos una cena sencilla.

—No sé por qué, me siento estúpida al cumplir veinte años —me dijo.

Después de comer recogimos los platos de la mesa, nos sentamos en el suelo y nos bebimos el resto del vino. Mientras yo me tomaba una copa, ella se bebía dos.

Aquel día, Naoko habló mucho, cosa infrecuente en ella. Me habló de su infancia, de su escuela, de su familia. Cada relato era muy largo. Largo y detallado hasta la exageración. En un momento determinado, la historia A derivaba hacia la historia B, que ya estaba contenida en la historia A; poco después, pasaba de la historia B a la historia C, implícita en la anterior, y así de manera indefinida. Sin que acabara jamás. Yo, al principio, asentía, pero pronto dejé de hacerlo. Puse un disco y, cuando éste acabó, levanté la aguja y pinché otro. Cuando los hube escuchado todos, volví a empezar por el primero. Al otro lado de la ventana seguía lloviendo. El tiempo transcurría despacio y ella continuaba hablando sola.

Cuando dieron las once, empecé a sentirme intranquilo. Ella llevaba ya más de cuatro horas hablando sin parar. Además, se acercaba la hora del último tren. No sabía qué hacer. Podía dejar que siguiera hablando cuanto quisiera o esperar el momento adecuado para interrumpirla. Dudé mucho, pero, al final, decidí cortarla. De todos modos, estaba hablando demasiado.

—Bueno, se ha hecho muy tarde y yo tendría que irme —dije—. Nos vemos pronto.

No sé si mis palabras llegaron a sus oídos. Ella enmudeció unos instantes, pero luego reanudó su discurso. Resignado, encendí un cigarrillo. Por lo visto, lo mejor era dejarla hablar tanto como quisiera. Después, ya me las apañaría.

Sin embargo, no siguió hablando por mucho tiempo. Antes de que me hubiera dado cuenta ya se había detenido. La última sílaba quedó suspendida en el aire, como desgajada. Para ser precisos, no terminó de hablar. Sus palabras se habían esfumado de repente en alguna parte. Intentó continuar, pero ya no quedaba nada. Algo se había perdido. Con la boca entreabierta, me clavó una mirada perdida. Sus ojos parecían estar cubiertos por un velo opaco. Me dio la sensación de haber cometido una maldad imperdonable.

—No tenía la intención de interrumpirte. Pero ya es tarde y, además…

Apenas había transcurrido un segundo, cuando las lágrimas afloraron a sus ojos, resbalaron por sus mejillas y empezaron a caer sonoramente sobre la funda del disco. En cuanto vertió la primera lágrima, el llanto fue imparable. Lloraba con las manos apoyadas en el suelo, como si estuviera vomitando. Alargué la mano y le toqué el hombro. Éste se agitaba sacudido por pequeñas convulsiones. En un gesto casi reflejo la atraje hacia mí. Continuó llorando en silencio entre mis brazos. Mi camisa quedó empapada de su aliento cálido y de sus lágrimas. Los diez dedos de Naoko recorrían mi espalda como si buscaran algo. Mientras sostenía su cuerpo con la mano izquierda, le acariciaba su fino cabello con la derecha. Permanecí así mucho rato, esperando a que el llanto cesara. Pero ella no dejó de llorar.

Aquella noche me acosté con ella. No sé si fue lo correcto o no. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Hacía mucho tiempo que no me acostaba con una mujer. Y para ella fue la primera vez. Le pregunté que por qué no se había acostado con él. Pero nunca debí preguntárselo. No me respondió. Apartó los brazos de mi cuerpo, me dio la espalda y se quedó contemplando la lluvia al otro lado de la ventana. Yo me fumé un cigarrillo con la mirada clavada en el techo.

Por la mañana había escampado. Ella dormía dándome la espalda. O quizá no hubiese dormido en toda la noche. Pero eso daba igual. La envolvía el mismo silencio que el año anterior. Me quedé un rato con la vista clavada en su blanca espalda, pero, al final, resignado, me levanté de la cama.

Por el suelo estaban esparcidas las fundas de los discos. Sobre la mesa, medio pastel de cumpleaños hecho migas. Como si el tiempo se hubiera detenido de repente. Encima del pupitre había un diccionario y una tabla de verbos franceses. De la pared frente al pupitre colgaba un calendario. Sólo cifras, sin fotografías ni dibujo alguno. El calendario estaba inmaculado. Ni una nota, ni una señal.

Recogí mi ropa tirada a los pies de la cama y me vestí. La pechera de la camisa todavía estaba húmeda y fría. Acerqué el rostro; olía a ella.

En el bloc de notas que tenía encima del pupitre escribí: «Llámame pronto». Luego, salí de la habitación y cerré la puerta con cuidado.

Una semana después aún no había llamado. En casa de Naoko no podía dejar ningún recado, así que le escribí una carta. Le expresé lo que sentía de la manera más sincera posible. «Hay muchas cosas que no entiendo todavía, pero estoy intentando comprenderlas. Necesito tiempo. No tengo ni la más remota idea de adónde estaré llegando en este momento. Pero intento no pensar demasiado seriamente en las cosas. Al pensar en serio, el mundo se vuelve demasiado incierto y, como consecuencia, es probable que acabes presionando a quien se halle a tu alrededor. Y yo no quiero obligar a nadie a nada. Tengo muchas ganas de verte. Pero, tal como he dicho antes, no sé si esto es lo correcto o no». Éste fue el contenido de la carta.

A principios de julio llegó la respuesta. Una carta corta.

«Por ahora he dejado mis estudios durante un año. Aunque diga “por ahora” es probable que no vuelva nunca más a la universidad. De hecho, la licencia por interrupción de estudios no ha sido más que un trámite. Mañana dejo mi apartamento. Quizá creas que ha sido una decisión precipitada, pero llevaba mucho tiempo pensando en hacerlo. Intenté hablarte varias veces de ello, pero me sentía incapaz de abordar el tema. Me daba miedo pronunciar estas palabras.

»No te preocupes por nada. Haya ocurrido algo o no haya ocurrido nada, así han ido las cosas. Quizá te hiera que hable de este modo. Si es así, lo siento. Lo único que trato de decirte es que no quiero que, por mi causa, te reproches nada. Yo soy la única responsable de todo. Durante todo este año lo he ido posponiendo y eso te ha ocasionado a ti muchas molestias. Tal vez hasta hoy.

»En las montañas de Kioto hay un buen sanatorio y he decidido instalarme allí por un tiempo. No es un hospital, es una institución mucho más abierta. Ya te lo contaré con más detalle en otra ocasión. Ahora no puedo escribir bien. Esta carta la he reescrito unas diez veces. Te estoy muy agradecida por haber permanecido a mi lado durante todo este año, tanto que no puedo expresarlo en palabras.

»Si pudiera volver a encontrarte de nuevo en algún otro lugar de este mundo incierto, tal vez pudiera, entonces sí, hablar como es debido.

»Adiós».

Releí la carta más de cien veces. Y cada vez que lo hacía me embargaba una tristeza insondable. Exactamente la misma que sentía cuando Naoko me miraba a los ojos sin apartar los suyos. Era incapaz de llevar a cuestas aquel sentimiento, no podía guardarlo en ninguna parte. Igual que el viento, no tenía contornos, ni peso. Ni siquiera podía investirme de él. La escena transcurría despacio ante mis ojos. Pero las palabras que se pronunciaban no llegaban a mis oídos.

Los sábados por la noche dejaba transcurrir el tiempo, como siempre, sentado en una silla del vestíbulo. Nadie iba a llamarme, pero ¿qué otra cosa debía hacer? Siempre fingía que estaba viendo en la televisión la retransmisión del partido de béisbol. Contemplaba el espacio inconmensurable que se abría entre el televisor y yo. Y yo dividía este espacio en dos, y luego volvía a partir otra vez el espacio por la mitad. Y repetía el proceso una y otra vez hasta que, al final, el espacio era tan pequeño que cabía en la palma de mi mano.

A las diez apagaba el televisor, regresaba a mi habitación y me dormía.

A finales de mes, mi compañero de habitación me regaló una luciérnaga metida en un bote de café instantáneo. Dentro del bote había, aparte del insecto, unas briznas de hierba y agua. En la tapa se abrían unos cuantos agujeros para la ventilación. A la luz del día, parecía un vulgar insecto negro como los que se ven en las orillas de las charcas. Pero al mirarlo con atención advertías que se trataba, efectivamente, de una luciérnaga. Intentaba trepar por las resbaladizas paredes de cristal y, cada vez, se caía al fondo. Hacía mucho tiempo que no miraba una luciérnaga tan de cerca.

—Estaba en el jardín. En el ho-hotel que se encuentra aquí cerca, en ve-verano sueltan luciérnagas en el jardín para los clientes y é-ésta ha venido a parar aquí —me dijo embutiendo ropa y cuadernos en su bolsa de viaje.

Hacía ya varias semanas que habían empezado las vacaciones de verano. En la residencia sólo quedábamos él y yo. A mí no me apetecía volver a casa y él había hecho unas prácticas. Pero ahora que éstas habían terminado, se disponía a volver a su casa.

—Se la pue-puedes regalar a una chica. Se-seguro que le gustará —sugirió.

—Gracias —le dije.

Al caer la noche, en la residencia reinaba el silencio. La bandera había sido arriada de su mástil, las ventanas del comedor estaban iluminadas. Al quedar pocos estudiantes, se encendían sólo la mitad de las luces. El ala derecha permanecía a oscuras, la izquierda, iluminada. Con todo, llegaba un ligero olor a comida. Olor a estofado.

Tomé el bote de café con la luciérnaga y subí a la azotea. Estaba desierta. Una camisa blanca tendida en una cuerda, que alguien había olvidado recoger, se mecía con la brisa nocturna como si fuera la muda de algún animal. Trepé por la escalera metálica oxidada que había en un rincón de la azotea hasta lo alto de la torre del agua. El tanque cilíndrico aún estaba caliente tras haber absorbido durante todo el día el calor de los rayos de sol. Cuando me senté en aquel espacio reducido y me apoyé en la barandilla, una luna blanca, casi llena, flotaba en el cielo. A mi derecha se veían las luces de Shinjuku; a mi izquierda, las de Ikebukuro. Los faros de los coches formaban una vía de luz que discurría entre las calles. Un zumbido sordo, mezcla de varios sonidos, flotaba como una nube sobre la ciudad.

Dentro del bote, la luciérnaga brillaba con una luz mortecina. Sin embargo, la luz era demasiado débil, el tono demasiado pálido. Dentro de mis recuerdos, las luciérnagas despedían una luz mucho más nítida y brillante en la oscuridad de las noches de verano. Así tenía que ser.

Quizás aquélla estuviese débil, medio muerta. Agarré el bote por el borde y lo sacudí varias veces. La luciérnaga se golpeó contra la pared de cristal y, por un instante, levantó débilmente el vuelo. Pero su luz continuó siendo tan mortecina como antes.

Quizá me fallara la memoria. A lo mejor la luz no era, en realidad, tan vívida. Quizá sólo yo estuviese convencido de ello. O, tal vez, era porque, en aquel momento del pasado, la oscuridad que me rodeaba era muy profunda. No podía acordarme bien. Ni siquiera me acordaba de la última vez que había visto una luciérnaga.

Lo que sí recordaba era el murmullo del agua en la oscuridad de la noche. Era una vieja esclusa de ladrillo. Se abría y cerraba dando vueltas a una manivela. Era una corriente tan pequeña que las hierbas de la orilla ocultaban por completo la superficie del agua. Los alrededores estaban sumidos en la más completa oscuridad y sobre el estanque de la esclusa volaban cientos de luciérnagas. Los destellos de luz amarilla se reflejaban en la superficie del agua como chispas de fuego.

¿Cuándo debió de ser? ¿Y dónde?

No logro recordarlo bien.

Ahora todo se desplaza en el tiempo, se confunde en mi memoria.

Cerré los ojos y respiré hondo varias veces para serenarme. Al permanecer inmóvil con los ojos cerrados, me asaltó la sensación de que mi cuerpo iba a ser tragado, de un momento a otro, por las tinieblas del verano. Pensándolo bien, era la primera vez que subía a la torre del agua después de que se pusiera el sol. Se oía el viento con mayor claridad de la acostumbrada. Pese a no soplar con fuerza, dejaba a su paso un rastro sorprendentemente nítido. Despacio, tomándose su tiempo, la noche iba cubriendo la tierra. Las luces de la ciudad afirmaban su presencia brillando con intensidad, pero la noche iba afianzándose paso a paso.

Destapé el bote, saqué la luciérnaga y la deposité en un reborde que sobresalía unos tres centímetros del depósito. La luciérnaga no acababa de comprender dónde se encontraba en aquel momento. Dio una vuelta, tambaleándose, alrededor del perno y se subió a unos desconchones de pintura que parecían costras. De momento, avanzó hacia la derecha, se dio cuenta de que aquello era un callejón sin salida y viró de nuevo hacia la izquierda. Después se encaramó muy despacio a la cabeza del perno y se acurrucó allí. Permaneció inmóvil, como si hubiese exhalado el último suspiro.

Yo la observaba apoyado en la barandilla. Durante mucho rato, ni la luciérnaga ni yo hicimos el menor movimiento. El viento fluía entre nosotros como si fuera un río. Las incontables hojas del olmo susurraban en la oscuridad.

Esperé una eternidad.

Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Desplegó las alas como si se le hubiese ocurrido de repente y, un instante más tarde, ya estaba cruzando la barandilla y se sumergía en la envolvente oscuridad. Describió, ágil, un arco en torno al depósito, tal vez intentando recuperar el tiempo perdido y, tras permanecer unos instantes inmóvil observando cómo la línea de luz se extendía en el viento, voló hacia el este.

Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la densa oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. Aquella tenue luz quedaba siempre más allá de las yemas de mis dedos.

Fin

Haruki Murakami. Es uno de los escritores japoneses más conocidos de la actualidad, tanto en su país como fuera de él. Su generación de escritores fue influenciada por la literatura contemporánea norteamericana. Él mismo ha traducido a Tobias Wolff, Francis Scott Fitzgerald, John Irving o Raymond Carver, a los que considera indudables maestros.

Murakami nació en Kioto pero se crio en Kobe, sus padre eran profesores de literatura japonesa por lo que de ahí vino su interés por ella. Influenciado por la cultura occidental tanto en la literatura como en la música, son esas influencias las que lo diferencian de otros autores japoneses.

Estudió literatura y griego en la Universidad de Waseda (Sodai), donde conoció a su esposa Yoko. Su primer negocio fue un bar de jazz llamado "Peter Cat", una muestra de su gran amor por la música, uno de los grandes y necesarios referentes a lo largo de toda su obra.

Tokio Blues fue la primera de sus obras que despuntó y su fama le convirtió en una verdadera estrella en Japón. Tras pasar una larga temporada en Estados Unidos en la que escribió sus siguientes obras, Al sur de la frontera, al oeste del sol (1992) y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1995), Murakami decidió volver a Japón tras el famoso terremoto de Kobe y el atentado terrorista con gas sarín al metro de Tokyo, sucesos sobre los que escribiría posteriormente.

Desde su vuelta a Japón, publicó Sputnik mi amor (1999) y Kafka en la orilla (2002), que le valieron el definitivo espaldarazo internacional y el seguimiento fiel de una verdadera legión de lectores, seguidos por After Dark (2004), 1Q84 (2009) y Los años de peregrinación del chico sin color (2013). Murakami ha sido postulado al Premio Nobel de Literatura gracias a obras monumentales como 1Q84, trilogía que rompió todos los récords de venta en Japón.

Sus obras tienen un marcado toque surreal y de fatalismo, en ellas refleja la soledad y el ansia de encontrar y poseer el amor, crea mundos donde mezcla lo real y lo onírico, la felicidad con la oscuridad, consiguen atraer la curiosidad e inquietud de los lectores. Su carrera literaria no consta solo de novelas, también cuenta con recopilación de relatos, ensayos y cuentos ilustrados.

En 2015, Murakami abrió un consultorio online donde los internautas pudieron preguntarle y pedirle consejo durante varios meses. A partir de esa experiencia, el autor japonés decidió escribir un libro relatando los momentos más interesantes de esa conversación virtual.

Reconocido en todo el mundo, ha sido galardonado con premios como el Noma(1982), el Tanizaki (1985), el Yomiuri (1996), el Franz Kafka (2006) o el Jerusalem Prize (2007). En España, ha recibido la Orden de las Artes y las Letras del Gobierno Español y el Premi Internacional Catalunya 2011.