Narrativa

El extraño caso de un pilongo en Pekín

Es mejor volverse atrás que perderse en el camino.
Proverbio chino

Al pilongo1 Reinaldo Coscojuela se le taponaron los oídos cuando el aerobús de Air China inició el descenso. El copiloto anunció la maniobra y el tiempo restante de vuelo en inglés y mandarín, pero en la escuela secundaria Coscojuela había aprobado el inglés con el mínimo, y de mandarín no entendía ni jota. Igual, con los oídos tapados no habría entendido el lacónico mensaje. Ni siquiera en su cubano natal. 

Observó el movimiento de los pasajeros de los asientos más cercanos y dedujo, por el júbilo de sus rostros fatigados, que el viaje se acercaba a su fin. Intentó desbloquear sus oídos abriendo y cerrando la boca una y otra vez. La gesticulación provocó la curiosidad del hombre sentado a su diestra. Tomando su mímica por un saludo, lo imitó con asombrosa fidelidad, mostrándole la cavidad bucal y las amígdalas. Del fondo de su garganta brotó un aliento repugnante que abofeteó al desprevenido Coscojuela. 

Le sonrió al chino para mostrar su buena educación y se volvió en el asiento para pegar la nariz a la ventanilla pretendiendo admirar el paisaje. Siguió un buen rato con la nariz pegada al frío cristal de la ventanilla, esperando que el chino suspendiera los ejercicios de boca y mandíbula y cesaran las ráfagas pestilentes. «El muy comemierda se burló de mí», rezongó. 

Él sabía de burlas. De muchacho, en la primaria, tuvo que pelearse no pocas veces con los que aprovechaban las consonancias de su apellido para mofarse. “Coscojuela, te meto una vela”. “Coscojuela, cara de suela”. “Coscojuela, me cago en tu abuela”. “Coscojuela, coscojones”… Una noche, agobiado por las bromas, indagó con su padre el origen de tan peculiar patronímico. «Mi bisabuelo, Mariano, era de Coscojuela de Sobrarbe, un pueblito montañoso en la provincia de Huesca. Por lo que le escuché a tu abuelo Santiago, ese pueblito tenía una sola calle, con una iglesia en un extremo y una ermita en el otro». «Un pueblito de mierda», pensó Coscojuela-joven, pero no lo dijo para no ofender a su padre. «De ese pueblito escapaba la gente a montones, hijo, porque la vida era muy jodida. Como el tatarabuelo Mariano, que se enroló en el ejército y vino a esta isla como teniente y peleó como un bravo contra los mambises. Cuando España perdió la guerra, ya se había empatado con Marta, tu tatarabuela, y se quedó trabajando en la construcción de ese ferrocarril que unió Santa Clara con Santiago». 

En las siete horas que llevaban en el aire, el chino había procurado entablar conversación en dos ocasiones y Coscojuela le había respondido con medias sonrisas y movimientos de cabeza de dudoso significado. Antes, en el vuelo de La Habana a Moscú, el ruso a su izquierda no había hecho el menor intento por comunicarse. A ratos, el corpachón del eslavo se encimaba sobre Coscojuela, obligándolo a respirar un olorcillo entre acre y dulzón. 

La azafata del vuelo a Moscú hablaba un español comprensible, así que había podido escoger el menú de carne con papas y dos botellitas de vino tinto que le facilitaron la digestión durante las once horas y media que duró la travesía. No tuvo esa suerte en Air China. Cuando la azafata llegó a la altura de su asiento con el carrito que cargaba la comida, intentó hacerse entender en ruso, después en inglés y por último en mandarín. Coscojuela alcanzó a escuchar la palabra pasta cuando ella repitió la oferta. Aliviado, movió la cabeza y exclamó: «Sí, pasta. Yes, pasta». No fue la mejor decisión. La pasta eran unos fideos con trozos de pescado y una salsa de cebolla y jengibre. Se obligó a comerla, disimulando su repugnancia. El chino a su lado pidió lo mismo, por eso aquel aliento. «Seguro que tengo la misma peste en la boca», zumbó y apartó la nariz de la ventana por miedo a resfriarse. 

Aquel viaje se lo debía al bronce. Había desaparecido media tonelada del almacén de la fábrica donde era director, con su personal anuencia y para su personal beneficio. Pero media tonelada de bronce no es algo fácil de disimular y el cuentapropista que se la apropió tampoco fue discreto. El entra y sale de clientes con cañerías, herrajes, chapas, láminas, cintas, y hasta lingotes de bronce, despertó las sospechas de un vecino vigilante que le pasó la voz a la policía. 

Al día siguiente de la denuncia, dos oficiales se aparecieron por el taller con una orden de registro. Rieron de buena gana cuando el cuentapropista les juró, por la memoria de su difunta madre, que había encontrado el bronce en un solar de chatarras. Al chofer que transportó el bronce lo prendieron esa noche en su casa. El hombre se estaba divirtiendo con las ocurrencias del humorista Pánfilo cuando los policías tocaron a la puerta y le mostraron la orden de detención. «A mí me pagan por transportar mercancías. El almacenero me entregó el bronce. ¿Cómo iba yo a saber que no era legal?», se quejó. 

El almacenero no recordaba la salida del bronce. «Compañeros, en este almacén entra y sale materia prima todos los días», tartamudeó. Solo cuando lo confrontaron con el chofer se reavivó su memoria. «Si él sacó ese bronce, es que tenía un papel autorizándolo», alegó. Una autorización que nunca apareció. El cuentapropista, emparentado con Coscojuela, tuvo la decencia de no denunciarlo. 

Una semana después del incidente, el delegado del Ministerio citó a Coscojuela a su casa de la Riviera. Le sirvió medio vaso de añejo y un platillo de aceitunas rellenas. «Cosco, compañero, tú sabes cómo son las cosas. La Fiscalía está pidiendo sangre. Al responsable del almacén y al cuentapropista les caerán tres o cuatro años por hurto agravado y daños a la economía del país. A ti tendremos que aplicarte una sanción administrativa. Hoy hablé con el viceministro y me orientó que debes ser separado del cargo por tres meses. También me dijo que en China están dando unos cursos de administración de empresas, que por qué no te ibas a ese curso. Son tres meses. Cuando regreses, te reincorporas como director y cerramos este casito». 

Coscojuela le recordó al delegado que no sabía una sola palabra en chino. El delegado se encogió de hombros y se echó tres aceitunas en la boca. «Cosco, los únicos que hablan chino en este mundo son los chinos. Si invitan a cubanos a esos cursos, seguro que tienen traductores.» 

Al día siguiente, Coscojuela pensó rechazar la invitación. «¿Yo qué carajo voy a hacer en China?», se quejó, mirando con desgano los expedientes que se acumulaban en su escritorio. Idunia, su secretaria, le acarició la cabeza con sus largos dedos de cuidadas uñas. «Rey, ¿no ves qué te están tirando un cabo con el viaje ese? Papi, tres meses se pasan rápido. Tú verás que cuando menos lo esperas ya estás montado en un avión y regresando pa’l caimán. En China vas a comer rico, pipo. ¿A ti no te gusta el chop suey de jamón? ¿Y las maripositas, y el arroz frito? Allá te vas a dar banquete. Y le vas a comprar muchas cosas a tu reina. En China las cosas son muy baratas y tienen esos vestidos de seda, yo los he visto en las películas. ¿Te imaginas la pista que me voy a dar aquí con un vestido de esos?» 

Él la llamaba «mi reina» y ella le llamaba «rey» cuando estaban solos en su oficina o en el cuarto del hotel donde pasaban unas horas en íntima comunión. Escapadas discretas, porque los dos estaban casados. Ella, con un coronel que pasaba semanas intentando disciplinar a reclutas díscolos en una polvorienta unidad militar. Él, con una enfermera que trabajaba en la sala de terapia intensiva. En ciertas tardes de estío, en la penumbra de la sala de rayos X, la enfermera se solazaba con un joven y apuesto técnico en radiología. Con igual discreción. 

A la esposa de Coscojuela la idea del viaje le pareció genial. No le pidió finos vestidos ni vistosos abanicos. Solo bolsas de té y frascos de bálsamo de tigre, la pomada cura-lo-todo que usaba el radiólogo para aliviar sus migrañas.  

A Coscojuela los chinos no le inspiraban confianza. La única familia oriental en su cuadra vivía a puerta cerrada. No se asomaban cuando pasaba aullando el carro de bomberos, ni siquiera cuando alguien gritaba que llegaban plátanos a la venduta. Tampoco protestaban por las frecuentes faltas de agua, ni cuando los apagones sacaban de quicio al vecino más sosegado. Wong, el pater familias, tenía uñas largas y sucias y hablaba el cubano con dificultad. Pasaba su tiempo en la oscura sala de estar descansado en un sillón de mimbre tan vetusto como él, fumando unas pipas que le aplacaban el hambre y le contraían las pupilas. Su mujer había muerto quince años antes, dejándole en herencia una mujer y un varón. 

A Wong lo cuidaban su hija Dalia y su nieta Noelia. Dalia era una mujer escuálida, divorciada y huraña, que se ocultaba de la luz solar y le pagaba al negro Ñico para que le hiciera los mandados. Noelia era una mulata china de carnes opulentas. Hasta las sacrosantas partidas de dominó se interrumpían cuando Noelia se aventuraba con insultante vaivén de sus grupas por las aceras irregulares del vecindario. Hasta los más despistados del barrio sabían que Noelia se acostaba con un trovador diez años más joven que ella, y que tenía un amante extranjero. No era un secreto que el vejete, al despedirse, atiborrado de sexo y zalamerías, le dejaba cuantiosos billetes hasta la siguiente visita. 

«¿Qué es eso de celebrar el Año Nuevo a finales de enero o principios de febrero? ¿Y eso de llevarle panes y dulces a la tumba de su madre en abril? ¿Por qué le ponían nombres de animales a los años?», se burlaba Coscojuela. Para colmo, Noelia lo había rechazado. «¿Por quién se toma la muy puta?», se quejó Coscojuela con su amigo Julito-cara-de-guante. 

Fue después de su fracaso con Noelia que Coscojuela se fijó en Idunia, su ineficaz secretaria. Idunia sufría un ligerísimo estrabismo y tenía separados los dos dientes centrales superiores. Su fina nariz estaba un tanto desviada y su voz era ligeramente chillona. Pero tenía cuerpo de guitarra, codiciado trasero y bailaba con sandunga cualquier ritmo. También bebía ron como agua y desafinaba con gracia los boleros más ilustres. Conquistar a Idunia le devolvió la confianza en sus dotes de seductor. 

Horas después, cuando sobrevolaban el desierto de Gobi, soñó que estaba en un patio rodeado de casas donde florecían perfumados jazmines. Se entretuvo olisqueando las flores, arrancó unos pétalos y los masticó. Los encontró dulces y sentimentales. Entró en una de las casas y se topó con una mujer desnuda, de pie en una tina de madera, en trance de enjabonarse el esbelto y ebúrneo cuerpo. Él se ofreció a ayudarla. «Déjeme enjabonarle la espalda», le suplicó, admirado de tanta belleza. «Si me lo permite, también le restriego las nalgas», agregó. Ella accedió con una sonrisa que a Coscojuela le hizo feliz. Había comenzado a enjabonar la nuca de cisne cuando el avión encontró una bolsa de turbulencia que provocó un violento descenso. 

Despertó, asustado y triste, y vio a los pocos pasajeros que deambulaban por los pasillos regresando a sus asientos. Cerró los ojos y supo que era el momento de implorarle a la Virgen. Rezó en voz baja la oración que había aprendido antes del viaje: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”. 

Idunia se la había copiado en un papelito y le obligó a memorizarla. «Rey, no me vengas con eso de que los comunistas no creen en santos. Si vieras el montón de gente con el carné del partido que va a verse con una santera que vive en mi cuadra». Coscojuela decidió que rezar a los santos no iba a hacerle daño alguno, menos si lo hacía en su cabeza, o en voz baja. Hasta podía ocurrir que algún comunista de la vieja guardia se hubiera infiltrado en la legión de los santificados por el Vaticano. San Carlos, San Federico, San Vladimir. Santa Rosa. San León. Dudaba de que Stalin hubiera alcanzado semejante galardón. Julito-cara-de-guante era un experto en temas soviéticos. Había construido una casa de dos plantas con piscina viajando a Moscú, importando y vendiendo piezas para Ladas en la isla. «Cosco, el padrecito Stalin es culpable de muchos y muy horrendos crímenes. Al viejo José se le fue la mano enviando gente al otro mundo». 

Repitió la oración una segunda vez y, apenas terminó, desapareció la turbulencia. «Estas cosas funcionan», musitó, entre incrédulo y sugestionado. El chino a su derecha asintió y le dedicó una sonrisa amistosa. 

El vicecónsul, un nativo de las regiones orientales con ínfulas de habanero, juró que había arribado al aeropuerto quince minutos antes de la hora prevista para la llegada del vuelo. Le aseguró al embajador que se plantó en la sala de arribos con un cartón donde había escrito REINALDO COSCOJUELA con letras bien visibles, y que se quedó hasta la salida del último pasajero. Una investigación independiente, realizada por un discreto departamento de la policía china, cuestionó la veracidad de su testimonio. Las cámaras de seguridad registraron la aparición del auto con placas diplomáticas una hora y cuarenta minutos más tarde de la hora prevista. La víspera, el vicecónsul había celebrado su cumpleaños con excesivas libaciones, lo cual conspiró para que esa madrugada no escuchara el despertador. Fue su mujer quien lo sacó de su alcohólico ensueño. «Apúrate, papi, que vas a llegar tarde a recoger a ese hombre», lo apremió. «Espero que al Coscuyuela ese no se le ocurra moverse del aeropuerto», respondió él, buscando a tientas los zapatos bajo la cama. 

Esa noche, un fuerte viento de cola redujo el tiempo de vuelo en treinta y tres minutos. Cuando el vicecónsul apareció por la sala de espera, irritado por la falta de sueño y la cefalea, habían transcurrido dos largas horas desde el aterrizaje. Coscojuela permaneció una hora y media en la sala de llegadas, como mostraron después las cámaras de seguridad. Entonces se encogió de hombros, dijo algo en voz baja (una imagen frontal permite ver la expresión de susto y fastidio en su rostro) y salió del edificio para asomarse al contaminado amanecer en Pekín, cargando su maleta y su bolso de mano. 

Otras cámaras de seguridad mostraron su deambular por los corredores exteriores del edificio principal. Caminaba unos pocos metros, se detenía y regresaba sobre sus pasos, volteando la cabeza a uno y otro lado. «Es el comportamiento de quien busca algo, o a alguien», dijeron los discretos investigadores. 

Cinco minutos antes de las seis se lo vio cruzando la rampa frente al aeropuerto y dirigirse a la piquera de taxis. La cámara registró, sin audio, una pantomima de conversación entre Coscojuela y un taxista. Coscojuela le mostró un papel. Gracias a que se encontraban en una zona bien iluminada, se podían apreciar los intentos del taxista por descifrar el mensaje del papel y, al cabo de un largo minuto, sus gestos de negación. En ese momento, justo a las seis y seis, apareció un hombre uniformado que le sacó el papel de las manos al taxista y lo levantó a la altura de sus ojos. Un minuto después, el uniformado se inclinó para cargar el equipaje de Coscojuela. Hubo un instante en que Coscojuela pareció dudar, aunque los investigadores chinos no llegaron a esa conclusión. “El sujeto no titubeó, su demora en seguir al uniformado se debió a la inercia de la fatiga”, narra el reporte policial. 

El taxi que abordó Coscojuela abandonó el área de parqueo en el mismo instante en que el auto del vicecónsul entraba al recinto. El falso taxista llevó a Coscojuela al Home Inn Pekín Express, un motel de tres estrellas en el distrito de Pinggu, en el extremo oriental de la ciudad. Se ganaba un porcentaje por cada cliente que transportaba al hotel. Cuando el auto se detuvo en la rampa de acceso, Coscojuela sacó la cabeza por la ventanilla y arrugó la frente. El edificio tenía pinta de todo, menos de representación diplomática. 

El uniformado descendió y extrajo el equipaje del maletero. Confundido, Coscojuela salió del auto y buscó el papel con la dirección de la embajada. Revisó todos sus bolsillos y no lo halló. Metió la cabeza por la ventanilla para ver si había caído en el asiento, o en el piso del vehículo. Perplejo, cada vez más asustado, le preguntó al uniformado si tenía el papelito. El uniformado lo miró impasible y le entregó otro papel con una cifra. «Socio, no puedes dejarme aquí, esta no es la embajada», imploró Coscojuela. El rostro del uniformado se endureció. Dijo algo en un tono que a Coscojuela le sonó amenazante y le puso el papel con la cifra delante de la cara. Resignado, Coscojuela buscó un billete de veinte dólares en su cartera y se lo entregó. 

El falso taxista le sonrió, inclinó la cabeza y le indicó a Coscojuela la entrada del hotel. Regresó al auto y salió con un rugido atronador. A Coscojuela semejante bullicio le pareció ofensivo en la fresca y apacible mañana pequinesa. 

El joven botones que le abrió la puerta intentó encargarse de su equipaje. Coscojuela se opuso con tal energía que el sirviente abrió mucho los ojos y se quedó patidifuso, como los blancos y azules floreros de dos orejas que adornaban el lobby. Ignorando al botones y cargando su maleta y su bolso, se dirigió con pasos firmes a la recepción. 

El recepcionista le obsequió una sonrisa tan gentil que Coscojuela decidió obviar su desconfianza en chinos y chinas. Solo por un momento. Después de medio minuto de mímicas indescifrables, Coscojuela encontró en los recovecos de su memoria la palabra que buscaba. «Room», dijo, con voz triunfante. El recepcionista engavetó su sonrisa y asintió. Revisó en su ordenador y volvió a sonreír. «¿Cuántas noches desea quedarse el señor?», preguntó en un inglés cantarín. La perplejidad en el rostro de Coscojuela le confirmó que debía repetir la pregunta. Esta vez, Coscojuela captó la palabra night y levantó el índice de la mano derecha. «One night —confirmó el recepcionista—. It is four hundred and seventy-yuan, sir. Or seventy dollars. And I need your passport, please». Coscojuela no dio señales de entender. Resignado, el recepcionista escribió las cifras en un papelito y se lo pasó. Coscojuela le entregó el pasaporte y cuatro billetes de veinte. Cuando recuperó el pasaporte y el cambio, siguió al botones a su habitación. 

Detrás del edificio principal, una docena de bungalós de ladrillo, tela y madera rodeaban un jardín en cuyo centro había un estanque cubierto por flores de loto de glaucos pétalos. «You are a lucky man», dijo el botones cuando se detuvieron frente al bungaló número ocho. Sin entender, Coscojuela le dio las gracias, entró y cerró la puerta. Coscojuela ignoraba que el número ocho simboliza la buena fortuna en la ancestral cultura china. 

La habitación era espaciosa. Un edredón de plumas cubría la cama doble a cuyos pies un mueble hacía las veces de escritorio, albergando el minibar y soportando un televisor de pantalla plana. En el clóset encontró un albornoz y zapatillas de algodón, y artículos de tocador en la repisa sobre el lavamanos. La imagen que le devolvió el silencioso espejo era la de un pilongo asustado. Destapó uno de los frasquitos y lo olfateó, precavido. Olía a cítricos. Dejó caer el líquido en la palma y se lavó las manos y la cara. 

De vuelta al dormitorio abrió el minibar y acarició las latas de soda. Antes de salir de La Habana, el médico le había aconsejado que no tomara agua de la pila en su destino. «Le echan cloro y amoníaco para desinfectarla, y eso te acaba el estómago. Si tienes cómo, hiérvela. Si no, toma agua embotellada.» Los precios de las bebidas estaban en una lista sobre el escritorio. Siete yuanes la botella de medio litro. Un dólar. Hizo un rápido cálculo mental. Tomando medio litro diario, en aquellos tres meses la gracia le iba a salir en noventa dólares. Peor si tenía que beber dos litros diarios, como recomendaban ahora los nutricionistas. Regresó al baño y bebió directamente de la pila. No le supo mal. «Si supieran a qué sabe el agua que tomo en Santa Clara», murmuró. 

Regresó al dormitorio, sacó los billetes de la cartera y los esparció sobre la cama. Contó trescientos diez dólares. Iba a reclamar a la embajada los veinte del taxi y los setenta de la habitación. Lamentó no tener un recibo y enseguida reconoció que no habría podido explicarse con el taxista. El hotel sí lo iba a cobrar. No era culpa suya que no hubiese alguien esperándolo en el aeropuerto. 

Del bolso extrajo el pulóver y la muda de ropa interior que cargaba para una emergencia. «Cosco, nunca se sabe si te llega el equipaje, o si se demora tres días, o si se pierde. A mí una vez los rusos me extraviaron una maleta», le había advertido Julito-cara-de-guante. Coscojuela también cargaba, por recomendación de su amigo, una caja de habanos que esperaba vender por el triple de su precio. «Esos chinos se vuelven locos por los tabacos», le aseguró Julito. Coscojuela no estaba tan seguro. No había visto a ningún chino fumando puros. 

Agrupó los billetes y los disimuló en el fondo del bolso antes de dejarse caer sobre la cama. Sentía en los huesos el cansancio de un día de viaje y ansiaba unas horas de sueño más que cualquier cosa. Se descalzó y, sin desvestirse, se cubrió con el esponjoso edredón. Dormiría unas horas y, descansado y con la mente fresca, llamaría a la embajada. El recepcionista lo ayudaría a buscar el teléfono y a hacer la conexión. 

Durmió dos horas, lo que le salvó de perderse el desayuno. Hambriento, abandonó su bungaló y se dejó llevar por el olfato para localizar el restaurante. En la puerta de entrada, un empleado le preguntó el número de su habitación. Sin saber a ciencia cierta qué le pedían, Coscojuela le mostró la tarjeta magnética. El empleado la miró, luego a Coscojuela, se encogió de hombros y le permitió pasar. 

Le impresionó la abundancia del bufé. Su desayuno habitual era una taza de café y un pan suave que compraba por un peso en la panadería de la calle Independencia. Había recipientes metálicos con fideos de trigo y de arroz, empanadillas cocinadas al vapor, palitos de harina fritos, pudín de tofu, sopa de arroz y queso de soja, arroz envuelto en hojas de bambú, termos con agua caliente para té y dispensadores de sodas. Con cautela, se decidió por algo que le pareció una tortilla: una crepa a base de encurtidos cubierta con un huevo frito. Resultó demasiado picante para su gusto. 

A las once, satisfecho el apetito, se dirigió a la recepción. Tuvo que esperar un largo cuarto de hora para que le atendieran. Entonces le entregó al recepcionista el papelito donde había escrito, en letras grandes y rectas, el mensaje salvador: POR FAVOR, LLAMAR EMBAJADA CUBA. El recepcionista le dedicó diez segundos de atención al papelito y se lo devolvió con una oriental sonrisa. Coscojuela también sonrió, aunque en su mente se había formulado un mensaje menos simpático. Extendió el meñique y el pulgar de su mano derecha, dobló el resto de los dedos y acercó la mano a su cabeza imitando un auricular de teléfono. Entonces, el índice de su mano libre describió una corta parábola desde el papelito a su boca, manteniendo la derecha en la misma posición. 

El recepcionista observó su pantomima con divertida atención y volvió a sonreírle. «You must vacate your room at twelve, sir. You can stay in the room until two pm for an additional charge of seventy yuan per hour». Coscojuela entendió a medias. En la isla, los hoteles exigían dejar la habitación al mediodía. No iba a ser diferente en China. Lo de seventy le sonó a dinero extra. Que no iba a gastar. 

Diez minutos antes de las doce se presentó en la recepción con su equipaje. Entregó la tarjeta magnética y el recepcionista le preguntó si había consumido algo del minibar. Entendió minibar y negó con énfasis. «No minibar», dijo con voz un tanto alterada. Debió esperar que la camarera revisara la habitación y confirmara que el minibar estaba intacto. Entonces le entregaron su recibo y pidió un taxi. 

No tuvo mejor suerte cuando le mostró el papel con el mensaje salvador al taxista. Después de tres minutos de sonrientes negativas, Coscojuela intentó decirlo en algo parecido al inglés. «¡Kiuba!, ¡Kiuba!» Su alarido tuvo un efecto mágico. El hombre asintió, le pidió que subiera y puso en marcha el taxímetro. Media hora después, el auto se detuvo a la entrada de un callejón en el distrito de Qianmen. 

—Jiǔbā —dijo el taxista con voz alegre y una sonrisa. 

Coscojuela miró a través de la ventanilla y no descubrió edificio alguno con pinta de embajada. En una esquina, junto a la puerta de un bar, fulguraba un letrero de neón. 

—Jiǔbā —repitió el taxista, ahora con un tono perentorio, y le mostró el importe del recorrido. 

Coscojuela decidió bajarse sin más discusión. Pagó otros veinte dólares y, cargando su maleta y su bolsa, se adentró en el callejón. Fue un error, porque los conocedores saben que entrar en un Hutong2 desde el occidente trae mala suerte. 

Maldiciendo la hora en que aceptó aquel viaje al Catay de Marco Polo, el pilongo arrastró su maleta a lo largo del callejón de doscientos metros y siete curvas, contemplando de soslayo las casas de azulejos grises, muy parecidas entre sí, cada una protegida por dos piedras planas con dibujos de guardianes o dioses y figuras antropomórficas representando las estrellas benefactoras junto a la puerta. Atisbó, de pasada, a unos niños con sus piecitos cubiertos por sandalias de colores vivos, entre los que descollaban el rojo y el amarillo. Unos dibujos geométricos le recordaron la esvástica nazi y se preguntó, alarmado, si habría seguidores del nacionalsocialismo en ese sector. En realidad, se trataba de la suástica budista, un símbolo de buena suerte y longevidad eterna. 

Ni un minuto de su penoso recorrido dejó de pensar en las calles y parques de su natal Santa Clara, en los dientes separados y la nariz ligeramente desviada de Idunia, y en la media tonelada de bronce. Y en la promesa del delegado de restituirle a su puesto de director. 

Estaba maldiciendo en alta voz cuando un rostro sensual asomado a una puerta interrumpió sus fatigas. «Voy a tomar un baño —dijo la mujer—. ¿Te importaría entrar a enjabonarme la espalda?» Coscojuela se sobresaltó al escuchar las palabras en su cubano natal. Pero el susto se convirtió en júbilo en un santiamén. ¡Una china que habla español! Supo que era el fin de sus desdichas. 

Siguió a la mujer a un patio interior donde media docena de hombres y mujeres bebían licor de flores y fumaban con ojos y mente enfocados en el Mahjong. Atravesaron un pequeño jardín con un estanque, rocas y canteros con flores. Coscojuela arrancó unos pétalos y los masticó. Los encontró dulces y sentimentales. Entraron en una casa al fondo del patio. El mobiliario era modesto: una mesa escoltada por dos sillas de bambú sin tapizar en la que descansaba una vasija de fina porcelana, y un cofre adosado a la pared. 

La mujer le sonrió y le ofreció otros pétalos que extrajo de la vasija. Coscojuela los comió con deleite y volvió a servirse, una y otra vez, embelesado en la contemplación del rostro ovalado de ojos sesgados y del cabello negro y brillante que se derramaba espeso sobre los hombros. 

Cuando se sintió saciado de pétalos, la siguió a otra habitación, iluminada por linternas decorativas, en cuyo centro reposaba una tina con agua perfumada. La mujer desapareció detrás de un biombo decorado con un dragón y un cuervo de tres patas y reapareció desnuda. Coscojuela supo que no iba a regresar cuando ella se metió en la tina y le invitó a enjabonarle la espalda marfileña. 

Después de mucha cavilación, los investigadores que siguieron el caso lograron ponerse de acuerdo. El taxista, interrogado por la policía turística, había obrado de buena fe. Todo era fruto de una simple confusión lingüística. El taxista creyó escuchar Jiǔbā, bar de vinos, en lugar de Cuba. Las dos palabras tienen un sonido cercano en mandarín. 

«Es posible que el camarada Coscojuela, que no conoce nuestro idioma ni la ciudad, fuera víctima de alguna estafa por delincuentes sin escrúpulos. No creemos que haya sido secuestrado. Los secuestros para pedir rescate y los actos de extrema violencia contra extranjeros son muy raros en nuestro país», explicó un alto funcionario del gobierno chino al desconcertado embajador.

Cada casa del callejón fue registrada y sus inquilinos sometidos a duros interrogatorios. «Tenemos el testimonio de un niño que vio entrar a ese extranjero en el callejón. Otros niños lo vieron pasar arrastrando su maleta y hablando en voz baja, con su rostro enrojecido por el esfuerzo. Pero nadie le vio salir», ha comentado el capitán Huang, jefe del equipo investigador. 

Las autoridades chinas solicitaron el ADN de Coscojuela para comprobar si es el mismo encontrado en unas flores cuyos pétalos fueron arrancados sin mucha delicadeza. De serlo, probaría que Coscojuela estuvo en ese patio y quizás en una de las casas que lo circundan. 

Mientras el ADN del desaparecido pilongo viaja de Santa Clara a Pekín, su mujer aprovecha el tiempo libre para sesiones amatorias no tan discretas en la sala de rayos X. Hay rumores de que la enfermera piensa cambiar al eclipsado pilongo por el radiólogo. En la fábrica, Idunia mueve sin recato el apetitoso trasero ante los ojos azorados del director interino. «A rey muerto, rey puesto», piensa, y canta boleros con alegre desafino. 

En su modesta oficina en el Buró Municipal de Seguridad Pública, el capitán Huang bebe té de crisantemo en finas tazas de porcelana. La infusión le ayuda a calmar el nerviosismo que le produce la insistencia de sus jefes para que encuentren de una vez al extranjero desaparecido. 

De regreso a casa, acomodado en el sillón con incrustaciones de plata y asiento de lona que heredó de su bisabuelo, el capitán se pregunta si el desaparecido pilongo, ignorante de las tradiciones, habría comido ciertas flores con imprudente desenfreno. «Si es así, no lo vamos a encontrar, porque comiendo esas flores el cuerpo se espiritualiza», suspira. Descansa los pies en un escabel y su esposa los masajea con aceite para armonizar sus Ying y Yang desequilibrados. Añade, con voz cansada, a punto de dormirse: «Tanto lío por un extranjero y aquí pasan de mil los ancianos que desaparecen cada año».

NOTAS

1. A los nacidos en Santa Clara y bautizados en la pila de la iglesia del Carmen se les nombraba pilongos, gentilicio que todavía identifica a los santaclareños.

2. Callejones que forman el casco antiguo de la ciudad de Pekín.

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El extraño caso de un pilongo en Pekín – Manuel Quintero Pérez

Manuel Quintero Pérez. Santa Clara, 1951

Manuel Quintero Pérez es ingeniero y periodista, y desde 1979 ha sido funcionario de organismos internacionales, residiendo en México, Ecuador y Suiza. Además de numerosos artículos de prensa ha publicado, entre otros, los ensayos El Papa en Cuba: la lectura (des)interesada de la prensa (Ediciones CLAI, Quito, 1998) y ¿Tribunas de la verdad? El Telégrafo en la crisis bancaria de 1999 (Oveja Perdida, Quito, 2005); es coautor de dos biografías de personalidades ecuménicas latinoamericanas; y de los libros de relatos La casa del pozo sagrado (Círculo Rojo,2017) y Tarde de Suerte (Círculo Rojo, 2018). Su novela La chica del lunar ganó el premio nacional de novela negra Fantoche 2018.