Policial

Volveré a matar este jueves

Foto de Reza Hasannia en Unsplash

“El criminal es el artista creador, mientras que el detective es sólo el crítico”.
Gilbert K. Chesterton, La Cruz Azul: Un misterio del padre Brown.

«Volveré a matar este jueves. Debajo de sus narices». Lo había escrito con su letra infantil y lo firmaba con un pentagrama invertido encerrado en un círculo. Como todos los de su especie, era un asesino con un ego enorme. Enviaba notas manuscritas a los medios desde distintas estaciones de correo y con falsos remitentes. «Me da risa ver a esos detectives torpes diciendo que tienen una buena pista». «Buena suerte en la cacería». Recibíamos cartas con detalles obscenos alardeando de sus asesinatos. El calígrafo aseguró que todas provenían de la mano del mismo individuo. Otro experto sugirió que la anchura anormal entre palabras, los trazos exagerados y la carencia de la puntuación eran rasgos grafopatológicos. Una tarde, un hombre llamó al Departamento alegando ser él. «Soy yo, tontos de mierda. Voy a follar y matar esta noche». La voz era arrogante y burlona.

Eran siete los asesinatos desde el segundo jueves de abril. Siempre el segundo jueves de cada mes. Si había un hombre en la casa lo asesinaba antes de agredir sexualmente a la mujer. Entonces la estrangulaba, la acuchillaba o la golpeaba hasta matarla. A dos mujeres les había sajado los senos mientras aún estaban conscientes. Disfrutaba que sus víctimas se retorcieran de agonía y le suplicaran, y ver cómo la sangre manaba de sus heridas. Antes de marcharse, dibujaba una cruz invertida con la sangre de sus víctimas en la escena del crimen. No dejaba otras huellas de su presencia, ni había un patrón común que indicara cómo seleccionaba a sus víctimas. 

Pasamos muchas horas buscando pistas en las bases de datos y trazando perfiles geográficos de sus crímenes para intentar determinar el área probable de su residencia. Pero tampoco se limitaba a un sector particular. Sus homicidios habían ocurrido en Bush Hills, en el oeste, un suburbio donde viven muchos jubilados y la mayoría de los residentes son dueños de sus casas. En Ensley, más al oeste, el barrio de Birmingham cuyos tranvías inspiraron a Erskine Hawkins su Tuxedo Junction. En Glen Iris, en el sur, un vecindario tranquilo de gente pudiente con aceras amplias, jardines acicalados y venerables casas históricas. En Avondale, en el este, donde antes hubo fábricas textiles que en su tiempo procesaron buena parte del algodón que se producía en Alabama. Nadie sabía dónde atacaría de nuevo, ni a quién. Sí que lo haría un jueves. 

Después del tercer crimen, la ciudad se encogía cada miércoles a la espera del próximo asesinato. El miedo se podía respirar en las calles. Las ventas de armas se dispararon. Yo dormía con la pistola cargada en la mesa de noche. Una noche sentí un ruido, cargué con la pistola y recorrí la casa encendiendo las luces con el corazón agitado. El sueño se evaporó, así que me senté en la sala y prendí la televisión. Pasaban una película de zombis. Entonces sonó el teléfono y salté del susto. Así de maltrechos estaban mis nervios. Mi mayor deseo era dormir doce horas de un tirón. Entregarme por completo al más apacible olvido.

Era un hijo de puta con suerte y astuto como un zorro. Fue diabólicamente cuidadoso hasta que una de sus víctimas sobrevivió. Aunque la golpeó con una barra de hierro y le causó fracturas en el cráneo y en todo el cuerpo, pudo arrastrarse hasta el teléfono y llamar a Emergencias. Cuando la entrevistamos en su cama de hospital, lo describió como un individuo de mediana estatura, complexión musculosa y tez olivácea. «Un hispano», sugirió. Afirmó que la mirada de sus ojos era “maligna”. Los policías de homicidios sabemos lo que eso significa. Algunos asesinos atemorizan con su mirada. 

Lo decisivo en el testimonio de la mujer fue su descripción del tatuaje en el antebrazo derecho del homicida: una cabeza de cabra y una iglesia en llamas. 

—Te advertí que es un cabrón satanista —dijo el sargento Roderick. 

Roderick se educó en un colegio católico y cree que el diablo existe como una fuerza maligna. Yo creo que el mal está en medio nuestro, buscando mentes receptivas. Conquista a esos individuos que no pueden resistir las tentaciones de poder, venganza o avaricia.

La mujer ayudó a los técnicos a dibujar un rostro triangular de frente amplia y labios finos, cejas pobladas y cabello negro encrespado. La precisión me hizo dudar. La habían atacado en plena noche, no en circunstancias ideales para intentar describir a alguien. Reconocer y recordar no es lo mismo. Muy poca gente almacena recuerdos visuales exactos en su mente. Pídale a cualquiera que haga un dibujo de sus padres sin mirarlos y verá el adefesio que resulta. Ya ni siquiera puedo imaginarme el rostro de mi exesposa. Tampoco es que me entusiasme mucho la idea. No obstante, esa descripción y ese retrato era lo mejor que teníamos, así que hicimos que los periódicos lo publicaran. También lo difundían cada día en los noticieros televisivos.

Los especialistas de la Unidad de Ciencias del Comportamiento repetían la charlatanería de costumbre. 

—Es difícil determinar la motivación de ese individuo. Puede ser el sexo, la ira, la emoción, el control. Incluso la ganancia económica. Y hasta la búsqueda de atención. Una sola, o una mezcla de ellas —pontificó Mildred Shaw, la psiquiatra forense. 

La Shaw era de mediana estatura, con una boca grande de labios gruesos. Vestía faldas hasta la rodilla para mostrar sus piernas bien torneadas. 

—Si la motivación sexual es la pulsión más importante de ese sujeto, el placer sexual estará mezclado con la violencia. Tengan en cuenta, además, que los motivos de un asesino en serie pueden evolucionar tanto dentro de un solo asesinato como a lo largo de la serie de asesinatos. 

Respiró hondo y nos miró con el desdén que se reservan algunos profesores para los alumnos desaventajados. 

—Señores, seamos honestos: incluso si pudiéramos determinar la motivación o las motivaciones de ese individuo, me temo que tampoco les sería muy útil para identificarlo.

Así había concluido su charla. Para cagarse de risa. 

Otro psiquiatra, después de ver la crueldad con que había matado a sus víctimas, lo calificó como “asesino rabioso”. 

Había un equipo de treinta detectives trabajando en el caso las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Recibíamos decenas de llamadas telefónicas de gente que había visto o estaba segura de conocer a nuestro sujeto. Los detectives podían descartar algunas pistas con solo escucharlas. Otras había que investigarlas porque tenían un mínimo de verosimilitud. Todas habían conducido a callejones sin salida. Cuando eso ocurría, los detectives pateaban los cestos de basura, golpeaban las mesas y proferían las maldiciones más escabrosas. Repasamos los antiguos casos archivados y nos pusimos en contacto con comisarías del Estado para averiguar si algún otro asesinato coincidía con los que teníamos de nuestro asesino rabioso.

Ese miércoles me senté a discutir el caso con Roderick por enésima vez. Si no lo cogíamos antes, el ciclo perverso iba a repetirse ese segundo jueves de noviembre. No encontramos ninguna línea de investigación que no hubiéramos explorado.

—Ese cabrón ya ha matado demasiado. A lo mejor esta vez se equivoca —dijo Roderick.

No queríamos que nadie muriera, pero a esas alturas nos consumía la certidumbre de que solo íbamos a atraparlo si cometía un error. Los asesinos en serie son algunos de los delincuentes más peligrosos y difíciles de atrapar. Debido a la gravedad de sus crímenes, los planifican con mucho cuidado. También podíamos resolver el caso con un golpe de suerte. O “creando la suerte” con una investigación rigurosa, como dicen los veteranos de Homicidios. 

A las seis, Roderick se despidió y fui al Mulligan’s. El dueño es Sean Cavanagh, un pichón de irlandés pelirrojo con poca paciencia para los tontos. La mayoría de los clientes del Mulligan’s son policías en activo o jubilados y chicos de la prensa a la caza de un palo periodístico que impulse sus carreras. En un bar donde puedes beber un Jameson Black Barrer a precios asequibles. El alcohol ayuda a desconectar, siempre que no exageres. Otros colegas recurren a los ansiolíticos para bregar con el estrés, o a los barbitúricos cuando las pesadillas no les dejan dormir.

Había bajado dos whiskies cuando vi entrar a Roderick con el rostro agitado. Le hice señas desde el fondo del local hasta que me avistó. Se acomodó frente a mí y se acarició el mentón sin afeitar. 

—Tenemos una buena pista —soltó cuando recuperó el resuello—. Un informante me llamó ahora. Un conocido suyo le habló de nuestro sujeto. La descripción coincide. Estatura media, cejas pobladas y cabello negro muy crespo. Y el tatuaje ese de la cabra.

Sin quitarle mérito a lo que hacemos, es justo reconocer que algunos casos se solucionan porque el sospechoso se delató a sí mismo. Se lo contó a alguien para darse importancia, ese alguien se lo soltó a otro alguien y ese otro alguien es tu informante. Esos individuos tienen su razón para ser soplones. Una razón es eliminar a la competencia. Otra sería la venganza, porque uno de esos tipos los jodió antes. Si eres un buen detective, conoces a todas las alimañas del sector y una de esas alimañas es tu informante y te dirá quién hizo qué. Los informantes son las personas menos confiables del mundo. Son mentirosos por naturaleza y traicionarían a su propia madre. Pero los necesitas en este oficio. 

—¿Tienes el nombre de ese conocido y dónde podemos encontrarlo?

Me pasó un papelito escrito con su letra redonda y pulcra. 

—Se llama Marquis Adams, pero todo el mundo lo conoce por Nugget. Los miércoles suele ir a un gimnasio en la avenida Lomb, casi esquina con la Bessemer. Llega a las siete o siete y treinta, y se queda una hora. Mi informante me confirmó que Nugget acaba de entrar a ese gimnasio. Él va a estar allí para identificarlo.

—¿Buscaste a ese Marquis en la base de datos?

—Tiene un expediente judicial ejemplar. Robo a mano armada, posesión ilegal de armas de fuego, tráfico de drogas. Ha pasado doce de los últimos quince años en el talego. Salió hace tres semanas, en libertad condicional.

Me mostró lo que había copiado del expediente de Marquis. La foto mostraba una cara repelente de ojos pequeños y hundidos, nariz torcida y boca de labios protuberantes. Es el tipo de persona a la que no te sientes mal por golpearle la cara.

Le dije a Cavanagh que pusiera los tragos en mi cuenta, buscamos el coche y conduje en dirección oeste. Las luces nocturnas parpadeaban en los charcos que un aguacero otoñal había dejado en el pavimiento. El termómetro había descendido hasta los doce grados y me arrepentí de no haber traído un abrigo más grueso. 

Estacioné a una veintena de metros de la entrada del gimnasio y esperamos una buena media hora dentro del coche. A las ocho y veinte se iluminó la pantalla del móvil de Roderick. 

—Va a salir ahora. Viste una sudadera blanca con ribetes azules y una gorra con el logo de los Crimson Tide1 en la visera. 

Marquis Adams no se mostró sorprendido ni intentó escapar cuando le mostré la placa. Era un afroamericano treintañero, de mi estatura, con el físico de un gladiador. Puedes saber si alguien acaba de salir del trullo con sólo mirarlo. Tienen ese cuerpo fornido que les ayuda a sobrevivir adentro y cuando caminan se pavonean como en la prisión. 

Quiso saber por qué lo deteníamos y Roderick le dijo que cerrara la puta boca y obedeciera. Lo esposamos y lo metimos en el asiento trasero del coche. Conduje quince minutos hasta una nave industrial abandonada en la ribera sur del Village Creek. En otros tiempos fue un arroyo limpio, atravesando el valle fértil que atrajo a muchos colonos a esta región. Hoy es un regato infecto gracias a pesticidas, fugas del alcantarillado y vertidos ilegales. 

Sacamos a Nugget del coche, Roderick iluminó el terreno con su linterna y nos metimos en la nave. El suelo estaba tapizado con bolas de algodón, tapones de botellas de vino, gomas gruesas, jeringas y agujas usadas. Algunos yonquis comparten el instrumental para colocarse. No saben quién dejó las agujas, y no les importa. Es su ruleta rusa particular. 

Atamos a Marquis a un poste y Roderick le iluminó la cara con su linterna. Evitó mirarnos, pero sus labios formularon una mueca de desprecio.

—Marquis, queremos saber cómo se llama ese conocido tuyo que tiene una cabeza de cabra tatuada en un brazo. Y dónde podemos encontrarlo. Nos gustaría tener una conversación amistosa con él —dije. 

Se encogió de hombros y soltó un escupitajo. 

—No sé de quién carajo están hablando.

Anticipó mi intención y contrajo los músculos cuando lo golpeé con el puño en la boca del estómago. No pareció molestarle en lo más mínimo. Entonces me aparté un par de pasos y lo sorprendí con un puntapié en los huevos. El dolor tarda un par de minutos en desaparecer, pero mientras dura la agonía es como si estuvieras pariendo un erizo de nueve kilos.

—A lo mejor esto te ayuda a saber —dije.  

—No soy un maldito soplón —gritó cuando pudo respirar. 

Recordé los asesinatos y me dejé llevar por la cólera. Fui donde el coche y regresé con la manopla y unos alicates de acero para cortar alambres gruesos. 

Los ojos muy abiertos de Marquis delataban su aprensión. La sonrisa desdeñosa se había ausentado de sus labios. Me acerqué y le mostré los instrumentos.

—Verás, hermano, lo vamos a averiguar de todas maneras. Tú eliges si quieres decirlo ahora y te quedas guardado en el calabozo hasta que encontremos a tu amigo. Si no desembuchas, y rapidito, te voy a arrancar los dientes, uno a uno. Después te meteré un plomazo en tu sucia nuca y tiraremos tu jodido cadáver en ese arroyo podrido, para que se ceben los bajos manchados. A nadie le va a importar un carajo quién lo hizo. Van a pensar que fue un ajuste de cuentas.

Hizo como que no le importara. Me puse la manopla y le fracturé la nariz con un puñetazo recto. La sangre saltó y le manchó la sudadera. No tuve que utilizar el alicate.

—Se llama José Flores. Vive en la calle Lafayette, en Pratt City. Frente a un taller de reparación de neumáticos —gruñó.

—Ok, vamos a comprobarlo —dije.

Encerramos a Marquis y le levantamos cargos por posesión de cocaína y resistencia a la autoridad. La cocaína la tenía en mi caja fuerte. Siempre guardo pequeñas cantidades para incriminar a sujetos como Marquis Adams. La comunidad respira más tranquila cuando sujetos como él están en la trena.  

Encontramos dos “José Flores” en la base de datos de delincuentes convictos. Uno de ellos mostraba una semejanza aceptable con el retrato-robot de nuestro asesino. Ese José Flores había tenido sus aprietos con la ley por hurtos de poca monta. Nada que anticipara un comportamiento homicida. La última dirección registrada de José Flores era una casa en la calle Lafayette, en Pratt City. 

Fuimos donde la superviviente y le mostramos la foto. «Ese es el hombre que me atacó», dijo, y rompió a llorar. 

Regresamos a la comisaría y le encargamos la tarea al escuadrón de búsqueda y captura. Ese escuadrón lo forman unos chicos con cierta reputación. Si el sospechoso los confronta, disparan a matar. 

—Mejor se lo cargan. No sea que un psiquiatra imbécil convenza al jurado que el tipo está loco y lo manden a un hospital —refunfuñó Roderick. 

Yo deseaba que lo capturaran vivo. Quería interrogar a un sujeto tan malvado y luego ver que le colocaran un casco con una esponja empapada en la coronilla, lo achicharraran con dos mil voltios y le saliera humo de la cabeza. Hay individuos por ahí que se llenan la boca alegando que la muerte en La Silla es un castigo cruel e inhumano. ¡Qué pronto olvidan lo que sufrieron las víctimas!

Lo que sucedió después resultó un tanto confuso. El sospechoso ocupaba una casa de tabloncillo rodeada por solares yermos y toda suerte de escombros. El jefe del escuadrón explicó que Flores se resistió al arresto, hizo ademán de sacar un arma y tuvieron que “neutralizarlo”. Solo que el sujeto se llamaba Juan Flores y no tenía una cabra tatuada en el antebrazo, ni en ninguna otra parte de su cuerpo. Ni antecedentes penales. Era un ciudadano limpio de toda sospecha. Estoy seguro de que el arma no le pertenecía. Algún oficial del escuadrón se la puso en la mano para justificar que lo dejaran hecho un colador. 

Registramos la casa y no encontramos evidencia alguna que relacionara a Juan Flores con los asesinatos. Sí guardaba una docena de fotos con José, su hermano gemelo, y cartas familiares con una caligrafía que pudimos reconocer, firmadas por un tal Joseíto. Y un libro sobre satanismo escrito por Aleister Crowley.

Esa noche del jueves, José Flores volvió a matar. Esta vez en Fountain Heights. A trescientos metros escasos de la comisaria. 

NOTA: 1. Equipo de fútbol americano de la Universidad de Alabama.

Manuel Quintero Pérez. Santa Clara, 1951

Manuel Quintero Pérez es ingeniero y periodista, y desde 1979 ha sido funcionario de organismos internacionales, residiendo en México, Ecuador y Suiza. Además de numerosos artículos de prensa ha publicado, entre otros, los ensayos El Papa en Cuba: la lectura (des)interesada de la prensa (Ediciones CLAI, Quito, 1998) y ¿Tribunas de la verdad? El Telégrafo en la crisis bancaria de 1999 (Oveja Perdida, Quito, 2005); es coautor de dos biografías de personalidades ecuménicas latinoamericanas; y de los libros de relatos La casa del pozo sagrado (Círculo Rojo,2017) y Tarde de Suerte (Círculo Rojo, 2018). Su novela La chica del lunar ganó el premio nacional de novela negra Fantoche 2018.