Narrativa

Cosas que siempre quise

Supe que algo estaba mal cuando mi mujer dejó de roncar. Me despertó el silencio. Ese sonido denso, opaco, del silencio. Con los años, terminé por acostumbrarme a sus ronquidos suaves o estridentes, pero regulares. Terminaron arrullándome, como el machacar constante y metálico de las ruedas del tren. Extendí el brazo, la toqué, y su piel estaba fría. No era una sorpresa. Mi mujer siempre fue fría, con esa otra frialdad que no puede medirse con termómetros. La que escarcha el alma. También adolecía de falta de deseo, su excitación sexual era ínfima y sus orgasmos inalcanzables. La educaron en un colegio de monjas neuróticas. De esas fábricas espirituales salen mujeres puritanas y frígidas. 

La sacudí, con gentileza. Era un truco que funcionaba con ella. Como empujar un coche al que se le descargó la batería, que arranca como tosiendo y avanza a trompicones, hasta que el motor ronronea en baja intensidad. Esta vez el truco falló. Preocupado, encendí la lámpara de la mesita de noche y la llamé con voz queda: «Eutimia, Eutimia». No respondió. Tenía los grandes ojos fijos muy abiertos, la mano derecha como una garra sobre el corazón, la boca desfigurada por un rictus de dolor. La sacudí de nuevo, ahora con vehemencia, y me embargó la idea terrible de que mi compañera de treinta años se había marchado sin pasaje de retorno. Asustado y conmovido, llamé a emergencias. 

Me quedé un buen rato velando el cuerpo de la amada inmóvil. Cuando nos casamos, Eutimia exhibía oronda un cuerpo de guitarra clásica. Fuimos de luna de miel a Aranjuez y allí, junto a una fuente rumorosa, nos juramos amor eterno. Ahora su cuerpo era una esfera rotunda, inabarcable, de ciento treinta kilos. No se me ocurrió ningún verso de póstumo elogio. Es verdad que, en el fondo de mi corazón, esperaba que ella moviera sus labios y dijera: «¡No es cierto, vida mía, no he muerto; ya no llores…, bésame!» Algo así leí en esa poesía de Nervo.

Yo soy flaco, desde siempre he sido un enclenque. Carecía de la masa corporal necesaria para un crecimiento proporcionado, pero igual me estiré como goma de mascar. Fideo, me apodaron en la primaria. Luego Quijote, en la secundaria, por ser alto, escuálido y tener la nariz puntiaguda. Un Alonso Quijano contemporáneo. No más sabio, acaso un tanto más cuerdo. Sea que me vean de frente, o de perfil, parezco un número uno. Eutimia fue un ocho, ahora un cero. Fuimos un dieciocho, después un diez. Una versión ibérica de “el flaco y la gorda”, sin el humor de Laurel y Hardy. 

«Toda muerte súbita es sospechosa y debe ser derivada al ámbito médico legal. Hay que descartar que haya sido por sofocación, estrangulación con objeto blando, o envenenamiento. Nunca se sabe a simple vista. Las apariencias engañan», dijo el médico en la sala de emergencias. Enseguida me dedicó una mirada inquisitiva, casi acusatoria. Así que le harían una autopsia a mi mujer. Le respondí que estaba de acuerdo, que yo también quería saber.

No me costó mostrarme atribulado. No se vive treinta años con alguien sin que te despierte algo de simpatía, o de compasión. Cierto que no pocas veces resistí la tentación de asfixiarla con una almohada, aprovechando que su gordura la obligaba a dormir boca arriba. Pero… ¿a qué esposo no le pasó por la cabeza asesinar a su mujer después de treinta años de matrimonio? Eutimia me lo había dicho sin disimulo, en numerosas ocasiones: «¡Javier, a veces me dan ganas de matarte!». Si lo decía en serio, o no, me costaba precisarlo ahora. Recordé la frase de Quevedo: «¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?». Así que no tuve que fingir. Estaba afligido.

Tres días después pasó a verme un oficial de la comisaría del distrito. «Su esposa murió de un infarto agudo de miocardio. Es lo que llaman un infarto fulminante. Ya puede disponer del cadáver». 

La cremación me ahorró los gastos de inhumación, lápida y nicho. En apenas cuarenta y ocho horas me entregaron una urna de cobre adornada con flores blancas. Las cenizas tenían la apariencia de granos de arena. Me conmovió que tanta masa corporal quedara reducida a dos míseros kilos. «Al menos los gusanos no se dieron un banquete», murmuré. 

El tipo del crematorio me explicó que podía conservar las cenizas en esa urna, o arrojarlas al mar. También pasarlas a una urna biodegradable, plantarle una semilla y enterrarla en un sitio autorizado. «De ahí crecerá un árbol», comentó. Me gustó la idea de sembrar las cenizas con la semilla de una magnolia. Con suerte, viviría otros diez años para ver crecer ese árbol y hasta darle un abrazo. Más fácil que abrazar a Eutimia.

Esa noche estaba alborozado. Ahora podía intentar aquellas cosas que siempre quise hacer. Cosas que la difunta rechazó, calificándolas de licenciosas, obscenas, pecaminosas. Guardé la urna en un armario y me acomodé en el diván con una botella de tinto y un cuaderno. Uno: viajar a París; dos: ver una película porno; tres: probar la cocaína. Sonreí, reconociendo que también había deseado enterrar a mi mujer. Cuatro: sembrar a Eutimia… 

Soy francófilo. Hubiera querido nacer en la Francia vecina, en cualquier pueblo, y no en Villarejo de Salvanés. Pero no escoges dónde naces, ni a tus padres, ni a tu familia. Sí escoges a la mujer para casarte. Y casi siempre te equivocas. 

Conocer París era mi sueño más vehemente. Qué dicha inenarrable visitar sus monumentos, detenerme en una terraza a saborear un café crème, deambular sin rumbo fijo por las orillas del Sena, ver la lluvia lavando las calles empedradas del Quartier Latin. Era julio y los parisinos habían abandonado su ciudad a hordas de turistas gringos y asiáticos apresurados. Carezco del más mínimo espíritu gregario; aborrezco las multitudes. Ese sentimiento me acompañó en el Louvre, cuando quise disfrutar de la sonrisa misteriosa de la Mona Lisa. Me sentí violado por los estrujones sudorosos de una chusma ignorante que solo quería hacerse un selfie con la Mona de fondo. «Si les preguntas quién la pintó, no tienen la más puta idea», rezongué. 

Esa tarde fui al Museo de Orsay. Agradecí que no estuviera atiborrado de turistas impertinentes y me regocijé con la colección de pinturas simbolistas e impresionistas. Odio la pintura abstracta, tanto o más que a las multitudes. Dejé para el final aquel cuadro, tanto tiempo prohibido: El Origen del Mundo

Nunca había visto un sexo femenino desde esa perspectiva. El sexo en primer plano de una mujer que descansa boca arriba sobre un lecho, con las piernas separadas y los labios vaginales esbozados por una línea simple, la guedeja púbica sin depilar. Eutimia nunca se desnudaba en mi presencia. Follábamos con las luces apagadas. En vano intenté convencerla de que un cunnilingus podría vencer su frigidez. No es que yo lo hubiera practicado, en verdad. Lo había leído en un manual de sexología que dejaba «olvidado» al alcance de mi mujer. Ella siempre lo ignoró. La única posición que Eutimia admitía era la del misionero. 

La pintura era tan natural, que mis pies se negaron a alejarme del tardío deslumbramiento. Tuve que reprimir un deseo delirante de acariciar y oler aquel sexo bello y sagrado. Hasta que alguien se acercó y me susurró al oído que era hora de moverme para que otros visitantes pudieran admirar la obra. 

De regreso en Madrid, fui a informarme con mis dos únicos amigos dónde ver o conseguir la película porno. 

—¿Extrañando ya a la doña? —bromeó Roque.

Roque es dueño del bar que he frecuentado con ejemplar asiduidad en los últimos diez o doce años.

 —Hombre, ese cine en la calle Duque de Alba cerró hace meses. Pero me han dicho que en internet hay para todos los gustos —dijo, y rellenó mi vaso. 

—Si quieres algo de calidad, hay una tienda que vende discos compactos de esos que buscas. En la San Pedro Mártir —terció Bruno, un sexagenario de rostro sanguíneo. 

Bruno es un fiel compañero de incontables partidas de brisca. Siempre me gana.

Me desplacé en el Metro a la estación Tirso de Molina y caminé dos manzanas hasta la San Pedro Mártir. Pensé que ubicar una tienda de películas porno en la calle bautizada con nombre tan santo era casi una blasfemia. 

Entré con timidez en la tienda, señalada con un letrero de grandes letras rojas sobre un fondo amarillo. Una veinteañera teñida de rubio con tetas de silicona, labios carnosos y pestañas postizas vino a mi encuentro y preguntó en qué podía ayudarme. 

—Tenemos todas las categorías, a cuatro euros el disco, y a tres si lleva dos o más —dijo, sonriéndome con sus labios impúdicos.

Entonces advirtió mi encogimiento. 

—Bueno, le dejo que mire la colección. Si busca algo especial, estoy aquí para ayudarle —zumbó, antes de regresar al mostrador. 

Abarqué de una ojeada el conjunto de carátulas explícitas. Ofuscado, sintiendo el sofoco de la vergüenza en las orejas, escogí la que mostraba a una pelirroja de carnes opulentas y sonrisa lujuriosa.

La vi dos veces esa noche, apoltronado en el diván. La desmesura anatómica de los actores me recordó, implacable, la pequeñez de mi instrumento. A poco dejé de excitarme y me sentí miserable. Me pregunté si las bromas sobre superdotados y las miradas furtivas en el vestuario del colegio ocultaban una afligida obsesión con el tamaño de mi pene. Y supe que no tener un pene como aquellos —que parecían aún más descomunales en la pantalla— era la razón de mi enojo conmigo mismo y con el resto del mundo.

Devolví el disco a su estuche y lo guardé en el armario, a un lado de la urna con las cenizas. Me acosté sin desvestirme, rumiando cómo podría conseguir la cocaína. 

Después de mucho cavilar, decidí telefonear a Daniela.

Daniela es una trigueña de ojos amarillos, nariz pequeña y labios golosos. Vivía en una barriada de casitas indigentes en una ladera del nororiente de Medellín, cuando unos narcos la conminaron a servir de mula para traer cocaína a Europa. Decidió evaporarse y su hermano le prestó el dinero para viajar a España. A lo mejor eso de los narcos es un cuento y solo quería escapar de una vida sin sueños. Diez años más tarde, la antioqueña subsistía como empleada doméstica en una imprecisa legalidad. Con pocas razones para soñar. 

La contratamos cuando Eutimia se fracturó la muñeca en una caída aparatosa. En esos tres meses nos agasajó con suculentos platos antioqueños. Estaba preocupada por mi aspecto esquelético. «Coma, señor Javier, a usted le conviene engordar un poquito», me susurraba en la cocina, lejos del oído de Eutimia. Me atraqué de sancocho y bandejas paisas, empanadas y arepas, y no aumenté un jodido kilo. Cuando servía el café, Daniela nos entretenía con fábulas espantosas de la Madremonte1

Una tarde que diluvió y demoró su salida, Daniela habló de las mulas. «Los narcos meten la coca en cápsulas, las envuelven con plástico y las sellan con cera. Una tiene que tragarse esos paqueticos y luego tomar un medicamento que produce estreñimiento». Sospeché que hablaba por experiencia propia.

Yo fantaseaba cada noche con Daniela. La imaginaba desnuda en una bacinilla, expulsando una a una las cápsulas enceradas. Luego se daba la vuelta me pedía que le limpiara el ojete. Hasta que Eutimia me sorprendió espiándola cuando se cambiaba y la despidió.

Aprecié que Daniela se alegró cuando escuchó mi voz. Le dije que mi mujer había muerto y que necesitaba cocaína para aliviar mi desconsuelo. Demoró un largo minuto antes de contestarme. Preguntó de qué había muerto Eutimia. Un infarto, dije. «Es que la doña estaba muy gorda», se le escapó. Enseguida se excusó. «Qué pena, don Javier, que en paz descanse su señora. Mire, yo conozco a un paisa de mi barrio. Él vende hachís y marihuana. Usted se fuma unos porros y tranquilo». Le insistí que quería coca. «Don Javier, le aconsejo que no se meta en eso», imploró. Le advertí que si no deseaba ayudarme, la buscaría por mi cuenta. «No, no, eso es muy peligroso. Deme una hora y le devuelvo la llamada».

Telefoneó cuarenta minutos después. Preguntó si tenía con qué escribir y me dictó un nombre y un número.

—A Jairo lo puede encontrar en el Retiro. Llámelo para que se pongan de acuerdo.

Marqué el número y respondió una voz con acento extranjero. Le pregunté si era Jairo y le dije que Daniela me había dado su teléfono. 

—Sí, ella me llamó hace un rato. Dígame qué cantidad quiere. 

No supe qué contestar. Mi conocimiento se limitaba a lo que había visto en las películas. Un montoncito de polvo que convertían en finas rayas y esnifaban de un golpe. 

—Treinta gramos —respondí.

—Esos son mil quinientos.

—Lo llamaré de nuevo —dije y corté. 

¡Mil quinientos pavos! ¿De dónde iba a sacar tanto dinero? No tenía la menor idea de cuánta cocaína necesitaba para drogarme. Telefoneé a Daniela y le compartí mi inquietud.

—Don Javier, con un gramo tiene para diez o doce rayas. No consuma más que eso. 

Llamé de vuelta a Jairo y le dije que me arreglaría con dos gramos. 

Nos encontramos a las nueve de un tibio atardecer en el Retiro, en esa zona sembrada con olivos y cipreses que llaman “bosque del recuerdo”. Lo identifiqué por su camiseta roja de la selección española de fútbol y la gorra blanca con el escudo de armas del Real Madrid. También por la mano izquierda, a la que le faltaban el meñique y el anular. 

Me entregó los sobrecitos transparentes. En mi nerviosismo, los dejé caer cuando intentaba guardarlos en el bolsillo de la camisa. 

—Tranquilo, man. En este país no es un delito tener drogas. 

Recuperé la mercancía y le pregunté si los dedos faltantes se debían a un accidente. Jairo sonrió y meneó la cabeza. 

—Me los cortó un man al que le debía dinero. Con un hacha.

Elevó la mano a la altura de mi cara con los dedos extendidos y el pulgar levantado y me apuntó. Semejaba una pistola. Nos sentamos en un banco. Un petirrojo de pico fino y alargado correteaba por el césped.

—¿Hace mucho qué se dedica a este negocio? —me atreví a preguntarle.  

Encendió un cigarrillo y fumó un rato.

—Allá en Medellín era otra cosa. Un primo me dijo que podía ganar mucha plata si trabajaba de sicario para un capo. El primero fue el más difícil. Por ese güevón me pagaron unos gramos de coca y quinientos dólares. Después dijeron que había pasado la prueba. Tenía diecinueve años. Así, durante siete años. Hasta que un día no pude soportarlo más y decidí salirme. La organización le puso precio a mi cabeza. Allá, cuando dicen que te van a matar, te matan. Por eso me vine a España. Aquí no me mezclo con colombianos. 

El petirrojo atrapó una lombriz y la devoró antes de volar a las ramas de un ciprés.

—Ya sabe cómo localizarme cuando quiera más nieve. También tengo caballo2 y anfetas.

Se despidió con otra sonrisa y se alejó a paso vivo por el sendero. 

Esnifé dos rayas, como había visto en las películas. Al rato me invadió una sensación de euforia que pocas veces había experimentado en mis sesenta años. Dejé de ser el Fideo pusilánime de toda la vida para convertirme en un tipo enérgico, invencible. Capaz de arremeter contra el primer molino de viento que se atravesara en mi camino. Entonces fue el éxtasis. Estaba en un salón muy amplio, engalanado para una fiesta. Un guitarrista afinaba su instrumento en la tarima. Una multitud de desconocidos me aclamaba: «Javier, ¡eres el mejor!». Me acerqué al mostrador, ordené tragos para todos y la muchedumbre respondió con un rugido de júbilo. De alguna parte apareció Daniela y me abrazó. Su cuerpo cálido y firme despertó mi marchita virilidad. «Cásate conmigo», musitó. Iba a contestarle cuando Roque se interpuso: «Aquí tienes una botella del mejor vino de Álava». Alguien tiró de Daniela por un brazo y la alejó de mí. Bebí un sorbo, era muy agrio, y dejé caer la botella. Hubo un estallido de vidrios rotos. Iba a recogerlos cuando la pelirroja de la película saltó sobre el mostrador, abrió las piernas y me mostró su sexo depilado. «Javier, este es el origen del mundo, a ver qué sabes hacer con esa lengua tuya», dijo. Recordé lo que había leído en el manual. Me incliné para olfatearlo, pero Jairo me apartó de un empujón. «Yo no preguntaba el nombre de la gente. Si lo tuyo es ejecutar, eso es lo único que haces», chilló, y me apuntó con su mano de tres dedos. Le supliqué que no me disparara. Asintió y lo vi alejarse abrazando a Daniela. Entonces Bruno me mostró una carta con el caballo de copas. «Siempre te gano a la brisca», sentenció. El guitarrista ejecutó los primeros acordes del Concierto de Aranjuez. La evocación me entristeció. Cerré los ojos y lloré en silencio. Cuando volví a abrirlos, todos se habían marchado y Eutimia estaba a mi lado, vestida de novia. «No quería dejarte sin despedirme», musitó. Me miró con sus grandes ojos fijos y me besó en los labios. Un beso helado. 

Desperté con el corazón desbocado. Eutimia roncaba suavemente a mi lado.

NOTAS

1. Personaje legendario del folclor colombiano.

2. Heroína

Para adquirir online el libro El secreto de la tumba vacía:

«El secreto de la tumba vacía» de Manuel Quintero Pérez

Manuel Quintero Pérez. Santa Clara, 1951

Manuel Quintero Pérez es ingeniero y periodista, y desde 1979 ha sido funcionario de organismos internacionales, residiendo en México, Ecuador y Suiza. Además de numerosos artículos de prensa ha publicado, entre otros, los ensayos El Papa en Cuba: la lectura (des)interesada de la prensa (Ediciones CLAI, Quito, 1998) y ¿Tribunas de la verdad? El Telégrafo en la crisis bancaria de 1999 (Oveja Perdida, Quito, 2005); es coautor de dos biografías de personalidades ecuménicas latinoamericanas; y de los libros de relatos La casa del pozo sagrado (Círculo Rojo,2017) y Tarde de Suerte (Círculo Rojo, 2018). Su novela La chica del lunar ganó el premio nacional de novela negra Fantoche 2018.